Alfaguara, Madrid, 2006. 591 pp. 28,60 €
Marta Sanz
El Eremita, la Vejez o el Hombre que Peor habla de la Feliz Gobernación, sale en busca de los mandarines, tras atender a los mensajes de los demiurgos Enclenque, Homínido y Tullido. Los soldados del Pueblo lo conducen hacia la ciudad en la que gobierna esta Casta suprema, auxiliada por los Legos, los Becarios —que han de ingerir sopa mil años; mil años, vaca; y mil años, avestruces: la metáfora de los estómagos agradecidos recorre la novela como la peste que enrancia el arte y la vida—, los Alcaldes y la Gente de Estaca. En la aldea, el Eremita deja a su amada Azanaia. No sabe leer ni escribir, pero un “juglar”, Miguel Espinosa, recopila y ordena sus aventuras conversacionales. El Eremita posee una gran memoria y sabe escuchar y relatar y componer poemas y atar cabos para relacionar los textos filosóficos, morales, estéticos, jurídicos, políticos y académicos, producidos por la crema de la intelectualidad de un mundo en el que, aunque el tiempo es extensísimo —la gente cumple cientos de miles de años—, la Historia no llega a ser anulada. El Eremita, que es independiente pero permeable, escucha los argumentos de los seguidores del Tapicero Reflexivo, de los Mendigos Herejes o de los “excarcelantes”, la facción ideológica capitaneada por Lamuro, que lucha con más método contra la Feliz Gobernación, un anti-utopía con nombre de restaurante chino, cuyos adeptos son “muy de derechas” según cuenta una de las voces de este texto ultrapolifónico, pero al fin controlado por una sola voz eremítico espinosiana. Porque la diversidad no es sinónimo del caos.
La prosa brilla por un sentido del humor basado en el juego con el lenguaje y en el convencimiento de que ni el juego ni el lenguaje ni el sentido del humor son inofensivos. Los artefactos neológicos que, al principio, dificultan la comprensión, más adelante, se interpretan automáticamente —la propuesta también es intrépida por su modo de “modificar” los procesos de lectura— sin necesidad de traductores ni para eso, ni para desentrañar el principio y el fin de una Historia que se construye a base de citas de citas sobre interpretaciones de citas a las que ya se aludió en otro lugar. Es claustrofóbica la férrea coherencia de un sistema de citas que va envolviendo al lector como una anaconda de la que primero huye y a la que más tarde se rinde. Prevalece la idea de que una civilización es su Historia y la maraña intertextual de la Cultura enturbia y aclara; es un retrato y una burla, y, con ella, el autor critica una suerte de culturalismo académico equivalente a esa burocracia que ensucia, de nuevo, el arte y la vida. El neologismo funda un mundo distinto pero reconocible, porque la novela es un alegato contra las formas totalitarias del poder político y del poder cultural, encarnados en los propietarios del Libro y la palabra. Se cuestiona el solapamiento y la interacción de lo real y de lo discursivo: tanto el discurso de la Historia como el del Arte se componen de juicios, más que de hechos; así, vuelven a desdibujarse los límites entre realidad y ficción, a la manera del borgiano Tlön, Uqbar y Urbis Tertius, lugares que existen porque existen como entrada en una enciclopedia. La Filosofía y la Historia devienen literatura, ficciones, y al contrario. La novela es una constatación de la reversibilidad y complicidad de los discursos, tanto de los artísticos, como de los cotidianos y los políticos. Los “permisos de Diccionario” subrayan la importancia de poseer el lenguaje (“la glotonería sobre el pastel de la palabra”, escribe Espinosa) y de imprimir sentidos interesados a su supuesta arbitrariedad. Espinosa se rebela creativamente contra los permisos, contra los diccionarios, contra las reglas del lenguaje: las mujeres hermosas son “chatillas” o “pecosillas”; los miembros de academias y universidades, “enmucetados”; las fuerzas de seguridad, “gente de estaca”; y tal vez porque mandan —y el mando no es lo mismo que el poder: estas sutilezas, que comienzan pareciendo una tomadura de pelo, están preñadas de significados espeluznantes—, a los mandarines se les da ese nombre, ridículo si se considera que a la raíz del mando se le ha añadido un sufijo diminutivo...
