Ignacio Sanz
El caso del cuentista Antonio Pereira es un caso raro, uno de esos casos que deja al descubierto las paradojas y lagunas de la crítica especializada. Nacido en Villafranca del Bierzo, en 1923, en una familia de ferreteros, vivió el periodo de su juventud creadora entre los juegos florales provincianos con ramo de flores y beso de la reina de las fiestas y el ambiente inquieto de ciertas revistas de vocación vanguardista y conspiradora. Se incorporó tarde a las publicaciones y lo hizo desde esa periferia invisible que es el mundo de provincia. Lo cual no le restó ya desde sus primeros libros un reconocimiento entusiasta de unos pocos lectores avisados. Su obra, tanto la poética como la narrativa, no fue nunca incluida en antologías. A los que vivíamos instalados en ese despiste general, nos extrañó encontrarnos a mediados de los ochenta con Pereira en El Filandón, la película de Chema Martín Sarmiento que, basada en una vieja tradición leonesa, lleva a la escena cinco historias de otros cinco escritores leoneses. Allí salían, protagonizando sus propias historias, Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio, Julio Llamazares y Antonio Pereira, padre, por edad, de los tres primeros y casi abuelo del cuarto y, desde luego, el más desconocido de todos.
Por suerte, desde aquella primera aparición pública, la figura de Pereira no ha hecho más que crecer y crecer ante mis ojos. En el otoño del 2006 participó en otro filandón con Luis Mateo, Merino y Aparicio dentro de los actos que el Hay Festival organiza en Segovia. El marco para aquella aparición fue la iglesia de San Juan de los Caballeros, hoy Museo Zuloaga. La amplia nave central estaba llena de público. En aquella iglesia Antonio Pereira nos llevó al cielo con el magisterio zumbón de su palabra. Recuerdo el entusiasmo de una señora que puesta en pie le gritaba: «¡Guapo, guapo, guapo!». Para entonces Pereira tenía 82 años y un cuerpo zurrado por los achaques, pero conservaba una lengua ágil y una cabeza en la que se concentraba toda la sabiduría narrativa de su tierra. Literalmente nos llevó al cielo con los recortes, las pausas, las elipsis. En definitiva con su temple de maestro.
Entre el filandón de la película y el filandón de San Juan de los Caballeros han pasado unos veinte años que han resultado fundamentales para que la obra de Pereira haya crecido en reconocimientos. Su libro de cuentos El síndrome de Estocolmo ganó el premio de la Real Academia; la colección Austral, tan clásica, sacó una antología con un prólogo concienzudo de Ricardo Gullón titulado “Cuentos para lectores cómplices”. Ganó poco después el prestigioso premio de narrativa Torrente Ballester con La ciudades del poniente; Mario Muchnik, que publicó aquel libro, sacó poco después una antología titulada Me gusta contar que va precedida de un decálogo donde se resume su sabiduría de narrador nato. También la clásica colección de pastas negras de Cátedra le hizo una antología titulada Recuento de invenciones. Con posterioridad salieron Los cuentos de la Cábila y hace unos meses La divisa en la torre, que motiva este comentario y que son los dos libros donde el arte narrativo del viejo maestro se depura hasta llegar al más redomado virtuosismo. Y, pese a todos estos reconocimientos, el nombre de Antonio Pereira no deja de ser un nombre periférico de nuestra literatura, ignorado por la inmensa mayoría. Mi admiración por él, me lleva a recomendarlo a lectores generalmente avisados que se quedan sorprendidos porque nunca han escuchado su nombre. Y es que reconozco que no es fácil entrar en su pequeño universo del Noroeste, que Pereira exige eso que él llama complicidad con el lector, es decir, estar en el secreto de ciertas claves narrativas para hacerlo tuyo y gozar con él a carcajada limpia, mejor a sonrisa permanente, rota de cuando en cuando por una sonora carcajada. Pero para ello es preciso haber interiorizado el tintineo de su música.
