Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007. Barcelona, Planeta 2007. 281 pp. 21 €
César Mallorquí
La novela policíaca ha evolucionado mucho desde los tiempos en que Augusto Dupin perseguía a monos asesinos por las calles de París. De hecho, la literatura detectivesca se ha multiplicado en una serie de subgéneros que van desde el intelectual relato-enigma hasta el violento hard boiled, abarcando en ese arco lo social, lo psicológico, lo terrorífico, lo costumbrista o lo fantástico, entre otras temáticas. Sin embargo, si hoy, a comienzos del siglo XXI, mencionamos la palabra “detective”, la primera imagen que nos viene a la cabeza, antes incluso que las de Spade o Marlowe, es la de Sherlock Holmes, heredero directo de Dupin y máximo representante del relato-enigma, la forma básica y primera del género policial.
¿Por qué esta pervivencia de unos arquetipos que cuentan ya con más de un siglo de antigüedad? Quizá, entre otras razones, porque se trata de un modelo perfectamente definido cuyas reglas, invariables y en el fondo sencillas, conocen todos los lectores. Pues bien, precisamente sobre este subgénero y sus reglas internas ha reflexionado Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963) en su última novela, El enigma de París, ganadora del Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007.
El escenario donde se desarrolla el argumento es el París de la Exposición Universal de 1889, durante la construcción de la Torre Eiffel. Como parte de los actos de la Exposición, se reúne allí una sociedad llamada Los Doce Detectives —cuyos miembros son los mejores investigadores del mundo— con el objeto de dialogar sobre la naturaleza de su trabajo y mostrar al público las herramientas y técnicas de su oficio. Sigmundo Salvatrio, un joven argentino aprendiz de detective, es enviado allí por su maestro, el detective Craig, que no puede asistir por hallarse enfermo. Entonces sobreviene un crimen: uno de los Doce Detectives es asesinado, de modo que los restantes se lanzan a una carrera por ser los primeros en descubrir al asesino. Salvatrio se convierte en ayudante (adlátere en el texto) de Arzaky, uno de los Doce, y finalmente, tras una serie de peripecias, es él, Salvatrio, quien resuelve el misterio.
El enigma de París no es un novela realista, en la medida que ni el grupo Los Doce Detectives ni sus miembros lo son. Jamás ha existido en la realidad esa clase de investigadores, pero sí en la ficción. Se trata, por tanto, de un relato metaliterario, en el sentido de que no intenta reflejar la vida, sino reproducir determinado tipo de literatura. Dupin, Holmes, Philo Vance, Peter Winsey, Nero Wolfe, el Dr. Thorndyke, Gideon Fell... esos son los modelos que De Santis utiliza para construir sus personajes. No seres reales, sino arquetipos literarios. En ese sentido, el autor dedica buena parte del texto a diseccionar, a través de Salvatrio, narrador de la acción, los mecanismos y claves del relato-enigma y la personalidad de los detectives inductivos, cuyos prototipos son, respectivamente, el clásico “misterio de la habitación cerrada” (Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo) y Dupin-Holmes. Así, con cariñosa ironía, De Santis nos muestra la enorme e infantil vanidad de los investigadores, analiza la peculiar relación entre estos y sus ayudantes o pone por escrito las leyes no escritas que rigen el código oculto de los detectives. Pero, insisto, nada de esto es real —ni pretende serlo—, sino literatura sobre la literatura.
El problema es que El enigma de París se mueve en dos ámbitos a la vez: por un lado es una especie de ensayo novelado sobre el relato-enigma, y por otro un relato-enigma en sí mismo. Y ahí, considerada como historia policial, es donde la novela se muestra más débil. Primero, porque la solución del enigma se ve venir con antelación, pues, aunque el autor ha querido construir (o deconstruir) un rompecabezas, lo cierto es que pone en juego escasas piezas, de modo que acaba reduciendo la solución a dos alternativas: la evidente (que evidentemente no es) y otra algo más retorcida (que es). El segundo problema reside en que la investigación —eje de todo relato policiaco— parece, en ocasiones, avanzar a trompicones y con escasa convicción, como si al autor le interesaran más otros aspectos del texto.
