Edición e introducción de Lloyd Spencer. Trad. Pilar Vázquez Álvarez. Alianza Forma, Madrid, 2006. 319 pp. 30 €
Marta Sanz
El sentido de la vista es una recopilación de ensayos breves que John Berger ha ido escribiendo para un público amplio a lo largo de más de tres décadas. Los temas y las maneras de abordarlos son diversos: las metodologías de aproximación a la materia artística; la mirada en general y la mirada particular sobre Hals, Rembrandt, Goya, Van Gogh o Cézanne; el dibujo y la fotografía; las maneras de comer de campesinos y burgueses; la masacre de Hiroshima, el concepto de terrorismo y del mal; la poesía de Mayakovsky... Pero, si los temas despiertan interés, lo más curioso son los modos de enfocar los asuntos, porque Berger escribe poemas, estampas, artículos con un registro académico, fragmentos de un relato, biografías, descripciones... y con todos ellos consigue exactamente lo que se empeña en subrayar a lo largo de las páginas de El sentido de la vista: rellenar el hueco de una ausencia. La escritura se convierte en un ejercicio casi siempre elegíaco y cargado de una nostalgia luctuosa (“Los ojos de Claude Monet” es uno de los ensayos más bellos de esta recopilación); en una necesidad urgente de apresar lo efímero de la experiencia que, no por ello, deja de entrañar momentos de lucidez positiva, de modo que incluso el mayor pesimismo es más constructivo que destructivo, así lo señala el propio Berger en “Leopardi”: «La realidad siempre está necesitada. Incluso de nosotros, por malditos y marginados que seamos. Por eso, lo que Leopardi llamaba Intensidad(...) forma parte del continuo acto de creación, de la producción interminable de significado frente a la “nulidad de las cosas”. Y por eso también el pesimismo de Leopardi se trasciende a sí mismo» (pág. 295).
El carácter misceláneo de El sentido de la vista vincula este fragmento de la obra bergeriana con los orígenes del ensayo como género literario —si alguien no ha disfrutado aún de la lectura de Feijoo, le sugiero que no se lo pierda...— y, a la vez, supone una experiencia en torno a los límites y transformaciones de los géneros, a las movedizas fronteras e interacciones que se producen entre los ámbitos de las bellas artes y la literatura. Los textos de Berger son cuadros, ensayos filosóficos, poemas y narraciones sobre colores, sinestesias, cruces de percepción y razón, fogonazos y gárrulas lápidas. Algunos ensayos —casi todos— son piezas maestras. En “Una noche en Estrasburgo” el autor reflexiona sobre la pasión, describiendo una escena desde la desnudez de la epidermis: el pensamiento se incrusta en un paisaje con figuras humanas y, a partir de esa intersección, el lector, que se siente también desnudo, retado, tan perdido como al tener que juzgar una situación cualquiera de la vida, saca sus propias conclusiones; se establece una doble corriente de empatía en la que hay algo intelectual que es vital y la corriente vital se hace pensamiento, como cuando se experimenta un hueco de desamparo en la boca del estómago y esa sensación remueve la inteligencia: lo físico y lo perceptivo, lo material, son el punto de partida de la abstracción, mientras que las ideas, a su vez, se somatizan. Las reflexiones de Berger, sobre todo en las partes iniciales del libro, son las de un viajero que se ensimisma con un ensimismamiento permeable al entorno, curioso, despierto. Otras veces, el autor se formula y nos formula preguntas que deberían ser contestadas, como en “En el Bósforo” (pág. 81): «¿Por qué describir los mosaicos de la Mezquita de Rustán Pasa —su intenso rojo, su intenso verde, perdidos en un azul aún más intenso— en una ciudad en la que acaba de imponerse la ley marcial?».
En el bloque titulado “El abc del amor”, Berger articula sus ideas en torno al enamoramiento y las pone al servicio de un proyecto formativo: enseñarnos a mirar cuadros desde el amor. Desde esa perspectiva erótica, quizás La maja desnuda no es realmente una maja desnuda, sino una maja desvestida, y las obras pictóricas de Bonnard o de Modigliani no pueden ser analizadas más que a partir de la imbricación de la pasión, la fidelidad y las admiraciones con los rasgos definitorios de sus estilos. En “El momento del cubismo”, el lector revisa los conceptos de arte o inspiración y asume o cuestiona las metáforas que a Berger le sirven para comprender —para didactizar— parte de la historia del arte de Occidente: el espejo, como metáfora del Renacimiento; el escenario teatral como metáfora del Barroco; el testimonio personal a partir de Rousseau; el diagrama, en el cubismo...
