Trad. Carmen Montes Cano. Tusquets, Barcelona, 2007. 312 pp. 20 €
Marta Sanz
Cada vez que cojo una novela de Henning Mankell, no puedo evitar compararla con la serie de Wallander. Las aventuras del comisario constituyen mi prejuicio de lectura, mi esperanza o mi cansancio cuando comienzo a leer: el piso, el café, los alimentos, el termómetro, los madrugones, el desapego y el amor por la hija, el respeto y la desconfianza respecto a los compañeros de profesión, la amistad y el alcoholismo de Sten Widén, los urogallos y las puestas de sol en los cuadros del padre y, sobre todo, la tesis persistente de la destrucción de la socialdemocracia sueca amenazada por los efectos negativos de la globalización y sus horrores; Suecia deja de ser un lugar peculiar, un extraño refugio, para convertirse en un paraje tan violento como cualquier otro. Suecia es Soweto y Sicilia y Buenos Aires y un televisivo cul du sac del Bronx neoyorquino.
En Profundidades Mankell, lejos de presentar al lector los escenarios contemporáneos que caracterizan los casos de su famoso comisario —los fanatismos, la amenaza tecnológica, la marginación y el expolio de África, el odio no resuelto de las víctimas, el cambio de máscara de los pequeños y grandes verdugos...— se retrotrae a la Primera Guerra Mundial y escribe una novela, cuya atmósfera y cuyos personajes traen a la memoria la melancolía y el sentimiento trágico del propio Mankell, así como un aroma conradiano: leyendo Profundidades recordaba la tienda de Verloc, a su esposa, a su cuñado, el espeluznante y relojeramente medido ambiente de El agente secreto... Lars Tobiasson-Svartman, un hidrógrafo encargado de sondear las profundidades marinas para abrir vías a los barcos de la Marina sueca, lanza su plomada al fondo del océano y, de la misma forma, se busca a sí mismo; en su proceso de búsqueda, miente a su esposa, se enamora de otra mujer, la abandona, regresa, miente más, vuelve, fabula, se desdobla, engendra hijas, se cincela como personaje doble, se reconcentra, se observa con atención enfermiza... El lector va descubriendo la verdad insondable de Lars Tobiasson-Svartman, su psicopatía, su falta de conciencia no tanto de sí mismo como de los demás. La autoindagación es una excusa para justificar quizás el egoísmo. El personaje, al igual que su esposa Kristina, pertenece a una clase social que puede pegar bofetadas a sus subordinados. Vemos cómo Lars va dejando que su ira brote cada vez con mayor frecuencia, con menos contención.
La metáfora de la distancia articula una novela que reflexiona sobre el aislamiento y la soledad, pero también sobre la mentira, la pareja, la paternidad y sobre el espejo quebrado del yo en un escenario histórico y geográfico frío y convulso. El nombre y los apellidos del personaje se repiten hasta la saciedad a lo largo de las páginas y, sin embargo, esa marca no sirve de nada: Lars Tobiasson-Svartman es incapaz de reconocerse ni siquiera en sus sueños; tampoco reconoce a sus seres más próximos ni la imagen que los otros se han formado de él: no comprende el odio que siente por él Jakobson, un odio que descubre leyendo su diario. El abordaje a los textos de la intimidad ajena no aminora las distancias y la muerte, un destino, va marcando la progresión del texto como los presagios de la novela romántica: un tripulante enferma de apendicitis; un marinero aparece flotando en el mar con las cuencas de los ojos comidas por los peces; Jakobson cae fulminado por un ataque; a los personajes les salen ronchas, pústulas, huelen mal; un gato es degollado, eviscerado, devorado por las águilas; los restos del cadáver del marido de Sara Fredrika, la mujer del islote que magnetiza a Lars, son alzados por las redes; al final, el asesinato, el suicidio, la plomada que reposa sobre el fangoso fondo del mar... La muerte rodea la narración y la figura toda de Lars Tobiasson-Svartman como el hielo cerca el islote en el que habita Sara, una llamada de vida y de perpetuación que no consigue redimir a Lars de la rigidez de la muerte: la figura autoritaria del primer muerto, su padre, la esposa, las convenciones de Estocolmo, el suegro, la vida militar, la exactitud de su oficio, la cotidianidad en barcos que parecen siempre submarinos habitados por hombres duros y vulnerables, la guerra.