La propuesta de Espinosa es matizadamente posmoderna: una novela mutante, ecléctica y mestiza, en la que se combinan géneros y voces, y que, pese a haberse vinculado con Orwell o Huxley, entronca con la tradición de las narraciones barrocas hispánicas, con El Criticón de Gracián y desde luego con El Quijote: el viaje; los encuentros con seres que con sus relatos conforman la miscelánea de un mundo que se acaba y de otro que comienza; la desazón de la identidad —importantísimos son los nombres, los apelativos, los epítetos y los sobrenombres de un mismo personaje—; el Eremita que, como Quijano, es un contestatario, un enemigo de la impasibilidad, un meditativo que no renuncia a su vocación de hombre de acción y que, en su periplo, desvela quizás la crisis de los metarrelatos que marca el nacimiento de un tiempo nuevo, del mismo modo que Cervantes con su Quijote retrata la fractura de una cosmovisión medieval para inaugurar conceptos como la libertad del individuo o la ley del mercado; la presencia/ausencia de Azenaia-Dulcinea; los soldados a veces son el contrapunto popular de la voz de Sancho y, no se sabe si por síndrome de Estocolmo o por verdadera empatía, se “eremitizan”, mientras que el eremita es cada vez más receptivo con la soldadesca; también el Eremita, como Don Quijote, deja de ser de carne y hueso y se transforma en metaficción dentro del libro, al protagonizar historias contadas por otros... Fagocitante novela en la que caben poemas, retablos, representaciones teatrales, tratados, contemplaciones, legislaciones, meditaciones, libelos, programas de acción, teorías estéticas, proyectos didascálicos... El adjetivo posmoderno se nos queda corto: tal vez, sea más preciso hablar de profunda modernidad, porque a fin de cuentas Espinosa, partiendo de distintas acepciones de la Razón —hay razones alienadas y otro tipo de razones—, muestra una sólida confianza en ella, como único medio para que los seres humanos aprehendan la felicidad.
Escuela de Mandarines logra despertar intensas emociones intelectuales. También divierte y estimula esa forma del pensamiento que rodea la certeza y que es una perpetua aproximación. Espinosa genera incertidumbre y alaba las intuiciones, por boca del Eremita, y, sin embargo, él parece lleno de seguridades que nos devuelve en forma de paradoja: “Hacer Arte no es conspirar”, dice Canucio en una de las páginas del libro y, sin embargo, ¿qué es este libro sino una risueña y articulada conspiración contra el campo literario, el campo intelectual, el campo político y el campo del poder, concretamente en España a la altura de 1974 y, en general, contra todos los campos de similares características en otros tiempos y en otros lugares? Si este libro fuera presentado hoy en una gran editorial por un autor desconocido, casi podemos tener la seguridad de que no se publicaría: ésa es una de las vergüenzas de nuestro campo cultural. Quizás es que otros mandarines también merezcan ser derrocados al grito de “Contra la propiedad y con el Pueblo.”
Marta Sanz
El Eremita, la Vejez o el Hombre que Peor habla de la Feliz Gobernación, sale en busca de los mandarines, tras atender a los mensajes de los demiurgos Enclenque, Homínido y Tullido. Los soldados del Pueblo lo conducen hacia la ciudad en la que gobierna esta Casta suprema, auxiliada por los Legos, los Becarios —que han de ingerir sopa mil años; mil años, vaca; y mil años, avestruces: la metáfora de los estómagos agradecidos recorre la novela como la peste que enrancia el arte y la vida—, los Alcaldes y la Gente de Estaca. En la aldea, el Eremita deja a su amada Azanaia. No sabe leer ni escribir, pero un “juglar”, Miguel Espinosa, recopila y ordena sus aventuras conversacionales. El Eremita posee una gran memoria y sabe escuchar y relatar y componer poemas y atar cabos para relacionar los textos filosóficos, morales, estéticos, jurídicos, políticos y académicos, producidos por la crema de la intelectualidad de un mundo en el que, aunque el tiempo es extensísimo —la gente cumple cientos de miles de años—, la Historia no llega a ser anulada. El Eremita, que es independiente pero permeable, escucha los argumentos de los seguidores del Tapicero Reflexivo, de los Mendigos Herejes o de los “excarcelantes”, la facción ideológica capitaneada por Lamuro, que lucha con más método contra la Feliz Gobernación, un anti-utopía con nombre de restaurante chino, cuyos adeptos son “muy de derechas” según cuenta una de las voces de este texto ultrapolifónico, pero al fin controlado por una sola voz eremítico espinosiana. Porque la diversidad no es sinónimo del caos.
