Trad. del autor. Madrid, Alfaguara, 2006. 188 pp. 17,50 € /Donostia, Elkar, 2005. 206 pp. 15 €
Inés Matute
Coincido con Sanz Villanueva en que la última novela de Unai Elorriaga es bella y rarísima. Rarísima en relación con lo que estamos acostumbrados a leer; no tan extraña en el sensible universo de este joven narrador de Algorta. En lo ya no estoy de acuerdo es en la siguiente afirmación: «el estilo cultiva un simplismo oracional de narrador balbuceante o incompetente, pero con contenidos culturales muy refitoleros». No, no se trata de ingenuidad vanguardista ni de un disparate estilístico. Se trata del hablar cotidiano de los vascos, de su peculiar forma de construir las frases, haciendo de esta traducción mental segunda un rasgo de identidad narrativo. Lo verdaderamente raro de Unai es su mirada, su excéntrica lectura del mundo, el universo propio y cerrado por el que todo autor suspira. Tal vez Unai se ensimisme en su gusto por parecer distinto, en la sorpresa gratuita, o tal vez simplemente nos encontremos ante un autor sinceramente diferente. ¿Y acaso no es ese un buen punto de partida?
Con personajes a los que les duele la punta de las pestañas, que buscan libélulas azules para ser los hombres más inteligentes del mundo, que viven su 59 de enero o que afirman categóricamente que casi es lo mismo desayunar una cucharada de cal que un trozo de cable telefónico, me atrevo a decir que Elorriaga roza la realidad desde una posición no realista, recreándose, con éxito, en el absurdo. Entiendo que Vredaman busca, al igual que sus dos novelas anteriores —Un tranvía en SP y El pelo de Vant’ Hoff— desvelar el verdadero sentido de la vida entremezclando historias que aparentemente nada tienen en común; historias tiernas y cotidianas que son fracturadas y estiradas de un modo tan experimental como acertado.
No, no me ha defraudado esta novela, todo lo contrario, pero sí le pediría a Unai que no mate a la gallina de los huevos de oro, es decir, que su siguiente trabajo muestre un nuevo grado de madurez, que no se limite a la anécdota ni a la autocomplacencia del hallazgo chispeante. Leo las novelas de este escritor con ganas de empatizar con los personajes y una sonrisa casi maternal en los labios, pero sería triste enfrentarnos a un nuevo título y llegar a la última página con sensación de déjà vu. No cambies de registro, Unai, sigue siendo “fresco”, pero en tu próxima novela danos algo que demuestre tu crecimiento.
2.
Elena Medel
Me gusta Cortázar. Me gusta Huidobro. También Nicanor Parra, también Gonzalo Rojas. Y Perec, y Gómez de la Serna. Y Queneau. Quizá por eso disfruto con las novelas de Unai Elorriaga: porque, al igual que Paul Theroux y Antonio Muñoz Molina, pienso que la literatura —disculpen la traducción libérrima de fiction— es «pura alegría». Y las novelas de Unai Elorriaga se presentan como un auténtico festín. Sus páginas te reciben con la música a todo volumen, los platos rebosando canapés, los mejores amigos posibles brincando, algo así como la algarabía que flota en el cuarto de coser en que tía Rosa y tía Martina «hacen vestidos de boda».
Vredaman, como El pelo de Van’t Hoff —Alfaguara, 2004; con la que tanto comparte— y Un tranvía en SP —Alfaguara, 2003; ganadora del Premio Nacional de Narrativa—, es una lectura que escapa de lo convencional. Porque Unai Elorriaga plantea de nuevo una historia compuesta por muchas, un juego —otra vez— de muñecas rusas en el que no sólo el protagonista tiene cosas que contar; y Elorriaga narra de forma que asimilas lo que ocurre casi sin darte cuenta, apabullado por la imaginería que despliega. El gran tema de Vredaman es la identidad, y para desarrollarlo Elorriaga opta por situar en primera línea al niño-casi-adolescente Tomas, cuyo padre —Erroman— está hospitalizado, una situación que obliga a Tomas a vivir con la tía Martina. Esta casa, y quienes desfilan por ella, focalizan el resto de historias: Tomas quiere cazar una libélula azul para completar la colección de la prima Iñes, y así igualar en inteligencia a los médicos; el primo Mateo investiga qué impidió que el aitite Julian triunfase en el campeonato europeo de ebanistas; Piedad, una amiga de las tías, explica —ésta es mi historia preferida— por qué jamás contrajo matrimonio con su novio de toda la vida, el prestigioso arquitecto Samuel Mud, tras leer la correspondencia de éste con el también afamado Sorin Firs; y el tío Simon y su amigo Gur organizan en el pueblo —cuyo nombre jamás se desvela, aunque algunas expresiones localicen, al menos, en qué región se sitúa— un partido de rugby entre Irlanda y Gales, tras lograr que el primero actuase como linier en un encuentro similar en las Islas Británicas.
Vidas en apariencia normales, que se tornan mágicas merced a la fascinante capacidad para inventar, y reinventar el mundo, de Unai Elorriaga. Artillería metafórica, desde luego, y narración frenética, que amontona desenlaces en los últimos capítulos. Porque, pensaba Mateo sobre el aitite Julian, y pienso yo sobre las criaturas de Elorriaga, «cada vez tenía más claro que su vida había sido bastante más interesante que la de Immanuel Kant, o que la de André Breton, o que la del mismo James Joyce». A propósito: estos nombres, elegidos con azar aparente, me parecen más que significativos.