Siguiendo el esquema de Los cuentos de la Cábila donde hace materia narrativa de la memoria circunscribiéndose al periodo de la adolescencia, La divisa en la torre, podría ser considerado un libro de memorias hilvanadas con personajes. Se trata de 58 relatos casi siempre breves o muy breves, de dos o tres páginas en los que hace protagonistas a personas reales como Antonio Gamoneda, Cela, Pino, Juan Carlos Mestre, Amancio Prada, Antonio Linaje, Úrsula —su mujer—, personas a las que, distorsionando levemente la realidad, le confieres un halo poético con desenlaces desconcertantes.
Es ahí, en los desenlaces, donde el maestro Pereira resulta prodigioso, donde hace ese giro de muñeca de ciertos músicos de cuerda para sacar una nota que se sale del pentagrama. Ese giro de muñeca que conduce a la esfericidad, a la redondez de la que hablaba Cortázar. Pero, en el maestro berciano, con una economía de medios, con una depuración y con un ritmo verdaderamente prodigiosos.
Otra característica de estos cuentos memoriosos es el mundo metaliterario que recrean. Gracias a ellos descubrimos que en el ferretero berciano habitaba desde siempre un escritor empecinado por serlo, acaso un escritor lento, ceremonioso, pero un escritor que, cuento a cuento, poema a poema, ha construido una obra equiparable a una catedral. Por lo acogedora, por lo luminosa, por lo humanizada. Tan cercana a Cervantes o al mejor Monterroso. Además, yo diría que resultan imprescindibles para un escritor porque, de manera entreverada, se dan, aún sin querer, muchas lecciones de buen narrador. Léase, si no, el cuento titulado: “El soldado Basilio Losada”, en el que se rinde homenaje no sólo al catedrático gallego asentado en Barcelona, sino a otro escritor y narrador oral gallego magnífico como fue Carlos Casares.
Me he leído dos veces ya este último libro de Pereira. Como llevo leídas cuatro o cinco Los cuentos de la Cábila. Y es que, como dijera Menézdez Pidal de los romances, «nunca cansan». Así son los cuentos de Pereira, tan bien urdidos, tan llenos de claves, tan sutiles y depurados que, por mucho que los leamos, nunca cansan.
Por suerte, desde aquella primera aparición pública, la figura de Pereira no ha hecho más que crecer y crecer ante mis ojos. En el otoño del 2006 participó en otro filandón con Luis Mateo, Merino y Aparicio dentro de los actos que el Hay Festival organiza en Segovia. El marco para aquella aparición fue la iglesia de San Juan de los Caballeros, hoy Museo Zuloaga. La amplia nave central estaba llena de público. En aquella iglesia Antonio Pereira nos llevó al cielo con el magisterio zumbón de su palabra. Recuerdo el entusiasmo de una señora que puesta en pie le gritaba: «¡Guapo, guapo, guapo!». Para entonces Pereira tenía 82 años y un cuerpo zurrado por los achaques, pero conservaba una lengua ágil y una cabeza en la que se concentraba toda la sabiduría narrativa de su tierra. Literalmente nos llevó al cielo con los recortes, las pausas, las elipsis. En definitiva con su temple de maestro.
Entre el filandón de la película y el filandón de San Juan de los Caballeros han pasado unos veinte años que han resultado fundamentales para que la obra de Pereira haya crecido en reconocimientos. Su libro de cuentos El síndrome de Estocolmo ganó el premio de la Real Academia; la colección Austral, tan clásica, sacó una antología con un prólogo concienzudo de Ricardo Gullón titulado “Cuentos para lectores cómplices”. Ganó poco después el prestigioso premio de narrativa Torrente Ballester con La ciudades del poniente; Mario Muchnik, que publicó aquel libro, sacó poco después una antología titulada Me gusta contar que va precedida de un decálogo donde se resume su sabiduría de narrador nato. También la clásica colección de pastas negras de Cátedra le hizo una antología titulada Recuento de invenciones. Con posterioridad salieron Los cuentos de la Cábila y hace unos meses La divisa en la torre, que motiva este comentario y que son los dos libros donde el arte narrativo del viejo maestro se depura hasta llegar al más redomado virtuosismo. Y, pese a todos estos reconocimientos, el nombre de Antonio Pereira no deja de ser un nombre periférico de nuestra literatura, ignorado por la inmensa mayoría. Mi admiración por él, me lleva a recomendarlo a lectores generalmente avisados que se quedan sorprendidos porque nunca han escuchado su nombre. Y es que reconozco que no es fácil entrar en su pequeño universo del Noroeste, que Pereira exige eso que él llama complicidad con el lector, es decir, estar en el secreto de ciertas claves narrativas para hacerlo tuyo y gozar con él a carcajada limpia, mejor a sonrisa permanente, rota de cuando en cuando por una sonora carcajada. Pero para ello es preciso haber interiorizado el tintineo de su música.
