Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2006. Segunda edición corregida y aumentada. 440 pp. 18 €
Juan Marqués
No se sabe bien cómo lo hacemos pero siempre acabamos hablando de la guerra. Parecen tiempos adecuados para ello, aunque me temo que mucho más por cuestiones de modas e intereses crematísticos que por efemérides o leyes controvertidas. Si bien es cierto que el interés y el debate por la guerra civil española nunca se ha apagado, también lo es que en los últimos años tenemos que ver cómo una copiosa avalancha de libros de muy distinto valor está haciendo irrespirable el estado de la cuestión, y uno compadece a aquellos historiadores especialistas en aquel periodo que tengan que estar al día de lo que se va publicando sobre él. Recordaba hace pocos días Andrés Trapiello que de ninguna guerra se ha escrito tanto como de la guerra de España, pero no creo que se haya llegado nunca a los extremos absurdos de hoy, en los que es raro el día en que no salta a los escaparates un nuevo título; en los que se está reeditando o traduciendo todo lo que estuviese agotado, olvidado o inédito, sea cual sea su valor o actualidad; en los que se crean editoriales sólo para publicar estudios sobre cualquier aspecto de la guerra o de la dictadura, cubriendo así la desmesurada demanda que al parecer hay entre los lectores de todas las ideologías (supongo legítimo el lucrarse con el repaso superficial o apresurado de la guerra, pero no seré yo quien aplauda por ello ni quien comprenda a quienes pagan y leen libros tan poco útiles); en los que, para ensuciar definitivamente el panorama, se están escribiendo y sacando a la luz opiniones neofascistas y calumnias que en cualquier país civilizado supondrían un proceso judicial al autor y a su editor.
La literatura, por supuesto, no ha contemplado indiferente este fenómeno, y también en los últimos años ha frecuentado el recuerdo de aquellos años, con muy diferentes intereses y con muy distinto mérito. Ha habido mucha novela barata sobre la guerra (y más de una vil) pero si hacemos recuento y vemos que tras el estruendo y la confusión quedarán novelas como El jinete polaco de Antonio Muñoz Molina, Días y noches de Trapiello, Soldados de Salamina de Javier Cercas, El lápiz del carpintero y Los libros arden mal de Manuel Rivas, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, o los episodios que sobre la guerra ha contado Javier Marías en su todavía inacabada Tu rostro mañana, habrá que concluir que algo de todo esto habrá merecido la pena, y que varias novelas (y películas) recientes pueden acompañar con toda dignidad a los más rigurosos y limpios estudios e investigaciones que han aportado y están aportando los historiadores honrados y serios.
En este contexto, creo que también hay que celebrar la aparición de la que debe ser la mejor antología que tenemos hasta hoy de poesía inspirada por o para la guerra. Me refiero a la que Jorge Urrutia ha reunido y comentado en una sobresaliente edición donde no sólo la selección poética es atinada: Urrutia ha conseguido además un prólogo cuyo primer acierto es su título (“Poética para un desastre”) y que, a pesar de incurrir en alguna necesaria simplificación y en alguna innecesaria obviedad casi escolar (por ejemplo: “Conviene, pues, distinguir, el comportamiento del poeta como persona, de la función que cumple su escritura. Porque un poeta puede salvarse como escritor y actuar como u cobarde o un traidor, y viceversa, jugarse la vida en la acción y que sus escritos carezcan de interés literario”, p. 13) está bien ponderado y sobre todo muy bien informado, gracias al hábil manejo de una amplia y no fácil bibliografía. En él hace un breve repaso, a veces desordenado pero manteniendo el mejor tono, a lo que supuso la poesía de trinchera, de retaguardia, de propaganda, necrológica... y a lo que se ha venido diciendo sobre ella. Habrá gente que, con mejores o peores razones, todavía no esté preparada o dispuesta a ver juntos y revueltos los nombres de los poetas que se mantuvieron fieles al bando de la ley y de la dignidad y los de aquellos que fueron o se hicieron cómplices del golpe militar, pero aquí se está hablando de literatura, y como muy bien han dicho otros en otros lugares, la literatura (y, en este caso, la poesía) debe ser juzgada ante “tribunales” literarios, muy diferentes de aquellos que, reales o figurados, absuelven o condenan los actos de cada individuo, y que ya han trabajado (y seguirán haciéndolo) a la hora de determinar quiénes fueron o qué hicieron personas