Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2008. 460 pp. 25.50 €.
José Luis Gómez Toré
La concesión del Premio Nacional de Poesía a Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) por el libro Y todos estábamos vivos, recogido en este volumen, supuso tan sólo la confirmación de lo que era un secreto a voces entre muchos lectores, la constantación de que estamos ante una de las trayectorias más interesantes y arriesgadas entre las voces que se dieron a conocer en la poesía española de los años ochenta. Esa polilla que delante de mí revolotea, precedido de un inteligente prólogo de Eduardo Milán, recoge los libros La caída de Ícaro, Ella, los pájaros, Caza nocturna, Del ojo al hueso y el ya citado Y todos estábamos vivos (en estos dos últimos poemarios es, probablemente, donde su escritura se muestra más convincente, donde se nos hace más necesaria). Se incluyen además en el volumen algunos inéditos así como varias notas de la propia autora sobre el hecho de escribir, que constituyen un complemento nada superfluo a la lectura de los poemas. García Valdés se muestra como una lúcida lectora e intérprete de sí misma aunque en su prosa sigue presente, aunque en sordina, esa perplejidad ante la existencia y ante la propia escritura que encontramos en toda su poesía.
Precisamente, en dichas notas, la autora destaca la yuxtaposición como mecanismo central de su poesía, que, a su entender, es una «escritura realista, quiero decir literal». Conviene pensar con detenimiento la cuestión del realismo, porque éste no cabe entenderse a la manera que fue predominante en el canon oficial de la poesía de los ochenta y de los noventa. En la escritura de García Valdés, realidad e irrealidad no son tanto antónimos, como dos formas de nombrar el enigma de la vida. Como para Alberto Caeiro, el heterónimo de Pessoa (con el que, sin embargo, poco tiene que ver el yo lírico de estos poemas), el misterio de las cosas parece residir no en su profundidad, sino en su superficie: en lo que parece una recreación de «la rosa sin porqué« de Angelus Silesius y de la rosa de nadie de Rilke y Celan, García Valdés escribe «Recogida, salvo/ la vida, nada esconde la rosa» (Del ojo al hueso). Por ello, no es de extrañar que el sistema imaginario sobre el que se sustenta su obra sea más metonímico que metafórico: la extrañeza que produce su escritura no se logra, excepto en raras ocasiones, mediante mecanismos de sustitución metafóricos sino mediante la yuxtaposición de presencias, de fragmentos de experiencias, de objetos, de discurso. En estos poemas lo literal deviene símbolo y lo real, la máxima irrealidad: cada fragmento de lo real, huérfano de un contexto sólido, adquiere así un aire fantasmal y a la vez se nos muestra extraordinariamente nítido. Contribuyen a ello las estructuras paratácticas, el frecuente asíndeton y el uso personalísimo de los signos de puntuación, en especial de la coma, que convierten todo en una enumeración que, aun cuando parece responder a una lógica discursiva, se nos antoja casi siempre caótica.
«Lo que llamo niñez no aparece como tiempo y espacio de felicidad, sino, en todo caso, de intensidad, de la intensidad con que se percibe una —quizá inherente— condición desdichada de habitar el mundo». Así se expresa García Valdés en «La poesía, ese cuerpo extraño», una de las notas sobre la escritura incluidas en el libro. La intensidad que nos transmite esta poesía tiene que ver tal vez con esa mirada que proviene de la infancia, una intensidad que no siempre es vivificante y puede convertirse en una carga para un yo que es a la vez infantil y adulto. Ante la mirada asombrada de esta poesía, la vida se vuelve irreal en el espejo de la muerte; la muerte parece una ilusión ante la evidencia doliente o gozosa de la vida.
Esa enigmática oposición parece teñir también la vivencia del cuerpo, que es al mismo tiempo lo indeclinablemente nuestro y lo otro, así como la experiencia turbadora del lenguaje. La voz poética no oculta el desarraigo de un lenguaje que no sabe quién dice y se dice en el poema. La radicalidad con que se presenta la experiencia del habla nos sitúa ante la dificultad de decir yo con convicción («ese yo que es el miedo» se nos dice en La caída de Ícaro). ¿Es el yo el que crea el lenguaje o es el lenguaje el que se inventa un sujeto, un yo? Ese enigma del yo obliga asimismo a la escritura a tomarse muy en serio la responsabilidad de decir tú. Hay que mostrarse precavidos ante la posibilidad de nombrar al otro y a lo otro, ante el riesgo de convertir al otro en un objeto, borrado en la violencia del discurso. Y es que «Todo dice poder, calla/ carencia» (Y todos estábamos vivos). De ahí que, pese a la apariencia ensimismada de esta escritura, casi onírica a pesar de su fisicidad, no se soslaya una dimensión ética en el decir: «no mentir,/ no mirarse al ombligo, no ser/ deliscuescente, no llegar/ al decálogo» (Caza nocturna). La respiración de esta escritura consiste en un ir y venir de lo exterior a lo interior y de esta interioridad de nuevo al afuera de un mundo que no está al margen del lenguaje. Pero esa interioridad trasciende al sujeto. Como dice en Caza nocturna, «Condición/ de real al margen de lo real./ Lo real dice yo siempre en el poema». La poesía se convierte así en un ritmo respirado, a veces acompasado, otras veces entrecortado, acelerado, nervioso, pero siempre formando parte del impulso de una voz que afronta con lucidez la coexistencia de la vida y la muerte, del cuerpo y de su sombra. De esa sombra que es tal vez el lenguaje.
