Alfaguara, Madrid, 2008. 208 pp. 16 €
José Morella
Hace unos meses un amigo me pasó el dato de un sitio web que se localiza a sí mismo «en algún lugar entre los antiguos medios de comunicación y los nuevos». El visitante puede «pasar sus páginas como si fuera una revista tradicional». Hay un cuadro en el que haces clic hacia adelante o hacia atrás y vas pasando páginas populares en Internet, seleccionadas por un sistema de ranking de los usuarios que no acabo de entender. Encuentras de todo: cotilleos, noticias sobre ciencia, curiosidades, política, videos sobre absolutamente cualquier cosa, noticias autoreferenciales del mundo de la informática, (cosas sobre sistemas operativos, gadgets, software), tendencias arquitectónicas, culinarias, artísticas, literarias... Lo que sea. Sólo por nombrar algunas historias que recuerdo: un niño de 11 años que se ha casado con su prima de 10; los freegans, gente que deja sus trabajos para vivir de la comida que recoge de la basura; la existencia de una página web donde es posible prestarle dinero sin intermediarios a alguien de un país subdesarrollado. Una fumadora que ha muerto a los 117 años. Una web donde pagas para que planten un árbol con tu nombre en algún sitio del mundo y te lo enseñen en google earth o google maps o yo qué sé donde.
Lo fascinante y a la vez inquietante del sistema es la manera de seleccionar las historias, la ideología y las relaciones de poder que laten bajo la red. El inconsciente de la masa de internautas. ¿Se trata de la verdadera democracia, o por el contrario es el pan y circo contemporáneo? Si fuera lo segundo, estaríamos ante una idea desasosegante: el poder ya no tiene que ocuparse ni siquiera de pensar con qué atontarnos: se lo decimos nosotros.
Nocilla Experience, la segunda novela del Proyecto Nocilla de Agustín Fernández Mallo, es lo más parecido posible a esa revista cibernética de la que hablo, pero tridimensional y de papel —papel de verdad, esa cosa que huele y a la que le salen manchas de culos de vasos de café con leche. Por ejemplo, el tipo de arquitecto que aparece en la novela recuerda muchísimo a ciertas tendencias que aparecen en Internet: casas en árboles, o casas enanas que se compran en Nueva York y se transportan a Boston mediante helicópteros y tras usarlas se desechan o se reciclan. La historia del novelista que decide no escribir y poner toda su energía en la promoción publicitaria de su propia no-obra también recuerda mucho al ciertas historias inverosímiles pero reales que recorren la Red, como la del chico que se está pagando sus estudios —de sobra— a base de poner los píxeles de su página web a disposición de los anunciantes al módico precio de dólar por píxel. Hay un millón de píxeles, así que ha ganado un millón de dólares. Todo tiene ese tono de verdad inverosímil. Ese es el tono del experimento nocilla, y ahí está su novedad: una aceptación de la nueva verosimilitud del mundo, que ha cambiado y se acerca a lo que podríamos llamar leyendaurbanismo. Todo huele a leyenda urbana, a esa narración que oscila entre dos polos: lo que no es cierto pero es contado como si lo fuera, y lo que es cierto y no lo parece. A la gente le encanta ese estilo porque permite no cerrar, no comprometerse. Permite flotar en la no responsabilidad del lector, en un camuflaje del compromiso ciudadano típico de lo virtual (con honrosas excepciones, claro). Para hacer la prueba, solo bastaría irse con los amigos a un bar y, después de unas cervezas, contar una de las historias de Nocilla Experience sin decir que es de Nocilla Experience: «oye, he visto en al tele una historia increíble; resulta que hay unos niños en Kazajstán o Uzbekistán o no sé dónde que se tragan unas bolas con plutonio o coltán o no sé qué, y viajan bajo tierra por unos gasoductos a través de cientos de kilómetros, caminando, atravesando fronteras de países, y al final algunos llegan y otros se mueren, pero los que llegan cagan el plutonio y se lo pasan a los traficantes». Nuestros amigos oscilarán, seguramente, entre dos actitudes: los que entren en la historia y se dejen llevar por ella, flirteando con su veracidad, y los cínicos que nos acusen de mitómanos y nos recomienden dejar de tomar sustancias sospechosas. Ambos disfrutarán de la historia.
