Juan Gómez Espinosa
Señores, hay que divertirse. Es sano y necesario. Habrá quien diga que es propio de sociedades y épocas de crisis pero, por más que analizo la Historia de la humanidad, no llego a vislumbrar periodo alguno caracterizado por felicidad y prosperidad plenas. Cosas del ser humano. Si se es hombre, hay que divertirse, y punto. Aunque sólo sea para mostrar los colmillos ante la amenaza, o para desarmar grifos (de los que tienen la lengua bífida). Cuidado: no estoy hablando de evasión gratuita (también alible en determinados momentos). Me refiero a una de las posibles veredas que conducen a la catarsis. La risa oxida las armaduras de lo institucionalizado, lo deja con los colgajos al aire para su devaluación. Ése es el poder posible del humor. Sin embargo, cuando se utiliza para perder de vista lo totémico, se echa la basura debajo de la alfombra; basura que alimentará, además, aquello que nos engulle como individuos. Ésta fue, por ejemplo, la génesis del Carnaval: un momento otorgado por las altas esferas para que la muchedumbre desfogara; al día siguiente, retorno al Purgatorio. Y como hablo del carnaval, puedo hablar de los diferentes Días de Orgullo y de los monologuistas de las todopoderosas cadenas televisivas. Y todos tan contentos. Señores, hay que divertirse. Lo lamento, pero para ello hay que recurrir a la inteligencia. No pido tanto. Eso sí: que se alejen los artistas de San Jerónimo (anacoretas), los bibliotecarios con caspa, los tertulianos de Malasaña y los filólogos de índice alzado; simplemente, su humor no tiene gracia, no es humor ni son seres con capacidad de diversión. Ellos también se evaden, usando, en su caso, el arte como huida. Tristemente, en la práctica no es tan diferente la actitud de un sesudo intelectual de la de un casto hijo de Escrivá de Balaguer.
Eduardo Mendoza se ha divertido, y yo se lo agradezco. Sí, esta novelita no es el Ulises ni Las uvas de la ira, pero ni falta que hace. Tampoco es El caso Savolta, ni El misterio de la cripta embrujada. No es nada de esto porque, simplemente, su autor no ha querido jugar con el lenguaje literario, retorciéndolo y abriéndolo a nuevos horizontes expresivos. No le es necesario y, a estas alturas, Mendoza se lo puede permitir. Esta obra es un divertimento que se lee con facilidad en una tarde. No es la Novena Sinfonía de un Beethoven con ansias de devorar el mundo para, a continuación, vomitarlo con toda su brillantez. Se acerca más a los juguetones cánones de Mozart o a los bocetos canallas de Rodin. Jugueteo, sí, visión cáustica, sí, pero con muchas lecturas y mucho análisis en la retaguardia. Así, por ejemplo, el uso de los elementos doctrinales del cristianismo se nutre de curiosas y humorísticas interpretaciones acerca de sus respectivas génesis; humorísticas pero, paradójicamente, más convincentes que mucha de la morralla teológica que nutre el catecismo de la iglesia católica. La ambientación histórica y la imitación de la retórica clásica son maleados sabiamente para ahuyentar la mera exposición erudita (tan propia de los mochos con biblioteca y chequera, como Pérez-Reverte y tantos otros) y, con un fresco golpe de mano, decorar el peplum con toda la cotidianeidad posible. La pintura de personajes consigue un imposible: acertar con unas pocas intervenciones de cada figura, desde el naturalmente pueril Jesús hasta el despojo humano que es Lázaro (el mejor rol de la novela, sin duda), pasando por ese José que es tanto un homenaje como una utopía amarga de la rectitud. Importantísima pintura también la de toda una sociedad no tan alejada de la nuestra (¡esos negocios inmobiliarios del Sanedrín…!) tan cívicamente amoral. En fin, sólo un pero: el elemento escatológico representado en la constante indisposición estomacal del protagonista, ya tantas veces usado en la literatura patria y que, a estas alturas, no deja de ser un llamamiento al caca, culo, pedo, pis. Por suerte, no abusa el autor de este recurso. Hasta en esto es Mendoza inteligente. Por mucho que no les agrade a los santos y a los amorosos.
Absurda la alusion a Pérez Reverte. El libro, bien.
ResponderEliminarincido plenamente en la valoración que haces del libro y sobre todo en el hecho de que Eduardo Mendoza ha disfrutado escribiéndolo y eso se nota.
ResponderEliminarUn placer de lectura, sin irritantes egocentrismos.
Un saludo.
El libro es flojo, muy flojo; no nos engañemos.
ResponderEliminarY poco divertido; casi nada.
Y, sobre todo, desatendidamente escrito.
El libro es muy, muy flojo. No puedes cobrar 20 euros por un divertimento con tapas.
ResponderEliminarLa crítica es igual de absurda que el libro.
Saludos