Belacqua, Barcelona, 2007. 394 pp. 22 €
Alejandro Luque
Impresionante. Apasionante. Son las dos primeras ideas que vienen a la mente cuando uno se asoma a la ingente tarea —de documentación y lectura, pero también de orden y claridad— que el escritor colombiano William Ospina ha desarrollado en este volumen, una detallada crónica de la aventura equinoccial de un poeta escondido durante siglos. Nos referimos a Juan de Castellanos, el indiscutible récord Guiness de nuestra lengua, al ser autor de Las elegías de varones ilustres de Indias, compuesto por 113.609 endecasílabos, y en el que invirtió más de treinta años de trabajo.
Nacido en el pueblo serrano de Alanís, Castellanos estudió preceptiva y oratoria en Sevilla, y fue uno de tantos españoles que marchó a buscar fortuna en las Américas a mediados del siglo XVI. Fue soldado en las expediciones de Conquista, resultando malherido en varios combates; sobrevivió a un naufragio, escapó de un tigre hambriento, estuvo a punto de ahogarse en un río, fue buscador de oro y acabó ordenándose sacerdote; salió bien librado de un proceso de herejía. Todas estas peripecias las repasa Ospina consciente de la extraordinaria vida del personaje, pero a sabiendas también de que su verdadera aventura la emprendería rondando los cuarenta años: redactar un vasto poema que sería, por antigüedad, la segunda crónica general después de la de Fernández de Oviedo, pero el primer poema verdaderamente americano en lengua castellana.
Y lo hizo con un apabullante afán totalizador, describiendo minuciosamente cuanto se tropezaba a su paso, incluso dando nombres y apellidos: la fauna y la flora, paisajes y costumbres, heroicidades y crueldades, nada parecía escapar a la insaciable grafomanía de Castellanos. Una especie de precursor de Walt Whitman, con el atractivo añadido de que nos revela cómo una lengua se abre paso en un mundo desconocido, cómo éste se refunda en tanto aquélla avanza. Ésta es el verdadero espinazo del ensayo de Ospina, la confirmación de la idea borgiana según la cual, en los orígenes, nombrar equivale a crear.
Ospina proyecta así una mirada sobre la Conquista que va un paso más allá de los tópicos sangrientos, presentándolas como «el choque de dos mundos y dos visiones que se validan cada una a sí misma, pero que no logran encontrar una síntesis». Supongo que a un lado y a otro del Atlántico se podrá leer esta revisión del mito americano con mayor o menor aquiescencia, pero el grueso de los enfoques nos parecerán poco menos que irrefutables.
También señala el colombiano la tremenda injusticia cometida con Castellanos, cuyo poema permaneció en el olvido durante siglos. Los motivos que baraja son muchos: en su tiempo, por la reacción del autor frente a la crueldad de los conquistadores y la simpatía hacia los moradores originales de aquellas tierras; también por el riesgo que asumía incorporar por primera vez vocablos americanos; pero sobre todo por la persistente ceguera de los expertos (los historiadores consideran a Castellanos poeta, los poetas historiador), lo que convierte Las auroras de sangre, como quien no quiere la cosa, en un riguroso examen sobre los perversos mecanismos que rigen la crítica y la historiografía literaria.
Cabe recordar que Ospina, conocido sobre todo como hacedor de versos, ha venido desarrollando una interesante obra ensayística que abarca tanto la literatura —Aurelio Arturo— como el análisis político e histórico de su libro ¿Dónde está la franja amarilla?, pasando por una interesante incursión en la novela, Ursúa. Ha tenido que ser un colombiano —un fruto de aquel choque de mundos—, y además un poeta, el llamado a desentrañar las claves de esta epopeya abrumadora, de este prodigio de esfuerzo y sensibilidad que fue la obra de Juan de Castellanos: un hombre que, después de pasar media vida escribiendo su crónica, aún le pedía una prórroga a su salud para contar las cosas que se le quedaban en el tintero.