Hace muy poco entrevistaron a Phillip Roth en El País. Dijo que en Estados Unidos no quedan lectores. Que ahora están «mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado». Pues bien, yo creo que lo que hace Fernández Mallo, independientemente del juicio literario que merece (a mí me parece fascinante, una narrativa de pulso firme que me ayuda a entender el mundo y me divierte al mismo tiempo) es aceptar lo que dice Roth hasta sus últimas consecuencias. Si los lectores están en las pantallas, ¿qué es eso tan atractivo que hay en ellas? Y, sobre todo, ¿quién ha dicho que el libro no puede ofrecerlo? Fernández Mallo lo hace dinámico, ágil, brillante, adjetivos todos aplicables a las pantallas. Pero también lo hace poético, y aquí es donde las cosas ya no son tan parecidas. ¿Cuántas veces, después de horas de tele u ordenador, la gente no se siente vacía? Lo que hace que se sienta así, aunque no lo sepa, es la falta de “chicha” poética en su vida. Fernández Mallo engaña al lector perezoso y no comprometido. Le hace volver a pensar en los valores perdidos sin que se dé cuenta, como la mamá que le hace el avión a su niño con las verduras para que se las coma. Además, nos confirma algo que ya sabemos: que un libro es el soporte en el que se da la máxima profundidad posible en el mínimo espacio, como un pozo que nos conduce al centro de la tierra, mientras que Internet es lo contrario: el soporte donde caben infinitas palabras pero solo ofrecen superficie.
Fernández Mallo ha dicho en algún sitio que siempre se está a tiempo de escribir como en el siglo XX, dando a entender que sus novelas son la narrativa del futuro. Que ya no se trata del conocimiento, sino de la información. Yo no me lo creo. Sus palabras sobre su obra me convencen mucho menos que su obra. Yo diría que Nocilla Experience es lo contrario de lo que Fernández Mallo dice que es: una novela del XX por antonomasia. No es la novela del futuro, sino un fruto muy acabado de la digestión del pasado. Persigue encontrar al lector que el siglo pasado fue haciendo de nosotros, y lo consigue perfectamente. Es una genial novela finisecular, aunque esté escrita un poco después del fin de siglo. Nadie le pide al autor que descubra la pólvora. Tal vez él crea que es un inventor, pero en realidad es un espeleólogo, o mejor, un gramático descriptivo. Describe a la perfección nuestra sintaxis de lectores, adónde hemos llegado con el paso del tiempo. Capta el espíritu de nuestra era. Permite explicar el siguiente cambio: durante el siglo XX la realidad lo aceptaba todo, pero la ficción no. La verosimilitud funcionaba como una autocensura. Ahora, en el siglo XXI, todo, verdaderamente todo, es posible dentro de la ficción, porque esta ha sido invadida por la realidad. El lector lo sabe. Lo ve en youtube. Flota en un mar de historias que parecen mentiras que parecen verdades que parecen mentiras. No hay límite, y eso es un límite. El lector ya no quiere ilustrarse sino oír historias alucinantes sin preguntarse demasiado si son o no verídicas. A quién le importa ya la veracidad. Quién puede certificarla. Como la historia del museo del parchís de Nocilla Experience. O como la del artista de los chicles. Internet está llena de artistas de los chicles. Hay unos, por ejemplo, que decoran el mobiliario urbano con tejidos de punto (http://www.knittaplease.com/). Le hacen abrigos a los postes de la luz.
