Trad. Alicia Plante. Anagrama, Barcelona, 2007. 400 pp. 20 €
Anatomía del amor es un ensayo que su autora, Helen Fisher, acabó de escribir en 1992 y que en 1994 Anagrama ya había publicado. En él se da cuenta de la educación erótica, afectiva y familiar del ser humano, antes incluso de recibir ese nombre, mientras se va perfilando el dibujo anatómico, diacrónico y sincrónico, de las conductas y emociones de hombres y mujeres en el ámbito del cortejo, la seducción, el matrimonio, el emparejamiento, la infidelidad y el divorcio. La metodología que Fisher utiliza es interdisciplinar —no podía ser de otra manera— y el resultado de esa mezcla y análisis del dato sociológico, antropológico, etológico, simiológico, tafológico, ecológico, biológico, genético, psicológico y neurológico podría haber sido apabullante para el lector no iniciado: sin embargo, Fisher consigue interesarnos tanto por la curiosidad y coherencia de las teorías planteadas, como por el rigor y la capacidad para tramar un relato en el que la descripción de los espacios e incluso de los personajes —como Twiggy, una austrolopitecina— crea territorios y psicologías fascinantes y creíbles. En estos tiempos cada vez más reaccionarios de costillas de Adán calcificadas en la conciencia de los sectores confesionales y fanáticos de la sociedad, no está de más volver los ojos hacia Darwin y hacia otros autores más contemporáneos como Desmond Morris o Marvin Harris, para replantear la validez del evolucionismo y de sus hipótesis.
Fisher lleva a cabo un estudio de los comportamientos sentimentales y eróticos buscando sus raíces en nuestros ancestros, en los ramamorfos y los homínidos que bajaron de los árboles y se extendieron por las llanuras de África hasta alcanzar remotos lugares de la Tierra; también busca Fisher en nuestros parientes más o menos lejanos del reino animal —y no me refiero exclusivamente a mandriles, gorilas, bonobos o chimpancés, sino también a bacalaos, moscas damisela o albatros— y en las tribus con hábitos primitivos que, en la actualidad, moran en distintos puntos de la geografía terrestre. En la búsqueda de patrones transculturales se deconstruyen tópicos con los que a diario se nos bombardea hasta el punto de que ya nos parecen incuestionables: por ejemplo, la frase hecha de que Occidente es la cuna de las libertades y especialmente de las libertades femeninas; Fisher pone de manifiesto cómo el cristianismo y el colonialismo fueron responsables de la rebaja en la condición femenina en partes del mundo en las que las mujeres eran más autónomas y más libres antes de la llegada del hombre blanco, cristiano y capitalista. Del mismo modo, la aparición del arado, de las economías sedentarias, de la propiedad privada y la implantación de la monogamia hasta que la muerte nos separe —las posesiones se mantienen a través de varones que por fin estaban completamente seguros de su paternidad— relegaron a la mujer a un papel supeditado al hombre: la libertad de las recolectoras nómadas sufrió un retroceso en el momento indeterminado en que las tierras comenzaron a labrase con un instrumento que exigía gran fuerza bruta.
En ese recorrido, lo biológico y lo cultural, la naturaleza y la civilización, se van entretejiendo recordándonos que la polémica de qué fue primero el huevo o la gallina es estéril, y que la función hace al órgano tanto como el órgano a la función: los aspectos evolutivos, adaptativos, ecológicos y económicos, los códigos de supervivencia, las conductas ancestrales pasan a formar parte atávicamente de nuestro adn, y el impulso de vivir en pareja o la infidelidad ya eran reconocibles en el homo erectus y desde luego en los cro-magnones con quienes nace el pensamiento simbólico, la moral, la conciencia y la mala conciencia que condicionará para siempre la sexualidad humana.
El lector disfruta al mismo tiempo que aprende por qué el incesto es un tabú universal, por qué los hijos de los humanos nacen mucho más inmaduros e indefensos que los de otras especies, por qué las mujeres perdimos el celo, por qué las familias numerosas contradicen la naturaleza humana, por qué sólo los humanos pasamos por el periodo vital de la adolescencia o incluso por qué somos simios desnudos que copulan cara a cara y han desarrollado penes y mamas considerablemente más voluminosos que los de otras especies próximas como los gorilas. Por otra parte, las reflexiones de Helen Fisher sobre la química del amor —anfetaminas naturales para los enamorados recientes y endorfinas que nos sumen a los amantes persistentes y añosos en una alucinación opiácea, en la placidez del apego— y su relación con lo cultural en los casos de «alienación amorosa» deberían motivar un replanteamiento profundo de la historia de la literatura erótica, en particular, y de la literatura en términos generales: en definitiva casi todos los libros terminan hablando de alguna forma de amor o de desamor. Además en este libro los escritores pueden encontrar, para trasladar a sus narraciones, los gestos del lenguaje corporal con los que se incita o rechaza al otro, los pavoneos, el repertorio más completo de «miradas copulatorias».
