martes, abril 03, 2007

La voz interior, Darío Jaramillo Agudelo

Pre-Textos, Valencia, 2006. 648 pp. 35 €

Juan Marqués

Al final del primer capítulo de La habitación cerrada, la novela con la que Paul Auster remató su magistral Trilogía de Nueva York, el protagonista, que se ha visto obligado a recoger las maletas que contienen la copiosa e inédita obra literaria de su desaparecido amigo Fanshawe (que, por cierto, vuelve a aparecer —¡y de qué modo!— en la reciente Viajes por el Scriptorium, ese fascinante —pero muy poco arriesgado— regalo que Auster se ha hecho a sí mismo y a sus lectores más fieles), cuenta que «bajé las dos maletas despacio por la escalera y salí a la calle. Juntas pesaban tanto como un hombre».
Tanto como un hombre. De una identificación parecida nace La voz interior, la última novela de Darío Jaramillo Agudelo, quien —según confiesa en la contraportada— ha invertido en ella ocho años de esa escritura continua y humilde que practica, y reseñarla en condiciones podría costar también mucho tiempo. No es fácil escribir sobre un libro que contiene en sí tantos libros, tantas reflexiones, tantas lecturas. Mucho más sencillo es leerlo, a pesar de su extensión, porque la prosa de Jaramillo, siendo tan rica, no busca la oscuridad ni las piruetas retóricas, sino la eficaz claridad de lo que se quiere decir y se dice.
La voz interior no sólo contiene muchos libros, sino que también presenta en buena medida la crítica literaria de todos ellos, o, al menos, su historia interna: su gestación, sus variantes, sus motivaciones. Para empezar, hay una “biografía” cuyo primer capítulo se titula, acertadamente, “Biografía de una biografía”, y en la que Bernabé, el narrador, va relatando tanto la vida de su amigo Sebastián Uribe Riley como el modo en que ha ido descubriendo o deduciendo los datos para reconstruirla. No sólo en ese primer capítulo hay “metabiografía”, sino que a lo largo de toda la primera parte de la novela el narrador reflexiona continuamente sobre su trabajo, sobre sus intenciones... Y también se habla y se fantasea sobre cada uno de los libros que escribió Sebastián (de los cuales sólo se publicó uno, de poemas), que se reproducen en la segunda parte. Para acabar de complicar el asunto, no pocos de esos libros y fragmentos literarios son obra de heterónimos de Uribe Riley, que forjó para cada uno de ellos una personalidad, unas circunstancias, una visión del mundo, un modo de escribir. Siendo todos Sebastián Uribe Riley (y, por tanto, siendo todos Darío Jaramillo Agudelo), sucede que Isaac Peña es, en mi opinión, mejor poeta que Uribe Riley, y Uribe Riley mejor aforista que Walter Steiggel, y todos los narradores, en general, mejores que los poetas y los aforistas, aunque estos últimos nos dan pistas sobre el espíritu de la multiplicada novela que leemos, y aunque puedan llegar a contradecirse, por proceder de distintos “yoes”: «No puedo escribir sino cuando tengo a quien escribirle. El único género literario es el epistolar» (p. 440), por ejemplo, o, en cuanto al título, «Escribo para encontrar las palabras que me dicta la voz interior, una voz que no tiene palabras» (p. 570).
Toda biografía es, al cabo, una novela de formación, y llama la atención que en ésta, ficticia, el interés aumenta mucho cuando se acaba la adolescencia (en principio, el periodo más apasionante, más intenso, más confuso...) y comienza una nueva etapa. La novela, en efecto, despega definitivamente cuando un confundido Uribe, que ha abandonado sus estudios («Es tal mi desprecio por la universidad, que ni siquiera estoy dispuesto a ser su enemigo» —p. 153—), viaja a Estados Unidos para pasar una etapa con su abuelo. Lo que iba a ser un verano de ocio y reflexión se prolonga durante años, marcando un antes y un después en la vida del personaje: una etapa que empieza muy bien, aprendiendo latín y cultura clásica, conversando con su perspicaz y sabio abuelo («Tu indolencia quiere decir que no eres competitivo y eso es una virtud moral», le dice en la página 174), viajando por Europa, enamorándose..., y que termina en tragedia (una tragedia explícitamente paralela a la que cerrará la vida de Riley y, por tanto, la biografía que escribe Bernabé). A estas alturas ningún lector podrá abandonar la lectura, que continúa con un largo y profundo descenso al infierno del que el protagonista sale para convertirse en un ser aún más solitario y silencioso, y dedicarse el resto de su breve vida a la escritura clandestina, a reflexiones y preocupaciones teológicas, y a la audición del omnipresente (y casi omnipotente) Bach.
Jaramillo se relame haciendo que sus personajes hablen de literatura, pero también de ciertas melodías, de ciertas pinturas, de ciertos sabores, de ciertas caricias... Hay que estar muy enamorado de la vida para escribir una novela como La voz interior, aunque en ese amor pueda haber una tenue tristeza o insatisfacción. Y hay, sobre todo, que tomarse tiempo. Esta novela habla muy mal de las prisas y del ruido del mundo, de la falta de tiempo, de la impaciencia... Jaramillo escribe con pasión pero sin plazos, por necesidad íntima pero sin urgencia, con vocación y sin vanidad. Seguramente no estaría de acuerdo con el primer aforismo citado arriba, y él es de esos pocos escritores que podrían responder con un rotundo “sí” ante la pregunta de si seguirían escribiendo si fuesen los últimos habitantes de este mundo.
Ahora mismo, mientras escribo las últimas palabras de esta reseña (o mientras tú, lector, las lees), él debe andar escribiendo o dándole vueltas a alguna idea, quizá a alguna palabra. Ni siquiera él podrá saber cuánto va a tardar en tener lista otra novela, u otro libro de poemas, pero cuando suceda es seguro que habrá merecido la pena la calma y la honradez literaria con la que meditó, con la que escribió, con la que corrigió..., y el silencio con el que supo hacer introspección y escuchar, allá dentro, su propia voz. O, tal vez, mejor, sus voces.

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