Introducción de Marta Sanz. Trad. Pilar Adón. Impedimenta, Madrid, 2007. 168 pp. 17,50 €
Pedro M. Domene
En su introducción a Santuario, Marta Sanz habla de la formidable experiencia de vida de Edith Wharton (1862-1937), la narradora norteamericana, autora de esta breve novela, además de otras que, como La edad de la inocencia (1920, Premio Pulitzer en 1921), le han otorgado esa clasificación de clásica. Completan el conjunto de su producción El valle de la decisión (1902), La casa de la alegría (1907), Ethan Frome (1911), Las costumbres del país (1913) o las historias de Vieja Nueva York (1924). Marta Sanz escenifica todo el proceso llevado por la autora para enmarcar una historia mínima y ofrecer, sin esa hondura psicológica que caracteriza a la mayoría de sus restantes novelas, la vida de la joven y madura Kate Peyton en la primera y segunda parte de la novela.
Para entender buena parte de la obra de Wharton debemos situar el concepto de «nueva mujer» en Norteamérica. Acuñado en la década de 1890, muestra inequívoca de una figura —independiente, franca, iconoclasta— que daría autoridad a la obra de escritoras como Kate Chopin, Alice James, Charlotte Perkins Gilman, Ellen Glasgow, la joven Gertrude Stein y —sobre todo— Edith Wharton, con sus ideas e implicaciones temáticas subversivas, como puede ya verse en los personajes femeninos de Santuario (1903): el principal, Kate Orme, y esencialmente Miss Verney que, como se manifiesta en el texto, es «patentemente de la nueva escuela, una mujer joven de actividades febriles y opiniones lanzadas a los cuatro vientos, cuya propia versatilidad la hacía difícil de definir». Pero esta novela trata sobre las verdades humanas y de su trasfondo que es, precisamente, de lo que quiere salvaguardar la protagonista a su hijo; actitud magníficamente expuesta en la segunda parte de libro.
En las primeras cincuenta páginas se cuenta la relación de la joven Orme con su prometido Denis Peyton, y el secreto que descubre sobre su amado en vísperas de su matrimonio. No obstante, decide casarse con él y afrontar su destino y el de su descendencia, en un alarde de extremo coraje, aunque tratará de preservar a su hijo de semejantes vicios morales. En realidad, según averiguamos, el único pecado que ha cometido el joven ha sido quedarse con la herencia del hermano muerto e ignorar a una mujer y su hijo que convivieron los últimos momentos con el moribundo; hecho que, por otra parte, a la joven Kate le parece el más deplorable de los actos porque su prometido no hace gala de una moralidad intachable, como a ella le han enseñado, como tampoco justifica que mujeres puedan vivir a expensas de hombres por un puñado de dólares.
En la segunda parte, más extensa y clarificadora, ocurre un salto de veinte años, y entonces la Sra. Orme es madre y cubre esa maternidad protegiendo a un hijo a quien educa en un esmerado ambiente para que se convierta en un excelente arquitecto. Dick será el protegido y el anhelo de la madre por alejarlo de aquello que tanto le había asustado. Manifiesta, sin embargo, el empeño de que su hijo triunfe por encima de todo en la vida, pero pronto se dará cuenta de que tal vez el vástago experimente cualquier deseo de iniquidad para conseguir sus objetivos. La angustia de la madre se torna obsesiva porque llega a imaginar que el joven Dick pueda estar dispuesto a todo para conseguir sus objetivos. Es entonces cuando los temores de la madre se disparan y la narradora acumula una sucesión de sentimientos y miedos de su protagonista que, en ocasiones, resultan excesivamente prolijos. Sobresale, eso sí, el peso de una descripción psicológica de hondura en personajes creíbles aunque demasiado reincidentes en sus acciones. Pero en realidad, hablamos de una narradora que se mueve entre el realismo, el naturalismo, cierto color localista de su entorno, el sentimentalismo de su obra o la marca de una vida, a caballo entre el XIX y el XX, y esa vocación europeísta de la que siempre hizo gala, tras sus prolongadas estancias en Europa, sobre todo en el París de principios de siglo, rodeada de aristócratas, pintores, princesas, novelistas, hasta su muerte, treinta años más tarde.