como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Miguel Hernández o Rafael Alberti y, en el otro lado, José María Pemán, Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas, Manuel Machado, Agustín de Foxá o Leopoldo Panero, tratando cada una de las posturas no sólo según a qué bando se unieron, sino observando las actuaciones concretas y las distintas intenciones y motivaciones que a cada uno de ellos movieron y, en lo que aquí nos ocupa, les hicieron tomar la pluma, porque si no caeremos, como tantas veces se ha hecho, en la simpleza, en el maniqueísmo y, por tanto, en la injusticia. Creo que es un acierto que Urrutia los mezcle, porque leídos así es más fácil cotejar las diferentes líneas ideológicas y, sobre todo, cómo éstas podían determinar también sutiles diferencias u opciones poéticas, esas diferencias y variantes que Urrutia analiza con sagacidad, y que, de principio, están basadas en el muy distinto trato que la poesía recibió en cada una de las Españas enfrentadas en 1936: el bando republicano, mayoritariamente comprometido una vez más con la cultura, incentivando la lectura, escritura y publicación de poemas, organizando recitales y repartiendo libros o poemas impresos; el bando franquista, controlando y en buena medida ya censurando buena parte de lo que se escribía, imponiendo determinadas condiciones a los poetas “oficiales” y viendo con no muy buenos ojos los desahogos poéticos de sus soldados o afectos. Por lo demás, Urrutia tiene claro que “la calidad estética de la poesía escrita en la España constitucional es evidentemente superior” (p. 52). Así que la única separación que recoge esta antología es la temática, no la ideológica. El libro, en otro acierto de Urrutia, se divide en diferentes partes, según cuál fuese el foco de atención de cada poema (“Los combatientes”, “El dolor de la guerra”, “El final de la guerra”…), aunque no se sabe bien qué hacen los preciosos poemas de Machado o Cernuda sobre el asesinato de Lorca en la sección “Los héroes mayores”, donde se recogen necrológicas de José Antonio o loas a Franco, Mola, Líster, Millán Astray, Durruti o Pasionaria. Un poeta y un hombre como Lorca no debería verse allí, tan solo y mal acompañado entre fanáticos militares, legionarios dementes o exaltados “héroes mayores” con pistola.
Todo ello, insisto, constituye la mejor colección que conozco sobre la poesía inspirada por la guerra civil, y por tanto es éste un libro que sí era pertinente escribir y publicar, que sí debería perdurar en el tiempo y ser tenido en cuenta en el futuro, no ser arrastrado por el tiempo o condenado a la caducidad rápida y al olvido eterno que sin duda merecen tantos de esos libros oportunistas, manuales, compendios, panfletos y refritos a los que aludía al comienzo, cuyo único destino posible, lejos de cualquier biblioteca seria, debería ser el contenedor de papel para reciclar, o, casi mejor, la basura de la que nunca debieron salir.
Juan Marqués
No se sabe bien cómo lo hacemos pero siempre acabamos hablando de la guerra. Parecen tiempos adecuados para ello, aunque me temo que mucho más por cuestiones de modas e intereses crematísticos que por efemérides o leyes controvertidas. Si bien es cierto que el interés y el debate por la guerra civil española nunca se ha apagado, también lo es que en los últimos años tenemos que ver cómo una copiosa avalancha de libros de muy distinto valor está haciendo irrespirable el estado de la cuestión, y uno compadece a aquellos historiadores especialistas en aquel periodo que tengan que estar al día de lo que se va publicando sobre él. Recordaba hace pocos días Andrés Trapiello que de ninguna guerra se ha escrito tanto como de la guerra de España, pero no creo que se haya llegado nunca a los extremos absurdos de hoy, en los que es raro el día en que no salta a los escaparates un nuevo título; en los que se está reeditando o traduciendo todo lo que estuviese agotado, olvidado o inédito, sea cual sea su valor o actualidad; en los que se crean editoriales sólo para publicar estudios sobre cualquier aspecto de la guerra o de la dictadura, cubriendo así la desmesurada demanda que al parecer hay entre los lectores de todas las ideologías (supongo legítimo el lucrarse con el repaso superficial o apresurado de la guerra, pero no seré yo quien aplauda por ello ni quien comprenda a quienes pagan y leen libros tan poco útiles); en los que, para ensuciar definitivamente el panorama, se están escribiendo y sacando a la luz opiniones neofascistas y calumnias que en cualquier país civilizado supondrían un proceso judicial al autor y a su editor.