Con los libros de Wallander, muchas veces Mankell se ha colocado al lado del asesino, estando sólo relativamente del lado del él —como Simenon, como Highsmith—; en Profundidades, cuanto más se acerca el lector al protagonista, más se aleja, activando la sencilla —¿tal vez demasiado?— metáfora vertebradora del texto: profundidad, distancia, insondabilidad, incomunicación. La cercanía no es una forma ni de conocimiento ni de cariño: estar cerca es estar lejos. Los retratos femeninos están esbozados con una sutileza que se relaciona con la incapacidad de Lars para ver a sus mujeres: Kristina, la esposa, está hecha de retazos, es un aroma, aparece en los sueños de Lars y acaba difuminada, maneja sus figuritas de porcelana, contesta a cartas que nunca tendría la iniciativa de escribir y, sin embargo, Kristina es mucho más fuerte y más honesta que su esposo, y lo demuestra al menos dos veces a lo largo de la narración. Lars Tobiasson-Svartman atisba a Sara desnuda, lavándose, desde lejos y entre la bruma del mar... la ve y no la ve, le fascina. Nunca llegará a prever sus reacciones. Engendrará una hija con ella a la que no sabrá cómo tocar, cómo querer.
Me molesta la tendencia de Mankell a cierto psicologismo de andar por casa, así como la propensión a la frase grandilocuente, aunque a veces también me pregunto si criticar un libro tiene algo que ver con la posibilidad de meterse en el corazón de los personajes asumiendo los códigos propuestos por el autor; si, después, es necesario dar un paso más allá para valorar ese código y decidir si se acepta atendiendo a nuestras propias coordenadas ideológicas y/o sentimentales. Yo de Mankell admiro el dibujo de un paisaje nevado o lluvioso del que nacen y al que retornan sus seres de ficción, la gelidez con la que narra los actos más sangrientos para clavarlos como una esquirla en la retina del que lee, su tempo lento. Yo de Mankell, acepto toda la tristeza y eso pesa en mí mucho más que cualquier otro reparo.
Marta Sanz
Cada vez que cojo una novela de Henning Mankell, no puedo evitar compararla con la serie de Wallander. Las aventuras del comisario constituyen mi prejuicio de lectura, mi esperanza o mi cansancio cuando comienzo a leer: el piso, el café, los alimentos, el termómetro, los madrugones, el desapego y el amor por la hija, el respeto y la desconfianza respecto a los compañeros de profesión, la amistad y el alcoholismo de Sten Widén, los urogallos y las puestas de sol en los cuadros del padre y, sobre todo, la tesis persistente de la destrucción de la socialdemocracia sueca amenazada por los efectos negativos de la globalización y sus horrores; Suecia deja de ser un lugar peculiar, un extraño refugio, para convertirse en un paraje tan violento como cualquier otro. Suecia es Soweto y Sicilia y Buenos Aires y un televisivo cul du sac del Bronx neoyorquino.
En Profundidades Mankell, lejos de presentar al lector los escenarios contemporáneos que caracterizan los casos de su famoso comisario —los fanatismos, la amenaza tecnológica, la marginación y el expolio de África, el odio no resuelto de las víctimas, el cambio de máscara de los pequeños y grandes verdugos...— se retrotrae a la Primera Guerra Mundial y escribe una novela, cuya atmósfera y cuyos personajes traen a la memoria la melancolía y el sentimiento trágico del propio Mankell, así como un aroma conradiano: leyendo Profundidades recordaba la tienda de Verloc, a su esposa, a su cuñado, el espeluznante y relojeramente medido ambiente de El agente secreto... Lars Tobiasson-Svartman, un hidrógrafo encargado de sondear las profundidades marinas para abrir vías a los barcos de la Marina sueca, lanza su plomada al fondo del océano y, de la misma forma, se busca a sí mismo; en su proceso de búsqueda, miente a su esposa, se enamora de otra mujer, la abandona, regresa, miente más, vuelve, fabula, se desdobla, engendra hijas, se cincela como personaje doble, se reconcentra, se observa con atención enfermiza... El lector va descubriendo la verdad insondable de Lars Tobiasson-Svartman, su psicopatía, su falta de conciencia no tanto de sí mismo como de los demás. La autoindagación es una excusa para justificar quizás el egoísmo. El personaje, al igual que su esposa Kristina, pertenece a una clase social que puede pegar bofetadas a sus subordinados. Vemos cómo Lars va dejando que su ira brote cada vez con mayor frecuencia, con menos contención.