Otra objeción, la última, es que la novela, pese a extenderse menos de 300 páginas, parece un poco hinchada, como si el primer borrador hubiese quedado corto y el escritor hubiera añadido material extra para aumentar su volumen. Probablemente no haya sido así, pero lo cierto es que en el desarrollo de la trama se intercalan una serie de digresiones y anécdotas que, en vez de añadir sustancia a la narración, la demoran, o abren caminos que se cierran en sí mismos. De Santis ha escrito mucha novela juvenil, un género cuyos textos no suelen sobrepasar las doscientas páginas; quizá se ha acostumbrado a esa extensión y tiene problemas a la hora de ir más allá.
Pero estoy siendo injusto, pues a raíz de lo dicho da la sensación de que El enigma de París es una novela fallida y no es así, aunque lo puede parecer en comparación con otras obras del autor. Personalmente, prefiero La traducción (1997), Filosofía y letras (1998) o El teatro de la memoria (2000), unas excelentes y muy recomendables novelas donde el autor materializa su proyecto de mezclar el relato policiaco con material procedente de la «alta cultura». Según sus propias palabras: «Mi ideal es armonizar la literatura popular con otras inquietudes». Y, justo es reconocerlo, lo consigue en la mayor parte de sus obras. Por otro lado, resulta innegable la influencia de Borges en De Santis, pero es una influencia matizada y (en contra de lo que suele ocurrir) benigna. Podría decirse que De Santis es una especie de «Borges popular», si es que esto es posible; un Borges burlón y menos grave, que busca más la complicidad del lector que su admiración.
Por lo demás, y aun en sus momentos más bajos, De Santis es un inteligente narrador y un brillante dialoguista dotado de un muy estimulante sentido del humor. Por eso, aunque no se cuente entre sus mejores novelas, El enigma de París se lee de un tirón y con agrado. No es una gran obra, pero sí un divertimento de altura.
César Mallorquí
La novela policíaca ha evolucionado mucho desde los tiempos en que Augusto Dupin perseguía a monos asesinos por las calles de París. De hecho, la literatura detectivesca se ha multiplicado en una serie de subgéneros que van desde el intelectual relato-enigma hasta el violento hard boiled, abarcando en ese arco lo social, lo psicológico, lo terrorífico, lo costumbrista o lo fantástico, entre otras temáticas. Sin embargo, si hoy, a comienzos del siglo XXI, mencionamos la palabra “detective”, la primera imagen que nos viene a la cabeza, antes incluso que las de Spade o Marlowe, es la de Sherlock Holmes, heredero directo de Dupin y máximo representante del relato-enigma, la forma básica y primera del género policial.
¿Por qué esta pervivencia de unos arquetipos que cuentan ya con más de un siglo de antigüedad? Quizá, entre otras razones, porque se trata de un modelo perfectamente definido cuyas reglas, invariables y en el fondo sencillas, conocen todos los lectores. Pues bien, precisamente sobre este subgénero y sus reglas internas ha reflexionado Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963) en su última novela, El enigma de París, ganadora del Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007.
El escenario donde se desarrolla el argumento es el París de la Exposición Universal de 1889, durante la construcción de la Torre Eiffel. Como parte de los actos de la Exposición, se reúne allí una sociedad llamada Los Doce Detectives —cuyos miembros son los mejores investigadores del mundo— con el objeto de dialogar sobre la naturaleza de su trabajo y mostrar al público las herramientas y técnicas de su oficio. Sigmundo Salvatrio, un joven argentino aprendiz de detective, es enviado allí por su maestro, el detective Craig, que no puede asistir por hallarse enfermo. Entonces sobreviene un crimen: uno de los Doce Detectives es asesinado, de modo que los restantes se lanzan a una carrera por ser los primeros en descubrir al asesino. Salvatrio se convierte en ayudante (adlátere en el texto) de Arzaky, uno de los Doce, y finalmente, tras una serie de peripecias, es él, Salvatrio, quien resuelve el misterio.
