Inés Matute
No creo que nadie se atreva a discutirlo: el libro engancha y obliga al lector a plantearse un sinfín de preguntas. Veamos: ¿cómo encajaría usted el hecho de despertar amnésico en un cuerpo extraño? ¿Qué haría si cada vez que se quedase dormido su alma saltase del cuerpo de una admiradísima actriz al de un perista tramposo, un policía, una niña o una ex yonqui reenganchada? ¿Hacia dónde dirigirnos si la incesante búsqueda del yo nos sumerge en un crimen? ¿Qué ocurre si, además, se está proyectando una película que recoge, simultáneamente, todo lo que nos está sucediendo?
A caballo entre el género negro y el género fantástico, la novela se ambienta en el barrio de La Latina en la época actual, un Madrid 2007 donde la población está siendo diezmada por elementos que escapan al control humano —atentados, una pandemia de gripe aviar— planteándonos un enigma desde la abstracción obligada de todo buen thriller. Y lo defino como tal dado que el protagonista y a la vez narrador de la historia se despierta al comienzo de cada capítulo ignorando quién es y dónde está, enfrentándose al misterio de su pasado y su misión presente, una búsqueda que apunta una y otra vez a la misma mujer y a la misma sangre. Obligado a las sucesivas reencarnaciones, “X” vivirá idéntica situación desde la óptica de los distintos personajes, conocerá sus secretas motivaciones, y, a través de sus ojos, reunirá pistas mediante las cuales intentará forzar un desenlace alternativo. ¿Lo consigue? No, no puede conseguirlo, porque ni siquiera en la última página el lector sabe quién mueve las fichas y quién tira los dados, qué acontecimientos están en el futuro y qué hechos pertenecen al pasado. Según Azpeitia, la estructura narrativa de Nadie me mata combina ingredientes oníricos y fantásticos, pues trata de reflejar lo ficticio de la identidad, los sinsabores del existencialismo y el vértigo de lo cotidiano. Como puede apreciarse, no es un escritor poco ambicioso.
La complejidad de la trama, lejos de restarle atractivos, obliga al lector a meterse en la piel del protagonista, a realizar similar esfuerzo mnemotécnico, a desesperarse, enamorarse y emborracharse con él. Vamos, que no es recomendable peder comba. Por ello, no es casual que la acción se estructure sobre ocho capítulos que representan ocho casillas distintas del juego de la oca —«El juego de la oca representa el juego de la vida, pero no hay que interpretarlo. Hay que jugar». No es casual la elección de nombres como «el pozo», «la muerte», «la posada», «el laberinto» o «los dados». Tampoco es casual que uno de los personajes experimente con ratones —una clara referencia a la dictadura de la memoria de especie, ligada a la idea del inconsciente colectivo postulado por Jung—. Aquí nada es casual y nada es lo que parece. Mis felicitaciones al autor, que no descuida detalle, que al trasmigrar rompe la linealidad y los tempos, que organiza y desorganiza, que trampea con los personajes y juega con nosotros audaz y eficazmente, manteniendo el interés y la tensión de principio a fin de la novela.
Alguien dijo, no recuerdo quién, que para eso leemos. Para ponernos en el lugar de otro. También dijo que leer es un trayecto: cambiar de cuerpo, de alma, de costumbres. De ser eso cierto, Azpeitia consigue doblemente su objetivo. Personalmente, sólo le encuentro una pega a la obra, la misma que le encontré a El mensajero de Argel de José Carlos Llop: no me gusta el tratamiento que se le da al tema del terrorismo. El terrorismo aquí parece un elemento más —plano, fofo— de un decorado catastrofista y al tiempo inevitable. Las escenas más violentas y macabras se tratan con una ligereza chocante, casi anecdótica, como si a los personajes les diese lo mismo comentar que acaba de caer un obús que le mañana está fresca. No me gusta rozar ese punto en que la muerte, el caos y el atentado terrorista se manejan con frivolidad, como mero recurso para diversificar o animar la perspectiva. Hecha la salvedad, no puedo sino recomendar vivamente esta novela. En mi caso, la leí de dos tacadas y despertó en mí un renovado interés por la obra y la trayectoria del siempre sorprendente Javier Azpeitia.
No creo que nadie se atreva a discutirlo: el libro engancha y obliga al lector a plantearse un sinfín de preguntas. Veamos: ¿cómo encajaría usted el hecho de despertar amnésico en un cuerpo extraño? ¿Qué haría si cada vez que se quedase dormido su alma saltase del cuerpo de una admiradísima actriz al de un perista tramposo, un policía, una niña o una ex yonqui reenganchada? ¿Hacia dónde dirigirnos si la incesante búsqueda del yo nos sumerge en un crimen? ¿Qué ocurre si, además, se está proyectando una película que recoge, simultáneamente, todo lo que nos está sucediendo?
