Trad. Anna Košutič. Maeva, Madrid, 2006. 208 pp. 16 €
Elia Barceló
Empezaré con lo básico para que los lectores de este blog sepan desde el principio lo que van a encontrar en la reseña: La felicidad de Emma es una joya, una de esas novelas que se leen de un tirón y se quedan para siempre dando vueltas en nuestro interior, una de esas pocas, poquísimas novelas que uno quiere volver a leer con frecuencia y que, como la vida misma, le hacen reir y llorar y reflexionar sobre los grandes temas de la existencia: la vida, el amor y la muerte. Y eso en doscientas páginas.
En una zona rural de Alemania, prácticamente dejada de la mano de dios, Emma, una joven granjera, sobrevive mal que bien de las salchichas que fabrica con la carne de sus cerdos, a los que ella misma sacrifica sin ninguna ayuda. Las deudas se amontonan, sabe que pronto perderá su granja, nunca ha ido a una escuela regular, nunca ha estado enamorada, ha sido maltratada de niña y ha sufrido abusos, pero Emma es una fuerza de la naturaleza, casi un avatar de la madre tierra, y vive sola, libre y llena de entusiasmo, disfrutando día a día de lo que la vida puede ofrecerle.
En la ciudad cercana —aunque tan lejos que podría tratarse de otro planeta— Max, un modesto contable de un concesionario de automóviles, recibe la noticia de que padece un cancer terminal que lo matará en unos meses entre grandes dolores. Max es un hombre rígido, ordenado, compulsivo y solitario. Sabe que su vida no ha valido la pena y que casi no le queda tiempo; entonces decide robar el dinero negro que su socio y único amigo guarda en un escondite y, en un impulso de locura único en él, marcharse a México a vivir sus últimos días. El Ferrari robado derrapa en una curva y Max es rescatado por Emma que, de ese modo, ve atendidas sus plegarias: mucho dinero y un hombre a quien amar.
A partir de ese punto se desarrolla una extraordinaria historia de amor entre dos seres opuestos, dos mundos, dos formas de entender la existencia, entre la vida y la muerte. Pero lo mejor de todo es que eso sucede no sólo de un modo natural, sino terriblemente humorístico porque Claudia Schreiber consigue combinar escenas de una ternura y un lirismo insuperables con escenas cómicas, casi esperpénticas, que sin embargo resultan igualmente creíbles.
La mala noticia es que la traducción no está a la altura de la prosa de Schreiber y la versión española pierde grandes cantidades de frescura y de humor. Anna Košutič usa un español correcto, pero no ha acabado de comprender las intenciones de la autora, y los grandes contrastes que encontramos en el texto original se nivelan y se desdibujan hasta resultar irreconocibles. Del mismo modo, hay momentos divertidísimos que desaparecen por completo, simplemente porque la traductora no ha entendido el chiste. En la magnífica escena de la masturbación de Emma a caballo de su motocicleta renqueante que vibra enloquecida, cuando todo el pueblo sabe por el ruido del motor en el silencio de los campos lo que Emma está haciendo, Henner —el único policía del pueblo y amante ocasional de Emma— se come un bocadillo pensando en Emma y en el original se dice que «lo más picante que había en Henner era la mostaza», mientras que en la traducción al español leemos: «Lo único que lograba relajarle era un buen bocadillo de paté de hígado. Y lo que le hacía perder realmente el sueño era la mostaza que lo cubría» (35), con lo cual no sólo se pierde el chiste, sino la caracterización del personaje.
