lunes, enero 07, 2008

Sexoadictas o amantes: 21 mujeres radicales, Paula Izquierdo

Belacqua, Barcelona, 2007. 204 pp. 16 €

Pedro M. Domene

Este es uno de esos libros a los que uno acude bajo la exclusiva mirada que otorga la curiosidad, y porque las cuestiones relativas al sexo no dejan de sorprendernos, sobre todo, si como en este caso se relacionan con una enfermedad, algo que, como queda explicado, resulta bastante reciente. En Sexoadictas o amantes. 21 mujeres radicales, Paula Izquierdo, realiza un auténtico pequeño ensayo, sin proponérselo, en torno a la búsqueda del placer a lo largo del tiempo en la historia del ser humano. Podríamos coincidir con la docta opinión de Susan Sontag cuando consideraba «que las experiencias no son pornográficas en sí mismas: solo las imágenes y las representaciones lo son». El libro, en palabras de su autora, pretende dejar constancia de los diferentes usos y hábitos, de algunas mujeres famosas, en este terreno. Calificadas, desde siempre, de osadas, audaces y astutas, vivieron en distintos momentos de la historia, desde los siglos XVI al XX, y buscaron su lugar en el mundo, un camino a seguir, sin ese pudor ni el complejo que, de alguna manera, caracterizaba a las épocas que vivieron.
¿Qué tenían en común la reina Isabel I de Inglaterra, la condesa húngara Erzsébet Bárthory, Catalina la Grande, Paulina Bonaparte, George Sand, Lola Montes, la Condesa de Castiglione, Sarah Bernhardt, Colette, Natalie Barney, la espía Mata Hari, Isadora Duncan, Alma Mahler, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Anaïs Nin, Joan Crawford, Josephine Baker, Edith Piaf o Janis Joplin? Indiscutiblemente, haber dejado una innegable huella por este mundo, desde perspectivas tan diferentes y dispares como el hecho de pertenecer a la nobleza, ser excelentes escritoras, dominar el arte de la danza o haberse convertido en cantantes de éxito internacional o cualquier otra actitud vital que las alejara de una biografía en la que, rastreando en su vida, descubriéramos que su adicción al sexo las llevara a padecer una auténtica enfermedad. Como anota Paula Izquierdo, la Organización Mundial de la Salud no clasificó hasta 1970 la sexoadicción como tal enfermedad, y desde entonces aparece como una adicción asimilada a una ludopatía, la drogadicción o el alcoholismo. Estos y algunos datos más se pueden curiosear en el prólogo ameno y aclaratorio que la narradora madrileña escribe frente a las notas o seudobiografía sexual de las 21 mujeres elegidas.
Parece que Isabel Tudor, la reina virgen, presumía de apodo aunque su relación con los hombres fue tan turbulenta como su propia vida, ¿cuántos fueron los consentidos? Nadie lo sabe. La Condesa Sangrienta, Isabel Báthory, ganó el apodo porque se convirtió en una de las mayores asesinas en serie de la historia, hija de una de las familias más poderosas de Transilvania, la leyenda dice que muchos de sus familiares practicaban la magia negra. Casada con Francis Nádasdy, el conde negro, que sacrificaba animales para beber su sangre; ella hizo lo propio pero con doncellas que acudían a su castillo. Catalina la Grande se convirtió en una estratega del sexo durante su autocrático reinado de treinta cuatro años. Casada con su primo Pedro, heredero de la emperatriz rusa, mostró desde el principio un profundo desdén por ella. Llegó a conocer el placer sexual mediante la masturbación, pero su primer amante conocido, el aristócrata Saltikov, le había prometido llevarla hasta el éxtasis. Paulina Bonaparte, la hermana preferida del emperador de Francia, se convirtió muy pronto en el centro de la miradas de las sociedad parisina. Desde los quince años flirteó con hombres mayores y con la mayoría de los componentes del gobierno de su hermano Napoleón. Paula Izquierdo señala que, tal vez, sea la primera mujer que sufriera un trastorno sexual. Murió por su irrefrenable deseo de copular, algo que hizo gracias a su desmesurado apetito sexual y a su extraordinaria belleza. George Sand fue una de las primeras mujeres que reivindicó los derechos de la mujer, y se llegó a afirmar que le gustaban las mujeres aunque se le conocen no pocas aventuras con hombres; su romance más sonado, el compositor Chopin, con quien mantuvo una relación casi maternal. Lola Montes, bailarina de fama mundial, enamoró al rey bávaro, Luis I, además de Alejandro Dumas, padre, entre otros. Virginia Oldoni, noble italiana, casó muy joven con el conde Francisco de Castiglione, y cabe mencionar, como curiosidad, que anotaba sus escarceos amorosos en un diario para recordar hasta dónde había llegado con sus amantes. Calificada como una de las grandes amantes del siglo, Sarah Bernhardt, hija una de una afamada prostituta que se empeñó en enseñarle el oficio, aunque la joven de carácter fuerte, se decidió por el arte dramático. Interpretó obras de Shakespeare, Racine, Molière, y fue admirada por Gustavo Doré, Victor Hugo, Óscar Wilde o Emile Zola. Se comenta que había logrado seducir a