Traducción y postfacio de Max Lacruz. Funambulista, Madrid, 2006. 297 pp. 20,50 €
Marta Sanz
Mucho es lo que se ha dicho y poco lo que se puede aportar sobre la figura y obra de Laurence Sterne, autor irlandés (1713- 1768), al que debemos, entre otras piezas, este inacabado Viaje sentimental y Tristram Shandy, un clásico de la literatura que se constituye en objeto permanente de revisitas, tal vez porque eso que se llamó la posmodernidad, al menos, la literaria, ya estaba inventada en el corazón de la modernidad y de las luces: Sterne indaga en los límites entre los géneros, es un heterodoxo, un alquimista, que funde en sus crisoles el ensayismo, la literatura de viajes, la escena galante, la epístola, el cuentecillo y el diálogo cómico, en el marco de una trama que experimenta con los efectos de los «manuscritos encontrados», de la suspensión y de la elipsis. No por casualidad, Sterne admira a Cervantes durante un siglo en el que, en España, Don Miguel quedaba en los márgenes del canon, pese a haber marcado las pautas de la novela moderna y, por eso y a la vez, de la posmoderna: los influjos y las intertextualidades nos juegan a veces estas malas pasadas ucrónicas que, como apuntaba Borges, convierten la Historia, especialmente la historia cultural, en un círculo, un laberinto o una ficción en sí misma. Pese a la diversidad de un texto que consigue, a través de ella, entretener, lo más importante de este libro es la coherencia de la voz que da sentido a la pluralidad, dosificándola y reinterpretándola, para expresar una caudalosa alegría de vivir, un acuerdo tácito entre el ser humano y el mundo («Todo, todo ello proviene de ti, gran Sensorium del mundo que vibra si un cabello de nuestras cabezas cae al suelo, en el más remoto desierto de la creación», reflexiona el narrador...), un sensualismo casi desprejuiciado —totalmente desprejuiciado sería imposible hasta por parte de los más insignes inmoralistas—, pero no exento de esa «alma» que confiere al viaje estatus de recorrido sentimental y no de catálogo paisajístico: en el Viaje sentimental por Francia e Italia —Italia sólo se atisba, ya que hablamos de una obra inacabada— no salen monumentos, pero aparecen modistillas, encajeras y vendedoras de guantes, los mendigos de Francia, madames y nobles, que dibujan el mapa de la sentimentalidad del narrador, despertando su compasión, su prodigalidad, su mala conciencia, sus deseos, sus maldades y bondades, su humorismo y sus instintos, de un modo que hubiera sido imposible sin tales acicates, porque lo que se aprende de un viaje es lo que queda detrás de los filtros de los estados de ánimo, de la subjetividad y del contacto con los otros. A Sterne y a su narrador, les conmueve el género humano, la psicología, la sociología, las idiosincrasias nacionales, el descubrimiento del otro y de uno mismo a través de lo ajeno. En este sentido, las escenas eróticas trazan un panorama del amor sensual que, en su detallismo y sutileza, está vinculado con la estética rococó: el gusto por lo pequeño, la delicadeza, el insinuado toque libertino que se coloca en las antípodas de la pornografía, las normas vulneradas de la seducción- las pautas sociales y sus suaves fracturas estimulan la libido- los ardides galantes... El Viaje sentimental se interrumpe con una escena que es cualquier cosa menos abrupta y, apelando de nuevo a la magia de las intertextualidades que permite pasar el tiempo por la centrifugadora, recuerda a ese mítico momento en el que Clark Gable y Claudette Colbert comparten habitación en Sucedió una noche: separados por unas telas, también el narrador y una dama han de pernoctar en el mismo cuarto, después de haber convenido unas normas —los preámbulos son encantadores— que están pensadas para quebrarse y que provocan un murmullo: la fille de chambre de la dama acude, de modo que todo se enriquece sensualmente y, por el azar del fallecimiento del autor, se logra