Esther García Llovet
Pandemonium. Hay en la historia de la crítica una estrecha y sinuosa saga de autores visionarios, excéntricos, misántropos y románticos a los que me gustaría referirme como Mensajeros Pandemónicos. Afectados por un horror vacui de la peor especie y de una erudición extremas, al margen de modas y costumbres, ahí están Praz y Aby Warburg y más allá deslumbra Carlyle, vociferante y cómicamente triste. Anticonvencionales, inestables, siempre a destiempo, si algo los define en su vocación es la búsqueda de un Método Universal, una Mnemosyne palingenésica y absoluta. Con esta finalidad escribió Mario Praz, el crítico de arte italiano, Mnemosyne: el paralelismo entre la Literatura y las Artes Visuales. Pero es en La Casa della Vita, una descripción al milímetro de su apartamento en el Palazzo Ricci de Via Giulia (atestado hasta el techo de cuadros y Biedemeiers y porcelanas y bibelots carísimos) donde acabó enclaustrado y amargado por su justificada mala fama de gafe, donde Praz se descubre como autor pandemónico, verborreico, bizarro. Hay que pasear a su hombro por las sombrías alcobas del palazzo para descubrir que lo decoró como una puesta en escena, una réplica de su acalorada mente de coleccionista que no tiraba ni el envoltorio de un caramelo (Gombrich dixit). Menos crepuscular resulta otra Mnemosyne, la de su contemporáneo Warburg, quien vivió el cambio al siglo XX y la Primera Guerra sumido en un estado de enajenación mental que lo llevó directo a un largo internamiento psiquiátrico. Es sabido que Aby “vendió” la primogenitura a su hermano menor a cambio de que éste pagara sus estudios de Historia del Arte. Víctima de la psicosis, iluminado por el aura del Renacimiento, ideó un sistema único, un atlas iconográfico confeccionado en forma de paneles móviles que recogen la historia del arte como una red de símbolos, imágenes que remiten a otras imágenes, a la manera en que actualmente funciona el Google de Internet, por asociación y metabúsqueda, sólo que Warburg se adelantó cien años. El Atlas Mnemosyne que dejó escrito y la Biblioteca Warburg, en Londres, resultan una sinfonía iconográfica sin paralelo en la historia del arte.
Un siglo antes, en 1795, nació Thomas Carlyle, en Ecclefechan, Escocia, tierra de pantanos y brezos y nubes a ras de turba. Nacido en una familia calvinista, a punto estuvo de ordenarse sacerdote, y aunque nunca llegó a tomar los hábitos, que cambió por el mejor disfraz de crítico traductor, siempre tuvo un estilo declamatorio, de púlpito, como si arengara a los oyentes desde el inestable taburete de Hyde Park Corner. Carlyle, germanófilo hasta los tuétanos, tradujo a Goethe y escribió la biografía de Schiller y si pasó a la gloria de la Crítica fue por The French Revolution, y On Heroes (1837 y 1841, respectivamente). Pero antes, en 1833, escribió su Mnemosyne particular: Sartor Resartus o El Sastre Remendado, su única obra de ficción. El libro podría definirse, si fuera posible, como las anotaciones o consideraciones o apostillas de un editor alrededor del Sartor Resartus de Teufelsdröck, un Tratado de la Filosofía del Vestido del que apenas ofrece información. Escrito a la manera de Tristram Shandy (al que hace referencia en algún capítulo), con múltiples disgresiones, acotaciones y comentarios que cercan el tema (La Filosofía del Vestido) sin llegar nunca a hacerlo explícito, Sartor Resartus resulta una abigarrada y exuberante serie de aforismos y citas acerca de Teufelsdröck y de su obra, aunque, repetimos, de La Filosofía del Vestido apenas se muestren algunos párrafos dispersos. El resultado es un ejercicio absolutamente excéntrico, erudito, incoherente y sensorial sobre crítica social, política y religiosa, escrita por un Radical Escocés en Londres, «esa Tuberosidad de la Vida Civilizada», como la llama Carlyle. Sartor Resartus prentende ser una empresa total, un método sistemático que explique la economía, el derecho, la política, la historia y en definitiva todos lo ámbitos de la vida social a través de la Ciencia del Vestido. Escrito en «Dialecto Babilónico», tal como un editor dijo de Carlyle, trenzada con una energía y humor que no pueden dejar indiferente, quizás lo más fascinante resulte la figura del mismo Teufelsdröck (literalmente: Estiercoldeldiablo), un personaje que aparece y desaparece de entre las manos de su editor como un fantasma demiúrgico y burlón, y quien, al final ya de la obra, se dice que se esfumó, se lo tragó la tierra, se desvaneció en el espacio; «Se ha observado que cuando las inquietantes noticias sobre las Tres Jornadas de París —la Revolución de 1830— iban de boca en boca, y ensordecían todos los oídos de Weissnichtwo, no consta que Teufelsdröck pronunciara en toda la semana ni una sílaba en el Ganse o en ninguna otra parte, salvo estas tres en una sola ocasión: “Es geht an”. “Ya empieza”». Y después de pronunciar estas palabras, no se volvió a saber nada de él.
Sartor Resartus, escrito en la soledad huraña de su enorme casa de Cheney Road, resulta una muy extraña vestimenta, con tres mangas y sin cuello porque no tiene cabeza, pero tejida con el Hilo de Oro de los auténticamente visionarios.
