Elia Barceló
Todos los que hemos seguido a César Mallorquí desde los años noventa sabemos que es un contador de historias en estado puro. Sus primeras novelas —El coleccionista de sellos, que ya era una novela policíaca, además de fantástica— y novelas cortas —El círculo de Jericó— están entre la mejor ciencia ficción producida en España. Cuando empezó a escribir literatura para jóvenes lectores, dio muestras de su gran talento narrativo en obras como El último trabajo del señor Luna, La cruz de Eldorado, La catedral, o mi favorita, La mansión Dax.
Ahora nos ofrece de nuevo una novela para público adulto —aunque hay que reconocer que, como dice él mismo, no hay mucha diferencia entre contar historias para jóvenes o para mayores— que contiene todos los elementos necesarios para ofrecer el placer de lectura al que nos tiene acostumbrados. En esta ocasión, César nos brinda una novela policíaca clásica, al estilo de los grandes maestros estadounidenses de los años treinta y cuarenta, pero con menos sordidez y con más sentido del humor.
La protagonista, Carmen Hidalgo, una treintañera madrileña, propietaria de una pequeña agencia de detectives, narra en primera persona el caso que ha tenido que resolver. El presidente del Club de Fútbol Chamartín le encarga, haciendo gran hincapié en la confidencialidad, que investigue la vida de su jugador estrella: un joven colombiano que le ha costado muchos millones al club y ahora empieza a comportarse de modo francamente sospechoso.
Carmen acepta el caso, aunque no sabe nada del mundo del fútbol, y en seguida se ve envuelta en una situación cada vez más complicada y peligrosa a la que sólo podrá hacer frente con la ayuda de sus colaboradores que incluyen personajes tan exóticos como un asesino a sueldo esquizofrénico, una hacker obesa y una pandilla de motoristas
Cuando construye una historia, Mallorquí se apoya en dos pilares básicos: el misterio y el ritmo. Cada personaje que aparece, cada fragmento de conversación, cada llamada de móvil es una nueva pieza de un rompecabezas que nos estimula a reconstruir la imagen que no se nos revelará hasta el final. Sabemos que el narrador nos escamotea información, pero a la vez nos suministra datos que nos hacen plantearnos la resolución del caso como si formáramos parte del equipo encargado de hacerlo, y esos datos nos llegan constantemente, a un ritmo endiablado, sin darnos casi respiro. Apenas existen reflexiones o monólogos interiores; las descripciones son cortas y efectivas, lo suficiente para reconocer el mundo real en el que se mueven los personajes; el hecho de que la novela esté narrada en primera persona hace que nunca podamos asistir al mundo interior de los demás personajes y eso hace que el ritmo se acelere en la lectura. La prosa de Mallorquí en El juego de Caín es clara y efectiva, sin preciosismos ni demoras, al servicio de la historia, directa y actual.
El caso se desenvuelve a un ritmo imparable con constantes momentos de tensión y las vueltas de tuerca que esperamos sus lectores habituales hasta una resolución limpia y satisfactoria que nos deja un buen sabor de boca, aunque sea agridulce.
No puedo entrar en reflexiones sobre la temática profunda de la obra, a la que alude el título, porque, para hacerlo, tendría que destripar una de las mejores sorpresas de la historia y sería una tración, tanto al autor como a los lectores. Me limitaré a decir que, como toda buena novela negra, va más allá de un simple whodunnit, de un simple acertijo para dar con el culpable y pasar un buen rato haciéndolo.
La novela se lee de un tirón. Y en mi caso es literal: la empecé y la terminé en la misma tarde, pero no porque tuviera prisa en quitármela de encima, al contrario. Si la leí tan rápido es porque estaba deseando saber qué iba a pasar, cómo iba a resolver la intriga. Simplemente, porque la estaba disfrutando y no me apetecía parar ni tenía que gratificarme con ninguna otra cosa al final de cada capítulo. Luego, evidentemente, me dio lástima que se hubiese acabado, pero me consuelo pensando que sé de buena fuente que César nos ofrecerá pronto otro caso de Carmen Hidalgo.
Es decir, no se les ocurra empezarla después de cenar porque, cuando cierren el libro al final de la lectura, no les quedarán ya más que un par de horas de descanso.
