Debolsillo, Barcelona, 2007. 128 pp. 7,50 €
Contra el sentido común y las más elementales normas de la higiene, tengo algunos amigos escritores, con los cuales, para mayor insensatez, suelo a veces hablar sobre libros y sobre el modo en que practican su arte o como se llame eso. En nuestras largas y, lo confieso, alcohólicas y tabacunas reuniones, acostumbra a aparecer de vez en cuando el nombre de un autor, un tipo joven, peculiar y ya asentado en la cosa ésta de la literatura: Montero Glez. Para quien no lo conozca todavía, Montero Glez es, indudablemente, el tipo más duro de las Letras actuales, el escritor más canalla del hemisferio norte, una especie de Bukowski pasado de vueltas. Un auténtico poeta de lo abrupto, gamberro de raza, que llegó a la literatura (pronto se echa de ver) como el mejor medio de escapar a la civilidad. Para muchos de mis amigos escritores, Montero Glez es un autor poderoso y genuino, pletórico de fuerza y que encuentra su mayor valor en los excesos:
—Ya está bien —protestan—, de autores finos y comedidos, de escritores clonados en un curso de creación literaria.
Para otros tantos, sin embargo, tras lo que escribe Montero Glez se encierra el truco.
—Tamaña violencia —me comentaba uno de ellos—, tanta navaja, esperma, escupitajo, incluso sangre de menstruación, tanto alijo de coca y guardia civil, tal despliegue de ambientes sórdidos y tipos patibularios, no es más que una forma sencilla y barata de hacerse el interesante cuando no hay nada que decir.
—Porque es muy fácil, sí —insistía otro de esa cuerda—, construir poesía sobre los cañones de las pistolas e hilvanar metáforas en los pasillos largos y penumbrosos de los burdeles.
—Eso parece —les interrumpió uno de los “monteroglecistas”—, pero, en realidad, se necesita tener el pulso muy firme para perpetrar una novela “canalla” como Manteca colorá. El pulso muy firme y, al mismo tiempo, la sangre a punto de ebullición para mantener el ritmo, continuar en el crescendo y no permitirse ni un momento de relajo. Casi una página entera está hecha, por ejemplo, de sonido de balas: “¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata!...”
—Un recurso de tebeo, no me jodas.
—Un recurso, amigo, que no se te hubiera ocurrido a ti, porque para saltarse de esa forma las normas de lo literariamente correcto, olvidarse de la estética y desprenderse de la vergüenza y de la tradición, hace falta tener un sentido propio y genuino, apenas contaminado, de lo que es narrar. Hace falta el coraje suficiente para escribir a tu modo.
—Yo en todo eso, sin embargo, no veo más que fuerza bruta...
—Bastante sería, de todos modos, la fuerza bruta en medio de la complacencia general. Sin embargo, en Manteca colorá y en otros libros de Montero Glez, hay fuerza, desde luego, pero no es una fuerza ciega, todo lo contrario. Es una fuerza que busca una expresión propia, un estilo, que no se contenta con emplear las fórmulas sobadas en miles de novelas.
—Para acabar en un estilo barroco. A estas alturas.
—¿Y? No todo ha de ser minimalismo, periodo corto, frase tajante. No todo va a ser aquello que tanto cacarean las escuelas: la economía del relato, adjetivos los justos, conjunciones ningunas, ni un sustantivo de más. No hay nada de malo en desbordar la página...
—El problema es cuando el estilo parece bastarse a sí mismo, es decir, cuando el autor cree que por haber encontrado un modo de expresión original y unas imágenes a veces exuberantes ya está todo hecho. Porque en un libro como Manteca colorá, si barroco es el estilo, no menos barroca es toda la estructura: hay un continuo ir y venir sobre lo ya narrado, se vuelve atrás, se dan de pronto dos saltos adelante, una escena se presenta lenta y rica en descripciones, la siguiente está apenas esquematizada...
—Es posible, pero cuando Montero Glez consigue impactar de pleno, cuando alcanza el hígado de la historia, su golpe tiene más fuerza que las obras completas de muchos que, a tu manera, construyen excelentemente y hacen del novelar un pulcro ejercicio de arquitectura.
—Al fin y a la postre, estoy viendo que el “caso Montero Glez” se reduce a una mera cuestión de gustos...
—Yo creo que es un asunto, más bien, de forma de ver la vida. Hay quienes se desayunan con salmón y mantequilla y hay quienes con manteca colorá.
—Ahí le diste —concluí, mientras apuraba el cigarrillo y pedía otra cerveza.