¿Qué vale la pena creer? Al fin y al cabo, ¿dónde está Bin Laden? ¿Por qué las torres gemelas cayeron como demoliciones controladas de toda la vida? ¿Es verdad que hay una generación entera de japoneses (los hikikomori) que no sale de sus habitaciones nunca? ¿Es verdad que las mujeres chinas se hacen operaciones para hacerse más altas que consisten en que les partan las espinillas y se las estiren durante meses en una cama de hospital? Quién sabe. ¿Nos importa, en realidad? A lo mejor hay que contárselo todo a Fernández Mallo para que le extraiga la poesía y nos espabile un poco. Para que haga nocilla.
Lo fascinante y a la vez inquietante del sistema es la manera de seleccionar las historias, la ideología y las relaciones de poder que laten bajo la red. El inconsciente de la masa de internautas. ¿Se trata de la verdadera democracia, o por el contrario es el pan y circo contemporáneo? Si fuera lo segundo, estaríamos ante una idea desasosegante: el poder ya no tiene que ocuparse ni siquiera de pensar con qué atontarnos: se lo decimos nosotros.
Nocilla Experience, la segunda novela del Proyecto Nocilla de Agustín Fernández Mallo, es lo más parecido posible a esa revista cibernética de la que hablo, pero tridimensional y de papel —papel de verdad, esa cosa que huele y a la que le salen manchas de culos de vasos de café con leche. Por ejemplo, el tipo de arquitecto que aparece en la novela recuerda muchísimo a ciertas tendencias que aparecen en Internet: casas en árboles, o casas enanas que se compran en Nueva York y se transportan a Boston mediante helicópteros y tras usarlas se desechan o se reciclan. La historia del novelista que decide no escribir y poner toda su energía en la promoción publicitaria de su propia no-obra también recuerda mucho al ciertas historias inverosímiles pero reales que recorren la Red, como la del chico que se está pagando sus estudios —de sobra— a base de poner los píxeles de su página web a disposición de los anunciantes al módico precio de dólar por píxel. Hay un millón de píxeles, así que ha ganado un millón de dólares. Todo tiene ese tono de verdad inverosímil. Ese es el tono del experimento nocilla, y ahí está su novedad: una aceptación de la nueva verosimilitud del mundo, que ha cambiado y se acerca a lo que podríamos llamar leyendaurbanismo. Todo huele a leyenda urbana, a esa narración que oscila entre dos polos: lo que no es cierto pero es contado como si lo fuera, y lo que es cierto y no lo parece. A la gente le encanta ese estilo porque permite no cerrar, no comprometerse. Permite flotar en la no responsabilidad del lector, en un camuflaje del compromiso ciudadano típico de lo virtual (con honrosas excepciones, claro). Para hacer la prueba, solo bastaría irse con los amigos a un bar y, después de unas cervezas, contar una de las historias de Nocilla Experience sin decir que es de Nocilla Experience: «oye, he visto en al tele una historia increíble; resulta que hay unos niños en Kazajstán o Uzbekistán o no sé dónde que se tragan unas bolas con plutonio o coltán o no sé qué, y viajan bajo tierra por unos gasoductos a través de cientos de kilómetros, caminando, atravesando fronteras de países, y al final algunos llegan y otros se mueren, pero los que llegan cagan el plutonio y se lo pasan a los traficantes». Nuestros amigos oscilarán, seguramente, entre dos actitudes: los que entren en la historia y se dejen llevar por ella, flirteando con su veracidad, y los cínicos que nos acusen de mitómanos y nos recomienden dejar de tomar sustancias sospechosas. Ambos disfrutarán de la historia.
