Trad. Cora Tiedra García. Punto de lectura, Madrid, 2009. 605 pp. 10,95 €
Pilar Adón
Resulta muy interesante terminar de leer Un jardín de placeres terrenales, segunda novela de Joyce Carol Oates, escrita entre 1965 y 1966, cuando la autora tenía poco más de veinticinco años, y publicada por primera vez en 1967. Y no porque se llegue así a ese momento agridulce en que se cierra un libro con la impresión de haber crecido en lo literario y en lo personal gracias a la fagocitosis de unos personajes y unas historias que forman parte ya de nuestro propio organismo. Ni porque se pueda pasar al siguiente título de nuestra línea personal de selección libresca. Ni porque sintamos esa sonrisa de satisfacción interna que desplegamos con todo el entusiasmo del mundo tras haber estado unos días en buena compañía literaria, creíble y coherente (en esta ocasión, esa sonrisa queda algo truncada por lo flojo de la última parte del libro, cargada de clichés y con un desenlace precipitado). Llegar al final de Un jardín de placeres terrenales es importante porque es entonces cuando la autora nos obsequia con un magnífico postfacio firmado en 2002 en Princeton, Nueva Jersey (lugar en que Oates vive desde 1978), en el que nos ofrece una reflexión acerca de su proceso de escritura de juventud y, por extensión, de lo que suele implicar para un autor escribir sus primeras obras de ficción.
Cuenta Joyce Carol Oates que, con motivo de la reedición en la editorial Modern Library de Un jardín de placeres terrenales, se dispuso a analizar el texto con un espíritu más que crítico, y descubrió que en él había fragmentos (en concreto tres cuartas partes de la novela) que debía volver a escribir, labor que inició en el verano de 2002. Y no porque deseara introducir nuevos personajes o eliminar otros, ni porque tuviera en mente modificar el argumento central, sino porque sentía que la obra le pedía que extrajera largos párrafos expositivos para añadir más diálogos que mostraran, en vez de explicar, lo que era la realidad de los personajes, sin necesidad de que un narrador describiera sus comportamientos y sensaciones. De este modo, Oates hace un retrato perfecto de cómo puede suceder que la inagotable energía que mueve el cerebro y el ansia de escribir de alguien que empieza le lleve a exponer y elucubrar y resumir y aclarar cada parte del argumento de su obra.
La autora entra así en la eterna disyuntiva entre mostrar y describir, cuestión que nos dirige hacia aquellas anotaciones en los márgenes de los escritos de Henry James, en las que se decía a sí mismo: “¡Dramatiza! ¡Dramatiza!”. Al parecer siguiendo esta máxima, Oates reescribió capítulos enteros para entregar una nueva versión a su editor. Versión que nos propone ahora Punto de Lectura, en la que Oates combina la fuerza y el ímpetu de sus escritos de juventud con la destreza y la contención ganadas a lo largo de su prolífica carrera.
En Un jardín de placeres terrenales se nos muestra la vida de Clara Walpole, una niña buena y observadora que es el ojito derecho de Carleton Walpole, su padre, un trabajador que lleva a su familia de una tierra de cultivo a otra en busca de nuevos contratos que, en medio de la Gran Depresión, les ofrezcan al menos un techo bajo el que cobijarse. El trabajo infantil, la violencia contra las mujeres, los embarazos sucesivos que concluyen en partos devastadores, las palizas, la humillación de los más débiles y la lucha por la supervivencia son temas presentes en cada página. Pero, a pesar de su dureza, se desarrollan de una manera casi rutinaria, bajo la óptica de lo que parece ser una realidad cotidiana y aceptada. La desesperación de Carleton Walpole le llevará al alcohol y el alcohol a la ira, y Clara, que se irá convirtiendo en una chica preciosa y más tarde en una hermosa mujer, terminará huyendo de su padre e intentará abrirse paso en un nuevo lugar, alentada por sus deseos de salir de la pobreza y de no llevar la vida de miseria e infortunio que soportó su madre.
Basada en gran medida en las experiencias de la propia autora en la zona oeste del Estado de Nueva York, donde Oates creció en el seno de una familia que no era tan pobre como la de los Walpole pero que también trabajaba en la recolección de los frutos de una pequeña granja, y estructurada en tres partes marcadas por el nombre de cada uno de los personajes masculinos que trazarán los senderos por los que discurrirá la existencia de Clara –su padre, su amante y su hijo–, la novela nos ofrece una lectura veloz, unos personajes que nos suenan de algo, unos paisajes reconocibles, una voz narrativa limpia, sin artificios, y unas muy nobles aspiraciones épicas que se despliegan por Un jardín de placeres terrenales en perfecta consonancia con lo que es la inveterada búsqueda de la “gran novela americana” por parte de su autora.
