Trad. Sara Gutiérrez. Impedimenta, Madrid, 2007. 122 pp. 15,20 €
Óscar Esquivias
Cuando tenía dieciséis años empecé a asistir a los conciertos de la Sociedad Filarmónica de Burgos. Se ofrecían en un modesto salón de actos de la Caja del Círculo Católico y solían ser los viernes por la tarde. Supongo que era una sociedad con fondos modestos y rara vez contrataban una orquesta: generalmente escuchábamos recitales de pianistas, dúos, cuartetos, agrupaciones de cámara y poco más. Abundaban los intérpretes de los países del Este y daba un poco de ternura ver las camionetas o los coches destartalados que estaban aparcados a las puertas del auditorio, con sus matrículas checoslovacas o polacas o de algún otro país comunista (todavía no había caído el telón de acero). Una vez terminado el concierto, los músicos metían en el maletero los estuches con sus instrumentos, sus fracs enfundados, y se iban a otra ciudad para seguir tocando cuartetos de Smetana o sonatas de Beethoven. Estos músicos, fuera del escenario, tenían un aspecto vulgar y enfermizo, parecían padres de familia acatarrados y llenos de deudas, y daba un poco de lástima verlos arrancar su coche y marchar con aire dubitativo por la calle Julio Saéz de la Hoya.
El caso es que solíamos escuchar música de cámara y, a menudo, obras de compositores inusuales: Bohuslav Martinů, Leoš Janáček, George Enescu y muchos otros. Allí fue donde escuché por primera vez un cuarteto de Shostakóvich, que no es precisamente un autor raro pero al que nunca habían programado hasta entonces. Recuerdo que me quedé absolutamente anonadado. Su música poseía una belleza desoladora: su energía y también su tristeza parecían infinitas y a mí me conmovió hasta lo más íntimo.
Claro, yo era joven y muy impresionable y descubría aquella música por primera vez. A quien sí había leído ya (y con parecido entusiasmo al que me produjo el cuarteto de Shostakóvich) era al escritor Nikolái Leskov. Había sido por azar: en el rastro compré un librito de saldo de la editorial Bruguera que contenía dos relatos: Lady Macbeth de Mtsensk y El pensador solitario. Aquel libro parecía inofensivo y tenía una portada amable, con una ilustración de una regordeta señorona rusa, ricamente ataviada. Pero al igual que los catarrosos músicos de la Filarmónica se convertían en el escenario en intérpretes de una música salvaje, aquel volumen de apariencia ñoña contenía en sus páginas vitriolo puro. La lectura de Lady Macbeth me subyugó: era una obra brutal, no sólo por su sangriento argumento sino, sobre todo, por la intensidad con la que Leskov describía las emociones y los pensamientos de sus personajes. La carnalidad del relato, su ambigüedad moral y la sabiduría narrativa del autor en seguida lo convirtieron en uno de mis libros favoritos. Lo releí una y otra vez y corrí a las librerías y bibliotecas de Burgos en busca de más títulos de Leskov, pero fue inútil: parecía no haber escrito otra cosa que esa Lady Macbeth que tanto me había gustado. Sólo años más tarde, en Madrid, pude leer en la Biblioteca Nacional toda su obra publicada en España desde los años cuarenta. Mi amor por su literatura se acrecentó: ¡qué autor más maravilloso! Me interesaban mucho sus personajes, generalmente hombres humildes y raros que trataban de vivir en radical coherencia con sus ideas, sin hacer concesiones a nadie más que a su conciencia o a sus sentimientos (esto a algunos les acercaba a la santidad y a otros al crimen). Me producía mucha tristeza el que, para muchos, Leskov no fuera más que el autor en el que se inspiró Shostakóvich para escribir el libreto de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, un poco el equivalente ruso de Antonio García Gutiérrez con Il trovatore de Verdi. ¡Qué gran error! Leskov es un autor absolutamente maravilloso y apasionante.
Lo cierto es que en España ha tenido poca suerte editorial. Prácticamente sólo se ha traducido y reeditado su Lady Macbeth y hasta que la editorial Alba no publicó en 2003 una antología de relatos traducida por Fernando Otero Macías era prácticamente imposible encontrar nada más. Por eso esta traducción de Sara Gutiérrez para Impedimenta es una auténtica noticia: ¡Leskov vuelve a estar en las librerías españolas! Ojalá pronto vengan nuevos títulos (si algún editor me está leyendo, le pido de rodillas, arrastrándome por la ceniza y besándole los pies que reedite Tres hombres de Dios).
