Trad. del autor. Siruela, Madrid, 2006. 180 pp. 16,90 €
Julián Díez
De un tiempo a esta parte, el elemento costumbrista ha terminado por convertirse en el eje fundamental de buena parte de la novela policiaca. Este tipo de literatura ha estado de siempre ligada al entorno, sea en términos de denuncia o como parte de su intríngulis argumental. Pero esa tendencia, a mi juicio, se viene acentuando últimamente merced a la aparición de los que podríamos llamar “los detectives de representatividad regional”. El número uno es, a mi juicio, ese tremendo comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri, mimetizado con el paisaje y el paisanaje siciliano. Pero también tenemos el detective sueco, el detective griego, la detective rusa...
Bebiendo de manera nada oculta de la fuente de Camilleri —al que incluso cita—, Domingo Villar nos presenta a un muy satifactorio detective gallego, Leo Caldas. Tranquilo, reflexivo, levemente amargado y, en resumen, muy gallego en sus comportamientos, Caldas aparece por primera vez en esta novela de lectura fluida y apacible. Desde esta presentación, Villar tiene el acierto de colocar a su lado un personaje que le sirva de contrapunto, el detective Rafael Estévez, de carácter pendenciero e impaciencia aragonesa, decididamente inadaptado —y, posiblemente, inadaptable— a los modos de hacer gallegos. Del contraste de ambos surgen algunos de los momentos más agradecidos de la novela. Caldas suma otras características adicionales de interés, como el hecho de que participe en un programa de radio con un envanecido presentador, que engrosa la sensación de que Villar tiene preparado un sólido escenario para la serie.
A cambio de este fluir costumbrista, la novela peca de lo mismo que algunas de las de Camilleri —algo que no le pasaba casi nunca al modelo que a su vez guiaba al italiano, Vázquez Montalbán—: una cierta endeblez en el aspecto puramente detectivesco del relato. La forma en que se resuelve el misterio puede ligarse de manera directa a una corazonada de Caldas, apoyada en la investigación sobre el uso de un producto de consumo bastante cotidiano como el formol, que se emplea como agente asesino. Dado que la lejía utilizada de la manera en que se hace en la novela produciría efectos similares, y que puede comprarse formol casi en cualquier droguería un poco grande, puede entenderse que la línea de investigación seguida al respecto con éxito por Caldas resulte un tanto inverosímil.
Salvo su resolución, el desarrollo caso en sí, por lo demás, resulta bastante interesante. Se sigue la muerte de un saxofonista, integrante de un grupo de jazz y profesor, en circunstancias francamente macabras. El caso llevará a los investigadores a los ambientes homosexuales de Vigo, descritos sin sensacionalismo, y nos permitirá conocer a algún secundario con potencial para posterior desarrollo. Libro en sí poco ambicioso, Ojos de agua (que hace referencia al color de los ojos de la víctima) está escrito con un estilo funcional pero solvente, se cierra con un sentimiento de satisfacción, y deja el decidido deseo de conocer posteriores aventuras de Caldas, para las cuales esperemos que Villar depure las debilidades de esta primera novela.
Julián Díez
De un tiempo a esta parte, el elemento costumbrista ha terminado por convertirse en el eje fundamental de buena parte de la novela policiaca. Este tipo de literatura ha estado de siempre ligada al entorno, sea en términos de denuncia o como parte de su intríngulis argumental. Pero esa tendencia, a mi juicio, se viene acentuando últimamente merced a la aparición de los que podríamos llamar “los detectives de representatividad regional”. El número uno es, a mi juicio, ese tremendo comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri, mimetizado con el paisaje y el paisanaje siciliano. Pero también tenemos el detective sueco, el detective griego, la detective rusa...
Bebiendo de manera nada oculta de la fuente de Camilleri —al que incluso cita—, Domingo Villar nos presenta a un muy satifactorio detective gallego, Leo Caldas. Tranquilo, reflexivo, levemente amargado y, en resumen, muy gallego en sus comportamientos, Caldas aparece por primera vez en esta novela de lectura fluida y apacible. Desde esta presentación, Villar tiene el acierto de colocar a su lado un personaje que le sirva de contrapunto, el detective Rafael Estévez, de carácter pendenciero e impaciencia aragonesa, decididamente inadaptado —y, posiblemente, inadaptable— a los modos de hacer gallegos. Del contraste de ambos surgen algunos de los momentos más agradecidos de la novela. Caldas suma otras características adicionales de interés, como el hecho de que participe en un programa de radio con un envanecido presentador, que engrosa la sensación de que Villar tiene preparado un sólido escenario para la serie.
A cambio de este fluir costumbrista, la novela peca de lo mismo que algunas de las de Camilleri —algo que no le pasaba casi nunca al modelo que a su vez guiaba al italiano, Vázquez Montalbán—: una cierta endeblez en el aspecto puramente detectivesco del relato. La forma en que se resuelve el misterio puede ligarse de manera directa a una corazonada de Caldas, apoyada en la investigación sobre el uso de un producto de consumo bastante cotidiano como el formol, que se emplea como agente asesino. Dado que la lejía utilizada de la manera en que se hace en la novela produciría efectos similares, y que puede comprarse formol casi en cualquier droguería un poco grande, puede entenderse que la línea de investigación seguida al respecto con éxito por Caldas resulte un tanto inverosímil.
Salvo su resolución, el desarrollo caso en sí, por lo demás, resulta bastante interesante. Se sigue la muerte de un saxofonista, integrante de un grupo de jazz y profesor, en circunstancias francamente macabras. El caso llevará a los investigadores a los ambientes homosexuales de Vigo, descritos sin sensacionalismo, y nos permitirá conocer a algún secundario con potencial para posterior desarrollo. Libro en sí poco ambicioso, Ojos de agua (que hace referencia al color de los ojos de la víctima) está escrito con un estilo funcional pero solvente, se cierra con un sentimiento de satisfacción, y deja el decidido deseo de conocer posteriores aventuras de Caldas, para las cuales esperemos que Villar depure las debilidades de esta primera novela.
Es una buena entrada en el género, creo, la de este autor.
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