John Berger, como un fotógrafo, congela con su escritura instantáneas efímeras de la existencia; sin embargo, hay cosas que no se pueden fotografiar y, entonces, va más allá y dibuja formas que activan la memoria, vivifican el pasado y lo hacen perdurar en el presente, porque el pasado es uno de los átomos que configuran el presente: el pasado es presente, está aquí. Berger juzga el arte y la vida desde el ejercicio del arte y de la vida. Y quizás estas razones son las que le llevan también a dibujar por escrito o con un carboncillo a mano alzada el retrato de sus muertos: el del filósofo marxista Ernst Fischer, el de su propio padre... «La gente suele hablar de la frescura de la visión, de la intensidad de ver algo por primera vez, pero la intensidad de ver algo por última vez es, creo yo, superior» (pág. 170) Dibujo escrito sobre un dibujo dibujado, superposiciones, palimpsestos, memoria y presente, acción y modos de ordenar los hechos, pensar para vivir y vivir para pensar, recrear, transformar, tratar en último término de aprehender la felicidad incluso desde las visiones más negras y la tristeza profunda de saber que «toda la riqueza es mal conseguida en un mundo de pobreza como el nuestro» (pág. 280). Vivir con los ojos estremecedoramente abiertos. Utilizar, hasta sus últimas consecuencias, el sentido de la vista.
Los ensayos de Berger nos ayudan a mirar, a pensar y a ver desde otro sitio, que no es el de las rutinas de la ideología mediática ni el de ese cliché de valores y creencias, cristalizados en hábitos, costumbres y opiniones comúnmente aceptadas, que el artista ha de cuestionar: en definitiva, estos ensayos sirven para articular la gasa interpuesta, el tejido de relaciones conceptuales, que transforma la confusión de los acontecimientos —históricos, sociales, culturales, políticos—, el devenir incesante de la experiencia y de la acción humanas, en ese entramado, pulido como un diamante por un punto de vista inevitablemente ideológico, que llamamos realidad.
Marta Sanz
El sentido de la vista es una recopilación de ensayos breves que John Berger ha ido escribiendo para un público amplio a lo largo de más de tres décadas. Los temas y las maneras de abordarlos son diversos: las metodologías de aproximación a la materia artística; la mirada en general y la mirada particular sobre Hals, Rembrandt, Goya, Van Gogh o Cézanne; el dibujo y la fotografía; las maneras de comer de campesinos y burgueses; la masacre de Hiroshima, el concepto de terrorismo y del mal; la poesía de Mayakovsky... Pero, si los temas despiertan interés, lo más curioso son los modos de enfocar los asuntos, porque Berger escribe poemas, estampas, artículos con un registro académico, fragmentos de un relato, biografías, descripciones... y con todos ellos consigue exactamente lo que se empeña en subrayar a lo largo de las páginas de El sentido de la vista: rellenar el hueco de una ausencia. La escritura se convierte en un ejercicio casi siempre elegíaco y cargado de una nostalgia luctuosa (“Los ojos de Claude Monet” es uno de los ensayos más bellos de esta recopilación); en una necesidad urgente de apresar lo efímero de la experiencia que, no por ello, deja de entrañar momentos de lucidez positiva, de modo que incluso el mayor pesimismo es más constructivo que destructivo, así lo señala el propio Berger en “Leopardi”: «La realidad siempre está necesitada. Incluso de nosotros, por malditos y marginados que seamos. Por eso, lo que Leopardi llamaba Intensidad(...) forma parte del continuo acto de creación, de la producción interminable de significado frente a la “nulidad de las cosas”. Y por eso también el pesimismo de Leopardi se trasciende a sí mismo» (pág. 295).
