Seix Barral, Barcelona, 2006. 315 pp. 20,00 €
Anna Grau
Nueva York te acerca. Te puede acercar mucho a todo aquello de lo que en casa (vamos a llamarlo así...) primero huirías y luego mirarías atrás; todo aquello que no has elegido, pero te define; todo aquello que te obliga a hacerte socialmente responsable y culturalmente consecuente, y que por tanto le pone puertas al campo de ser tú, de lo que tú locamente quisieras ser, si te dejaran. Y que no tiene por qué ser, eso que tú quisieras, nada que ni remotamente tenga que ver contigo. Con lo que se espera de ti en función de cuándo y dónde has nacido.
Nueva York te acerca porque está tan lejos que si tú no quieres nadie te va a encontrar nunca. Camuflado en la maleza de cemento, como un fugitivo de Auster, al fin libre de devenir incluso un homeless, sin que nadie se escandalice ni se decepcione. Sin que nadie se dé cuenta, en verdad. En una sociedad pensada para destacar, donde nunca se es bastante único ni distinto, puedes por fin calmar tu sed de que te olviden. De volver a nacer, con la esperanza de no cometer de nuevo el error de haber nacido.
Y es justo entonces, cuando te sientes lo bastante salvado y lo bastante lejos, cuando se te puede ocurrir volver.
No es tanto nostalgia como el último y más sorprendente peldaño de la libertad. Cuando por fin sientes que de verdad estás desconectado y libre, y que las otrora feroces ataduras ya no serían capaces ni de sujetar un globo a la mano de un niño. Entonces puedes volver, sin miedo a quedar atrapado. Como el astronauta regresa a la Tierra, sabedor de que ya no volverá a ser el que nunca había salido de ella.
Esta metáfora umbilical de los viajes espaciales sin duda no es ajena a la apertura elegida por Antonio Muñoz Molina para su última partida literaria. “¿Y cómo se llama tu novela nueva, Antonio?”, le pregunté en Nueva York, en una de sus últimas apariciones como director del Instituto Cervantes en esos pagos. Había algo significativo en que su abandono del cargo después de dos años coincidiera con la aparición de esta novela. Pero en aquel momento, ¿cómo iba yo a saberlo?
“La novela se titula El viento de la Luna”, explicó, con una especie de abrupta dulzura. Como si al final de la frase esperara algún tipo de reacción.
Al no obtenerla, precisó: “Como sabes, no hay viento en la Luna”. “Vaya”, comenté yo, con pocas ganas de comprometerme.
Es verdad que no hay viento en la luna. Existe el viento solar —que tampoco es viento, viento—, pero el viento lunar es un fantasma. Una ausencia. Una curiosa piedra de toque poético con la que plantear una novela tan metida para adentro de lo real, tan humilde, que a lo mejor sí es verdad que, para permitirte el lujo de escibirla, tienes que ser real académico.
El vehículo no puede ser más simple: en julio de 1969, un adolescente sigue paso a paso la aventura de la llegada del hombre a la Luna. Pero la sigue por la radio desde Mágina, ese enclave donde otras criaturas muñozmolinianas ya se han desesperado mucho de lo que era España no hace tanto. En ese ambiente rural sobrecogido, frustradamente lorquiano, el Apolo XI y su comandante Neil Armstrong devienen liberadores fantásticos, conquistadores de una anhelada realidad alternativa. Como personajes de Julio Verne al que el joven de Mágina se aferrara con todas sus fuerzas para escapar de la dureza y la miseria cotidianas: el trabajo del campo que parece ser su siniestro destino insistente, una vez expulsado del santuario laboral de la niñez; la opresión mental de los curas en el colegio; la vergüenza de ser pobre, y la angustia de serlo por alguna injusticia antigua, que nadie se atreve a denunciar abiertamente; el ardiente rencor escondido, por eso mismo; el tiempo que parece moverse sólo de mala gana, como un animal enfermo; las mismas crónicas de Radio Nacional de la época, con ese untuoso estilo tardofranquista capaz en sí mismo de contaminar toda la radiante aventura de la NASA que parece llevar implícito otro futuro, otra clase de tiempo...