Hace muy poco entrevistaron a Phillip Roth en El País. Dijo que en Estados Unidos no quedan lectores. Que ahora están «mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado». Pues bien, yo creo que lo que hace Fernández Mallo, independientemente del juicio literario que merece (a mí me parece fascinante, una narrativa de pulso firme que me ayuda a entender el mundo y me divierte al mismo tiempo) es aceptar lo que dice Roth hasta sus últimas consecuencias. Si los lectores están en las pantallas, ¿qué es eso tan atractivo que hay en ellas? Y, sobre todo, ¿quién ha dicho que el libro no puede ofrecerlo? Fernández Mallo lo hace dinámico, ágil, brillante, adjetivos todos aplicables a las pantallas. Pero también lo hace poético, y aquí es donde las cosas ya no son tan parecidas. ¿Cuántas veces, después de horas de tele u ordenador, la gente no se siente vacía? Lo que hace que se sienta así, aunque no lo sepa, es la falta de “chicha” poética en su vida. Fernández Mallo engaña al lector perezoso y no comprometido. Le hace volver a pensar en los valores perdidos sin que se dé cuenta, como la mamá que le hace el avión a su niño con las verduras para que se las coma. Además, nos confirma algo que ya sabemos: que un libro es el soporte en el que se da la máxima profundidad posible en el mínimo espacio, como un pozo que nos conduce al centro de la tierra, mientras que Internet es lo contrario: el soporte donde caben infinitas palabras pero solo ofrecen superficie.
Fernández Mallo ha dicho en algún sitio que siempre se está a tiempo de escribir como en el siglo XX, dando a entender que sus novelas son la narrativa del futuro. Que ya no se trata del conocimiento, sino de la información. Yo no me lo creo. Sus palabras sobre su obra me convencen mucho menos que su obra. Yo diría que Nocilla Experience es lo contrario de lo que Fernández Mallo dice que es: una novela del XX por antonomasia. No es la novela del futuro, sino un fruto muy acabado de la digestión del pasado. Persigue encontrar al lector que el siglo pasado fue haciendo de nosotros, y lo consigue perfectamente. Es una genial novela finisecular, aunque esté escrita un poco después del fin de siglo. Nadie le pide al autor que descubra la pólvora. Tal vez él crea que es un inventor, pero en realidad es un espeleólogo, o mejor, un gramático descriptivo. Describe a la perfección nuestra sintaxis de lectores, adónde hemos llegado con el paso del tiempo. Capta el espíritu de nuestra era. Permite explicar el siguiente cambio: durante el siglo XX la realidad lo aceptaba todo, pero la ficción no. La verosimilitud funcionaba como una autocensura. Ahora, en el siglo XXI, todo, verdaderamente todo, es posible dentro de la ficción, porque esta ha sido invadida por la realidad. El lector lo sabe. Lo ve en youtube. Flota en un mar de historias que parecen mentiras que parecen verdades que parecen mentiras. No hay límite, y eso es un límite. El lector ya no quiere ilustrarse sino oír historias alucinantes sin preguntarse demasiado si son o no verídicas. A quién le importa ya la veracidad. Quién puede certificarla. Como la historia del museo del parchís de Nocilla Experience. O como la del artista de los chicles. Internet está llena de artistas de los chicles. Hay unos, por ejemplo, que decoran el mobiliario urbano con tejidos de punto (http://www.knittaplease.com/). Le hacen abrigos a los postes de la luz.
¿Qué vale la pena creer? Al fin y al cabo, ¿dónde está Bin Laden? ¿Por qué las torres gemelas cayeron como demoliciones controladas de toda la vida? ¿Es verdad que hay una generación entera de japoneses (los hikikomori) que no sale de sus habitaciones nunca? ¿Es verdad que las mujeres chinas se hacen operaciones para hacerse más altas que consisten en que les partan las espinillas y se las estiren durante meses en una cama de hospital? Quién sabe. ¿Nos importa, en realidad? A lo mejor hay que contárselo todo a Fernández Mallo para que le extraiga la poesía y nos espabile un poco. Para que haga nocilla.
Me parece bien eso que usted dice. Si me permite, en el blog http://respetoalaignorancia.blogspot.com/ hay una pequeña reflexión sobre la campaña publicitaria en torno a Nocilla Experience.
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