El carácter misceláneo de El sentido de la vista vincula este fragmento de la obra bergeriana con los orígenes del ensayo como género literario —si alguien no ha disfrutado aún de la lectura de Feijoo, le sugiero que no se lo pierda...— y, a la vez, supone una experiencia en torno a los límites y transformaciones de los géneros, a las movedizas fronteras e interacciones que se producen entre los ámbitos de las bellas artes y la literatura. Los textos de Berger son cuadros, ensayos filosóficos, poemas y narraciones sobre colores, sinestesias, cruces de percepción y razón, fogonazos y gárrulas lápidas. Algunos ensayos —casi todos— son piezas maestras. En “Una noche en Estrasburgo” el autor reflexiona sobre la pasión, describiendo una escena desde la desnudez de la epidermis: el pensamiento se incrusta en un paisaje con figuras humanas y, a partir de esa intersección, el lector, que se siente también desnudo, retado, tan perdido como al tener que juzgar una situación cualquiera de la vida, saca sus propias conclusiones; se establece una doble corriente de empatía en la que hay algo intelectual que es vital y la corriente vital se hace pensamiento, como cuando se experimenta un hueco de desamparo en la boca del estómago y esa sensación remueve la inteligencia: lo físico y lo perceptivo, lo material, son el punto de partida de la abstracción, mientras que las ideas, a su vez, se somatizan. Las reflexiones de Berger, sobre todo en las partes iniciales del libro, son las de un viajero que se ensimisma con un ensimismamiento permeable al entorno, curioso, despierto. Otras veces, el autor se formula y nos formula preguntas que deberían ser contestadas, como en “En el Bósforo” (pág. 81): «¿Por qué describir los mosaicos de la Mezquita de Rustán Pasa —su intenso rojo, su intenso verde, perdidos en un azul aún más intenso— en una ciudad en la que acaba de imponerse la ley marcial?».
En el bloque titulado “El abc del amor”, Berger articula sus ideas en torno al enamoramiento y las pone al servicio de un proyecto formativo: enseñarnos a mirar cuadros desde el amor. Desde esa perspectiva erótica, quizás La maja desnuda no es realmente una maja desnuda, sino una maja desvestida, y las obras pictóricas de Bonnard o de Modigliani no pueden ser analizadas más que a partir de la imbricación de la pasión, la fidelidad y las admiraciones con los rasgos definitorios de sus estilos. En “El momento del cubismo”, el lector revisa los conceptos de arte o inspiración y asume o cuestiona las metáforas que a Berger le sirven para comprender —para didactizar— parte de la historia del arte de Occidente: el espejo, como metáfora del Renacimiento; el escenario teatral como metáfora del Barroco; el testimonio personal a partir de Rousseau; el diagrama, en el cubismo...
John Berger, como un fotógrafo, congela con su escritura instantáneas efímeras de la existencia; sin embargo, hay cosas que no se pueden fotografiar y, entonces, va más allá y dibuja formas que activan la memoria, vivifican el pasado y lo hacen perdurar en el presente, porque el pasado es uno de los átomos que configuran el presente: el pasado es presente, está aquí. Berger juzga el arte y la vida desde el ejercicio del arte y de la vida. Y quizás estas razones son las que le llevan también a dibujar por escrito o con un carboncillo a mano alzada el retrato de sus muertos: el del filósofo marxista Ernst Fischer, el de su propio padre... «La gente suele hablar de la frescura de la visión, de la intensidad de ver algo por primera vez, pero la intensidad de ver algo por última vez es, creo yo, superior» (pág. 170) Dibujo escrito sobre un dibujo dibujado, superposiciones, palimpsestos, memoria y presente, acción y modos de ordenar los hechos, pensar para vivir y vivir para pensar, recrear, transformar, tratar en último término de aprehender la felicidad incluso desde las visiones más negras y la tristeza profunda de saber que «toda la riqueza es mal conseguida en un mundo de pobreza como el nuestro» (pág. 280). Vivir con los ojos estremecedoramente abiertos. Utilizar, hasta sus últimas consecuencias, el sentido de la vista.
Los ensayos de Berger nos ayudan a mirar, a pensar y a ver desde otro sitio, que no es el de las rutinas de la ideología mediática ni el de ese cliché de valores y creencias, cristalizados en hábitos, costumbres y opiniones comúnmente aceptadas, que el artista ha de cuestionar: en definitiva, estos ensayos sirven para articular la gasa interpuesta, el tejido de relaciones conceptuales, que transforma la confusión de los acontecimientos —históricos, sociales, culturales, políticos—, el devenir incesante de la experiencia y de la acción humanas, en ese entramado, pulido como un diamante por un punto de vista inevitablemente ideológico, que llamamos realidad.
Qué buena reseña.
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