miércoles, agosto 27, 2008

Sólo de lo perdido, Carlos Castán

Destino, Barcelona, 2008. 256 pp. 19 €

Nere Basabe

Quien diga que los cuentos de Carlos Castán hablan de amores truncados que se ahogan en la barra de un bar, como en una canción de Sabina o un poema de la experiencia, se está quedando sólo con la parte más superficial de estos relatos, dieciocho para ser más exactos. Castán, en Sólo de lo perdido, como ya hiciera en su anterior libro Museo de la soledad (2000, 2007), sigue persiguiendo el rastro de lo que fuimos, obsesionado por esa búsqueda de una identidad que sólo se nos presenta entre brumas; y así su interés por los heterónimos, por habitar otros cuartos improbables, o por mostrar desnudas las trampas del recuerdo que nos abofetea irónico al confrontarse con el presente: «un hombre nunca sabe qué pasado le espera», tal y como reza una de las citas (de Benjamín Prado) que encabeza un relato, y que parece toda una declaración de intenciones en la escritura de Carlos Castán. ¿Y qué es aquello que, por encima de todo, nos identifica? Una «sed de intensidad» (se repite en distintos relatos), un anhelo o pasión que es más nosotros mismos que la sucesión de anodinas jornadas laborales o rutinas conyugales, y sobre todo la ausencia, las cicatrices que deja lo perdido: «La felicidad se divide a partes iguales entre las vísperas y el recuerdo: las cosas mismas, las horas presentes vienen siempre desnudas de esa película de sueño y de esa bruma que las recubría en el deseo y que volverá a envolverlas, con el tiempo, una vez se almacenen en la memoria».
Pero Carlos Castán se muestra insobornable por esa memoria revestida de nostalgia, y así las evocaciones de los veranos de la infancia en el pueblo con sus primeros amores, o los años universitarios marcados por utopías sentimentales y políticas, adornadas con discos y cojines por el suelo, un póster del Che y un amor que iba a ser para siempre, desgarran las páginas con precisa crueldad; crueldad también con la que trata a sus personajes femeninos, aquellos oscuros objetos del deseo que dejaron estos lodos en que se ahoga hoy el narrador, y que fueron abandonadas a su suerte: en un andén, en un cuarto de hotel, abandonadas a la noche y la prostitución, el alcohol y la soledad, la locura, el fondo de un pozo oscuro, la trituradora de un camión de la basura, una silla de ruedas o en manos del violador de su infancia (y aquí estoy mezclando argumentos de Sólo de lo perdido como de Museo de la soledad, porque el motivo se repite bajo diversos disfraces). Tampoco él, la voz narradora que recuerda, sale mejor parado, y el olvido se convierte en un crimen del que a duras penas se resucita, en medio de una ciudad poblada ya de cadáveres: «El recuerdo de lo que fuimos desciende en el cerebro de los demás hasta los pliegues más recónditos, a los más oscuros baúles de la última bodega de su archivo. Y todo eso cuando nuestros huesos aún caminan: mientras nuestra carne, mal que bien, todavía palpita». En la distancia que media entre el pasado y el presente, que es como decir entre el deseo y la realidad, se debate un títere arrepentido que acaba desmembrado, naufragado en una soledad que es, en palabras del autor, «habitar más que nadie la memoria y el deseo y, en cambio, haber desaparecido hace tiempo de los recuerdos y las ganas de los demás».
Contrasta la amargura y el sarcasmo de estas historias con la belleza exquisita de la prosa en la que están contadas, tal vez no una prosa depurada, ni una técnica narrativa perfecta como de taller, pero sí un estilo riquísimo, desbordante y luminoso, enormemente lírico, que se paladea como un buen vino cuando parece deslizarse, al final de cada cuento, en su última línea, hacia el ritmo de un poema («la amarga saliva de los tiempos que se fueron»; «saborear a conciencia mi ración de desdén»; «se emborracha de absenta la parte que me falta»; «quizá no sólo fieras acechan en la niebla»...). Pero el lirismo sublime se entrecorta también con inesperados coloquialismos abruptos que nos vuelven a poner los pies en la tierra; forma y contenido se armonizan así, basculando ambos (el estilo, las historias) entre las caricias y la dentellada del recuerdo (tantas veces tergiversado) de lo extinto.
No sé si Carlos Castán tenía en mente o no el poema de Borges “Posesión del ayer” cuando buscó un título para su obra, pero hay en él un verso que podría resumir bien el sentido de este libro: «Sólo es nuestro lo que perdimos...»

5 comentarios:

  1. .........., y ¿que sera de lo encontrado?

    Lo pasado ya fue, el presente y el futuro tienen mucho por encontrar, y mas por poseer.

    artemiza.

    ResponderEliminar
  2. perder para ganar, descubrir lo no vivido, llegar sin intención de llegar, volver como origen del fin... es un gustazo haber pasado por aquí.

    Material dejas estimulante para lecturas y reflexiones.

    Un abrazo

    Viktor

    ResponderEliminar
  3. Me lo lei: cursi y plasta.

    ResponderEliminar
  4. Dejé, al terminar el libro, sus hojas manchadas de anotaciones nerviosas y asombros. De pósit amarillos marcando páginas, de exclamaciones y subrayados a los que volver una y otra vez, siempre con la boca abierta de admiración y sorpresa. ¿Cómo es posible que lo que es sólo pérdida, palabra y papel puedan volverse realidad, causar dolor, hacer reír y odiar, asustarnos y compadecernos, salvarnos de este hoy nublado y mudable, de estos días de ruina y esperanza.
    Maldecidle y darle las gracias. Y ahora comenzar a leer.

    ResponderEliminar
  5. Uno se cree miserable cuando habla de sentimientos sin tapujos.
    Hay que saber hacerlo con estilo.
    Privilegio de unos pocos dotados con ese don.
    Excelente lectura de la que no se puede salir airoso. SUERTE!!!

    ResponderEliminar