José Manuel de la Huerga
«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a las obras que uno ha hecho como una sombra irónica y triste.» Así encabeza Steiner la presentación de estos siete libros, no uno, ¡siete!
Siempre he sospechado que el escritor más auténtico trabaja fuera de foco. Los bartleby, kafkas fragmentarios de imposible puzzle, los que dejan el cajón a su muerte lleno de manuscritos, los diarios escondidos nunca publicados, los fracasos, abortos, deformes y contrahechos, las rebañaduras que van directamente a la papelera y otro salva por misericordia, o por venganza… pueblan un territorio atractivo, de delicioso cotilleo para un lector hermano. Y todo por una razón evidente: el escritor baja la guardia, no pasa la criba de la censura familiar, sentimental, social… de lo literariamente correcto. Sabe que eso es prácticamente impublicable y se arroja sobre la página en blanco a tumba abierta. O, como en el caso de Steiner, de vuelta de todo a los ochenta años, le importe un bledo que sus biempensantes compañeros de universidad se escandalicen porque plantee con curiosidad, siempre antesala de la sabiduría, cómo se masturban o estallan en un coito afónico los sordomudos. Y, más aún, aporte sin complejos sus experiencias sexuales con mujeres de cuatro lenguas diferentes.
Consciente o inconscientemente, Steiner ha terminado por dibujar el mapa de sus sueños, o de lo que es lo mismo, las obsesiones que lindan al norte de su cuerpo con la sabiduría, con Dios y la política, al sur con Eros, la envidia y sus relaciones con los animales, al oeste con los sistemas educativos occidentales y al este con Israel, la incómoda Sión para un judío de la diáspora. Obsesiones o constantes que le han acompañado a lo largo de su vida académica y de conferenciante viajero, que le han puesto en más de un aprieto, y que aprovecha ahora para zanjar o por lo menos aquilatar.
El lector que guste de las amalgamas ha encontrado su libro de cabecera para una temporada. No renuncia George Steiner a entrar en terrenos pantanosos con la donosura que dan los años de experiencia, no renuncia a las verdades incómodas (Dios, la política, Sión…), no renuncia a sí mismo como objeto de estudio. Biografía no hagiográfica, y estado de la cuestión sobre los temas delicados, convierten el libro en un aleph irisado, narcótico e irrenunciable. (Espero que la imagen borgiana le resulte halagadora al maestro.)
Hablaba de las verdades incómodas que no tacha de su manuscrito el pensador, como si jugara a que no fueran publicadas, como si no le importara ya a estas alturas, o, mejor aún, como si de verdad quisiera compartir con el lector los límites de su conocimiento, los abismos de su ética, los claroscuros del territorio transitado, y sobre todo, el intransitable. Sirva un botón de muestra, en sus relaciones con los perros: «Si mi esposa o mis hijos fueran atacados por torturadores, les gritaría que resistieran, y me esforzaría por resistir yo mismo. Si fueran a pegar a mi perro o a sacarle los ojos, me derrumbaría inmediatamente y se lo diría todo. No son verdades bonitas. Desafían a la razón y a lo que debieran ser las jerarquías del amor humano.» Glup.
Es incómodo especialmente Steiner con Sion, con Dios y con la política. Llega a ser hermosamente contradictorio: «Mis pálpitos de una proximidad sobrenatural más concentrados y adultos los he tenido en un silente vacío.» Pero «si el ansia que hay en el fondo de nosotros refluyera abandonando la necesidad y la vitalidad adultas, algunas magnitudes de la poética, del discurso filosófico y de las artes, intuyo, retrocederían también.»
En fin, «mi entendimiento, mi cerebro son totalmente incompetentes para la tarea.» Pero se empecinan y continúan mochando contra el muro de sus lamentaciones. Porque «somos la criatura que no cesa de inquirir y de equivocarse».
Steiner en estado puro, sin aderezos, desnudo en medio de la plaza pública, para ejemplo, por humanidad, también por diversión y provocación. Qué gusto llegar a esa edad con esa cabeza.