La literatura, por supuesto, no ha contemplado indiferente este fenómeno, y también en los últimos años ha frecuentado el recuerdo de aquellos años, con muy diferentes intereses y con muy distinto mérito. Ha habido mucha novela barata sobre la guerra (y más de una vil) pero si hacemos recuento y vemos que tras el estruendo y la confusión quedarán novelas como El jinete polaco de Antonio Muñoz Molina, Días y noches de Trapiello, Soldados de Salamina de Javier Cercas, El lápiz del carpintero y Los libros arden mal de Manuel Rivas, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, o los episodios que sobre la guerra ha contado Javier Marías en su todavía inacabada Tu rostro mañana, habrá que concluir que algo de todo esto habrá merecido la pena, y que varias novelas (y películas) recientes pueden acompañar con toda dignidad a los más rigurosos y limpios estudios e investigaciones que han aportado y están aportando los historiadores honrados y serios.
En este contexto, creo que también hay que celebrar la aparición de la que debe ser la mejor antología que tenemos hasta hoy de poesía inspirada por o para la guerra. Me refiero a la que Jorge Urrutia ha reunido y comentado en una sobresaliente edición donde no sólo la selección poética es atinada: Urrutia ha conseguido además un prólogo cuyo primer acierto es su título (“Poética para un desastre”) y que, a pesar de incurrir en alguna necesaria simplificación y en alguna innecesaria obviedad casi escolar (por ejemplo: “Conviene, pues, distinguir, el comportamiento del poeta como persona, de la función que cumple su escritura. Porque un poeta puede salvarse como escritor y actuar como u cobarde o un traidor, y viceversa, jugarse la vida en la acción y que sus escritos carezcan de interés literario”, p. 13) está bien ponderado y sobre todo muy bien informado, gracias al hábil manejo de una amplia y no fácil bibliografía. En él hace un breve repaso, a veces desordenado pero manteniendo el mejor tono, a lo que supuso la poesía de trinchera, de retaguardia, de propaganda, necrológica... y a lo que se ha venido diciendo sobre ella. Habrá gente que, con mejores o peores razones, todavía no esté preparada o dispuesta a ver juntos y revueltos los nombres de los poetas que se mantuvieron fieles al bando de la ley y de la dignidad y los de aquellos que fueron o se hicieron cómplices del golpe militar, pero aquí se está hablando de literatura, y como muy bien han dicho otros en otros lugares, la literatura (y, en este caso, la poesía) debe ser juzgada ante “tribunales” literarios, muy diferentes de aquellos que, reales o figurados, absuelven o condenan los actos de cada individuo, y que ya han trabajado (y seguirán haciéndolo) a la hora de determinar quiénes fueron o qué hicieron personas como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Miguel Hernández o Rafael Alberti y, en el otro lado, José María Pemán, Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas, Manuel Machado, Agustín de Foxá o Leopoldo Panero, tratando cada una de las posturas no sólo según a qué bando se unieron, sino observando las actuaciones concretas y las distintas intenciones y motivaciones que a cada uno de ellos movieron y, en lo que aquí nos ocupa, les hicieron tomar la pluma, porque si no caeremos, como tantas veces se ha hecho, en la simpleza, en el maniqueísmo y, por tanto, en la injusticia. Creo que es un acierto que Urrutia los mezcle, porque leídos así es más fácil cotejar las diferentes líneas ideológicas y, sobre todo, cómo éstas podían determinar también sutiles diferencias u opciones poéticas, esas diferencias y variantes que Urrutia analiza con sagacidad, y que, de principio, están basadas en el muy distinto trato que la poesía recibió en cada una de