La metáfora de la distancia articula una novela que reflexiona sobre el aislamiento y la soledad, pero también sobre la mentira, la pareja, la paternidad y sobre el espejo quebrado del yo en un escenario histórico y geográfico frío y convulso. El nombre y los apellidos del personaje se repiten hasta la saciedad a lo largo de las páginas y, sin embargo, esa marca no sirve de nada: Lars Tobiasson-Svartman es incapaz de reconocerse ni siquiera en sus sueños; tampoco reconoce a sus seres más próximos ni la imagen que los otros se han formado de él: no comprende el odio que siente por él Jakobson, un odio que descubre leyendo su diario. El abordaje a los textos de la intimidad ajena no aminora las distancias y la muerte, un destino, va marcando la progresión del texto como los presagios de la novela romántica: un tripulante enferma de apendicitis; un marinero aparece flotando en el mar con las cuencas de los ojos comidas por los peces; Jakobson cae fulminado por un ataque; a los personajes les salen ronchas, pústulas, huelen mal; un gato es degollado, eviscerado, devorado por las águilas; los restos del cadáver del marido de Sara Fredrika, la mujer del islote que magnetiza a Lars, son alzados por las redes; al final, el asesinato, el suicidio, la plomada que reposa sobre el fangoso fondo del mar... La muerte rodea la narración y la figura toda de Lars Tobiasson-Svartman como el hielo cerca el islote en el que habita Sara, una llamada de vida y de perpetuación que no consigue redimir a Lars de la rigidez de la muerte: la figura autoritaria del primer muerto, su padre, la esposa, las convenciones de Estocolmo, el suegro, la vida militar, la exactitud de su oficio, la cotidianidad en barcos que parecen siempre submarinos habitados por hombres duros y vulnerables, la guerra.
Con los libros de Wallander, muchas veces Mankell se ha colocado al lado del asesino, estando sólo relativamente del lado del él —como Simenon, como Highsmith—; en Profundidades, cuanto más se acerca el lector al protagonista, más se aleja, activando la sencilla —¿tal vez demasiado?— metáfora vertebradora del texto: profundidad, distancia, insondabilidad, incomunicación. La cercanía no es una forma ni de conocimiento ni de cariño: estar cerca es estar lejos. Los retratos femeninos están esbozados con una sutileza que se relaciona con la incapacidad de Lars para ver a sus mujeres: Kristina, la esposa, está hecha de retazos, es un aroma, aparece en los sueños de Lars y acaba difuminada, maneja sus figuritas de porcelana, contesta a cartas que nunca tendría la iniciativa de escribir y, sin embargo, Kristina es mucho más fuerte y más honesta que su esposo, y lo demuestra al menos dos veces a lo largo de la narración. Lars Tobiasson-Svartman atisba a Sara desnuda, lavándose, desde lejos y entre la bruma del mar... la ve y no la ve, le fascina. Nunca llegará a prever sus reacciones. Engendrará una hija con ella a la que no sabrá cómo tocar, cómo querer.
Me molesta la tendencia de Mankell a cierto psicologismo de andar por casa, así como la propensión a la frase grandilocuente, aunque a veces también me pregunto si criticar un libro tiene algo que ver con la posibilidad de meterse en el corazón de los personajes asumiendo los códigos propuestos por el autor; si, después, es necesario dar un paso más allá para valorar ese código y decidir si se acepta atendiendo a nuestras propias coordenadas ideológicas y/o sentimentales. Yo de Mankell admiro el dibujo de un paisaje nevado o lluvioso del que nacen y al que retornan sus seres de ficción, la gelidez con la que narra los actos más sangrientos para clavarlos como una esquirla en la retina del que lee, su tempo lento. Yo de Mankell, acepto toda la tristeza y eso pesa en mí mucho más que cualquier otro reparo.
Mankell sigue la senda abierta por Sjöwall y Wahlöö en los años 60 del siglo pasado. El mismo desencanto.
ResponderEliminarAyer compré precisamente este libro, ya que no he leído nada de Mankell y me pica la curiosidad. Como soy lectora de Highsmith y Simenon, y de la novela negra clásica, espero que me guste; y tambien soy conradiana a tope.
ResponderEliminarMe ha gustado la reseña, asi que ya cuando lo lea te diré qué me ha parecido.
Saludos!
Uy, Ariodante no ha vuelto para comentar la lectura. Yo lo tengo en mi lista de espera pero me está acojonando un poco tanta desolación. No se... esperaré todavía un poco más. La vida es tan corta y hay tantos libros...
ResponderEliminar