A caballo entre el género negro y el género fantástico, la novela se ambienta en el barrio de La Latina en la época actual, un Madrid 2007 donde la población está siendo diezmada por elementos que escapan al control humano —atentados, una pandemia de gripe aviar— planteándonos un enigma desde la abstracción obligada de todo buen thriller. Y lo defino como tal dado que el protagonista y a la vez narrador de la historia se despierta al comienzo de cada capítulo ignorando quién es y dónde está, enfrentándose al misterio de su pasado y su misión presente, una búsqueda que apunta una y otra vez a la misma mujer y a la misma sangre. Obligado a las sucesivas reencarnaciones, “X” vivirá idéntica situación desde la óptica de los distintos personajes, conocerá sus secretas motivaciones, y, a través de sus ojos, reunirá pistas mediante las cuales intentará forzar un desenlace alternativo. ¿Lo consigue? No, no puede conseguirlo, porque ni siquiera en la última página el lector sabe quién mueve las fichas y quién tira los dados, qué acontecimientos están en el futuro y qué hechos pertenecen al pasado. Según Azpeitia, la estructura narrativa de Nadie me mata combina ingredientes oníricos y fantásticos, pues trata de reflejar lo ficticio de la identidad, los sinsabores del existencialismo y el vértigo de lo cotidiano. Como puede apreciarse, no es un escritor poco ambicioso.
La complejidad de la trama, lejos de restarle atractivos, obliga al lector a meterse en la piel del protagonista, a realizar similar esfuerzo mnemotécnico, a desesperarse, enamorarse y emborracharse con él. Vamos, que no es recomendable peder comba. Por ello, no es casual que la acción se estructure sobre ocho capítulos que representan ocho casillas distintas del juego de la oca —«El juego de la oca representa el juego de la vida, pero no hay que interpretarlo. Hay que jugar». No es casual la elección de nombres como «el pozo», «la muerte», «la posada», «el laberinto» o «los dados». Tampoco es casual que uno de los personajes experimente con ratones —una clara referencia a la dictadura de la memoria de especie, ligada a la idea del inconsciente colectivo postulado por Jung—. Aquí nada es casual y nada es lo que parece. Mis felicitaciones al autor, que no descuida detalle, que al trasmigrar rompe la linealidad y los tempos, que organiza y desorganiza, que trampea con los personajes y juega con nosotros audaz y eficazmente, manteniendo el interés y la tensión de principio a fin de la novela.
Alguien dijo, no recuerdo quién, que para eso leemos. Para ponernos en el lugar de otro. También dijo que leer es un trayecto: cambiar de cuerpo, de alma, de costumbres. De ser eso cierto, Azpeitia consigue doblemente su objetivo. Personalmente, sólo le encuentro una pega a la obra, la misma que le encontré a El mensajero de Argel de José Carlos Llop: no me gusta el tratamiento que se le da al tema del terrorismo. El terrorismo aquí parece un elemento más —plano, fofo— de un decorado catastrofista y al tiempo inevitable. Las escenas más violentas y macabras se tratan con una ligereza chocante, casi anecdótica, como si a los personajes les diese lo mismo comentar que acaba de caer un obús que le mañana está fresca. No me gusta rozar ese punto en que la muerte, el caos y el atentado terrorista se manejan con frivolidad, como mero recurso para diversificar o animar la perspectiva. Hecha la salvedad, no puedo sino recomendar vivamente esta novela. En mi caso, la leí de dos tacadas y despertó en mí un renovado interés por la obra y la trayectoria del siempre sorprendente Javier Azpeitia.
"Nadie me mata" es una novela que, cuando iba a colocarla en la mesa de novedades de la librería, me empujó a leer la sinopsis a media faena, y que, vista tu reseña, me atrae aún más.
ResponderEliminarEl tema de la frivolidad de asesinatos y muerte, depende de cómo esté tratado, a mí tampoco me gusta. Es un signo de consumidores "bienestantes" demasiado acostumbrados a ver este tipo de escenas en la pantalla del televisor. Acabamos por insensibilizarnos y a pensar que es una película más.
Todavía recuerdo el 11S y, en serio, esperaba ver a Bruce Willis en cualquier momento. Y luego se esfuerzan en llamar al Gran Hermano "reality". ¡Si ni siquiera nos creemos lo que está pasando de verdad!