En su introducción a Santuario, Marta Sanz habla de la formidable experiencia de vida de Edith Wharton (1862-1937), la narradora norteamericana, autora de esta breve novela, además de otras que, como La edad de la inocencia (1920, Premio Pulitzer en 1921), le han otorgado esa clasificación de clásica. Completan el conjunto de su producción El valle de la decisión (1902), La casa de la alegría (1907), Ethan Frome (1911), Las costumbres del país (1913) o las historias de Vieja Nueva York (1924). Marta Sanz escenifica todo el proceso llevado por la autora para enmarcar una historia mínima y ofrecer, sin esa hondura psicológica que caracteriza a la mayoría de sus restantes novelas, la vida de la joven y madura Kate Peyton en la primera y segunda parte de la novela.
Para entender buena parte de la obra de Wharton debemos situar el concepto de «nueva mujer» en Norteamérica. Acuñado en la década de 1890, muestra inequívoca de una figura —independiente, franca, iconoclasta— que daría autoridad a la obra de escritoras como Kate Chopin, Alice James, Charlotte Perkins Gilman, Ellen Glasgow, la joven Gertrude Stein y —sobre todo— Edith Wharton, con sus ideas e implicaciones temáticas subversivas, como puede ya verse en los personajes femeninos de Santuario (1903): el principal, Kate Orme, y esencialmente Miss Verney que, como se manifiesta en el texto, es «patentemente de la nueva escuela, una mujer joven de actividades febriles y opiniones lanzadas a los cuatro vientos, cuya propia versatilidad la hacía difícil de definir». Pero esta novela trata sobre las verdades humanas y de su trasfondo que es, precisamente, de lo que quiere salvaguardar la protagonista a su hijo; actitud magníficamente expuesta en la segunda parte de libro.
En las primeras cincuenta páginas se cuenta la relación de la joven Orme con su prometido Denis Peyton, y el secreto que descubre sobre su amado en vísperas de su matrimonio. No obstante, decide casarse con él y afrontar su destino y el de su descendencia, en un alarde de extremo coraje, aunque tratará de preservar a su hijo de semejantes vicios morales. En realidad, según averiguamos, el único pecado que ha cometido el joven ha sido quedarse con la herencia del hermano muerto e ignorar a una mujer y su hijo que convivieron los últimos momentos con el moribundo; hecho que, por otra parte, a la joven Kate le parece el más deplorable de los actos porque su prometido no hace gala de una moralidad intachable, como a ella le han enseñado, como tampoco justifica que mujeres puedan vivir a expensas de hombres por un puñado de dólares.
En la segunda parte, más extensa y clarificadora, ocurre un salto de veinte años, y entonces la Sra. Orme es madre y cubre esa maternidad protegiendo a un hijo a quien educa en un esmerado ambiente para que se convierta en un excelente arquitecto. Dick será el protegido y el anhelo de la madre por alejarlo de aquello que tanto le había asustado. Manifiesta, sin embargo, el empeño de que su hijo triunfe por encima de todo en la vida, pero pronto se dará cuenta de que tal vez el vástago experimente cualquier deseo de iniquidad para conseguir sus objetivos. La angustia de la madre se torna obsesiva porque llega a imaginar que el joven Dick pueda estar dispuesto a todo para conseguir sus objetivos. Es entonces cuando los temores de la madre se disparan y la narradora acumula una sucesión de sentimientos y miedos de su protagonista que, en ocasiones, resultan excesivamente prolijos. Sobresale, eso sí, el peso de una descripción psicológica de hondura en personajes creíbles aunque demasiado reincidentes en sus acciones. Pero en realidad, hablamos de una narradora que se mueve entre el realismo, el naturalismo, cierto color localista de su entorno, el sentimentalismo de su obra o la marca de una vida, a caballo entre el XIX y el XX, y esa vocación europeísta de la que siempre hizo gala, tras sus prolongadas estancias en Europa, sobre todo en el París de principios de siglo, rodeada de aristócratas, pintores, princesas, novelistas, hasta su muerte, treinta años más tarde.
Hola
ResponderEliminarMe alegra sinceramente haber descubierto este blog.
Soy un librero de Argentina. Mi vida son los libros, vivo obsesionado con la literatura. Aunque desde luego, ésta a veces resulta inconmensurable...
Siempre es una buena noticia descubrir gente afín.
No puedo agregar gran cosa sobre Wharton y mucho me temo que no vaya a tener oportunidad de agregar nada porque este libro no se editó aquí y no creo que se vaya a editar.
He estado leyendo el blog. Hice verdaderos hallazgos.
Humildemente los invito a pasar por el mío, que aunque no tenga demasiadas perspectivas imita sin querer la estructura del suyo.
Humildemente, un colega.