José Morella
Las aventuras de una banda indie de California que intenta triunfar es un punto de partida que puede echar para atrás a cualquier lector que no esté especialmente interesado de por sí en el rock alternativo o los problemas de los jóvenes californianos sin problemas. Pero esta novela engaña. La etiqueta “novela” es el envoltorio de un regalo distinto: un ensayo cultural sobre la dificultad de vivir la realidad como algo auténtico en el mundo contemporáneo. Lethem, que parece escribir después de tragarse las obras completas de Lyotard y Baudrillard, consigue que podamos saltar de los personajes a nuestras propias experiencias de ciudadanos del siglo extraño que nos toca vivir con una facilidad que está reservada a pocas inteligencias. No es su mejor novela ni de lejos. Está a años luz de The Fortress of Solitude. Pero es muy difícil, sobre todo para los que tenemos afición por la literatura de ideas y por el ensayo, no sentirse atraído por el constante flujo de intuiciones que contiene sobre nuestras vidas. Los personajes parecen certeros ejemplos vivos —y verosímiles— de las teorías de Zigmunt Bauman, de sus conceptos de amor líquido y de sociedad disgregada. Antes la realidad de las relaciones personales era física como una pared. Mi marido, mi mujer. Ahora lo que nos cuesta es lo contrario. Poder nombrar las cosas y las personas que amamos sin que se nos fundan como hielo en el asfalto.
Lucinda, la bajista del grupo, se pasa por la piedra a todo personaje masculino que transita por el texto. Pero queda especialmente fascinada pro un tipo que conoce en un extraño empleo en el que trabaja para su ex novio, un posmoderno artista que pretende usar a las personas como material de sus obras, al estilo de Spencer Tunick. Falmouth, que así se llama el hombre, contrata a Lucinda para que conteste al teléfono en una oficina de atención al ciudadano. La gente llama para quejarse de lo que sea. Ese raro call center está en una galería: es una obra de arte. Otra de las obras de Falmouth consiste en una fiesta en la que la gente lleva su propia música con auriculares y cada uno baila a un ritmo distinto mientras la banda protagonista de la novela, que no tiene nombre, debe tocar a un volumen inaudible, es decir, no ser oída. Todo se reduce a simulacros, como aquellos de los que nos hablaba Baudrillard. No hay ninguna diferencia entre un call center real y uno que está en un museo: ninguno sirve para nada. Y tampoco la hay entre una fiesta real y una de museo: ambas son hiperrealidad, ambas son igual de incapaces de permitirnos una auténtica comunicación humana, si es que eso existe a estas alturas. Pues bien, en el teléfono posmoderno de su posmoderno amigo, Lucinda conoce a Carl, un hombre que la fascina. Tiene un don impresionante para las palabras y para los eslóganes. Dice cosas asombrosas y profundas que Lucinda le roba para las canciones de su banda. Este es uno de los temas principales de la novela, la idea de plagio y original. Lethem parece querernos decir que la idea de originalidad es mucho más compleja de lo que podamos pensar, y consigue que el lector perciba que ocurre lo mismo con nuestros sentimientos. Nos cuesta mucho saber si lo que sentimos es “original” o no. Vivimos con esa presión constante. Los personajes son incapaces de distinguir la realidad, de saber si lo que sienten o hacen tiene entidad de auténtico. Nada parece satisfacer a Lucinda, ni al creativo Carl. Reviven el mito de Eros y Psique a cada minuto de un modo torturante: si veo lo que deseo, el deseo se va. Si me acerco al placer, ya no lo veo. Se flirtea sin pausa con lo no hecho. Esto, por supuesto, no es nuevo. El deseo tiene ese carácter siempre, y el mito clásico que hemos citado lo demuestra. Lo que es distintivo de nuestro tiempo es otra cosa. La trágica ausencia de compromiso con que vivimos el dilema; la enferma, obsesiva manera de dejar que las energías de nuestras vidas se vayan por esos desagües. Lo obstinado de nuestro impulso por quemar el día, por curtirlo como si fuéramos a morir mañana. Lo poco tranquilos que nos deja vivir la exigencia de nuestro deseo. Todo tiene que ser hecho, todo tiene que ser disfrutado, pero para poder disfrutarlo tenemos que ponerlo en escena como un simulacro. Nos basta simular el amor: nos molesta amar. Hemos gastado los usos del sentimiento, pero seguimos simulando que nos sirven. En esa ficción vivimos. La novela es muy leve, casi una carcasa, una excusa, pero el lector que se queje de eso tendrá que reconocer que la levedad es inseparable del mensaje, de la realidad misma de los personajes. No es que Lethem no sepa darles profundidad. Es que su dilema, como personajes, tiene que ver con esa dificultad de ser profundos. La última frase de la novela lo deja bien claro. Lo único que puede darles profundidad a esos chicos es la levedad misma. El terror que les produce pesar en el mundo. Son física y espiritualmente flacos. Están en la vida con pavor a su propia pisada en ella. No quieren hacer nada de lo que se arrepientan. Viven con el deseo de la ingravidez, de flotar como astronautas, sin marcar las pisadas. Y, paradójicamente, viven obsesionados con dejar huella. Con ser una banda famosa. Son, por ejemplo, incapaces de ponerle un nombre a su grupo de rock. Demasiada responsabilidad. Hay que mojarse. Hay que decidirse. Qué gran peso.