Anna Grau
Nueva York te acerca. Te puede acercar mucho a todo aquello de lo que en casa (vamos a llamarlo así...) primero huirías y luego mirarías atrás; todo aquello que no has elegido, pero te define; todo aquello que te obliga a hacerte socialmente responsable y culturalmente consecuente, y que por tanto le pone puertas al campo de ser tú, de lo que tú locamente quisieras ser, si te dejaran. Y que no tiene por qué ser, eso que tú quisieras, nada que ni remotamente tenga que ver contigo. Con lo que se espera de ti en función de cuándo y dónde has nacido.
Nueva York te acerca porque está tan lejos que si tú no quieres nadie te va a encontrar nunca. Camuflado en la maleza de cemento, como un fugitivo de Auster, al fin libre de devenir incluso un homeless, sin que nadie se escandalice ni se decepcione. Sin que nadie se dé cuenta, en verdad. En una sociedad pensada para destacar, donde nunca se es bastante único ni distinto, puedes por fin calmar tu sed de que te olviden. De volver a nacer, con la esperanza de no cometer de nuevo el error de haber nacido.
Y es justo entonces, cuando te sientes lo bastante salvado y lo bastante lejos, cuando se te puede ocurrir volver.
No es tanto nostalgia como el último y más sorprendente peldaño de la libertad. Cuando por fin sientes que de verdad estás desconectado y libre, y que las otrora feroces ataduras ya no serían capaces ni de sujetar un globo a la mano de un niño. Entonces puedes volver, sin miedo a quedar atrapado. Como el astronauta regresa a la Tierra, sabedor de que ya no volverá a ser el que nunca había salido de ella.
Esta metáfora umbilical de los viajes espaciales sin duda no es ajena a la apertura elegida por Antonio Muñoz Molina para su última partida literaria. “¿Y cómo se llama tu novela nueva, Antonio?”, le pregunté en Nueva York, en una de sus últimas apariciones como director del Instituto Cervantes en esos pagos. Había algo significativo en que su abandono del cargo después de dos años coincidiera con la aparición de esta novela. Pero en aquel momento, ¿cómo iba yo a saberlo?
“La novela se titula El viento de la Luna”, explicó, con una especie de abrupta dulzura. Como si al final de la frase esperara algún tipo de reacción.
Al no obtenerla, precisó: “Como sabes, no hay viento en la Luna”. “Vaya”, comenté yo, con pocas ganas de comprometerme.
Es verdad que no hay viento en la luna. Existe el viento solar —que tampoco es viento, viento—, pero el viento lunar es un fantasma. Una ausencia. Una curiosa piedra de toque poético con la que plantear una novela tan metida para adentro de lo real, tan humilde, que a lo mejor sí es verdad que, para permitirte el lujo de escibirla, tienes que ser real académico.
El vehículo no puede ser más simple: en julio de 1969, un adolescente sigue paso a paso la aventura de la llegada del hombre a la Luna. Pero la sigue por la radio desde Mágina, ese enclave donde otras criaturas muñozmolinianas ya se han desesperado mucho de lo que era España no hace tanto. En ese ambiente rural sobrecogido, frustradamente lorquiano, el Apolo XI y su comandante Neil Armstrong devienen liberadores fantásticos, conquistadores de una anhelada realidad alternativa. Como personajes de Julio Verne al que el joven de Mágina se aferrara con todas sus fuerzas para escapar de la dureza y la miseria cotidianas: el trabajo del campo que parece ser su siniestro destino insistente, una vez expulsado del santuario laboral de la niñez; la opresión mental de los curas en el colegio; la vergüenza de ser pobre, y la angustia de serlo por alguna injusticia antigua, que nadie se atreve a denunciar abiertamente; el ardiente rencor escondido, por eso mismo; el tiempo que parece moverse sólo de mala gana, como un animal enfermo; las mismas crónicas de Radio Nacional de la época, con ese untuoso estilo tardofranquista capaz en sí mismo de contaminar toda la radiante aventura de la NASA que parece llevar implícito otro futuro, otra clase de tiempo...
“La duración de plomo del pasado se mide en conmemoraciones y en números romanos”, nos cuenta el muchacho que despierta como puede a la ambición —también sexual— en medio de ese páramo, contra el que se rebela con todo su ser: “a mí me gusta el tiempo inverso y veloz de la cuenta atrás que lleva segundo a segundo al despegue de un cohete Saturno, y más todavía el que empieza en el instante del despegue: segundos de prodigio, minutos y horas de aventura y suspenso, cada hora numerada en su avance y en el cumplimiento exacto de los objetivos de una misión volcada a un porvenir luminoso de adelantos científicos y exploraciones espaciales”.
