miércoles, octubre 01, 2008

Los sueños de la ciudad, Raúl Hernández Garrido

Ediciones Irreverentes, Madrid, 2008. 95 pp. 10 €

Juan Pablo Heras González

Reflexionemos. Nos encontramos en el metro, ese lugar que avistamos a ratos cuando levantamos la mirada del libro. Ese eslabón tan fugaz como constante en los caminos circulares que son nuestras vidas, ese “no-lugar”, que diría Marc Augé. ¿Cuáles son sus puntos ciegos? ¿Cuáles entre sus rincones pueden incitar a un escritor a convocar a los monstruos? Quizá uno de esos túneles que cada cinco minutos es horadado por la misma luz que por las noches huye, dejando sola a la oscuridad. O, en cambio, el calor ajeno del desconocido que tenemos a nuestro lado, con el que compartimos una intimidad corporal que difícilmente consentiríamos en otras circunstancias, mientras atisbamos una panoplia de miradas perdidas que tratan cordialmente de no cruzarse entre sí, como si no quisieran agravar con el contacto visual la insolencia del roce involuntario.
Donde sólo vemos miradas anodinas, Raúl Hernández Garrido encuentra un doble fondo que esconde alfileres enhiestos, un infierno emocional que ignoramos justo en el asiento de al lado. La propuesta se sustenta sobre dos monólogos cruzados en los que se explayan dos personajes salidos de las tinieblas suburbanas: por un lado, un amigo de las ratas obsesionado con la silueta trágica de Miguel de Molina, una especie de morlock que ha escapado de las pesadillas de H. G. Wells para dar en un casticismo roto y subterráneo; por otro, un hombre vulgar aplastado por sus propias frustraciones, que esconde en su grisura una irresistible pulsión criminal, propulsada por una madre tan castrante como libertaria y un ambiente mezquino distorsionado por una percepción enfermiza.
En Los sueños de la ciudad la soledad del monólogo es quebrada por la polifonía de la mezcla de discursos: letanías postmodernas como la lista de las estaciones de metro, la alineación del Real Madrid, o la receta del cochinillo asado, se intercalan en la frondosa verbosidad de estos personajes e invitan al lector/espectador a desbrozar la jaula de palabras para encontrar el hueco oscuro en el que se esconden unas garras retráctiles. «Me duele la muñeca, aunque ya no sangra», afirma casi sin querer una de las voces, y de repente una ola negra y siniestra resuena dentro de nosotros.
Tanta espesura discursiva desemboca a veces en una sola voz no atribuible a ninguno de los dos personajes, y que adquiere así cierta entidad de narrador. Las opciones escénicas quedan abiertas gracias a una indefinición didascálica heredera de Heiner Müller:

La oruga monstruosa se retuerce en el vientre de la ciudad.
Abre su boca gigantesca, mueve sus dientes de metal, machaca la tierra, insensible al dolor. Traza nuevos caminos en la piedra. Orada miles de kilómetros de nuevos túneles, agujerea el cuerpo de roca de la ciudad. Cierra los ojos blancos y descansa.
De su sueño de muerte, nacen los amaneceres de la ciudad.


Parece que esta voz nos advirtiera de que el avance implacable de esta oruga no sólo vacía el corazón de la roca que pisamos cada día, sino el alma misma de la colectividad. Aunque el autor evita cualquier metáfora evidente, late la idea de que el ciudadano va dejando atrás sus referentes sociales a cada paso que da el progreso. Por cierto, “orada” está escrito así, sin “h”, licencia poética que hace de la “O” un túnel hinchado de un blanco cegador.
Leamos Los sueños de la ciudad en el metro. Leamos muchos otros libros en el metro. Pero no nos olvidemos nunca de levantar a veces la mirada, y de agarrarnos bien, porque a nuestro lado puede abrirse un abismo sin fondo.

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