martes, abril 14, 2009

Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia, José Antonio Sáez

EH Editores, Jerez, 2008. 107 pp. 12 €

Pedro M. Domene

Limaria es un espacio físico que impresiona por la inusitada belleza de su desnudez paisajística y por la plasticidad sus colores, un lugar enclavado entre las pequeñas poblaciones rurales de Los Higuerales y La Alijambra, localizado, geográficamente, en la provincia de Almería, pero que de la mano del poeta se convierte en una especie de nueva Arcadia donde aún son perceptibles, por esa magia del recuerdo, ciertos aromas de la infancia, donde aún se oyen murmullos del pasado, y sobresalen las costumbres ancestrales, caprichos que nos devuelven a ese territorio remoto de la inocencia perdida, esa que una vez fue y nunca hemos olvidado; también, es la voz y la plegaria de un poeta de la tierra, José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957), que publica Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia (2008), y alcanza así una dimensión de realidad vivida donde, voces y expresiones, se conjugan en una reminiscente recreación sobre los alientos de ese tiempo pasado.
El poeta José Antonio Sáez ha intensificado su presencia en el panorama poético durante estos últimos años desde que hace casi tres décadas publicara Vulnerado arcángel (1983), obra a la que, de una forma regular, han seguido, La visión de arena (1987), Árbol de iluminados (1991), Libro del desvalimiento (1997), Liturgia para desposeídos (2001), La edad de la ceniza (2003), Lugar de toda ausencia (2005), para concluir en proyecto poético de mayor calaje, Las Capitulaciones (2007), y, en cierto sentido ofrecer, en una red de círculos cada vez más amplios, su visión del mundo y del conocimiento humanístico y clásico, como conceptos que gravitan en una profunda hondura del ser, del hombre que sufre, ama, recuerda y sobrevive a su propio desastre. Como todo buen poemario, Limaria... se estructura, arquitectónicamente, en dos libros, el primero con el título general del mismo: el poeta se identifica con la belleza del lugar, («Antorcha de cal viva, la más humilde y pura, »), entrevé el alma del mundo, muestra y se instala en la realidad («aquí vengo a morir, bajo un manto estrellado, /en la noche del mundo y entre luces de frío»); y el segundo, titulado en una suerte de fortuna, «Los brazos en el aire», muestra la ingravidez, el deseo de reintegrarse a la tierra, los brazos anhelan esa mutación humana de convertirse en alas y asumir esa conmemoración del cuerpo, radiante región encendida, para celebrar la unión de la carne. Fuego y lluvia se convierten en esa semilla celeste que fecunda esa región cálida, desértica en el Sur del país. El poeta despliega símbolos e imágenes que recuerdan existencias anteriores; todo en su justa armonía, utilizando un verso de musicalidad e imágenes desveladoras que se traducen en heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos («La eternidad es el instante/ en el que, henchido, el ser/ se abandona y diluye/ su entidad en el cosmos/». El tiempo se convierte en esa percepción inmóvil de las cosas, en el disfrute del instante vivido, para concluir, en una tercera parte final, del segundo libro, «Luz en los atrios» y así conjugar la palabra poética, como esa única redención a que como lectores podamos interpretar la voz del poeta, que nos muestra sus secretos, el microcosmos contemplado en la misma palma de la mano o, como sugiere, el propio José Antonio Sáez: «Abres los brazos a la brisa leve/ y te abandonas al luciente espacio».
Las palabras del almeriense buscan acrecentar una visión del mundo, su voz emerge de la experiencia tanto vivida como literaria, del deslumbramiento de su existir y de su propio desvalimiento, de la admiración secreta de cuanto envuelve al poeta, su sentir de la poesía auténtica y verdadera, de su poder de la memoria, como auténtico perfume del alma, aflicción en suma, o incluso deseo ahora satisfecho, y en cierto sentido, espejo donde, inexcusablemente, vemos todas las ausencias, «la soledad tendrán por compañera/ y la locura rondará sus predios.»

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