Ese es el plan, huir de la ratonera de hierro de Mágina, hacia el efervescente mundo real.
La novela deviene entonces engañosamente previsible: se nos cuenta la iniciación a muchas cosas de este chico deslumbrado por los astronautas americanos, impaciente ante un futuro que, para el lector, ya es pasado. Incluso pasadísimo: su fulgor resulta para nosotros tan trasnochado como las decoraciones de los años setenta. El futuro ya no es lo que era entonces. El futuro ya es otro.
Este ángulo permite a Muñoz Molina alimentar su historia, simultáneamente, de ironía y de buena fe. Impregnar toda la narración de un extrañamiento tan exasperante, como entrañable. Teñir de cierta magistral amargura el mismo éxito: ni queriendo podemos no saber en todo momento que el autor nos cuenta todo esto, todas estas desesperadas ganas de huir de donde y para qué nació, desde la otra orilla. Lo consiguió, qué duda cabe. El mundo y Nueva York le estaban esperando.
Si no lo hubiera conseguido, seguramente no habría podido escribir una novela donde, con más o menos eufemismos, viene a pedirle perdón a su padre, por no haber querido ser hortelano como él. Donde, bajo las riendas mucho más tensionadas de lo que parece para mantener el estilo cansino, mortecino casi, se espolean frases que, como quien no quiere la cosa, dicen terriblemente un mundo. Como cuando dice de su familia: “Que la Tierra sea redonda, y que gire en torno a su eje y dé vueltas alrededor del Sol, según se muestra en las imágenes con las que comienza el telediario, es una de tantas fantasías que aparecen en cuanto se enciende la pantalla, y a las que ellos no conceden mucho crédito porque no concuerdan con su experiencia de la realidad”.
Lo cual no quita para comprender después que “hubiera debido darme cuenta de que en la voz de mi padre había un fondo de ternura y lealtad hacia mí”.
Ante la evidencia de que el hijo no le sucedería en el cultivo de la tierra, el padre acabó vendiendo la huerta adquirida con no pocos sacrificios. Y que venía a ser el escenario literal y simbólico de su dignidad. Lo mejor que tenía para ofrecer. Y que fue rechazado.
Pero la libertad es eso. También el amor, cuando por fin puede mirarse a la cara y escribirse. Cuando se ha llegado lo bastante lejos de uno mismo como para no tener miedo de volver. A la tierra que ya no te atrapará nunca más, porque ya es redonda para siempre. Como la última frase de la novela: “Aunque estaba tan lejos, han sabido encontrarme”.
Ese es el plan, huir de la ratonera de hierro de Mágina, hacia el efervescente mundo real.
La novela deviene entonces engañosamente previsible: se nos cuenta la iniciación a muchas cosas de este chico deslumbrado por los astronautas americanos, impaciente ante un futuro que, para el lector, ya es pasado. Incluso pasadísimo: su fulgor resulta para nosotros tan trasnochado como las decoraciones de los años setenta. El futuro ya no es lo que era entonces. El futuro ya es otro.
Este ángulo permite a Muñoz Molina alimentar su historia, simultáneamente, de ironía y de buena fe. Impregnar toda la narración de un extrañamiento tan exasperante, como entrañable. Teñir de cierta magistral amargura el mismo éxito: ni queriendo podemos no saber en todo momento que el autor nos cuenta todo esto, todas estas desesperadas ganas de huir de donde y para qué nació, desde la otra orilla. Lo consiguió, qué duda cabe. El mundo y Nueva York le estaban esperando.
Si no lo hubiera conseguido, seguramente no habría podido escribir una novela donde, con más o menos eufemismos, viene a pedirle perdón a su padre, por no haber querido ser hortelano como él. Donde, bajo las riendas mucho más tensionadas de lo que parece para mantener el estilo cansino, mortecino casi, se espolean frases que, como quien no quiere la cosa, dicen terriblemente un mundo. Como cuando dice de su familia: “Que la Tierra sea redonda, y que gire en torno a su eje y dé vueltas alrededor del Sol, según se muestra en las imágenes con las que comienza el telediario, es una de tantas fantasías que aparecen en cuanto se enciende la pantalla, y a las que ellos no conceden mucho crédito porque no concuerdan con su experiencia de la realidad”.