Siguiendo el esquema de Los cuentos de la Cábila donde hace materia narrativa de la memoria circunscribiéndose al periodo de la adolescencia, La divisa en la torre, podría ser considerado un libro de memorias hilvanadas con personajes. Se trata de 58 relatos casi siempre breves o muy breves, de dos o tres páginas en los que hace protagonistas a personas reales como Antonio Gamoneda, Cela, Pino, Juan Carlos Mestre, Amancio Prada, Antonio Linaje, Úrsula —su mujer—, personas a las que, distorsionando levemente la realidad, le confieres un halo poético con desenlaces desconcertantes.
Es ahí, en los desenlaces, donde el maestro Pereira resulta prodigioso, donde hace ese giro de muñeca de ciertos músicos de cuerda para sacar una nota que se sale del pentagrama. Ese giro de muñeca que conduce a la esfericidad, a la redondez de la que hablaba Cortázar. Pero, en el maestro berciano, con una economía de medios, con una depuración y con un ritmo verdaderamente prodigiosos.
Otra característica de estos cuentos memoriosos es el mundo metaliterario que recrean. Gracias a ellos descubrimos que en el ferretero berciano habitaba desde siempre un escritor empecinado por serlo, acaso un escritor lento, ceremonioso, pero un escritor que, cuento a cuento, poema a poema, ha construido una obra equiparable a una catedral. Por lo acogedora, por lo luminosa, por lo humanizada. Tan cercana a Cervantes o al mejor Monterroso. Además, yo diría que resultan imprescindibles para un escritor porque, de manera entreverada, se dan, aún sin querer, muchas lecciones de buen narrador. Léase, si no, el cuento titulado: “El soldado Basilio Losada”, en el que se rinde homenaje no sólo al catedrático gallego asentado en Barcelona, sino a otro escritor y narrador oral gallego magnífico como fue Carlos Casares.
Me he leído dos veces ya este último libro de Pereira. Como llevo leídas cuatro o cinco Los cuentos de la Cábila. Y es que, como dijera Menézdez Pidal de los romances, «nunca cansan». Así son los cuentos de Pereira, tan bien urdidos, tan llenos de claves, tan sutiles y depurados que, por mucho que los leamos, nunca cansan.
Nada que objetar a los elogios a Pereira pero me parecen necesarias dos precisiones:
ResponderEliminar1) En la película El filandón no sale, por más qe sea raro, Juan Pedro Aparicio sino Pedro García Trapiello.
2) El prólogo de Gullón a Cuentos para lectores cómplices (que he leído hace poco) no meparece "concienzudo" sino vanal: acaba dedicando tres página sa Peeira pero todo lo anterior es una reflexión sobre el cuento como género que parece sacada deotro sitio para rellenar.
Una nueva, interesante, editorial: http://www.lafutura.es
ResponderEliminarY hay quien dice que el libro perecerá. ¡Ja!
Felicidades por el blog.
Saludos.
Conocí a Antonio Pereira a través de la radio, y me quedé prendado de su gracia; ahora que le leo a Ud. ya estoy seguro de que compraré La divisa en la torre. En cualquier caso ya estaba apuntado. Gracias.
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