Acantilado, Barcelona, 2009. 95 pp. 10 €
Sofía Castañón
No nos engañemos, quizás con las primeras páginas pienses “y esto qué”. Al fin y al cabo la experiencia de un lector, sea cual sea, podría ser también tu historia. Las reflexiones de quien ha leído el qué y en qué edad pueden pertenecer también a una noche de licores, con ambiente propicio para divagar un poco: una de esas veladas en las que todo el mundo es más listo y más guapo de lo que se revelará a la mañana siguiente, clavo en la cabeza mediante. Eso, que y qué que Marina Tsvietáieva leyera de niña a Pushkin, dirás. Anda que no habrás leído tú también a Pushkin…
La virtud de este librito, tremendamente híbrido, juguetón como quien vuelve a ser la niña pequeña que aprendió a leer con Pushkin, está en el más allá de la lectura. De tanto traspasar los géneros Mi Pushkin no se puede considerar en absoluto un estudio, ni tan siquiera uno muy personal, sobre el poeta ruso. Tampoco es el recorte de una autobiografía, (las memorias de la infancia siempre se apoderan de la historia de cada vida, como si en la literatura también se tendiera al alzheimer), ni un ensayo de esos que se adornan el pelo con prosa poética como si fueran pequeñas flores frutales.
El librito que teje desde la madurez Tsvietáieva es un ejercicio de creación mutante, que torna el tono casi en cada párrafo. Narra escenas de niñez, describe a una Marina revoltosa, muy lista, que recuerda también a aquella Sor Juan Inés de la Cruz, lista y replicante. Habla de las calles de entonces, de cómo las distancias se medían desde Pushkin, o hasta Pushkin (la parte por el todo, la estatua de Pushkin también es Pushkin). Y desde esta perspectiva infantil y lúcida, caótica como la mente dispersa de una chiquilla hiperactiva, la autora elabora un relato con mucho de iniciático, pero al lector no se le escapa que hay algo más.
Porque se trata también del descubrimiento no sólo de un autor si no de la materia poética, de la palabra. La autora, desde el paso de los años, vuelve a abrir mucho los ojos, alucinada casi por aquello que es nuevo y brilla, que seduce profundamente. Desde la primera seducción hasta el análisis posterior, Mi Pushkin habla no tanto de literatura en sí como de la vida en la literatura. Y comulga con la extendida idea que justifica la existencia de un modo redondo, narrativo. Todo, como sucedía en Ciudadano Kane, remite a la infancia. Allí nace y se cierra un ciclo. El de la mujer poeta. El de la niña lectora. El de la vida y una reconocida acción de gracias a un proceso, por lo demás, intangible.
Sofía Castañón
No nos engañemos, quizás con las primeras páginas pienses “y esto qué”. Al fin y al cabo la experiencia de un lector, sea cual sea, podría ser también tu historia. Las reflexiones de quien ha leído el qué y en qué edad pueden pertenecer también a una noche de licores, con ambiente propicio para divagar un poco: una de esas veladas en las que todo el mundo es más listo y más guapo de lo que se revelará a la mañana siguiente, clavo en la cabeza mediante. Eso, que y qué que Marina Tsvietáieva leyera de niña a Pushkin, dirás. Anda que no habrás leído tú también a Pushkin…
La virtud de este librito, tremendamente híbrido, juguetón como quien vuelve a ser la niña pequeña que aprendió a leer con Pushkin, está en el más allá de la lectura. De tanto traspasar los géneros Mi Pushkin no se puede considerar en absoluto un estudio, ni tan siquiera uno muy personal, sobre el poeta ruso. Tampoco es el recorte de una autobiografía, (las memorias de la infancia siempre se apoderan de la historia de cada vida, como si en la literatura también se tendiera al alzheimer), ni un ensayo de esos que se adornan el pelo con prosa poética como si fueran pequeñas flores frutales.
El librito que teje desde la madurez Tsvietáieva es un ejercicio de creación mutante, que torna el tono casi en cada párrafo. Narra escenas de niñez, describe a una Marina revoltosa, muy lista, que recuerda también a aquella Sor Juan Inés de la Cruz, lista y replicante. Habla de las calles de entonces, de cómo las distancias se medían desde Pushkin, o hasta Pushkin (la parte por el todo, la estatua de Pushkin también es Pushkin). Y desde esta perspectiva infantil y lúcida, caótica como la mente dispersa de una chiquilla hiperactiva, la autora elabora un relato con mucho de iniciático, pero al lector no se le escapa que hay algo más.
Porque se trata también del descubrimiento no sólo de un autor si no de la materia poética, de la palabra. La autora, desde el paso de los años, vuelve a abrir mucho los ojos, alucinada casi por aquello que es nuevo y brilla, que seduce profundamente. Desde la primera seducción hasta el análisis posterior, Mi Pushkin habla no tanto de literatura en sí como de la vida en la literatura. Y comulga con la extendida idea que justifica la existencia de un modo redondo, narrativo. Todo, como sucedía en Ciudadano Kane, remite a la infancia. Allí nace y se cierra un ciclo. El de la mujer poeta. El de la niña lectora. El de la vida y una reconocida acción de gracias a un proceso, por lo demás, intangible.
Enhorabuena por el blog. Muy interesante.
ResponderEliminarUn saludo,
Héctor gomis
http://uncuentoalasemana.blogspot.com
Vaya, parece que esta es la semana Pushkin... No sabia de este librito, pero podría ser interesante echarle una ojeada.
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