El enigma de París no es un novela realista, en la medida que ni el grupo Los Doce Detectives ni sus miembros lo son. Jamás ha existido en la realidad esa clase de investigadores, pero sí en la ficción. Se trata, por tanto, de un relato metaliterario, en el sentido de que no intenta reflejar la vida, sino reproducir determinado tipo de literatura. Dupin, Holmes, Philo Vance, Peter Winsey, Nero Wolfe, el Dr. Thorndyke, Gideon Fell... esos son los modelos que De Santis utiliza para construir sus personajes. No seres reales, sino arquetipos literarios. En ese sentido, el autor dedica buena parte del texto a diseccionar, a través de Salvatrio, narrador de la acción, los mecanismos y claves del relato-enigma y la personalidad de los detectives inductivos, cuyos prototipos son, respectivamente, el clásico “misterio de la habitación cerrada” (Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo) y Dupin-Holmes. Así, con cariñosa ironía, De Santis nos muestra la enorme e infantil vanidad de los investigadores, analiza la peculiar relación entre estos y sus ayudantes o pone por escrito las leyes no escritas que rigen el código oculto de los detectives. Pero, insisto, nada de esto es real —ni pretende serlo—, sino literatura sobre la literatura.
El problema es que El enigma de París se mueve en dos ámbitos a la vez: por un lado es una especie de ensayo novelado sobre el relato-enigma, y por otro un relato-enigma en sí mismo. Y ahí, considerada como historia policial, es donde la novela se muestra más débil. Primero, porque la solución del enigma se ve venir con antelación, pues, aunque el autor ha querido construir (o deconstruir) un rompecabezas, lo cierto es que pone en juego escasas piezas, de modo que acaba reduciendo la solución a dos alternativas: la evidente (que evidentemente no es) y otra algo más retorcida (que es). El segundo problema reside en que la investigación —eje de todo relato policiaco— parece, en ocasiones, avanzar a trompicones y con escasa convicción, como si al autor le interesaran más otros aspectos del texto.
Otra objeción, la última, es que la novela, pese a extenderse menos de 300 páginas, parece un poco hinchada, como si el primer borrador hubiese quedado corto y el escritor hubiera añadido material extra para aumentar su volumen. Probablemente no haya sido así, pero lo cierto es que en el desarrollo de la trama se intercalan una serie de digresiones y anécdotas que, en vez de añadir sustancia a la narración, la demoran, o abren caminos que se cierran en sí mismos. De Santis ha escrito mucha novela juvenil, un género cuyos textos no suelen sobrepasar las doscientas páginas; quizá se ha acostumbrado a esa extensión y tiene problemas a la hora de ir más allá.
Pero estoy siendo injusto, pues a raíz de lo dicho da la sensación de que El enigma de París es una novela fallida y no es así, aunque lo puede parecer en comparación con otras obras del autor. Personalmente, prefiero La traducción (1997), Filosofía y letras (1998) o El teatro de la memoria (2000), unas excelentes y muy recomendables novelas donde el autor materializa su proyecto de mezclar el relato policiaco con material procedente de la «alta cultura». Según sus propias palabras: «Mi ideal es armonizar la literatura popular con otras inquietudes». Y, justo es reconocerlo, lo consigue en la mayor parte de sus obras. Por otro lado, resulta innegable la influencia de Borges en De Santis, pero es una influencia matizada y (en contra de lo que suele ocurrir) benigna. Podría decirse que De Santis es una especie de «Borges popular», si es que esto es posible; un Borges burlón y menos grave, que busca más la complicidad del lector que su admiración.
Por lo demás, y aun en sus momentos más bajos, De Santis es un inteligente narrador y un brillante dialoguista dotado de un muy estimulante sentido del humor. Por eso, aunque no se cuente entre sus mejores novelas, El enigma de París se lee de un tirón y con agrado. No es una gran obra, pero sí un divertimento de altura.
Estoy muy de acuerdo con tus planteamientos. En algunas ocasiones con tantos detalles acerca de los detectives, uno se llega a brumar, sin embargo la novela es buena.
ResponderEliminarLo que me llamo bastante la atención fue ese rol imperfecto,que dio De Santis al detective.
SALUDOS.