todos los grandes jefes de estado de Europa. Colette mantuvo una turbulenta relación con su marido Henry Gauthier-Villars, apodado Willy, e inició con él un juego amoroso que la llevó a relaciones lésbicas y a vestir de hombre en numerosas ocasiones. Natalie Barney descubrió muy jovencita que le gustaban las mujeres, y aunque llegó a comprometerse formalmente con un joven, se instaló en la calle Jacob de París, donde organizaba los viernes unas famosas orgías. Mata Hari, a pesar de su fama de espía doble, siempre utilizó su cuerpo como reclamo sexual, llegó a ser la fantasía erótica de los parisinos. Durante su estancia en Berlín le sorprendió el estallido de la primera guerra mundial, y allí sumó amantes de uno y otro bando que le proporcionaron no pocos problemas en su vida, hasta que en 1917 fue acusada de doble espionaje; mientras tanto había sido amada y repudiada en los momentos más difíciles de su existencia. Isadora Duncan, calificada de atea, socialista, bisexual y revolucionaria, fue siempre partidaria del amor libre. Aunque conservó su virginidad hasta los veinticinco años, más tarde se desquitaría del tiempo perdido. Alma Mahler Werfel, tuvo unas excepcionales dotes para la música. Supo, en todo momento, rodearse de los personajes más notables del siglo XX. Casada con el compositor Gustav Mahler, tuvo abundantes deslices con otros compositores, arquitectos, médicos o pintores, hasta que conoció al padre de la Bauhaus, Walter Gropius, con quien se casó de nuevo; más tarde conocería al escritor Franz Werfel con él viviría la deportación judía. De ella es la famosa frase: «Amo, luego existo». De las inclinaciones sexuales hacia mujeres de Virginia Woolf, tildadas de platónicas, surge el gran amor de su vida, Vita Sackville-West, con quien mantuvo una intensa relación hasta el final. Simone de Beauvoir y JeanPaul Sartre disfrutaron a lo largo de su existencia de diferentes amantes, generalmente jóvenes discípulas que acostumbraban compartir. Anaïs Nin siempre sintió temor ante la posibilidad de mantener relaciones sexuales, aunque se casaría con solo veinte años. Instalada en Francia, conoció al psicoanalista francés Allendey: pronto iniciaron una relación íntima, ella siempre buscando los matices que definían su personalidad: lo real y lo simbólico, la pasión y la razón, los acontecimientos y los deseos; llegó al incesto con su propio padre, y quedó embarazada de Henry Miller. Según Erica Jong, Anaïs Nin representa la libertad sexual y psicológica de la mujer del siglo XX. Joan Crawford fue descubierta por un productor en Nueva York y llevada a Hollywood, donde comenzó una carrera imparable, tanto en lo cinematográfico como en lo sexual. Descrita por Scott Fitzgerald como la mejor flapper que jamás había conocido, es decir, la más desenfadada y alocada de la década de los veinte, llevó la vida sexual más promiscua del panorama cinematográfico de la época, casada cuatro veces, en sus brazos cayeron Douglas Fairbanks, Clark Gable, Spencer Tracy, o los jóvenes Rock Hudson o George Nader. Josephine Baker, la perla negra, fue la bailarina más conocida y mejor pagada de los años veinte. Cuando llegó a París, introdujo el charlestón en Europa. En la capital francesa fue donde se inició en una desaforada sexualidad: jóvenes parisinos, jeques árabes o el príncipe Adolfo de Suecia sucumbieron a sus encantos. Edith Piaf, embarazada a los dieciséis años, comenzó a trabajar en tugurios de mala muerte hasta un hombre la descubrió en plena calle y la bautizó con el nombre de Piaf. Bebió y llevó una actividad sexual sobrehumana durante años, desde su más tierna infancia. Entre sus amantes se cuentan, Eddie Constantine, Yves Montand, John Garfield, Georges Moustaki y Charles Aznavour. Janis Joplin, aunque buscó refugio en la música y la pintura, con su prodigiosa promiscuidad convertía en orgía cualquier encuentro entre amigos. Considerada por la prensa como heterosexual, sus amigas lesbianas la consideraban homosexual y sus amigos más cercanos, bisexual. Siempre buscó el amor en el sexo, pero en realidad se convirtió en una alcohólica y en una drogadicta que murió a la temprana edad de veintisiete años.
Cuatro apéndices y una somera bibliografía otorgan credibilidad a Sexoadictas o amantes, un libro que sin llegar a ser un manual al uso, proporciona datos con el rigor suficiente.
Una vez expurgada la biografía de estas mujeres ¿Tendríamos que pensar que la búsqueda del placer, el uso y los hábitos de cada una de ellas, habría que justificarlo en esa baja autoestima que padecieron, o tal vez fueron víctimas de una prolongada insatisfacción personal, sufrieron de ansiedad o una inseguridad afectiva, incluso tuvieron dificultades para relacionarse y, por consiguiente, llevaron sus problemas de identidad sexual al resto de su vida? La respuesta, para algunos, queda señalada por Paula Izquierdo: para ellas la sexualidad fue fundamental en sus existencias.

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