Impresionante. Apasionante. Son las dos primeras ideas que vienen a la mente cuando uno se asoma a la ingente tarea —de documentación y lectura, pero también de orden y claridad— que el escritor colombiano William Ospina ha desarrollado en este volumen, una detallada crónica de la aventura equinoccial de un poeta escondido durante siglos. Nos referimos a Juan de Castellanos, el indiscutible récord Guiness de nuestra lengua, al ser autor de Las elegías de varones ilustres de Indias, compuesto por 113.609 endecasílabos, y en el que invirtió más de treinta años de trabajo.
Nacido en el pueblo serrano de Alanís, Castellanos estudió preceptiva y oratoria en Sevilla, y fue uno de tantos españoles que marchó a buscar fortuna en las Américas a mediados del siglo XVI. Fue soldado en las expediciones de Conquista, resultando malherido en varios combates; sobrevivió a un naufragio, escapó de un tigre hambriento, estuvo a punto de ahogarse en un río, fue buscador de oro y acabó ordenándose sacerdote; salió bien librado de un proceso de herejía. Todas estas peripecias las repasa Ospina consciente de la extraordinaria vida del personaje, pero a sabiendas también de que su verdadera aventura la emprendería rondando los cuarenta años: redactar un vasto poema que sería, por antigüedad, la segunda crónica general después de la de Fernández de Oviedo, pero el primer poema verdaderamente americano en lengua castellana.
Y lo hizo con un apabullante afán totalizador, describiendo minuciosamente cuanto se tropezaba a su paso, incluso dando nombres y apellidos: la fauna y la flora, paisajes y costumbres, heroicidades y crueldades, nada parecía escapar a la insaciable grafomanía de Castellanos. Una especie de precursor de Walt Whitman, con el atractivo añadido de que nos revela cómo una lengua se abre paso en un mundo desconocido, cómo éste se refunda en tanto aquélla avanza. Ésta es el verdadero espinazo del ensayo de Ospina, la confirmación de la idea borgiana según la cual, en los orígenes, nombrar equivale a crear.
Ospina proyecta así una mirada sobre la Conquista que va un paso más allá de los tópicos sangrientos, presentándolas como «el choque de dos mundos y dos visiones que se validan cada una a sí misma, pero que no logran encontrar una síntesis». Supongo que a un lado y a otro del Atlántico se podrá leer esta revisión del mito americano con mayor o menor aquiescencia, pero el grueso de los enfoques nos parecerán poco menos que irrefutables.
También señala el colombiano la tremenda injusticia cometida con Castellanos, cuyo poema permaneció en el olvido durante siglos. Los motivos que baraja son muchos: en su tiempo, por la reacción del autor frente a la crueldad de los conquistadores y la simpatía hacia los moradores originales de aquellas tierras; también por el riesgo que asumía incorporar por primera vez vocablos americanos; pero sobre todo por la persistente ceguera de los expertos (los historiadores consideran a Castellanos poeta, los poetas historiador), lo que convierte Las auroras de sangre, como quien no quiere la cosa, en un riguroso examen sobre los perversos mecanismos que rigen la crítica y la historiografía literaria.
Cabe recordar que Ospina, conocido sobre todo como hacedor de versos, ha venido desarrollando una interesante obra ensayística que abarca tanto la literatura —Aurelio Arturo— como el análisis político e histórico de su libro ¿Dónde está la franja amarilla?, pasando por una interesante incursión en la novela, Ursúa. Ha tenido que ser un colombiano —un fruto de aquel choque de mundos—, y además un poeta, el llamado a desentrañar las claves de esta epopeya abrumadora, de este prodigio de esfuerzo y sensibilidad que fue la obra de Juan de Castellanos: un hombre que, después de pasar media vida escribiendo su crónica, aún le pedía una prórroga a su salud para contar las cosas que se le quedaban en el tintero.
Ay, Dios mío, ¿de dónde voy a sacar yo el tiempo para leer estos libros tan atractivos? Creo que necesito nacer de nuevo y volver a empezar. Mi enhorabuena al reseñista.
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