También es una lástima que la traductora no haya comprendido el juego de la autora cuando se refiere al matriarcado imperante en esa región de Alemania (que antes estaba en la frontera de la desaparecida República Democrática) y llama a las mujeres «Trümmerfrauen». Es cierto que se molesta en añadir una nota explicando que con ese nombre se conocía a las mujeres que levantaron el país de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, pero a poco que uno lea la descripción que Claudia Schreiber hace de esas matronas, tanto en lo referente a su aspecto físico: «la insignia de esas mujeres era la talla de su ropa, que comenzaba en la 48 y podía llegar tranquilamente a la 62» (24), como a su comportamiento: «Las mujeres de los escombros administraban el dinero y daban algo a sus maridos para sus gastos. Sin embargo, imprimían tal impulso para trabajar mucho y regularmente que un campesino cuya esposa hubiera muerto antes de tiempo se arruinaba con toda seguridad si en el plazo de un año no encontraba a otra mujer que lo maltratara. Y si no la conseguía, tenía que cargar nuevamente con su madre» (24), se da uno cuenta de que la mejor traducción posible para estas formidables hembras sería la de «focas», como en los chistes de Forges.
De esta novela, traducida a varias lenguas, se ha hecho también una película, bautizada con mayor acierto, como La suerte de Emma (Sven Taddicken, Alemania, 2006) que en noviembre de 2006 consiguió en el Festival de Cine Europeo de Sevilla el Gran Premio del Público, y empezará a ser exhibida en España a principios de verano de este año.
Se trata de una buena película, pero la novela es mejor porque nos presenta también la infancia de Emma a través de algunos recuerdos de la protagonista y nos muestra el gran antagonismo existente no ya entre el mundo rural y el urbano, sino entre las dos Alemanias, entre las dos mentalidades de un pueblo europeo. Y nos enseña puntos de vista profundos y dispares, entre la sensualidad y el pragmatismo, entre la vida y la muerte, entre lo humano y lo animal.
Lo dicho, señores y señoras, una joya que no conviene perderse entre la avalancha de novedades que inunda nuestras librerías. Si además, la editorial se aviniera a cambiar el título para adecuarse al de la película y a pulir la traducción para enfatizar el humor —refrescante y natural— que impregna la novela, tendríamos uno de esos libros que merecen lugar aparte en nuestras bibliotecas: el armario de textos favoritos para releer y disfrutar de verdad.
Elia Barceló
Empezaré con lo básico para que los lectores de este blog sepan desde el principio lo que van a encontrar en la reseña: La felicidad de Emma es una joya, una de esas novelas que se leen de un tirón y se quedan para siempre dando vueltas en nuestro interior, una de esas pocas, poquísimas novelas que uno quiere volver a leer con frecuencia y que, como la vida misma, le hacen reir y llorar y reflexionar sobre los grandes temas de la existencia: la vida, el amor y la muerte. Y eso en doscientas páginas.
En una zona rural de Alemania, prácticamente dejada de la mano de dios, Emma, una joven granjera, sobrevive mal que bien de las salchichas que fabrica con la carne de sus cerdos, a los que ella misma sacrifica sin ninguna ayuda. Las deudas se amontonan, sabe que pronto perderá su granja, nunca ha ido a una escuela regular, nunca ha estado enamorada, ha sido maltratada de niña y ha sufrido abusos, pero Emma es una fuerza de la naturaleza, casi un avatar de la madre tierra, y vive sola, libre y llena de entusiasmo, disfrutando día a día de lo que la vida puede ofrecerle.
En la ciudad cercana —aunque tan lejos que podría tratarse de otro planeta— Max, un modesto contable de un concesionario de automóviles, recibe la noticia de que padece un cancer terminal que lo matará en unos meses entre grandes dolores. Max es un hombre rígido, ordenado, compulsivo y solitario. Sabe que su vida no ha valido la pena y que casi no le queda tiempo; entonces decide robar el dinero negro que su socio y único amigo guarda en un escondite y, en un impulso de locura único en él, marcharse a México a vivir sus últimos días. El Ferrari robado derrapa en una curva y Max es rescatado por Emma que, de ese modo, ve atendidas sus plegarias: mucho dinero y un hombre a quien amar.
A partir de ese punto se desarrolla una extraordinaria historia de amor entre dos seres opuestos, dos mundos, dos formas de entender la existencia, entre la vida y la muerte. Pero lo mejor de todo es que eso sucede no sólo de un modo natural, sino terriblemente humorístico porque Claudia Schreiber consigue combinar escenas de una ternura y un lirismo insuperables con escenas cómicas, casi esperpénticas, que sin embargo resultan igualmente creíbles.