Lucinda, la bajista del grupo, se pasa por la piedra a todo personaje masculino que transita por el texto. Pero queda especialmente fascinada pro un tipo que conoce en un extraño empleo en el que trabaja para su ex novio, un posmoderno artista que pretende usar a las personas como material de sus obras, al estilo de Spencer Tunick. Falmouth, que así se llama el hombre, contrata a Lucinda para que conteste al teléfono en una oficina de atención al ciudadano. La gente llama para quejarse de lo que sea. Ese raro call center está en una galería: es una obra de arte. Otra de las obras de Falmouth consiste en una fiesta en la que la gente lleva su propia música con auriculares y cada uno baila a un ritmo distinto mientras la banda protagonista de la novela, que no tiene nombre, debe tocar a un volumen inaudible, es decir, no ser oída. Todo se reduce a simulacros, como aquellos de los que nos hablaba Baudrillard. No hay ninguna diferencia entre un call center real y uno que está en un museo: ninguno sirve para nada. Y tampoco la hay entre una fiesta real y una de museo: ambas son hiperrealidad, ambas son igual de incapaces de permitirnos una auténtica comunicación humana, si es que eso existe a estas alturas. Pues bien, en el teléfono posmoderno de su posmoderno amigo, Lucinda conoce a Carl, un hombre que la fascina. Tiene un don impresionante para las palabras y para los eslóganes. Dice cosas asombrosas y profundas que Lucinda le roba para las canciones de su banda. Este es uno de los temas principales de la novela, la idea de plagio y original. Lethem parece querernos decir que la idea de originalidad es mucho más compleja de lo que podamos pensar, y consigue que el lector perciba que ocurre lo mismo con nuestros sentimientos. Nos cuesta mucho saber si lo que sentimos es “original” o no. Vivimos con esa presión constante. Los personajes son incapaces de distinguir la realidad, de saber si lo que sienten o hacen tiene entidad de auténtico. Nada parece satisfacer a Lucinda, ni al creativo Carl. Reviven el mito de Eros y Psique a cada minuto de un modo torturante: si veo lo que deseo, el deseo se va. Si me acerco al placer, ya no lo veo. Se flirtea sin pausa con lo no hecho. Esto, por supuesto, no es nuevo. El deseo tiene ese carácter siempre, y el mito clásico que hemos citado lo demuestra. Lo que es distintivo de nuestro tiempo es otra cosa. La trágica ausencia de compromiso con que vivimos el dilema; la enferma, obsesiva manera de dejar que las energías de nuestras vidas se vayan por esos desagües. Lo obstinado de nuestro impulso por quemar el día, por curtirlo como si fuéramos a morir mañana. Lo poco tranquilos que nos deja vivir la exigencia de nuestro deseo. Todo tiene que ser hecho, todo tiene que ser disfrutado, pero para poder disfrutarlo tenemos que ponerlo en escena como un simulacro. Nos basta simular el amor: nos molesta amar. Hemos gastado los usos del sentimiento, pero seguimos simulando que nos sirven. En esa ficción vivimos. La novela es muy leve, casi una carcasa, una excusa, pero el lector que se queje de eso tendrá que reconocer que la levedad es inseparable del mensaje, de la realidad misma de los personajes. No es que Lethem no sepa darles profundidad. Es que su dilema, como personajes, tiene que ver con esa dificultad de ser profundos. La última frase de la novela lo deja bien claro. Lo único que puede darles profundidad a esos chicos es la levedad misma. El terror que les produce pesar en el mundo. Son física y espiritualmente flacos. Están en la vida con pavor a su propia pisada en ella. No quieren hacer nada de lo que se arrepientan. Viven con el deseo de la ingravidez, de flotar como astronautas, sin marcar las pisadas. Y, paradójicamente, viven obsesionados con dejar huella. Con ser una banda famosa. Son, por ejemplo, incapaces de ponerle un nombre a su grupo de rock. Demasiada responsabilidad. Hay que mojarse. Hay que decidirse. Qué gran peso.
Pues la verdad es que encuentro que no tiene ni pizca de gracia.
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