las Españas enfrentadas en 1936: el bando republicano, mayoritariamente comprometido una vez más con la cultura, incentivando la lectura, escritura y publicación de poemas, organizando recitales y repartiendo libros o poemas impresos; el bando franquista, controlando y en buena medida ya censurando buena parte de lo que se escribía, imponiendo determinadas condiciones a los poetas “oficiales” y viendo con no muy buenos ojos los desahogos poéticos de sus soldados o afectos. Por lo demás, Urrutia tiene claro que “la calidad estética de la poesía escrita en la España constitucional es evidentemente superior” (p. 52). Así que la única separación que recoge esta antología es la temática, no la ideológica. El libro, en otro acierto de Urrutia, se divide en diferentes partes, según cuál fuese el foco de atención de cada poema (“Los combatientes”, “El dolor de la guerra”, “El final de la guerra”…), aunque no se sabe bien qué hacen los preciosos poemas de Machado o Cernuda sobre el asesinato de Lorca en la sección “Los héroes mayores”, donde se recogen necrológicas de José Antonio o loas a Franco, Mola, Líster, Millán Astray, Durruti o Pasionaria. Un poeta y un hombre como Lorca no debería verse allí, tan solo y mal acompañado entre fanáticos militares, legionarios dementes o exaltados “héroes mayores” con pistola.
Todo ello, insisto, constituye la mejor colección que conozco sobre la poesía inspirada por la guerra civil, y por tanto es éste un libro que sí era pertinente escribir y publicar, que sí debería perdurar en el tiempo y ser tenido en cuenta en el futuro, no ser arrastrado por el tiempo o condenado a la caducidad rápida y al olvido eterno que sin duda merecen tantos de esos libros oportunistas, manuales, compendios, panfletos y refritos a los que aludía al comienzo, cuyo único destino posible, lejos de cualquier biblioteca seria, debería ser el contenedor de papel para reciclar, o, casi mejor, la basura de la que nunca debieron salir.
Un gran comentario sobre el libro y sobre la literatura y la Guerra Civil. EN nuestro club estamos leyendo Soldados de Salamina, que mencionas aquí. ¿Cuál sería tu opinión sobre ese libro? ¿Crees merecido su éxito o fue, también, una moda debida al tema de la Guerra Civil. En nuestro club hay diferentes opiniones.
ResponderEliminarSaludos
El unico poeta importante de esa lista es Panero
ResponderEliminarLeo, creo que es bastante discutible que Leopoldo Panero sea el único poeta importante de una lista en la que también figuran Machado, JRJ (¿¿¿no te parece un poeta importante???) o Alberti... La obra de Panero padre es estimable, pero no superior a la de esos nombres. ¿No le estarás confundiendo con su hijo, nacido nueve años después del final de la guerra? Por lo demás, enhorabuena por la reseña, que es excelente.
ResponderEliminarLo he discutido con mucha gente, y comprendo las razones por las que algunos la desprecian, pero yo soy de los que ha leído y releído con entusiasmo Soldados de Salamina. No creo que sea una novela fácil, ni una novela oportunista, ni, por supuesto, una novela inmoral. La única acusación cierta que yo he oído es que la fórmula que utiliza Cercas para su ficción (lo que él llama un "relato real") es cualquier cosa menos original, pero, siendo serios, ¿qué clase de reproche es ése? ¿desde cuándo una novela ha de ser formal o "filosóficamente" novedosa para poder ser una gran novela? (Gracias, Natalia).
ResponderEliminarA mí también me gusta cierto Panero (sí el de "Escrito a cada instante; poco el del "Canto personal"). Mucho más que Ridruejo o Pemán, pero menos que Manuel Machado, Sánchez Mazas o Foxá, por hablar de los de la "lista" de los franquistas, que supongo, Tigretón, que es a la que se refería Leo. (Gracias a los dos).