La mala noticia es que la traducción no está a la altura de la prosa de Schreiber y la versión española pierde grandes cantidades de frescura y de humor. Anna Košutič usa un español correcto, pero no ha acabado de comprender las intenciones de la autora, y los grandes contrastes que encontramos en el texto original se nivelan y se desdibujan hasta resultar irreconocibles. Del mismo modo, hay momentos divertidísimos que desaparecen por completo, simplemente porque la traductora no ha entendido el chiste. En la magnífica escena de la masturbación de Emma a caballo de su motocicleta renqueante que vibra enloquecida, cuando todo el pueblo sabe por el ruido del motor en el silencio de los campos lo que Emma está haciendo, Henner —el único policía del pueblo y amante ocasional de Emma— se come un bocadillo pensando en Emma y en el original se dice que «lo más picante que había en Henner era la mostaza», mientras que en la traducción al español leemos: «Lo único que lograba relajarle era un buen bocadillo de paté de hígado. Y lo que le hacía perder realmente el sueño era la mostaza que lo cubría» (35), con lo cual no sólo se pierde el chiste, sino la caracterización del personaje.
También es una lástima que la traductora no haya comprendido el juego de la autora cuando se refiere al matriarcado imperante en esa región de Alemania (que antes estaba en la frontera de la desaparecida República Democrática) y llama a las mujeres «Trümmerfrauen». Es cierto que se molesta en añadir una nota explicando que con ese nombre se conocía a las mujeres que levantaron el país de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, pero a poco que uno lea la descripción que Claudia Schreiber hace de esas matronas, tanto en lo referente a su aspecto físico: «la insignia de esas mujeres era la talla de su ropa, que comenzaba en la 48 y podía llegar tranquilamente a la 62» (24), como a su comportamiento: «Las mujeres de los escombros administraban el dinero y daban algo a sus maridos para sus gastos. Sin embargo, imprimían tal impulso para trabajar mucho y regularmente que un campesino cuya esposa hubiera muerto antes de tiempo se arruinaba con toda seguridad si en el plazo de un año no encontraba a otra mujer que lo maltratara. Y si no la conseguía, tenía que cargar nuevamente con su madre» (24), se da uno cuenta de que la mejor traducción posible para estas formidables hembras sería la de «focas», como en los chistes de Forges.
De esta novela, traducida a varias lenguas, se ha hecho también una película, bautizada con mayor acierto, como La suerte de Emma (Sven Taddicken, Alemania, 2006) que en noviembre de 2006 consiguió en el Festival de Cine Europeo de Sevilla el Gran Premio del Público, y empezará a ser exhibida en España a principios de verano de este año.
Se trata de una buena película, pero la novela es mejor porque nos presenta también la infancia de Emma a través de algunos recuerdos de la protagonista y nos muestra el gran antagonismo existente no ya entre el mundo rural y el urbano, sino entre las dos Alemanias, entre las dos mentalidades de un pueblo europeo. Y nos enseña puntos de vista profundos y dispares, entre la sensualidad y el pragmatismo, entre la vida y la muerte, entre lo humano y lo animal.
Lo dicho, señores y señoras, una joya que no conviene perderse entre la avalancha de novedades que inunda nuestras librerías. Si además, la editorial se aviniera a cambiar el título para adecuarse al de la película y a pulir la traducción para enfatizar el humor —refrescante y natural— que impregna la novela, tendríamos uno de esos libros que merecen lugar aparte en nuestras bibliotecas: el armario de textos favoritos para releer y disfrutar de verdad.
Magnífico análisis de un libro extraordinario, por su gran descripción de las personas después de un terrible conflicto bélico y sus deseos por vivir y vivir bien...
ResponderEliminarAhora hace falta leer "Una mujer en Berlín", un libro anónimo, escrito por una víctima de la guerra que tiene una vigencia total, pues seguimos siendo unos energúmenos a pesar de los avances tecnológicos.
Antonio Marín Segovia