—Ya está bien —protestan—, de autores finos y comedidos, de escritores clonados en un curso de creación literaria.
Para otros tantos, sin embargo, tras lo que escribe Montero Glez se encierra el truco.
—Tamaña violencia —me comentaba uno de ellos—, tanta navaja, esperma, escupitajo, incluso sangre de menstruación, tanto alijo de coca y guardia civil, tal despliegue de ambientes sórdidos y tipos patibularios, no es más que una forma sencilla y barata de hacerse el interesante cuando no hay nada que decir.
—Porque es muy fácil, sí —insistía otro de esa cuerda—, construir poesía sobre los cañones de las pistolas e hilvanar metáforas en los pasillos largos y penumbrosos de los burdeles.
—Eso parece —les interrumpió uno de los “monteroglecistas”—, pero, en realidad, se necesita tener el pulso muy firme para perpetrar una novela “canalla” como Manteca colorá. El pulso muy firme y, al mismo tiempo, la sangre a punto de ebullición para mantener el ritmo, continuar en el crescendo y no permitirse ni un momento de relajo. Casi una página entera está hecha, por ejemplo, de sonido de balas: “¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata!...”
—Un recurso de tebeo, no me jodas.
—Un recurso, amigo, que no se te hubiera ocurrido a ti, porque para saltarse de esa forma las normas de lo literariamente correcto, olvidarse de la estética y desprenderse de la vergüenza y de la tradición, hace falta tener un sentido propio y genuino, apenas contaminado, de lo que es narrar. Hace falta el coraje suficiente para escribir a tu modo.
—Yo en todo eso, sin embargo, no veo más que fuerza bruta...
—Bastante sería, de todos modos, la fuerza bruta en medio de la complacencia general. Sin embargo, en Manteca colorá y en otros libros de Montero Glez, hay fuerza, desde luego, pero no es una fuerza ciega, todo lo contrario. Es una fuerza que busca una expresión propia, un estilo, que no se contenta con emplear las fórmulas sobadas en miles de novelas.
—Para acabar en un estilo barroco. A estas alturas.
—¿Y? No todo ha de ser minimalismo, periodo corto, frase tajante. No todo va a ser aquello que tanto cacarean las escuelas: la economía del relato, adjetivos los justos, conjunciones ningunas, ni un sustantivo de más. No hay nada de malo en desbordar la página...
—El problema es cuando el estilo parece bastarse a sí mismo, es decir, cuando el autor cree que por haber encontrado un modo de expresión original y unas imágenes a veces exuberantes ya está todo hecho. Porque en un libro como Manteca colorá, si barroco es el estilo, no menos barroca es toda la estructura: hay un continuo ir y venir sobre lo ya narrado, se vuelve atrás, se dan de pronto dos saltos adelante, una escena se presenta lenta y rica en descripciones, la siguiente está apenas esquematizada...
—Es posible, pero cuando Montero Glez consigue impactar de pleno, cuando alcanza el hígado de la historia, su golpe tiene más fuerza que las obras completas de muchos que, a tu manera, construyen excelentemente y hacen del novelar un pulcro ejercicio de arquitectura.
—Al fin y a la postre, estoy viendo que el “caso Montero Glez” se reduce a una mera cuestión de gustos...
—Yo creo que es un asunto, más bien, de forma de ver la vida. Hay quienes se desayunan con salmón y mantequilla y hay quienes con manteca colorá.
—Ahí le diste —concluí, mientras apuraba el cigarrillo y pedía otra cerveza.
Pues sí. Me dan ganas de leerlo, aunque solo sea por leer algo diferente.
ResponderEliminarY muy bueno lo del crítico, mostrando en el diálogo los dos puntos de vista, tan contrapuestos.
Con Montero yo me lo paso muy bien, pero Miguel, para autores "raros" y desbordantes el que yo tengo descubierto desde hace dos semanas, Antonio Galvez, que con su novela titulada Caliente rompió la internet de los intelectuales durante dos años. Yo voy por la mitad de la novela, publicada en Morfeo y no dejo de asombrarme.
ResponderEliminarPue yo me lo paso bien leyendo a Glez. Da mil vueltas a la literatura española al uso, que actualmente aburre, los Mendoza, molina, Marías, Millás, etc que resultan monocordes y sin chispa.
ResponderEliminarManteca colorá, es una gloria, pero es que los artículos de fútbol recogidos en el "Diario de un hincha", también.
Tiene un pase, pero le queda para llegar a la altura de Bukowski, no nos engañemos.
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