José Luis Gómez Toré
La concesión del Premio Nacional de Poesía a Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) por el libro Y todos estábamos vivos, recogido en este volumen, supuso tan sólo la confirmación de lo que era un secreto a voces entre muchos lectores, la constantación de que estamos ante una de las trayectorias más interesantes y arriesgadas entre las voces que se dieron a conocer en la poesía española de los años ochenta. Esa polilla que delante de mí revolotea, precedido de un inteligente prólogo de Eduardo Milán, recoge los libros La caída de Ícaro, Ella, los pájaros, Caza nocturna, Del ojo al hueso y el ya citado Y todos estábamos vivos (en estos dos últimos poemarios es, probablemente, donde su escritura se muestra más convincente, donde se nos hace más necesaria). Se incluyen además en el volumen algunos inéditos así como varias notas de la propia autora sobre el hecho de escribir, que constituyen un complemento nada superfluo a la lectura de los poemas. García Valdés se muestra como una lúcida lectora e intérprete de sí misma aunque en su prosa sigue presente, aunque en sordina, esa perplejidad ante la existencia y ante la propia escritura que encontramos en toda su poesía.
Precisamente, en dichas notas, la autora destaca la yuxtaposición como mecanismo central de su poesía, que, a su entender, es una «escritura realista, quiero decir literal». Conviene pensar con detenimiento la cuestión del realismo, porque éste no cabe entenderse a la manera que fue predominante en el canon oficial de la poesía de los ochenta y de los noventa. En la escritura de García Valdés, realidad e irrealidad no son tanto antónimos, como dos formas de nombrar el enigma de la vida. Como para Alberto Caeiro, el heterónimo de Pessoa (con el que, sin embargo, poco tiene que ver el yo lírico de estos poemas), el misterio de las cosas parece residir no en su profundidad, sino en su superficie: en lo que parece una recreación de «la rosa sin porqué« de Angelus Silesius y de la rosa de nadie de Rilke y Celan, García Valdés escribe «Recogida, salvo/ la vida, nada esconde la rosa» (Del ojo al hueso). Por ello, no es de extrañar que el sistema imaginario sobre el que se sustenta su obra sea más metonímico que metafórico: la extrañeza que produce su escritura no se logra, excepto en raras ocasiones, mediante mecanismos de sustitución metafóricos sino mediante la yuxtaposición de presencias, de fragmentos de experiencias, de objetos, de discurso. En estos poemas lo literal deviene símbolo y lo real, la máxima irrealidad: cada fragmento de lo real, huérfano de un contexto sólido, adquiere así un aire fantasmal y a la vez se nos muestra extraordinariamente nítido. Contribuyen a ello las estructuras paratácticas, el frecuente asíndeton y el uso personalísimo de los signos de puntuación, en especial de la coma, que convierten todo en una enumeración que, aun cuando parece responder a una lógica discursiva, se nos antoja casi siempre caótica.
«Lo que llamo niñez no aparece como tiempo y espacio de felicidad, sino, en todo caso, de intensidad, de la intensidad con que se percibe una —quizá inherente— condición desdichada de habitar el mundo». Así se expresa García Valdés en «La poesía, ese cuerpo extraño», una de las notas sobre la escritura incluidas en el libro. La intensidad que nos transmite esta poesía tiene que ver tal vez con esa mirada que proviene de la infancia, una intensidad que no siempre es vivificante y puede convertirse en una carga para un yo que es a la vez infantil y adulto. Ante la mirada asombrada de esta poesía, la vida se vuelve irreal en el espejo de la muerte; la muerte parece una ilusión ante la evidencia doliente o gozosa de la vida.
Esa enigmática oposición parece teñir también la vivencia del cuerpo, que es al mismo tiempo lo indeclinablemente nuestro y lo otro, así como la experiencia turbadora del lenguaje. La voz poética no oculta el desarraigo de un lenguaje que no sabe quién dice y se dice en el poema. La radicalidad con que se presenta la experiencia del habla nos sitúa ante la dificultad de decir yo con convicción («ese yo que es el miedo» se nos dice en La caída de Ícaro). ¿Es el yo el que crea el lenguaje o es el lenguaje el que se inventa un sujeto, un yo? Ese enigma del yo obliga asimismo a la escritura a tomarse muy en serio la responsabilidad de decir tú. Hay que mostrarse precavidos ante la posibilidad de nombrar al otro y a lo otro, ante el riesgo de convertir al otro en un objeto, borrado en la violencia del discurso. Y es que «Todo dice poder, calla/ carencia» (Y todos estábamos vivos). De ahí que, pese a la apariencia ensimismada de esta escritura, casi onírica a pesar de su fisicidad, no se soslaya una dimensión ética en el decir: «no mentir,/ no mirarse al ombligo, no ser/ deliscuescente, no llegar/ al decálogo» (Caza nocturna). La respiración de esta escritura consiste en un ir y venir de lo exterior a lo interior y de esta interioridad de nuevo al afuera de un mundo que no está al margen del lenguaje. Pero esa interioridad trasciende al sujeto. Como dice en Caza nocturna, «Condición/ de real al margen de lo real./ Lo real dice yo siempre en el poema». La poesía se convierte así en un ritmo respirado, a veces acompasado, otras veces entrecortado, acelerado, nervioso, pero siempre formando parte del impulso de una voz que afronta con lucidez la coexistencia de la vida y la muerte, del cuerpo y de su sombra. De esa sombra que es tal vez el lenguaje.
Interesante reseña. Este libro es uno de mis imprescindibles.
ResponderEliminarSaludos.