Lo cual no quita para comprender después que “hubiera debido darme cuenta de que en la voz de mi padre había un fondo de ternura y lealtad hacia mí”.
Ante la evidencia de que el hijo no le sucedería en el cultivo de la tierra, el padre acabó vendiendo la huerta adquirida con no pocos sacrificios. Y que venía a ser el escenario literal y simbólico de su dignidad. Lo mejor que tenía para ofrecer. Y que fue rechazado.
Pero la libertad es eso. También el amor, cuando por fin puede mirarse a la cara y escribirse. Cuando se ha llegado lo bastante lejos de uno mismo como para no tener miedo de volver. A la tierra que ya no te atrapará nunca más, porque ya es redonda para siempre. Como la última frase de la novela: “Aunque estaba tan lejos, han sabido encontrarme”.
Creo que Anna Grau, aunque en general elogie la novela (o más que la novela, la figura de Muñoz Molina) acierta al referirse al estilo cansino, mortecino y casi exasperante de El viento de la Luna. Aunque ella lo haga constar como mérito (y no explique muy bien por qué escribir cansino tendría que ser un mérito, cuando un escritor ha de ser en toda hora brillante) lo cierto es que esa démora, esa acumulación de adjetivos, esas enumeraciones de objetos, esa detención en cualquier detalle, sea importante el detalle o no, que es típica de Muñoz Molina pero que aquí se intensifica más si cabe, hacen de este autor, pese a cuanto diga la crítica "oficial", un escritor bastante plomizo. Practica, además, aunque claro está que es una opinión personal, una literatura que yo creo que es bastante fácil, pero que da el pego, y es engallar la voz y hacer de todo un motivo de comparación: así, "me fui como el viajero que en la noche oscura...", "estaba solo como el náufrago que en medio del mar...", "tenía frío como el explorador que subido a un trineo...". Son exageraciones, claro, para expresar la idea general que a mí me produce la lectura de Muñoz Molina.
ResponderEliminarA mí el libro no me gustado nada. Sobre todo, me parece lo mismo de siempre: costumbrismo rancio y fácil: el colegio de curas, las pajas, la albarda del burro, el botijo, las sardinas arenques y el olor a pies. La triste estética de la berza, que ya fue requetecultivada (y muchísimo mejor) durante la posguerra. Está claro que Muñoz Molina ha pasado por Nueva York (no para de repetirlo, y si no él su mujer), pero me parece a mí que Nueva York no ha pasado por él.
ResponderEliminarSiempre me ha parecido que Muñoz Molina empleaba muchísimas más palabras de las necesarias. Creo que es un escritor aburrido, moroso y triste (en el peor sentido de la palabra). En resumen: un buen ejemplo del actual estado de la narrativa española, si es que existe la narrativa española.
ResponderEliminarMe parece que en este caso Muñoz Molina viene a engrosar el ya numeroso elenco de los novelistas que escriben autoficción,con el esquema añadido de la novela de formación, con unas gotas de la miseria moral y física de la posguerra para aderezar el conjunto. Los dos primeros aspectos me parecen una limitación, el otro tal vez una concesión.
ResponderEliminarEl conjunto me merece respeto; se nota el oficio, vaya, pero como lector me esperaba algo más. En fin, otra vez será.
El viento de la Luna me ha causado una gran pena, pero no por la trama, la atmósfera o los personajes. Me ha entristecido mucho ver a quien se supone es uno de nuestros más celebrados intelectuales, avanzadilla de las letras españolas (no en vano es el director del Cervantes en Nueva York) y supuesto alto representante de nuestro país y nuestro tiempo, entregado (quizás por eso de las ventas, pero quizás también por falta de imaginación) a cultivar el pintoresquismo más rancio y a recrearse en el españolismo más pueblerino y autárquico, lejos de intentar integrar los posibles valores culturales españoles dentro de una corriente universal, como se hizo en aquellas grandes épocas (Siglo de Oro o generación del 14) en que nuestra cultura fue verdaderamente significativa e importante. Eso no puede exigírsele a la mayoría, claro está,pero sí a alguien que ostenta un "cargo" intelectual. Como bien decía Marcos Frey, Nueva York no parece haber pasado por este hombre, quien en El viento de la Luna apenas si pretende superar la anécdota y no busca otra finalidad que el negocio.
ResponderEliminarMercurial.
ResponderEliminarMe pareció maravilloso, lo he reeleido varias veces, será que no entiendo...
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