Cuando leí la obra de Leskov traducida (que es una pequeña parte de todo lo que escribió), descubrí también esta novelita de La pulga de acero (título abreviado de Relato sobre el zurdo bizco de Tula y la pulga de acero; las otras ediciones que conozco dudan entre dar el protagonismo en el título a La pulga —Reguera, c. 1945— o al Zurdo —Ráduga, 1987 y Alba, 2003—). Sea La pulga o El Zurdo, lo cierto es que el lector que sólo conozca a Leskov por su Lady Macbeth debe prepararse para encontrarse con un mundo narrativo diametralmente opuesto: La pulga tiene un delicioso aire de cuento infantil, con sus exageraciones, sus retos imposibles y sus palabras inventadas. Es cierto que bajo su apariencia bienhumorada y fantasiosa, de charlotada en la que quien menos se lo merece se lleva los bastonazos, se encierra una acerba crítica social, pero lo que domina es una sensación de ligereza, de relato popular, casi de narración oral, entretenidísima y llena de encanto. Es un cuento ruso muy en la línea de esos relatos de inocentes tocados por el dedo de Dios, capaces de hacer cosas extraordinarias, y muy coherente con el resto de la obra de Leskov, con esos personajes en los que plasma su concepto del «alma rusa» (la religiosidad, la pureza, la bondad, el patriotismo). No diré mucho más, porque es un relato tan breve que no conviene manosearlo con explicaciones innecesarias: el lector me lo agradecerá. Sólo advertiré a quien crea conocer esta obra por alguna de las ediciones anteriores que, en realidad, no ha leído La pulga: muchos de los juegos de palabras que utiliza constantemente el autor no aparecen en otras traducciones. Cuando leí la versión de Sara Gutiérrez redescubrí, maravillado, un texto del que (aparte del placer de la lectura) no esperaba ninguna sorpresa. No fue así. Esta versión se acerca como ninguna otra al original ruso y lo hace con toda la simpatía y la belleza de los cuentos de Leskov. Vamos, no sé qué hacen que no corren a la librería para comprarlo ahora mismo.
Óscar Esquivias
Cuando tenía dieciséis años empecé a asistir a los conciertos de la Sociedad Filarmónica de Burgos. Se ofrecían en un modesto salón de actos de la Caja del Círculo Católico y solían ser los viernes por la tarde. Supongo que era una sociedad con fondos modestos y rara vez contrataban una orquesta: generalmente escuchábamos recitales de pianistas, dúos, cuartetos, agrupaciones de cámara y poco más. Abundaban los intérpretes de los países del Este y daba un poco de ternura ver las camionetas o los coches destartalados que estaban aparcados a las puertas del auditorio, con sus matrículas checoslovacas o polacas o de algún otro país comunista (todavía no había caído el telón de acero). Una vez terminado el concierto, los músicos metían en el maletero los estuches con sus instrumentos, sus fracs enfundados, y se iban a otra ciudad para seguir tocando cuartetos de Smetana o sonatas de Beethoven. Estos músicos, fuera del escenario, tenían un aspecto vulgar y enfermizo, parecían padres de familia acatarrados y llenos de deudas, y daba un poco de lástima verlos arrancar su coche y marchar con aire dubitativo por la calle Julio Saéz de la Hoya.
El caso es que solíamos escuchar música de cámara y, a menudo, obras de compositores inusuales: Bohuslav Martinů, Leoš Janáček, George Enescu y muchos otros. Allí fue donde escuché por primera vez un cuarteto de Shostakóvich, que no es precisamente un autor raro pero al que nunca habían programado hasta entonces. Recuerdo que me quedé absolutamente anonadado. Su música poseía una belleza desoladora: su energía y también su tristeza parecían infinitas y a mí me conmovió hasta lo más íntimo.