un final con fundido en blanco, casi insuperable... La lectura del Viaje sentimental es una experiencia en la que al lector no se le despinta la sonrisa: la alegría de vivir se desprende del tono de una narración en la que Le Fleur, el criado francés del narrador, Yorick —sí Yorick, como la calavera de Hamlet— es el símbolo de una felicidad y de una entrega, también de una curiosa inutilidad, que ofrece otra visión sobre el manido utilitarismo dieciochesco: Le Fleur sabe tocar música y complacer, pero no tiene ni la menor idea de cómo se arregla una peluca. Resulta también significativa la dignificación, está sí plenamente ilustrada, de las actividades artesanales y mercantiles, que se ejemplifica a través de la anécdota del pastelero, así como la obsesión por los estereotipos que, en el caso de Sterne, un escritor con alma de cómico, es obsesión por relativizarlos, a través de la parodia y de impagables reflexiones lingüísticas y, sobre todo, por medio del recurso de observar una cultura desde los ojos de otra para hermanar a los seres humanos; con menos sentido del humor, lo mismo hace Cadalso en sus Cartas marruecas: ejercer la crítica para mejorar y encontrar lazos de comunidad; el mérito añadido del libro de Sterne es que realiza tal esfuerzo “intercultural” en tiempos de guerra entre Inglaterra y Francia. Tal vez es que, como el propio Sterne escribe: «Un hombre que ría jamás será peligroso». Que los dioses le oigan, porque yo he visto cómo el presidente Bush se partía el pecho, aunque reconozco que a Aznar le costaba estirar la sonrisa. Quizás es que hay maneras y maneras de reír.
Marta Sanz
Mucho es lo que se ha dicho y poco lo que se puede aportar sobre la figura y obra de Laurence Sterne, autor irlandés (1713- 1768), al que debemos, entre otras piezas, este inacabado Viaje sentimental y Tristram Shandy, un clásico de la literatura que se constituye en objeto permanente de revisitas, tal vez porque eso que se llamó la posmodernidad, al menos, la literaria, ya estaba inventada en el corazón de la modernidad y de las luces: Sterne indaga en los límites entre los géneros, es un heterodoxo, un alquimista, que funde en sus crisoles el ensayismo, la literatura de viajes, la escena galante, la epístola, el cuentecillo y el diálogo cómico, en el marco de una trama que experimenta con los efectos de los «manuscritos encontrados», de la suspensión y de la elipsis. No por casualidad, Sterne admira a Cervantes durante un siglo en el que, en España, Don Miguel quedaba en los márgenes del canon, pese a haber marcado las pautas de la novela moderna y, por eso y a la vez, de la posmoderna: los influjos y las intertextualidades nos juegan a veces estas malas pasadas ucrónicas que, como apuntaba Borges, convierten la Historia, especialmente la historia cultural, en un círculo, un laberinto o una ficción en sí misma. Pese a la diversidad de un texto que consigue, a través de ella, entretener, lo más importante de este libro es la coherencia de la voz que da sentido a la pluralidad, dosificándola y reinterpretándola, para expresar una caudalosa alegría de vivir, un acuerdo tácito entre el ser humano y el mundo («Todo, todo ello proviene de ti, gran Sensorium del mundo que vibra si un cabello de nuestras cabezas cae al suelo, en el más remoto desierto de la creación», reflexiona el narrador...), un sensualismo casi desprejuiciado —totalmente desprejuiciado sería imposible hasta por parte de los más insignes inmoralistas—, pero no exento de esa «alma» que confiere al viaje estatus de recorrido sentimental y no de catálogo paisajístico: en el Viaje sentimental por Francia e Italia —Italia sólo se atisba, ya que hablamos de una obra inacabada— no salen monumentos, pero aparecen modistillas, encajeras y vendedoras de guantes, los mendigos de Francia, madames y nobles, que dibujan el mapa de la sentimentalidad del narrador, despertando su compasión, su prodigalidad, su mala