Otro juego que Elorriaga propone a sus lectores más fieles es la conexión entre Vredaman y su novela anterior, El pelo de Van’t Hoff. En ella, Vredaman es el título del tercer capítulo, pero también un libro de E. H. Beregor, mítico escritor candidato al Nobel, y autor de cabecera de Matías Malanda, el protagonista. Precisamente, en la Vredaman de Beregor falta un pasaje que un vendedor de enciclopedias hizo desaparecer por error, escondido en un tomo; libro que —para rizar el rizo— obra en poder de Luvino Alda, al que Malanda visita durante su investigación acerca de grandes biografías para el Ministerio. Un galimatías, desde luego: pero la literatura de Unai Elorriaga es diversión, «pura alegría».
Vredaman otra vez: he disfrutado especialmente con el pasaje de Ismael y los clavos, hermoso y cruel al mismo tiempo; con la conversación —qué ojo el de Elorriaga para el tono coloquial— entre Rosa, Piedad y Martina sobre la vejez; y con perlas como que «los gatos no se inscriben en el censo» porque «no se comen», o el «drama de las pelotas de tenis (...) en Wimbledon y aquí», que no es otro que revelar su naturaleza fea, de plástico, cuando se las despoja de «peluca». «La cuestión es escribir», confesaba la anciana María al joven Marcos en Un tranvía en SP. La cuestión, en nuestro caso, es leer; y, si se trata de novelas como las de Unai Elorriaga, una bomba dulce de relojería, coloquémonos el babero, y a relamernos con cada palabra.
Vredaman, como El pelo de Van’t Hoff —Alfaguara, 2004; con la que tanto comparte— y Un tranvía en SP —Alfaguara, 2003; ganadora del Premio Nacional de Narrativa—, es una lectura que escapa de lo convencional. Porque Unai Elorriaga plantea de nuevo una historia compuesta por muchas, un juego —otra vez— de muñecas rusas en el que no sólo el protagonista tiene cosas que contar; y Elorriaga narra de forma que asimilas lo que ocurre casi sin darte cuenta, apabullado por la imaginería que despliega. El gran tema de Vredaman es la identidad, y para desarrollarlo Elorriaga opta por situar en primera línea al niño-casi-adolescente Tomas, cuyo padre —Erroman— está hospitalizado, una situación que obliga a Tomas a vivir con la tía Martina. Esta casa, y quienes desfilan por ella, focalizan el resto de historias: Tomas quiere cazar una libélula azul para completar la colección de la prima Iñes, y así igualar en inteligencia a los médicos; el primo Mateo investiga qué impidió que el aitite Julian triunfase en el campeonato europeo de ebanistas; Piedad, una amiga de las tías, explica —ésta es mi historia preferida— por qué jamás contrajo matrimonio con su novio de toda la vida, el prestigioso arquitecto Samuel Mud, tras leer la correspondencia de éste con el también afamado Sorin Firs; y el tío Simon y su amigo Gur organizan en el pueblo —cuyo nombre jamás se desvela, aunque algunas expresiones localicen, al menos, en qué región se sitúa— un partido de rugby entre Irlanda y Gales, tras lograr que el primero actuase como linier en un encuentro similar en las Islas Británicas.
Vidas en apariencia normales, que se tornan mágicas merced a la fascinante capacidad para inventar, y reinventar el mundo, de Unai Elorriaga. Artillería metafórica, desde luego, y narración frenética, que amontona desenlaces en los últimos capítulos. Porque, pensaba Mateo sobre el aitite Julian, y pienso yo sobre las criaturas de Elorriaga, «cada vez tenía más claro que su vida había sido bastante más interesante que la de Immanuel Kant, o que la de André Breton, o que la del mismo James Joyce». A propósito: estos nombres, elegidos con azar aparente, me parecen más que significativos.
Otro juego que Elorriaga propone a sus lectores más fieles es la conexión entre Vredaman y su novela anterior, El pelo de Van’t Hoff. En ella, Vredaman es el título del tercer capítulo, pero también un libro de E. H. Beregor, mítico escritor candidato al Nobel, y autor de cabecera de Matías Malanda, el protagonista. Precisamente, en la Vredaman de Beregor falta un pasaje que un vendedor de enciclopedias hizo desaparecer por error, escondido en un tomo; libro que —para rizar el rizo— obra en poder de Luvino Alda, al que Malanda visita durante su investigación acerca de grandes biografías para el Ministerio. Un galimatías, desde luego: pero la literatura de Unai Elorriaga es diversión, «pura alegría».
Vredaman otra vez: he disfrutado especialmente con el pasaje de Ismael y los clavos, hermoso y cruel al mismo tiempo; con la conversación —qué ojo el de Elorriaga para el tono coloquial— entre Rosa, Piedad y Martina sobre la vejez; y con perlas como que «los gatos no se inscriben en el censo» porque «no se comen», o el «drama de las pelotas de tenis (...) en Wimbledon y aquí», que no es otro que revelar su naturaleza fea, de plástico, cuando se las despoja de «peluca». «La cuestión es escribir», confesaba la anciana María al joven Marcos en Un tranvía en SP. La cuestión, en nuestro caso, es leer; y, si se trata de novelas como las de Unai Elorriaga, una bomba dulce de relojería, coloquémonos el babero, y a relamernos con cada palabra.
No me entusiasmó Un tranvía en Sp, pero estas doble mirada ha provocado que decida darle una nueva oportunidad a Unai.
ResponderEliminarNo lo dudes: la merece. Prueba con "Vredaman" o, si lo prefieres, con "El pelo de Vant'Hoff", que ya está en bolsillo y es, por tanto, más asequible. Todas comparten ese final marca de la casa Elorriaga, en el que el adjetivo "agridulce" toma un sentido más que real.
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