Esta cultísima divulgadora científica que es a la vez una magnífica escritora saca conclusiones y hace prospecciones. Mira con un extraño optimismo asociacionista la única novedad que los seres humanos mostramos respecto a nuestros antepasados en materia de relaciones interpersonales; irrumpe un nuevo modo de vivir: la soledad de ese individuo que muere solo en su apartamento sin que nadie lo encuentre hasta que el cadáver comienza a oler. Mi desacuerdo con la conclusión respecto a los nuevos solitarios es una cuestión de tono; sin embargo, con esta otra conclusión, mi divergencia es más profunda: la autora señala que en nuestros comportamientos amorosos, en nuestras estructuras familiares y en el revalorizado papel de las mujeres en las sociedades occidentales —especialmente en la estadounidense— parece que volvemos a las raíces nómadas. Pese a la fantasía igualatoria de la globalización, Fisher olvida un elemento básico: que las multinacionales y las grandes empresas siguen funcionando con la mentalidad del granjero.
Fisher lleva a cabo un estudio de los comportamientos sentimentales y eróticos buscando sus raíces en nuestros ancestros, en los ramamorfos y los homínidos que bajaron de los árboles y se extendieron por las llanuras de África hasta alcanzar remotos lugares de la Tierra; también busca Fisher en nuestros parientes más o menos lejanos del reino animal —y no me refiero exclusivamente a mandriles, gorilas, bonobos o chimpancés, sino también a bacalaos, moscas damisela o albatros— y en las tribus con hábitos primitivos que, en la actualidad, moran en distintos puntos de la geografía terrestre. En la búsqueda de patrones transculturales se deconstruyen tópicos con los que a diario se nos bombardea hasta el punto de que ya nos parecen incuestionables: por ejemplo, la frase hecha de que Occidente es la cuna de las libertades y especialmente de las libertades femeninas; Fisher pone de manifiesto cómo el cristianismo y el colonialismo fueron responsables de la rebaja en la condición femenina en partes del mundo en las que las mujeres eran más autónomas y más libres antes de la llegada del hombre blanco, cristiano y capitalista. Del mismo modo, la aparición del arado, de las economías sedentarias, de la propiedad privada y la implantación de la monogamia hasta que la muerte nos separe —las posesiones se mantienen a través de varones que por fin estaban completamente seguros de su paternidad— relegaron a la mujer a un papel supeditado al hombre: la libertad de las recolectoras nómadas sufrió un retroceso en el momento indeterminado en que las tierras comenzaron a labrase con un instrumento que exigía gran fuerza bruta.
En ese recorrido, lo biológico y lo cultural, la naturaleza y la civilización, se van entretejiendo recordándonos que la polémica de qué fue primero el huevo o la gallina es estéril, y que la función hace al órgano tanto como el órgano a la función: los aspectos evolutivos, adaptativos, ecológicos y económicos, los códigos de supervivencia, las conductas ancestrales pasan a formar parte atávicamente de nuestro adn, y el impulso de vivir en pareja o la infidelidad ya eran reconocibles en el homo erectus y desde luego en los cro-magnones con quienes nace el pensamiento simbólico, la moral, la conciencia y la mala conciencia que condicionará para siempre la sexualidad humana.
El lector disfruta al mismo tiempo que aprende por qué el incesto es un tabú universal, por qué los hijos de los humanos nacen mucho más inmaduros e indefensos que los de otras especies, por qué las mujeres perdimos el celo, por qué las familias numerosas contradicen la naturaleza humana, por qué sólo los humanos pasamos por el periodo vital de la adolescencia o incluso por qué somos simios desnudos que copulan cara a cara y han desarrollado penes y mamas considerablemente más voluminosos que los de otras especies próximas como los gorilas. Por otra parte, las reflexiones de Helen Fisher sobre la química del amor —anfetaminas naturales para los enamorados recientes y endorfinas que nos sumen a los amantes persistentes y añosos en una alucinación opiácea, en la placidez del apego— y su relación con lo cultural en los casos de «alienación amorosa» deberían motivar un replanteamiento profundo de la historia de la literatura erótica, en particular, y de la literatura en términos generales: en definitiva casi todos los libros terminan hablando de alguna forma de amor o de desamor. Además en este libro los escritores pueden encontrar, para trasladar a sus narraciones, los gestos del lenguaje corporal con los que se incita o rechaza al otro, los pavoneos, el repertorio más completo de «miradas copulatorias».
Esta cultísima divulgadora científica que es a la vez una magnífica escritora saca conclusiones y hace prospecciones. Mira con un extraño optimismo asociacionista la única novedad que los seres humanos mostramos respecto a nuestros antepasados en materia de relaciones interpersonales; irrumpe un nuevo modo de vivir: la soledad de ese individuo que muere solo en su apartamento sin que nadie lo encuentre hasta que el cadáver comienza a oler. Mi desacuerdo con la conclusión respecto a los nuevos solitarios es una cuestión de tono; sin embargo, con esta otra conclusión, mi divergencia es más profunda: la autora señala que en nuestros comportamientos amorosos, en nuestras estructuras familiares y en el revalorizado papel de las mujeres en las sociedades occidentales —especialmente en la estadounidense— parece que volvemos a las raíces nómadas. Pese a la fantasía igualatoria de la globalización, Fisher olvida un elemento básico: que las multinacionales y las grandes empresas siguen funcionando con la mentalidad del granjero.
Básicamente el amor es una medida de intercambio.
ResponderEliminarLa sociedad ha demostrado ampliamente su difuncionalidad.
Habría que releer a Rousseau, a Locke, a Marx... habría que investigar el momento en que nos hemos confundido...
Interesantisimo libro.
Un saludo, colegas.