jueves, septiembre 13, 2007

Los números oscuros, Clara Janés

Siruela, Madrid, 2007. 104 pp. 12,90 €

José Manuel de la Huerga

Oí cantar a Clara Janés en una lectura de poesía a finales de los ochenta. Yo era un estudiante de literatura aplicado y me apuntaba a cualquier asunto que tuviera que ver con la escritura, especialmente con la poesía. (A este respecto sostenía el añorado Ángel Crespo que cuando alguien tiene diecisiete años y escribe poesía, tiene diecisiete años, y que si cumple cuarenta años y escribe poesía —sigue escribiendo poesía—, es poeta. Que cada cual, yo mismo, extraiga sus consecuencias.) En un momento de su lectura, interesantísima porque en aquella ciudad de provincias vino la poeta y traductora a abrirme el camino del Este –otros poetas desconocidos, encerrados voluntariamente, de las hoy extintas repúblicas comunistas-, Clara Janés dijo que iba a cantar. Yo, e imagino que el resto de la no muy numerosa concurrencia, nos quedamos de piedra. Había que tener valor para cantar a capella, en aquel ambiente intelectual exquisito. Pero ella lo justificó maravillosamente. No era especialista, lo iba a intentar, a pesar de sus limitaciones. No obstante, una fuerza interior, poderosísima, la obligaba a cantar para rendirle a la poesía el tributo que se merecía. Algo así como un impuesto de portazgo, a las puertas de la ciudad de la creación. Lo relacionó, inevitablemente, con la esencia de la poesía, ritmo y música, con los mantras, con la mística de la repetición, con las enseñanzas de aquel poeta de la noche que fue Vladimir Holan, a quien ella visitó y de quien parece que aprendió esa rara manera de cantar.
La canción apenas tenía letra. O yo no la recuerdo. Eran modulaciones extrañas, como el canto de las ballenas piloto, de delfines debajo del agua. Bellísimo. Y la concurrencia pasó de un estado inicial de sorpresa al de arrobo y entrega absoluta. Fue como una oración que quedó en aire y lo impregnó todo de cadencias irrepetibles. Suelo tener mala memoria de las lecturas de escritores, me quedo apenas con una sensación, de interés, de aburrimiento, de bochorno... Pero la lectura de Clara Janés en la Casa de Cultura Revilla de Valladolid, repito que a finales de los ochenta, se me ha quedado grabada de una manera vivísima e imborrable. Aprovecho aquí para reconocer públicamente la deuda impagable que tenemos con Miguel Casado y Carlos Ortega, coordinadores de aquellos “Martes de poesía”, que nos pusieron en contacto con las mejores voces poéticas españolas de finales del siglo XX.
He comenzado esta crítica con la vivencia anterior para situar al lector en la lectura de una poeta exigente donde las haya, personalísima y con una voz inconfundible. Su poesía resulta de la decantación de la mística española y sufí, del orfismo, del simbolismo francés, del surrealismo, de la poesía árabe y eslava. Su palabra no nos dejará indiferentes y, como los raros perfumes, puede producirnos extrañeza en una primera aproximación, nunca indiferencia.
Los números oscuros es su última entrega. Es poesía que bebe de las fuentes anteriores y que avanza en el territorio pantanoso de la especulación: la matemática imaginal. Alguno se pondrá en guardia sobre propuesta tan arriesgada, pero déjenme explicarme. Todo al final se coloca en el espacio de la lógica poética, incluidas sus hermosas e imprescindibles paradojas. Escribe la poeta, con esa voz que viene de las sibilas y de los profetas: «Los números oscuros son cifra de lo incomunicable y a la vez ensanchan la propia visión.» El poeta-vate se adentra en la oscuridad del bosque, de lo desconocido, y de él extrae la luz, el agua. Pero es en la oscuridad de los números, de las cifras, donde debe adentrarse para traernos lo incomunicable, lo que vuela de los pentagramas, la música, el murmullo que canta, incomprensible en lo lógico, balbuceo germinal. Luego, sabremos más, después de leer el libro: algo que nos adhiere a la tierra y al agua, algo que nos disuelve en la vida, nos hace irrepetibles y nos olvide. Por eso la veta mística de Juan de la Cruz y de otros místicos europeos o asiáticos está presente y alienta en alguno de los pequeños textos, como un viejo arcano al que se vuelve: «Ya no tengo piel. Y, debajo, mi cuerpo se ha desvanecido. Tengo sólo tus ojos, Si cierras los párpados, muero.» Y poco después: «Cuando volví a abrir los párpados, me hallé despierta al abandono de los sentidos.»
Los poemas son textos breves en prosa, con una voz que se remonta a versículos sagrados de una religión muy antigua, la que pretende descubrir el secreto/tesoro de todo. Por eso es curioso que la voz de Clara Janés sea siempre asertiva, enunciativa, como una salmodia monocorde, apenas exclamativa y sólo en un par de veces interrogativa. Y digo que es curiosa la voz por atractiva, segura de su inseguridad, cuando lo más habitual es que el lenguaje especulativo matemático o científico se asiente en la duda como metáfora inicial, de la que partir. La voz de la poeta sólo se pregunta en uno de los textos clave: «¿Qué significa ahora el cofre negro sin sus números? ¿Qué llenará su fondo inabarcable?» Sin embargo, hay que recordar la antigua sentencia: un problema/poema que no tiene solución, no es un problema/poema. Y aquí, en Los números oscuros, la voz del poema nos aporta soluciones, oscuras sí, pero soluciones. De ahí, quizá, la ausencia de preguntas en el texto.
El lenguaje es austero, seco, ajustadísimo, pero muy sugerente. Al registro místico y de poesía hermética, de larga tradición simbolista, de la nada, el abismo, el abandono, la rosa, la infinitud, la música, el vuelo, la nieve y la luz, debemos solapar un lenguaje formalista de innegables referencias matemáticas: «Me dije: el cero ocupa el lugar de una potencia sin contenido, y hay en mí signos en espera que ocupan el de una o varias cifras por venir.»
Una vez más, Clara Janés se sitúa en el grupo de esos poetas fieles a su tradición y sin embargo siempre disconformes, insatisfechos, buscadores de nuevos registros que enriquezcan su voz personal y propongan otras metas a las que la poesía nunca puede ni debe renunciar, porque este encargo “oscuro” es inherente a su esencia.
Propongo su lectura, abierta, reposada, a aquel que busque algo distinto a las voces complacientes de lectura lineal y superficial a las que nos tenemos fácilmente acostumbrados. Estoy convencido que el lector que desconociera esta voz volverá a ella y se remontará en su corriente para encontrar las primeras fuentes de la autora.

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