Claro, yo era joven y muy impresionable y descubría aquella música por primera vez. A quien sí había leído ya (y con parecido entusiasmo al que me produjo el cuarteto de Shostakóvich) era al escritor Nikolái Leskov. Había sido por azar: en el rastro compré un librito de saldo de la editorial Bruguera que contenía dos relatos: Lady Macbeth de Mtsensk y El pensador solitario. Aquel libro parecía inofensivo y tenía una portada amable, con una ilustración de una regordeta señorona rusa, ricamente ataviada. Pero al igual que los catarrosos músicos de la Filarmónica se convertían en el escenario en intérpretes de una música salvaje, aquel volumen de apariencia ñoña contenía en sus páginas vitriolo puro. La lectura de Lady Macbeth me subyugó: era una obra brutal, no sólo por su sangriento argumento sino, sobre todo, por la intensidad con la que Leskov describía las emociones y los pensamientos de sus personajes. La carnalidad del relato, su ambigüedad moral y la sabiduría narrativa del autor en seguida lo convirtieron en uno de mis libros favoritos. Lo releí una y otra vez y corrí a las librerías y bibliotecas de Burgos en busca de más títulos de Leskov, pero fue inútil: parecía no haber escrito otra cosa que esa Lady Macbeth que tanto me había gustado. Sólo años más tarde, en Madrid, pude leer en la Biblioteca Nacional toda su obra publicada en España desde los años cuarenta. Mi amor por su literatura se acrecentó: ¡qué autor más maravilloso! Me interesaban mucho sus personajes, generalmente hombres humildes y raros que trataban de vivir en radical coherencia con sus ideas, sin hacer concesiones a nadie más que a su conciencia o a sus sentimientos (esto a algunos les acercaba a la santidad y a otros al crimen). Me producía mucha tristeza el que, para muchos, Leskov no fuera más que el autor en el que se inspiró Shostakóvich para escribir el libreto de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, un poco el equivalente ruso de Antonio García Gutiérrez con Il trovatore de Verdi. ¡Qué gran error! Leskov es un autor absolutamente maravilloso y apasionante.
Lo cierto es que en España ha tenido poca suerte editorial. Prácticamente sólo se ha traducido y reeditado su Lady Macbeth y hasta que la editorial Alba no publicó en 2003 una antología de relatos traducida por Fernando Otero Macías era prácticamente imposible encontrar nada más. Por eso esta traducción de Sara Gutiérrez para Impedimenta es una auténtica noticia: ¡Leskov vuelve a estar en las librerías españolas! Ojalá pronto vengan nuevos títulos (si algún editor me está leyendo, le pido de rodillas, arrastrándome por la ceniza y besándole los pies que reedite Tres hombres de Dios).
Cuando leí la obra de Leskov traducida (que es una pequeña parte de todo lo que escribió), descubrí también esta novelita de La pulga de acero (título abreviado de Relato sobre el zurdo bizco de Tula y la pulga de acero; las otras ediciones que conozco dudan entre dar el protagonismo en el título a La pulga —Reguera, c. 1945— o al Zurdo —Ráduga, 1987 y Alba, 2003—). Sea La pulga o El Zurdo, lo cierto es que el lector que sólo conozca a Leskov por su Lady Macbeth debe prepararse para encontrarse con un mundo narrativo diametralmente opuesto: La pulga tiene un delicioso aire de cuento infantil, con sus exageraciones, sus retos imposibles y sus palabras inventadas. Es cierto que bajo su apariencia bienhumorada y fantasiosa, de charlotada en la que quien menos se lo merece se lleva los bastonazos, se encierra una acerba crítica social, pero lo que domina es una sensación de ligereza, de relato popular, casi de narración oral, entretenidísima y llena de encanto. Es un cuento ruso muy en la línea de esos relatos de inocentes tocados por el dedo de Dios, capaces de hacer cosas extraordinarias, y muy coherente con el resto de la obra de Leskov, con esos personajes en los que plasma su concepto del «alma rusa» (la religiosidad, la pureza, la bondad, el patriotismo). No diré mucho más, porque es un relato tan breve que no conviene manosearlo con explicaciones innecesarias: el lector me lo agradecerá. Sólo advertiré a quien crea conocer esta obra por alguna de las ediciones anteriores que, en realidad, no ha leído La pulga: muchos de los juegos de palabras que utiliza constantemente el autor no aparecen en otras traducciones. Cuando leí la versión de Sara Gutiérrez redescubrí, maravillado, un texto del que (aparte del placer de la lectura) no esperaba ninguna sorpresa. No fue así. Esta versión se acerca como ninguna otra al original ruso y lo hace con toda la simpatía y la belleza de los cuentos de Leskov. Vamos, no sé qué hacen que no corren a la librería para comprarlo ahora mismo.
Para escritorazo, escritorazo, Esquivias. ¡Qué reseña!
ResponderEliminarJe, je, gracias (ruborizado).
ResponderEliminarMuy interesante la crítica. Hace poco terminé el libro y creo que resulta una buena experiencia. Un saludo.
ResponderEliminarApoyo la moción de Fan. Esquivias es un escritor como la copa de un pino. ¡Y un crítico que me ha dado una alegría esta mañana! Abrazotes,
ResponderEliminarEnrique Redel