Siempre he sospechado que el escritor más auténtico trabaja fuera de foco. Los bartleby, kafkas fragmentarios de imposible puzzle, los que dejan el cajón a su muerte lleno de manuscritos, los diarios escondidos nunca publicados, los fracasos, abortos, deformes y contrahechos, las rebañaduras que van directamente a la papelera y otro salva por misericordia, o por venganza… pueblan un territorio atractivo, de delicioso cotilleo para un lector hermano. Y todo por una razón evidente: el escritor baja la guardia, no pasa la criba de la censura familiar, sentimental, social… de lo literariamente correcto. Sabe que eso es prácticamente impublicable y se arroja sobre la página en blanco a tumba abierta. O, como en el caso de Steiner, de vuelta de todo a los ochenta años, le importe un bledo que sus biempensantes compañeros de universidad se escandalicen porque plantee con curiosidad, siempre antesala de la sabiduría, cómo se masturban o estallan en un coito afónico los sordomudos. Y, más aún, aporte sin complejos sus experiencias sexuales con mujeres de cuatro lenguas diferentes.
Consciente o inconscientemente, Steiner ha terminado por dibujar el mapa de sus sueños, o de lo que es lo mismo, las obsesiones que lindan al norte de su cuerpo con la sabiduría, con Dios y la política, al sur con Eros, la envidia y sus relaciones con los animales, al oeste con los sistemas educativos occidentales y al este con Israel, la incómoda Sión para un judío de la diáspora. Obsesiones o constantes que le han acompañado a lo largo de su vida académica y de conferenciante viajero, que le han puesto en más de un aprieto, y que aprovecha ahora para zanjar o por lo menos aquilatar.
El lector que guste de las amalgamas ha encontrado su libro de cabecera para una temporada. No renuncia George Steiner a entrar en terrenos pantanosos con la donosura que dan los años de experiencia, no renuncia a las verdades incómodas (Dios, la política, Sión…), no renuncia a sí mismo como objeto de estudio. Biografía no hagiográfica, y estado de la cuestión sobre los temas delicados, convierten el libro en un aleph irisado, narcótico e irrenunciable. (Espero que la imagen borgiana le resulte halagadora al maestro.)
Hablaba de las verdades incómodas que no tacha de su manuscrito el pensador, como si jugara a que no fueran publicadas, como si no le importara ya a estas alturas, o, mejor aún, como si de verdad quisiera compartir con el lector los límites de su conocimiento, los abismos de su ética, los claroscuros del territorio transitado, y sobre todo, el intransitable. Sirva un botón de muestra, en sus relaciones con los perros: «Si mi esposa o mis hijos fueran atacados por torturadores, les gritaría que resistieran, y me esforzaría por resistir yo mismo. Si fueran a pegar a mi perro o a sacarle los ojos, me derrumbaría inmediatamente y se lo diría todo. No son verdades bonitas. Desafían a la razón y a lo que debieran ser las jerarquías del amor humano.» Glup.
Es incómodo especialmente Steiner con Sion, con Dios y con la política. Llega a ser hermosamente contradictorio: «Mis pálpitos de una proximidad sobrenatural más concentrados y adultos los he tenido en un silente vacío.» Pero «si el ansia que hay en el fondo de nosotros refluyera abandonando la necesidad y la vitalidad adultas, algunas magnitudes de la poética, del discurso filosófico y de las artes, intuyo, retrocederían también.»
En fin, «mi entendimiento, mi cerebro son totalmente incompetentes para la tarea.» Pero se empecinan y continúan mochando contra el muro de sus lamentaciones. Porque «somos la criatura que no cesa de inquirir y de equivocarse».
Steiner en estado puro, sin aderezos, desnudo en medio de la plaza pública, para ejemplo, por humanidad, también por diversión y provocación. Qué gusto llegar a esa edad con esa cabeza.
¡A tumba abierta!
ResponderEliminarSiempre.
Gracias y enhorabuena.
ResponderEliminarHJR