Trad. Isabel González-Gallarza. 451, Madrid, 2007. 128 pp. 14,50 €
Elvira Navarro
La mujer de Andros, novela corta en la que Thornton Wilder (Madison, Wisconsin, 1897 - Hamden, Connecticut, 1975) recrea la Grecia precristiana, es una magnífica obra que convendría leer en estos tiempos de narcotizante relativismo, y que conste que no hay una gota de moralina en ella. Lo que sí hay es un conflicto muy bien planteado donde se relaciona la virtud con la vida, y del que uno (una) sale con ciertas ideas bien aclaradas.
Estamos en Brinos, la más pequeña y menos conocida de las islas griegas, en una sociedad patriarcal donde los matrimonios son acordados por las familias. Uno de esos acuerdos, el de Pánfilo con Filomena, está en peligro por culpa de Críside, hetaira venida de Andros que ha revolucionado a los jóvenes por sus “costumbres libres”. Mujer bellísima y culta, la andriana organiza banquetes en su casa, aderezados con la lectura de Platón y Eurípides. De lo que se trata en esta estudiada puesta en escena es de convertir en dinero su diferencia con las mujeres isleñas. Es decir: de prostituirse. Sin tener la ciudadanía griega o un padre para venderla al mejor postor a través de esa otra forma de prostitución encubierta que es el digno casamiento, no le queda otra.
Excepto los jóvenes, nadie quiere a Críside en la isla. Los hombres temen que las costumbres alejandrinas corrompan a sus vástagos; las mujeres la envidian por su hermosura y la desprecian por su condición de cortesana (zopencas cortesanas ellas). En este ambiente hostil, sólo Pánfilo parece darse cuenta de la hipocresía que delata el rechazo hacia la andriana, cuya situación señala hacia ese lugar al que nadie mira: la vida arrancada a cambio de un pedazo de tierra, de dinero, de poder. Tejido social constituido por el afán de ganancia, en el que una mujer que no tiene dueño exhibe como una herida abierta la reducción de su cuerpo, de todos los cuerpos, a mercancía.
Críside no convierte su marginalidad en odio. Es demasiado inteligente para ignorar que ella es sólo el último eslabón de una cadena de víctimas, y que toda respuesta movida por el resentimiento equivaldría a rendirse a su condena: la de despojarla de toda valía moral. Y es que la virtud no está definida por las costumbres sociales, y mucho menos por los individuos, sino por la máxima universal de ponerse en el lugar del otro y, en consecuencia, de amarlo y comprenderlo. Esa es la única forma posible de dignificarse y dignificar la vida. Llevándola a la práctica, a diferencia del resto de los isleños, Críside adquiere estatura moral; se convierte en sabia. Además, la comprensión del otro, al igual que ocurre con Jesucristo (no son pocas las referencias a una nueva era donde se predicará al Dios del amor), es luminosa; abre a los hombres el camino hacia el bien, y eso es lo que Pánfilo ve en Críside.
La andriana, por supuesto, se enamora de Pánfilo, aunque dejaré a los que quieran asomarse a esta historia que descubran cómo acaba su amor y algunas otras cosas que también se cuentan. Por mi parte, concluyo con un texto del Fedro de Platón, puesto en boca de Críside durante uno de sus fastuosos banquetes, y que dice así: «Oh amado Pan y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro. ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he pedido».
Elvira Navarro
La mujer de Andros, novela corta en la que Thornton Wilder (Madison, Wisconsin, 1897 - Hamden, Connecticut, 1975) recrea la Grecia precristiana, es una magnífica obra que convendría leer en estos tiempos de narcotizante relativismo, y que conste que no hay una gota de moralina en ella. Lo que sí hay es un conflicto muy bien planteado donde se relaciona la virtud con la vida, y del que uno (una) sale con ciertas ideas bien aclaradas.
Estamos en Brinos, la más pequeña y menos conocida de las islas griegas, en una sociedad patriarcal donde los matrimonios son acordados por las familias. Uno de esos acuerdos, el de Pánfilo con Filomena, está en peligro por culpa de Críside, hetaira venida de Andros que ha revolucionado a los jóvenes por sus “costumbres libres”. Mujer bellísima y culta, la andriana organiza banquetes en su casa, aderezados con la lectura de Platón y Eurípides. De lo que se trata en esta estudiada puesta en escena es de convertir en dinero su diferencia con las mujeres isleñas. Es decir: de prostituirse. Sin tener la ciudadanía griega o un padre para venderla al mejor postor a través de esa otra forma de prostitución encubierta que es el digno casamiento, no le queda otra.
Excepto los jóvenes, nadie quiere a Críside en la isla. Los hombres temen que las costumbres alejandrinas corrompan a sus vástagos; las mujeres la envidian por su hermosura y la desprecian por su condición de cortesana (zopencas cortesanas ellas). En este ambiente hostil, sólo Pánfilo parece darse cuenta de la hipocresía que delata el rechazo hacia la andriana, cuya situación señala hacia ese lugar al que nadie mira: la vida arrancada a cambio de un pedazo de tierra, de dinero, de poder. Tejido social constituido por el afán de ganancia, en el que una mujer que no tiene dueño exhibe como una herida abierta la reducción de su cuerpo, de todos los cuerpos, a mercancía.
Críside no convierte su marginalidad en odio. Es demasiado inteligente para ignorar que ella es sólo el último eslabón de una cadena de víctimas, y que toda respuesta movida por el resentimiento equivaldría a rendirse a su condena: la de despojarla de toda valía moral. Y es que la virtud no está definida por las costumbres sociales, y mucho menos por los individuos, sino por la máxima universal de ponerse en el lugar del otro y, en consecuencia, de amarlo y comprenderlo. Esa es la única forma posible de dignificarse y dignificar la vida. Llevándola a la práctica, a diferencia del resto de los isleños, Críside adquiere estatura moral; se convierte en sabia. Además, la comprensión del otro, al igual que ocurre con Jesucristo (no son pocas las referencias a una nueva era donde se predicará al Dios del amor), es luminosa; abre a los hombres el camino hacia el bien, y eso es lo que Pánfilo ve en Críside.
La andriana, por supuesto, se enamora de Pánfilo, aunque dejaré a los que quieran asomarse a esta historia que descubran cómo acaba su amor y algunas otras cosas que también se cuentan. Por mi parte, concluyo con un texto del Fedro de Platón, puesto en boca de Críside durante uno de sus fastuosos banquetes, y que dice así: «Oh amado Pan y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro. ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he pedido».
La leí hace unos meses. Arranca muy bien, y aunque el final me pareció precipitado y algo confuso, se nota el oficio de Wilder, uno de los grandes de la novela histórica.
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