viernes, diciembre 14, 2007

La túnica negra, Wilkie Collins

Traducción y prólogo de Damián Alou. Belacqva, Barcelona, 2007. 433 pp. 8 €


Marta Sanz

Trama, elipsis, personajes, escenarios, punto de vista y voces narrativas, tema, diálogos, atmósfera, clímax, verosimilitud... componentes y efectos del lenguaje de la narración que, como siempre, Wilkie Collins combina brillantemente en La túnica negra. El resultado es el neto placer de la lectura. Con el descuento del porcentaje bruto ya realizado. Sin ganga ni rebaba.
La historia parece sencilla, pero como siempre en Collins termina siendo muy complicada. Una mujer, Stella, y un sacerdote católico, el padre Benwell, luchan por un hombre, Romayne, con objetivos diferentes: la primera quiere conseguir su amor y la expiación de una culpa que atormenta y casi enloquece a su amante, un estudioso que a causa de la excesiva sensibilidad y del excesivo uso neuronal es sugestionable y débil en la misma medida que impulsivo y obcecado; el segundo, con el pretexto de la conversión al catolicismo de Romayne como método infalible para la purgación de sus remordimientos, lo que de verdad pretende es enriquecer las arcas de la Iglesia católica. Pero la sencillez aparente del argumento se quiebra: cada vértice de este triángulo es una habitación cerrada donde se acumulan los secretos y las complejidades psicológicas. Por otra parte, este triángulo se interseca con otros: el de Stella, su antiguo prometido, Winterfield, y la primera esposa de éste, una caballista del circo —¡maravilloso!—; el de Stella, Winterfield y Romayne; el de Romayne, Stella y otro sacerdote, Arthur Penrose —este tiene muchísima miga y es inevitable que se nos vengan a la memoria imágenes de san sebastianes atravesados por flechas paganas y homoeróticas—; el de Winterfield, el padre Benwell y Romayne... En cada triángulo se intuye una pugna por el poder afectivo y económico: una confrontación donde se calibra el valor de los afectos verdaderos, del sexo y de la ambición.
La modernidad del libro de Collins es innegable no sólo por su maestría anticipatoria en la mezcla de distintos puntos de vista para el corte y confección de una trama absorbente, sino por su capacidad para construir personajes que nada tienen que ver con el maniqueísmo: los malvados de Collins son sujetos de un atractivo irresistible que cuentan con razones —más o menos legítimas, pero todas comprensibles— para actuar; son simpáticos, inteligentes, magnéticos.... como el conde Fosco de La dama de blanco o Madame Fontaine en La hija de Jezabel. Es como si Collins se fuese enamorando de sus creaturas perversas y aburriéndose de sus creaturas angelicales a medida que las va definiendo, de modo que las primeras se tiñen de matices encantadores, mientras que las segundas se ensucian de verosimilitud, pierden el aura y a veces incluso “caen gordas”. En La túnica negra, el padre Benwell es uno de esos villanos para quienes el fin justifica los medios; uno de esos villanos que jamás recurren a la violencia física y para quienes el discurso es sustancia anestésica, filtro de amor, hechizo de Morgana, puñalito vampírico. El discurso del padre Benwell es la babilla que va segregando la araña para tejer su tela y da lugar a algunos diálogos tan subyugantes como claustrofóbicos. El padre Benwell es jesuita y responde al estereotipo del jesuita: paciente, taimado, manipulador y, en el fondo, honesto consigo mismo, comprensivo, afectuoso, aparentemente vacunado contra el rencor. Cuando el padre Benwell es sincero —y lo es a menudo— que Dios nos libre de su sinceridad. No podía ser de otra manera en la obra de un escritor anglosajón para quien el catolicismo y concretamente la orden de los jesuitas son símbolos de la hipocresía, del ansia de poder, del materialismo encubierto en los resortes de la falsa modestia, la falsa piedad, el falso arrepentimiento. El mensaje de La túnica negra ya desde su título es obvio al igual que los nombres de los personajes; traducirlos al español es una delicia y como muestra un botón: el sacerdote amanuense Penrose a quien tanto afecto le cobra un Romayne siempre ambiguo y gélido con el sexo femenino. La originalidad de Collins reside en que el símbolo de la abyección católica es un hombre habílisimo que seduce al lector con sus tejemanejes del mismo modo que podría hacerlo, aunque con otros fines, aquel estupendo padre Brown de un Chesterton que sí defendió el catolicismo en un territorio “hostil”.
Bajo el lema dominante de la censura a la religión católica, a su capacidad sectaria para el embaucamiento y a su afán de riquezas y de poder, laten otras cuestiones no menos atrevidas: la relación entre la religión y el engaño, las exageraciones en el culto, la brutalidad antinatural del celibato, la peligrosa proximidad entre el sacerdocio y la homosexualidad ... El discurso de Collins sería radical y ultramoderno si no encubriera una defensa cariñosa del protestantismo anglosajón frente a los fanáticos papistas. El protestantismo lima las excrecencias de su piedra filosofal, su rigidez y su ética del ahorro, para acoger en su seno figuras tan simpáticas como la frívola y festiva madre de Stella, o a Bernard Winterfield, noble caballero de Devonshire, amante de su perro, que no le hace ascos a los tabacos suaves ni a los cruceros de placer ni a las botellas de champán. Incluso el protestantismo es una fe que ampara, más allá del escándalo, a Stella Romayne, mujer abandonada dos veces, ya no virginal, casi una madre soltera. La mirada de Collins no es maniquea, pero sí tendenciosa y precisamente por eso tiene muchísima gracia. También es tendenciosa y tampoco deja de tener su gracia cuando apunta hacia la problemática social: los pobres son seres alcoholizados o locos que sólo se redimen de su sordidez cuando van a morirse o cuando dejan de ser pobres porque realmente eran miembros de una respetable clase alta venida a menos que ha pasado por un instante de honrada estrechez o de demencia transitoria.
Por lo demás, el lector encontrará algunas sorpresas autorreferenciales como la aparición del señor Murthwaite —personaje de La piedra lunar— y algunos de los hitos más encantadores y recurrentes del universo Collins: las mujeres bellas que esconden secretos, los caballeros que no son lo que parecen, manicomios, hurtos, manipulaciones, abominaciones que dejan de serlo cuando se contemplan a la luz de otro punto de vista, cartas, fragmentos de un diario y documentos lacrados que esconden toda la verdad, finales de traca, romanticismo con culminación matrimonial... Da gusto leer a Wilkie con una sonrisa permanentemente dibujada en los labios.

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