conciencia, sus deseos, sus maldades y bondades, su humorismo y sus instintos, de un modo que hubiera sido imposible sin tales acicates, porque lo que se aprende de un viaje es lo que queda detrás de los filtros de los estados de ánimo, de la subjetividad y del contacto con los otros. A Sterne y a su narrador, les conmueve el género humano, la psicología, la sociología, las idiosincrasias nacionales, el descubrimiento del otro y de uno mismo a través de lo ajeno. En este sentido, las escenas eróticas trazan un panorama del amor sensual que, en su detallismo y sutileza, está vinculado con la estética rococó: el gusto por lo pequeño, la delicadeza, el insinuado toque libertino que se coloca en las antípodas de la pornografía, las normas vulneradas de la seducción- las pautas sociales y sus suaves fracturas estimulan la libido- los ardides galantes... El Viaje sentimental se interrumpe con una escena que es cualquier cosa menos abrupta y, apelando de nuevo a la magia de las intertextualidades que permite pasar el tiempo por la centrifugadora, recuerda a ese mítico momento en el que Clark Gable y Claudette Colbert comparten habitación en Sucedió una noche: separados por unas telas, también el narrador y una dama han de pernoctar en el mismo cuarto, después de haber convenido unas normas —los preámbulos son encantadores— que están pensadas para quebrarse y que provocan un murmullo: la fille de chambre de la dama acude, de modo que todo se enriquece sensualmente y, por el azar del fallecimiento del autor, se logra un final con fundido en blanco, casi insuperable... La lectura del Viaje sentimental es una experiencia en la que al lector no se le despinta la sonrisa: la alegría de vivir se desprende del tono de una narración en la que Le Fleur, el criado francés del narrador, Yorick —sí Yorick, como la calavera de Hamlet— es el símbolo de una felicidad y de una entrega, también de una curiosa inutilidad, que ofrece otra visión sobre el manido utilitarismo dieciochesco: Le Fleur sabe tocar música y complacer, pero no tiene ni la menor idea de cómo se arregla una peluca. Resulta también significativa la dignificación, está sí plenamente ilustrada, de las actividades artesanales y mercantiles, que se ejemplifica a través de la anécdota del pastelero, así como la obsesión por los estereotipos que, en el caso de Sterne, un escritor con alma de cómico, es obsesión por relativizarlos, a través de la parodia y de impagables reflexiones lingüísticas y, sobre todo, por medio del recurso de observar una cultura desde los ojos de otra para hermanar a los seres humanos; con menos sentido del humor, lo mismo hace Cadalso en sus Cartas marruecas: ejercer la crítica para mejorar y encontrar lazos de comunidad; el mérito añadido del libro de Sterne es que realiza tal esfuerzo “intercultural” en tiempos de guerra entre Inglaterra y Francia. Tal vez es que, como el propio Sterne escribe: «Un hombre que ría jamás será peligroso». Que los dioses le oigan, porque yo he visto cómo el presidente Bush se partía el pecho, aunque reconozco que a Aznar le costaba estirar la sonrisa. Quizás es que hay maneras y maneras de reír.
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ResponderEliminarEl uso de los puntos y aparte no está penado, que yo sepa.
Muy buena crítica (y me refiero al texto y a la escritora, con lo cual introduzco un interesante doble sentido, que será interesante que comenten los usuarios). Y hay que decir que la crítica (de nuevo doble sentido) le hace justicia al libro, que es muy divertido. Como el libro, la crítica va de una referencia a otra, un juego de espejos. Recomendables, pues, la crítica, la ausencia de puntos aparte, y el libro, que los tiene, y muchos.
ResponderEliminarHola, Marta. Excelente reseña, como todas las tuyas. Otra mirada ligera sobre este libro en mi blog El clavo en la pared. Un saludo. Jesús.
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