Premio Nacional de Poesía 2009. Calambur, Madrid, 2008. 164 pp. 15 €
Ignacio Sanz
Quien haya escuchado en alguna ocasión las recitaciones de Juan Carlos Mestre, habrá advertido un ligero estremecimiento recorriendo su espina dorsal. Su voz brota de un manantial profundo, como si saliera al aire empujado por un torrente misterioso que nos trastoca y nos emociona.
Así, no resulta extraño que el cantautor Amancio Prada, que ha musicado a tantos excelsos poetas de nuestra tradición lírica, le haya convertido en invitado habitual de sus recitales como un contrapunto a las canciones.
Con todas estas idas y venidas por los escenarios, rodeado de músicos, el propio Mestre ha incorporado a sus lecturas un acordeón quejumbroso, desfallecido por los años, al que llama «la caja triste de hacer música», con el que se ayuda a marcar ritmos a su voz subyugante.
Ignacio Sanz
Quien haya escuchado en alguna ocasión las recitaciones de Juan Carlos Mestre, habrá advertido un ligero estremecimiento recorriendo su espina dorsal. Su voz brota de un manantial profundo, como si saliera al aire empujado por un torrente misterioso que nos trastoca y nos emociona.
Así, no resulta extraño que el cantautor Amancio Prada, que ha musicado a tantos excelsos poetas de nuestra tradición lírica, le haya convertido en invitado habitual de sus recitales como un contrapunto a las canciones.
Con todas estas idas y venidas por los escenarios, rodeado de músicos, el propio Mestre ha incorporado a sus lecturas un acordeón quejumbroso, desfallecido por los años, al que llama «la caja triste de hacer música», con el que se ayuda a marcar ritmos a su voz subyugante.
Pero antes que juglar excelso, antes incluso que grabador refinado, Juan Carlos Mestre es un poeta integral. Es más, tal como él mismo dijo en una ocasión refiriéndose a García Lorca, cabría decir que Juan Carlos Mestre es La Poesía. Una poesía atildada, vestida de blanco, con los calcetines purpúreos de los cardenales romanos.
Nacido en Villafranca del Bierzo, en 1957, su obra, marcada por persistentes ráfagas de surrealismo cabalga a lomos de un caballo de ajedrez cuyos saltos arriesgados crean imágenes deslumbrantes. Posee una habilidad especial para casar árboles y lunas, hogazas y barcos de papel. Como si su voz surgiera desde una azotea abrasada por un sol lujurioso y libérrimo. De modo que, el lector, atrapado el las cabriolas relampagueantes de su verbo, no puede sino caer rendido por el fulgor desquiciante de tanta belleza.
Sus amigos Rafael Pérez Estrada o Vicente Núñez, además de los clásicos se señalan el camino. Rimbaud, Gamoneda, Claudio Rodríguez, Cortázar, Lezama, Huidobro, Ory, Ullán... son algunas de las muchas referencias que salpican estos poemas. Con todo, la variedad de registros es muy dispar. Este lector, más inclinado hacia la poesía narrativa, prefiere aquellos poemas más breves que podrían leerse como relatos cortos. Son bastantes. En algunos se advierten huellas biográficas y el compromiso radical y explícito con los valores éticos y solidarios que vienen caracterizando su obra: «Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria a la que adulan con la semilla de sus ojos.»
Algunos poemas despiertan la sonrisa cómplice. En ellos se advierte un giro hacía la ironía, como si Mestre hubiera hecho suya la lección que, como una divisa en la torre, campea en la obra de otro de sus maestros y amigos: Antonio Pereira. Este escritor y paisano suyo, recientemente desaparecido, le admiraba tanto que le decía: «soy tan sólo el Bautista que he venido a anunciarte.»
Nacido en Villafranca del Bierzo, en 1957, su obra, marcada por persistentes ráfagas de surrealismo cabalga a lomos de un caballo de ajedrez cuyos saltos arriesgados crean imágenes deslumbrantes. Posee una habilidad especial para casar árboles y lunas, hogazas y barcos de papel. Como si su voz surgiera desde una azotea abrasada por un sol lujurioso y libérrimo. De modo que, el lector, atrapado el las cabriolas relampagueantes de su verbo, no puede sino caer rendido por el fulgor desquiciante de tanta belleza.
Sus amigos Rafael Pérez Estrada o Vicente Núñez, además de los clásicos se señalan el camino. Rimbaud, Gamoneda, Claudio Rodríguez, Cortázar, Lezama, Huidobro, Ory, Ullán... son algunas de las muchas referencias que salpican estos poemas. Con todo, la variedad de registros es muy dispar. Este lector, más inclinado hacia la poesía narrativa, prefiere aquellos poemas más breves que podrían leerse como relatos cortos. Son bastantes. En algunos se advierten huellas biográficas y el compromiso radical y explícito con los valores éticos y solidarios que vienen caracterizando su obra: «Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria a la que adulan con la semilla de sus ojos.»
Algunos poemas despiertan la sonrisa cómplice. En ellos se advierte un giro hacía la ironía, como si Mestre hubiera hecho suya la lección que, como una divisa en la torre, campea en la obra de otro de sus maestros y amigos: Antonio Pereira. Este escritor y paisano suyo, recientemente desaparecido, le admiraba tanto que le decía: «soy tan sólo el Bautista que he venido a anunciarte.»
Definitivamente, J.C. Mestre camina sobre las aguas de la imaginación. Creo que La casa roja es su fruto más maduro y depurado. No se corre ningún riesgo al escribir esta reseña porque el libro ha sido sancionado con el Premio Nacional de Poesía 2009. Es decir, campa por los escaparates confortado por las más altas bendiciones. Los que no puedan oírle de viva voz, leyendo estos versos acaso puedan sentir también más de un latigazo recorriendo su espina dorsal.
Hace tiempo, realizando mi primer reportaje para la revista La Linterna de Segovia, tuve la oportunidad de admirar los grabados y los libros-arte de Juan Carlos Mestre. Poseían una belleza subyugadora que me arrastró a su poesía. En él se conjugaba una suerte de "panpoesía" que seguramente y como bien dices, Ignacio, abarcan a su obra más personal: la propia vida. Delicioso libro para estos días... Gracias por tu recomendación.Un abrazo con nieve
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