Pandemonium. Hay en la historia de la crítica una estrecha y sinuosa saga de autores visionarios, excéntricos, misántropos y románticos a los que me gustaría referirme como Mensajeros Pandemónicos. Afectados por un horror vacui de la peor especie y de una erudición extremas, al margen de modas y costumbres, ahí están Praz y Aby Warburg y más allá deslumbra Carlyle, vociferante y cómicamente triste. Anticonvencionales, inestables, siempre a destiempo, si algo los define en su vocación es la búsqueda de un Método Universal, una Mnemosyne palingenésica y absoluta. Con esta finalidad escribió Mario Praz, el crítico de arte italiano, Mnemosyne: el paralelismo entre la Literatura y las Artes Visuales. Pero es en La Casa della Vita, una descripción al milímetro de su apartamento en el Palazzo Ricci de Via Giulia (atestado hasta el techo de cuadros y Biedemeiers y porcelanas y bibelots carísimos) donde acabó enclaustrado y amargado por su justificada mala fama de gafe, donde Praz se descubre como autor pandemónico, verborreico, bizarro. Hay que pasear a su hombro por las sombrías alcobas del palazzo para descubrir que lo decoró como una puesta en escena, una réplica de su acalorada mente de coleccionista que no tiraba ni el envoltorio de un caramelo (Gombrich dixit). Menos crepuscular resulta otra Mnemosyne, la de su contemporáneo Warburg, quien vivió el cambio al siglo XX y la Primera Guerra sumido en un estado de enajenación mental que lo llevó directo a un largo internamiento psiquiátrico. Es sabido que Aby “vendió” la primogenitura a su hermano menor a cambio de que éste pagara sus estudios de Historia del Arte. Víctima de la psicosis, iluminado por el aura del Renacimiento, ideó un sistema único, un atlas iconográfico confeccionado en forma de paneles móviles que recogen la historia del arte como una red de símbolos, imágenes que remiten a otras imágenes, a la manera en que actualmente funciona el Google de Internet, por asociación y metabúsqueda, sólo que Warburg se adelantó cien años. El Atlas Mnemosyne que dejó escrito y la Biblioteca Warburg, en Londres, resultan una sinfonía iconográfica sin paralelo en la historia del arte.
Un siglo antes, en 1795, nació Thomas Carlyle, en Ecclefechan, Escocia, tierra de pantanos y brezos y nubes a ras de turba. Nacido en una familia calvinista, a punto estuvo de ordenarse sacerdote, y aunque nunca llegó a tomar los hábitos, que cambió por el mejor disfraz de crítico traductor, siempre tuvo un estilo declamatorio, de púlpito, como si arengara a los oyentes desde el inestable taburete de Hyde Park Corner. Carlyle, germanófilo hasta los tuétanos, tradujo a Goethe y escribió la biografía de Schiller y si pasó a la gloria de la Crítica fue por The French Revolution, y On Heroes (1837 y 1841, respectivamente). Pero antes, en 1833, escribió su Mnemosyne particular: Sartor Resartus o El Sastre Remendado, su única obra de ficción. El libro podría definirse, si fuera posible, como las anotaciones o consideraciones o apostillas de un editor alrededor del Sartor Resartus de Teufelsdröck, un Tratado de la Filosofía del Vestido del que apenas ofrece información. Escrito a la manera de Tristram Shandy (al que hace referencia en algún capítulo), con múltiples disgresiones, acotaciones y comentarios que cercan el tema (La Filosofía del Vestido) sin llegar nunca a hacerlo explícito, Sartor Resartus resulta una abigarrada y exuberante serie de aforismos y citas acerca de Teufelsdröck y de su obra, aunque, repetimos, de La Filosofía del Vestido apenas se muestren algunos párrafos dispersos. El resultado es un ejercicio absolutamente excéntrico, erudito, incoherente y sensorial sobre crítica social, política y religiosa, escrita por un Radical Escocés en Londres, «esa Tuberosidad de la Vida Civilizada», como la llama Carlyle. Sartor Resartus prentende ser una empresa total, un método sistemático que explique la economía, el derecho, la política, la historia y en definitiva todos lo ámbitos de la vida social a través de la Ciencia del Vestido. Escrito en «Dialecto Babilónico», tal como un editor dijo de Carlyle, trenzada con una energía y humor que no pueden dejar indiferente, quizás lo más fascinante resulte la figura del mismo Teufelsdröck (literalmente: Estiercoldeldiablo), un personaje que aparece y desaparece de entre las manos de su editor como un fantasma demiúrgico y burlón, y quien, al final ya de la obra, se dice que se esfumó, se lo tragó la tierra, se desvaneció en el espacio; «Se ha observado que cuando las inquietantes noticias sobre las Tres Jornadas de París —la Revolución de 1830— iban de boca en boca, y ensordecían todos los oídos de Weissnichtwo, no consta que Teufelsdröck pronunciara en toda la semana ni una sílaba en el Ganse o en ninguna otra parte, salvo estas tres en una sola ocasión: “Es geht an”. “Ya empieza”». Y después de pronunciar estas palabras, no se volvió a saber nada de él.
Sartor Resartus, escrito en la soledad huraña de su enorme casa de Cheney Road, resulta una muy extraña vestimenta, con tres mangas y sin cuello porque no tiene cabeza, pero tejida con el Hilo de Oro de los auténticamente visionarios.
Notable artículo el de la señora Llovet. Es iluminador y conciso. Debiera convertirlo en ensayo.
ResponderEliminarEduardo Scott Moreno.