Pilar Adón
Resulta muy interesante terminar de leer Un jardín de placeres terrenales, segunda novela de Joyce Carol Oates, escrita entre 1965 y 1966, cuando la autora tenía poco más de veinticinco años, y publicada por primera vez en 1967. Y no porque se llegue así a ese momento agridulce en que se cierra un libro con la impresión de haber crecido en lo literario y en lo personal gracias a la fagocitosis de unos personajes y unas historias que forman parte ya de nuestro propio organismo. Ni porque se pueda pasar al siguiente título de nuestra línea personal de selección libresca. Ni porque sintamos esa sonrisa de satisfacción interna que desplegamos con todo el entusiasmo del mundo tras haber estado unos días en buena compañía literaria, creíble y coherente (en esta ocasión, esa sonrisa queda algo truncada por lo flojo de la última parte del libro, cargada de clichés y con un desenlace precipitado). Llegar al final de Un jardín de placeres terrenales es importante porque es entonces cuando la autora nos obsequia con un magnífico postfacio firmado en 2002 en Princeton, Nueva Jersey (lugar en que Oates vive desde 1978), en el que nos ofrece una reflexión acerca de su proceso de escritura de juventud y, por extensión, de lo que suele implicar para un autor escribir sus primeras obras de ficción.
Cuenta Joyce Carol Oates que, con motivo de la reedición en la editorial Modern Library de Un jardín de placeres terrenales, se dispuso a analizar el texto con un espíritu más que crítico, y descubrió que en él había fragmentos (en concreto tres cuartas partes de la novela) que debía volver a escribir, labor que inició en el verano de 2002. Y no porque deseara introducir nuevos personajes o eliminar otros, ni porque tuviera en mente modificar el argumento central, sino porque sentía que la obra le pedía que extrajera largos párrafos expositivos para añadir más diálogos que mostraran, en vez de explicar, lo que era la realidad de los personajes, sin necesidad de que un narrador describiera sus comportamientos y sensaciones. De este modo, Oates hace un retrato perfecto de cómo puede suceder que la inagotable energía que mueve el cerebro y el ansia de escribir de alguien que empieza le lleve a exponer y elucubrar y resumir y aclarar cada parte del argumento de su obra.
La autora entra así en la eterna disyuntiva entre mostrar y describir, cuestión que nos dirige hacia aquellas anotaciones en los márgenes de los escritos de Henry James, en las que se decía a sí mismo: “¡Dramatiza! ¡Dramatiza!”. Al parecer siguiendo esta máxima, Oates reescribió capítulos enteros para entregar una nueva versión a su editor. Versión que nos propone ahora Punto de Lectura, en la que Oates combina la fuerza y el ímpetu de sus escritos de juventud con la destreza y la contención ganadas a lo largo de su prolífica carrera.
En Un jardín de placeres terrenales se nos muestra la vida de Clara Walpole, una niña buena y observadora que es el ojito derecho de Carleton Walpole, su padre, un trabajador que lleva a su familia de una tierra de cultivo a otra en busca de nuevos contratos que, en medio de la Gran Depresión, les ofrezcan al menos un techo bajo el que cobijarse. El trabajo infantil, la violencia contra las mujeres, los embarazos sucesivos que concluyen en partos devastadores, las palizas, la humillación de los más débiles y la lucha por la supervivencia son temas presentes en cada página. Pero, a pesar de su dureza, se desarrollan de una manera casi rutinaria, bajo la óptica de lo que parece ser una realidad cotidiana y aceptada. La desesperación de Carleton Walpole le llevará al alcohol y el alcohol a la ira, y Clara, que se irá convirtiendo en una chica preciosa y más tarde en una hermosa mujer, terminará huyendo de su padre e intentará abrirse paso en un nuevo lugar, alentada por sus deseos de salir de la pobreza y de no llevar la vida de miseria e infortunio que soportó su madre.
Basada en gran medida en las experiencias de la propia autora en la zona oeste del Estado de Nueva York, donde Oates creció en el seno de una familia que no era tan pobre como la de los Walpole pero que también trabajaba en la recolección de los frutos de una pequeña granja, y estructurada en tres partes marcadas por el nombre de cada uno de los personajes masculinos que trazarán los senderos por los que discurrirá la existencia de Clara –su padre, su amante y su hijo–, la novela nos ofrece una lectura veloz, unos personajes que nos suenan de algo, unos paisajes reconocibles, una voz narrativa limpia, sin artificios, y unas muy nobles aspiraciones épicas que se despliegan por Un jardín de placeres terrenales en perfecta consonancia con lo que es la inveterada búsqueda de la “gran novela americana” por parte de su autora.
Preciosa, la leí hace meses, y sigo buscando todo lo traducido de esta enorme autora.
ResponderEliminarHola, Ángeles,
ResponderEliminarla verdad es que los personajes son inolvidables. Y la ambientación impecable. Seguro que has leído "Qué fue de los Mulvaney". Una de sus mejores obras.
Un abrazo.