Dice el crítico que "se están escribiendo y sacando a la luz opiniones neofascistas y calumnias que en cualquier país civilizado supondrían un proceso judicial al autor y a su editor". Me imagino que se refiere, por ejemplo, a Pío Moa, el más exacerbado "revisionista" que se me ocurre; y considero que, como tantas otras veces, se está juzgando a un autor sin haberle leído. Puedo estar de acuerdo en que Moa es un mal historiador, un historiador apresurado o un historiador ventajista, si se quiere, pero yo, que no acostumbro juzgar como parece hacerlo el crítico, de oídas, no he encontrado, lo siento, en ninguna frase de Moa nada neofascista o calumnioso. Es la pura verdad. He encontrado frases incomodas para la visión de la guerra que se quiere establecer como definitiva, frases un poco provocadoras, si se quiere, algo ligeras desde el punto de vista historiográfico (esto suele ser costumbre desde ambas versiones del conflicto), pero en ningún momento nada que justifique esa barbaridad (esta sí neofascita) que dice el crítico de, bajo capa de ser civilizados, meter a ningún autor o editor en la cárcel. Si no somos capaces de aceptar una versión de la guerra distinto a la de nuestros estereotipos, si solo somos capaces de actuar ante ella negándonos a oírla a cal y canto, quizás habría que dudar muy en serio de que ese nivel superior cultural y humano que el autor proclama tenía el bando republicano (y que yo sí creo que tenía) lo hayamos heredado de alguna forma; más bien parece que hemos heredado lo peor: el sectarismo, el revanchismo, la exclusión...
ResponderEliminarEn efecto, no he sido yo quien ha demostrado que Moa (por citar sólo a quien nombra "el usuario anónimo") miente, pero el hecho es que gente seria de la que me fío (sí: de oídas) ha explicado de sobra cómo Moa no suele ser muy cuidadoso a la hora de citar archivos de forma literal, y cómo suele confundirse siempre a favor de unas ideas determinadas, de una conclusión previa a la investigación, para mayor gloria del fascismo español, al que abiertamente admira, y sin matices demasiado elegantes. Decir que "Moa es un mal historiador, un historiador apresurado o un historiador ventajista" es quedarse muy corto. Sobran los adjetivos: Moa, simplemente, no es historiador. Y sí es calumniso al falsificar fuentes. Y sí es neofascista desde la primera a la última palabra de muchos de sus artículos (entendiendo por "neofascista" no alguien que mañana mismo quiera ver alzarse un Cuarto Reich -aunque no me extrañaría-, sino alguien explícitamente defensor de un golpe de estado y una dictadura militar de tono fascista y violentamente cruel.) Si te soy sincero, anónimo amigo, no creo que haya que meter a Moa a la cárcel por esto, pero sí inhabilitarlo de algún modo, que sus libros sean reprobados oficialmente como lo que son, que todo el mundo sepa de qué personaje estamos hablando (y a partir de ahí, que lo lea quien quiera, con las intenciones que quiera). Y creo que es obvio que Moa es un tipo peligroso, muy dañino, capaz de engañar o encender a millones de españoles que están muy predispuestos a oír sus, insisto, calumnias neofascistas.
ResponderEliminarFeliz Navidad a todos.
En nuestro blog acabamos de publicar comentarios del propio Cercas sobre Soldados de Salamina y to el proceso de revisión histórica (comentarios de hace unos años, no de ahora). pueden resultar interesantes para este debate.
ResponderEliminarGracias a todos por vuestro comentarios, han sido muy intresantes.
Nuestro club deja Soldados de Salamina y se dirige a Madame Bovary. Estáis todos invitados.
Saludos.
Mala cosa es hacer afirmaciones categóricas sobre algo que, según el mismo crítico reconoce, se sabe "de oídas". Pedir que se inhabilite a alguien a quien, el mismo crítico lo reconoce, no se ha leído, solo se ha oído hablar de él. ¡Ojo con el rigor, por favor! Da miedo pensar a qué abismos puede llevarnos hablar por boca de ganso y dar resonancia a una opinión ajena que ni siquiera nos hemos molestado en constrastar. Yo sí he leído a Pío Moa, yo no estoy de acuerdo con casi nada de lo que dice Pío Moa, pero yo no considero nocivo ni peligroso que sus ideas y sus afirmaciones "históricas" vayan circulando por ahí. Allá penas, que las lea quien quiera, como hoy en día se puede comprar en cualquier librería el Mein Kampf. No hay que darle más importancia a Moa, no alimentemos la crispación: ya se le tragará la sensatez.
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