Todos los que hemos seguido a César Mallorquí desde los años noventa sabemos que es un contador de historias en estado puro. Sus primeras novelas —El coleccionista de sellos, que ya era una novela policíaca, además de fantástica— y novelas cortas —El círculo de Jericó— están entre la mejor ciencia ficción producida en España. Cuando empezó a escribir literatura para jóvenes lectores, dio muestras de su gran talento narrativo en obras como El último trabajo del señor Luna, La cruz de Eldorado, La catedral, o mi favorita, La mansión Dax.
Ahora nos ofrece de nuevo una novela para público adulto —aunque hay que reconocer que, como dice él mismo, no hay mucha diferencia entre contar historias para jóvenes o para mayores— que contiene todos los elementos necesarios para ofrecer el placer de lectura al que nos tiene acostumbrados. En esta ocasión, César nos brinda una novela policíaca clásica, al estilo de los grandes maestros estadounidenses de los años treinta y cuarenta, pero con menos sordidez y con más sentido del humor.
La protagonista, Carmen Hidalgo, una treintañera madrileña, propietaria de una pequeña agencia de detectives, narra en primera persona el caso que ha tenido que resolver. El presidente del Club de Fútbol Chamartín le encarga, haciendo gran hincapié en la confidencialidad, que investigue la vida de su jugador estrella: un joven colombiano que le ha costado muchos millones al club y ahora empieza a comportarse de modo francamente sospechoso.
Carmen acepta el caso, aunque no sabe nada del mundo del fútbol, y en seguida se ve envuelta en una situación cada vez más complicada y peligrosa a la que sólo podrá hacer frente con la ayuda de sus colaboradores que incluyen personajes tan exóticos como un asesino a sueldo esquizofrénico, una hacker obesa y una pandilla de motoristas
Cuando construye una historia, Mallorquí se apoya en dos pilares básicos: el misterio y el ritmo. Cada personaje que aparece, cada fragmento de conversación, cada llamada de móvil es una nueva pieza de un rompecabezas que nos estimula a reconstruir la imagen que no se nos revelará hasta el final. Sabemos que el narrador nos escamotea información, pero a la vez nos suministra datos que nos hacen plantearnos la resolución del caso como si formáramos parte del equipo encargado de hacerlo, y esos datos nos llegan constantemente, a un ritmo endiablado, sin darnos casi respiro. Apenas existen reflexiones o monólogos interiores; las descripciones son cortas y efectivas, lo suficiente para reconocer el mundo real en el que se mueven los personajes; el hecho de que la novela esté narrada en primera persona hace que nunca podamos asistir al mundo interior de los demás personajes y eso hace que el ritmo se acelere en la lectura. La prosa de Mallorquí en El juego de Caín es clara y efectiva, sin preciosismos ni demoras, al servicio de la historia, directa y actual.
El caso se desenvuelve a un ritmo imparable con constantes momentos de tensión y las vueltas de tuerca que esperamos sus lectores habituales hasta una resolución limpia y satisfactoria que nos deja un buen sabor de boca, aunque sea agridulce.
No puedo entrar en reflexiones sobre la temática profunda de la obra, a la que alude el título, porque, para hacerlo, tendría que destripar una de las mejores sorpresas de la historia y sería una tración, tanto al autor como a los lectores. Me limitaré a decir que, como toda buena novela negra, va más allá de un simple whodunnit, de un simple acertijo para dar con el culpable y pasar un buen rato haciéndolo.
La novela se lee de un tirón. Y en mi caso es literal: la empecé y la terminé en la misma tarde, pero no porque tuviera prisa en quitármela de encima, al contrario. Si la leí tan rápido es porque estaba deseando saber qué iba a pasar, cómo iba a resolver la intriga. Simplemente, porque la estaba disfrutando y no me apetecía parar ni tenía que gratificarme con ninguna otra cosa al final de cada capítulo. Luego, evidentemente, me dio lástima que se hubiese acabado, pero me consuelo pensando que sé de buena fuente que César nos ofrecerá pronto otro caso de Carmen Hidalgo.
Es decir, no se les ocurra empezarla después de cenar porque, cuando cierren el libro al final de la lectura, no les quedarán ya más que un par de horas de descanso.
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