Miguel Sanfeliu
Es prácticamente imposible leer este libro sin sentir una incómoda opresión en el estómago, no en balde nos sumerge, ya desde las primeras líneas, en una situación difícil de digerir. De pronto, el lector se encuentra ante un suceso trágico que le sujeta las tripas y ya no se las suelta hasta el final. Todo comienza con un rostro que se está desintegrando bajo los efectos del ácido. Es el rostro de Eligia y el ácido se lo ha lanzado Arón, su marido. Más tarde, la policía encontrará a Arón con un disparo en la cabeza.
El narrador, hijo de ambos, lleva a Eligia al hospital y la prosa de Barón Biza nos transmite perfectamente la confusión de la situación, el terror ante los daños irreversibles. Es un estilo minucioso, que presta especial atención a los detalles, que no se amilana ante los aspectos más desagradables. Sin embargo, algo llama la atención en esta obra: la distancia del narrador. Lo observa todo, y nos lo transmite sin ninguna carga emocional, como si fuera un ser arrastrado por las circunstancias que observara perplejo todo lo que ocurre a su alrededor, esperando que las cosas se detengan un momento para tomar aliento. Así, mientras lleva a su madre herida, intentando quitarse las ropas empapadas en ácido, se fija en que en el cine de la esquina están dando Irma, la dulce. Esta pasividad, este mirar en derredor, desviando el foco de la acción, acrecienta el impacto de los párrafos en los que vuelve la vista al drama, al dolor, con toda crudeza.
«Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemía en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreír, estúpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia solo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habían ardido con la humedad traicionera».
Tras unos meses de recuperación, les recomiendan marchar a Italia, donde les aseguran que se encuentra el mejor doctor en cirugía reconstructiva del rostro. Emprenden un viaje que servirá para hablarnos de las heridas de ese rostro, pero también de las heridas de la propia patria y, especialmente, de las del narrador, que se muestra en todo momento como un hombre que no encuentra su lugar en el mundo, que se entrega compulsivamente al alcohol, que no duda en hundirse en el fango de una existencia que no parece tener ninguna meta, ningún atisbo de poder enderezarse. Mantiene una especial relación con una prostituta, se pierde en la ciudad, participa en juegos degradantes, mientras rememora episodios del pasado, en una espera asfixiante por conocer los avances en el rostro de Eligia y que parecen corresponder con su pérdida de sentido, su deambular desesperado y perdido.
Un libro duro e incómodo, una indagación existencial a los rincones oscuros del ser humano, narrado con precisión y elegancia, en un texto en el que, entre destellos de humor ácido, predomina un tono desapasionado y distante, como el que empleaba el narrador de El extranjero, de Albert Camus. Una historia que conduce al lado más oscuro del ser humano, y cuyo descubrimiento supone admitir que encerramos una bestia en el interior que escapa a las leyes del raciocinio. Las minuciosas descripciones de las heridas y de las operaciones, conectan directamente con el estado lacerado del alma del narrador.
Jorge Barón Biza se suicidó unos años después de la publicación de este libro, continuando así con lo que parecía ser una constante en su familia, pues también su padre, su madre y su hermana se habían suicidado. A este respecto, se cita un texto en la solapa del libro en la que el escritor cuenta que después del tercer suicidio en su familia «las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos».
El narrador, hijo de ambos, lleva a Eligia al hospital y la prosa de Barón Biza nos transmite perfectamente la confusión de la situación, el terror ante los daños irreversibles. Es un estilo minucioso, que presta especial atención a los detalles, que no se amilana ante los aspectos más desagradables. Sin embargo, algo llama la atención en esta obra: la distancia del narrador. Lo observa todo, y nos lo transmite sin ninguna carga emocional, como si fuera un ser arrastrado por las circunstancias que observara perplejo todo lo que ocurre a su alrededor, esperando que las cosas se detengan un momento para tomar aliento. Así, mientras lleva a su madre herida, intentando quitarse las ropas empapadas en ácido, se fija en que en el cine de la esquina están dando Irma, la dulce. Esta pasividad, este mirar en derredor, desviando el foco de la acción, acrecienta el impacto de los párrafos en los que vuelve la vista al drama, al dolor, con toda crudeza.
«Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemía en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreír, estúpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia solo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habían ardido con la humedad traicionera».
Tras unos meses de recuperación, les recomiendan marchar a Italia, donde les aseguran que se encuentra el mejor doctor en cirugía reconstructiva del rostro. Emprenden un viaje que servirá para hablarnos de las heridas de ese rostro, pero también de las heridas de la propia patria y, especialmente, de las del narrador, que se muestra en todo momento como un hombre que no encuentra su lugar en el mundo, que se entrega compulsivamente al alcohol, que no duda en hundirse en el fango de una existencia que no parece tener ninguna meta, ningún atisbo de poder enderezarse. Mantiene una especial relación con una prostituta, se pierde en la ciudad, participa en juegos degradantes, mientras rememora episodios del pasado, en una espera asfixiante por conocer los avances en el rostro de Eligia y que parecen corresponder con su pérdida de sentido, su deambular desesperado y perdido.
Un libro duro e incómodo, una indagación existencial a los rincones oscuros del ser humano, narrado con precisión y elegancia, en un texto en el que, entre destellos de humor ácido, predomina un tono desapasionado y distante, como el que empleaba el narrador de El extranjero, de Albert Camus. Una historia que conduce al lado más oscuro del ser humano, y cuyo descubrimiento supone admitir que encerramos una bestia en el interior que escapa a las leyes del raciocinio. Las minuciosas descripciones de las heridas y de las operaciones, conectan directamente con el estado lacerado del alma del narrador.
Jorge Barón Biza se suicidó unos años después de la publicación de este libro, continuando así con lo que parecía ser una constante en su familia, pues también su padre, su madre y su hermana se habían suicidado. A este respecto, se cita un texto en la solapa del libro en la que el escritor cuenta que después del tercer suicidio en su familia «las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos».
Lean esta novela inmediatamente. Si existe algún libro NECESARIO, es éste.
ResponderEliminarMercedes C.