La prosa brilla por un sentido del humor basado en el juego con el lenguaje y en el convencimiento de que ni el juego ni el lenguaje ni el sentido del humor son inofensivos. Los artefactos neológicos que, al principio, dificultan la comprensión, más adelante, se interpretan automáticamente —la propuesta también es intrépida por su modo de “modificar” los procesos de lectura— sin necesidad de traductores ni para eso, ni para desentrañar el principio y el fin de una Historia que se construye a base de citas de citas sobre interpretaciones de citas a las que ya se aludió en otro lugar. Es claustrofóbica la férrea coherencia de un sistema de citas que va envolviendo al lector como una anaconda de la que primero huye y a la que más tarde se rinde. Prevalece la idea de que una civilización es su Historia y la maraña intertextual de la Cultura enturbia y aclara; es un retrato y una burla, y, con ella, el autor critica una suerte de culturalismo académico equivalente a esa burocracia que ensucia, de nuevo, el arte y la vida. El neologismo funda un mundo distinto pero reconocible, porque la novela es un alegato contra las formas totalitarias del poder político y del poder cultural, encarnados en los propietarios del Libro y la palabra. Se cuestiona el solapamiento y la interacción de lo real y de lo discursivo: tanto el discurso de la Historia como el del Arte se componen de juicios, más que de hechos; así, vuelven a desdibujarse los límites entre realidad y ficción, a la manera del borgiano Tlön, Uqbar y Urbis Tertius, lugares que existen porque existen como entrada en una enciclopedia. La Filosofía y la Historia devienen literatura, ficciones, y al contrario. La novela es una constatación de la reversibilidad y complicidad de los discursos, tanto de los artísticos, como de los cotidianos y los políticos. Los “permisos de Diccionario” subrayan la importancia de poseer el lenguaje (“la glotonería sobre el pastel de la palabra”, escribe Espinosa) y de imprimir sentidos interesados a su supuesta arbitrariedad. Espinosa se rebela creativamente contra los permisos, contra los diccionarios, contra las reglas del lenguaje: las mujeres hermosas son “chatillas” o “pecosillas”; los miembros de academias y universidades, “enmucetados”; las fuerzas de seguridad, “gente de estaca”; y tal vez porque mandan —y el mando no es lo mismo que el poder: estas sutilezas, que comienzan pareciendo una tomadura de pelo, están preñadas de significados espeluznantes—, a los mandarines se les da ese nombre, ridículo si se considera que a la raíz del mando se le ha añadido un sufijo diminutivo...
La propuesta de Espinosa es matizadamente posmoderna: una novela mutante, ecléctica y mestiza, en la que se combinan géneros y voces, y que, pese a haberse vinculado con Orwell o Huxley, entronca con la tradición de las narraciones barrocas hispánicas, con El Criticón de Gracián y desde luego con El Quijote: el viaje; los encuentros con seres que con sus relatos conforman la miscelánea de un mundo que se acaba y de otro que comienza; la desazón de la identidad —importantísimos son los nombres, los apelativos, los epítetos y los sobrenombres de un mismo personaje—; el Eremita que, como Quijano, es un contestatario, un enemigo de la impasibilidad, un meditativo que no renuncia a su vocación de hombre de acción y que, en su periplo, desvela quizás la crisis de los metarrelatos que marca el nacimiento de un tiempo nuevo, del mismo modo que Cervantes con su Quijote retrata la fractura de una cosmovisión medieval para inaugurar conceptos como la libertad del individuo o la ley del mercado; la presencia/ausencia de Azenaia-Dulcinea; los soldados a veces son el contrapunto popular de la voz de Sancho y, no se sabe si por síndrome de Estocolmo o por verdadera empatía, se “eremitizan”, mientras que el eremita es cada vez más receptivo con la soldadesca; también el Eremita, como Don Quijote, deja de ser de carne y hueso y se transforma en metaficción dentro del libro, al protagonizar historias contadas por otros... Fagocitante novela en la que caben poemas, retablos, representaciones teatrales, tratados, contemplaciones, legislaciones, meditaciones, libelos, programas de acción, teorías estéticas, proyectos didascálicos... El adjetivo posmoderno se nos queda corto: tal vez, sea más preciso hablar de profunda modernidad, porque a fin de cuentas Espinosa, partiendo de distintas acepciones de la Razón —hay razones alienadas y otro tipo de razones—, muestra una sólida confianza en ella, como único medio para que los seres humanos aprehendan la felicidad.
