Periférica, Cáceres, 2007. 154 pp. 13,50 €
Periférica nos ofrece dos muestras de la obra de un escritor venezolano, Israel Centeno, que sabe que la literatura es también una cuestión de lenguaje y que el lenguaje, sus usos, retorcimientos y veladuras son la proyección de una visión del mundo. Esa perspectiva trascendente —y, para algunos, risible o perturbadora— del evento literario es la que alimenta dos organismos textuales que ni por su brevedad ni por su concepción podrían ser calificados como novelas: Hilo de cometa y Retrato de George Dyer. El hecho de que no sean novelas —como nouvelles se las define en la contraportada del volumen— no se esgrime aquí como argumento para desmerecer el valor de las obras; más bien al revés, porque Centeno no recurre a ninguno de los mecanismos de fácil conciliación con el lector: zanahorias delante de la nariz, chistes, repeticiones conducentes a un reconocimiento gratificado, culturalismo de venta al público, gadgets para certificar la inteligencia acomodada del consumidor de páginas, cursilería... Centeno se dedica a clavar hermosísimas esquirlas en el ojo del lector, a incomodarlo con lo oscuro, a desorientarlo con una narración que es distinta. Por debajo de la belleza de las palabras queda el dolor y una forma agria del conocimiento.
El lector ha de emprender su lectura siguiendo el camino que a menudo se utiliza para interpretar el poema. Ha de buscar imágenes y palabras clave que, en el caso de la prosa de Israel Centeno, remiten a un mundo de sutileza y de obviedades eróticas, de deseo incorpóreo y de carne —como la carne de los cuadros de Bacon, como las texturas sonrosadas y retorcidas de George Dyer en su retrato, como las piezas de vacuno expuestas en los mostradores de las carnicerías—; un mundo de belleza y de fealdad radicales que, en su síntesis, llevan al descubrimiento del horror y de la soledad, del desconcierto de cada uno de nosotros. La brutalidad en el ámbito colectivo, las putrefacciones políticas, la tortura ejercida desde el poder, la desestructuración de toda racionalidad o toda lógica en los espacios comunes, legitiman las turbulencias de la intimidad: el crecimiento, la transformación, la epifanía de la libido y de las pasiones prohibidas son una forma natural de la violencia que se acentúa y se retuerce —que se pervierte y hace daño— cuando los referentes colectivos se han desquiciado. No se trata de tararear el leitmotiv posmoderno de que todo vale, sino de ir acotando el revés nihilista de ese mismo leitmotiv: la certeza de que ya nada sirve. El tabú del incesto pierde valor en un lugar en el que todos somos culpables, no por el estigma del pecado original, sino por el carácter depredador de las conductas, por el espejo roto de una ideología y de un discurso, de una acción política, que se incrusta en el mismo corazón de las personas para quebrarlas, despojarlas de seguridades, estrujar o filetear su carne como la de las piezas de vacuno de los mostradores. Dejarlas inútiles.
Algunos de los personajes de estos textos son viajeros que recorren los países dejando constancia de la marca de su desarraigo, de una extrañeza y de una desubicación que nos afecta a todos desde el mismo momento en que experimentamos la pulsión del deseo o en que nos paramos a pensar... De los textos de Centeno se puede deducir que hay corrupciones mucho más devastadoras que la de desear a tu hermana o a tu hermano: la abulia, la pasión prostituida, la insensibilidad, el encarcelamiento, la orfandad por causas ajenas a las leyes de la naturaleza, la tortura, el asesinato legal, la desaparición sin cadáveres...
La prosa de Centeno es como el pétalo de una orquídea: bella, rara, carnosa, mórbida, con anverso y reverso, sensual: «Mi prima se olvida del mal rato y juega a la untura del cuerpoaceite, gotea el agua, resbala por él, cuerpo insolado, azúcar quemada que me hace señas antes de zambullirse en una entrega sacramental al mar, es una especie de animal marino, de pelo negro, negrísimo, de ojos pardos, pardísimos. Su cuerpoaceite abulta el traje de baño en el pecho, el pubis está mojado, muscomojado, cadera y pulpa de coco, pomitos sus senos...»
Vivir con los ojos abiertos duele. Como las inyecciones en el tuétano. Con Hilo de cometa y con Retrato de George Dyer disfrutamos con los ojos abiertos, como en los besos con lengua, del daño que Centeno, escritor medular, nos inflige, y llegamos a percibir toda la intensidad del daño que el mismo Centeno valientemente a través del recuerdo, de la introspección y de la vista de pájaro sobre la propia experiencia, ha debido de hacerse a sí mismo con cada palabra que escribía.
Magnífica reseña, bien escrita y bien razonada; yo ya me había leído este libro y el primero del autor, "Iniciaciones", una joya de prosa la de Israel Centeno como la que demuestra Marta Sanz aquí: ya podían escribir los "críticos" de periódicos así, un disfrute. Chapó por Sanz y chapó por Centeno.
ResponderEliminarSara
Muchísimas gracias, Sara, y un fuerte abrazo.
ResponderEliminarMarta S.
Voy corriendo a comprar el libro. Como un beso con lengua, hummm.
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