Escuela de Mandarines logra despertar intensas emociones intelectuales. También divierte y estimula esa forma del pensamiento que rodea la certeza y que es una perpetua aproximación. Espinosa genera incertidumbre y alaba las intuiciones, por boca del Eremita, y, sin embargo, él parece lleno de seguridades que nos devuelve en forma de paradoja: “Hacer Arte no es conspirar”, dice Canucio en una de las páginas del libro y, sin embargo, ¿qué es este libro sino una risueña y articulada conspiración contra el campo literario, el campo intelectual, el campo político y el campo del poder, concretamente en España a la altura de 1974 y, en general, contra todos los campos de similares características en otros tiempos y en otros lugares? Si este libro fuera presentado hoy en una gran editorial por un autor desconocido, casi podemos tener la seguridad de que no se publicaría: ésa es una de las vergüenzas de nuestro campo cultural. Quizás es que otros mandarines también merezcan ser derrocados al grito de “Contra la propiedad y con el Pueblo.”
Hace mucho tiempo que alguien me hablo de este libro de Espinosa. Creo que es injusto que algunos autores "desaparezcan" de las librerias de esta manera. Me alegro de que se haya recuperado y de que lo hayais resenado. Y como siempre, Marta, tu articulo es fabuloso. Animo a todos con el proyecto, no hay dia que no entre a ver que contais.
ResponderEliminarHola, Marta:
ResponderEliminarAnte todo, quiero felicitarte por tu texto, porque ya sabes que soy muy espinosiano y que lo esperaba como quien espera un sonido familiar que le recuerde que leer no es una tarea de solitarios, que después de la lectura siempre tenemos más caminos de acceso al mundo y más argumentos para interconectarnos con los demás.
Ahora vienen las dudas: ¿ha sido este tu primer acercamiento a Espinosa (si es así, corre a por "Tríbada" y "Asklepios", en menor medida -no corras, apresúrate- a por "La fea burguesía" o las "Reflexiones sobre Norteamérica")? ¿No te parece que en tiempos en los que la verbosidad se paga muy cara, una presencia como la de Espinosa hace realidad aquello que decía Wittgenstein sobre los límites de mi lenguaje como los límites del mundo? Creo que es uno de esos escritores que nos recuerdan no sólo la multiplicidad léxica que hay para nombrar las cosas sino también lo plurisémicas que pueden llegar a ser.
Un último apunte: ¿no te has sentido como en casa al leer a alguien que celebra el don que representa el lenguaje? Lo digo porque a mí, a partir de "Lenguas muertas" ("El frío" era una novela con vocación económica, temerosa de los efectos melodramáticos, de cualquier exceso, de ahí su desnudez), me parece que hay más de un lazo entre tu obra y la de Miguel Espinosa. ¿Qué te parece a ti después de haber recorrido el camino que va a Feliz Gobernación?
Un beso y una sonrisa.
Hilario
Estupenda reseña Marta. Yo también comparto la poética de Espinosa y me parece que es uno de esos autores que, tanto los escritores como los lectores y los críticos, deberían tener a mano. Al menos el hecho de que se rescaten sus libros y de que existan reseñas que demuestran, no ya un empatamiento de principios, una lectura inteligente, hacen que los Espinosa no se olviden en el ezquisito pero minoritario estante de los "Raros".
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