Inauguramos hoy otra sección en La tormenta: Solo con invitación. A las palabras de Doménico Chiappe sobre la reciente novela de Santiago Roncagliolo, Premio Alfaguara de este año, sumamos una breve entrevista en exclusiva con el escritor peruano.
Abril rojo, Santiago Roncagliolo
Alfaguara. Madrid, 2006. 328 págs. 19,50 €
Doménico Chiappe
La primera página asusta. Reproduce el extraño idioma que sólo los funcionarios públicos conocen. Un castellano que rescata palabras desterradas de la agilidad verbal cotidiana: «transitaba por las inmediaciones de su domicilio». Respiro aliviado al atravesar tres páginas. Un narrador onmisciente, de voz formal, se hace cargo de la historia del fiscal Chacaltana. Un hombre invisible que pronto, en el segundo capítulo, se torna gris. Un hombre cualquiera, que esconde mucho, como se verá después, al que le falta astucia para sobrevivir entre los dos fuegos cruzados que describen espirales y que Santiago Roncagliolo retrata, con maestría, en los diálogos de sordos entre autoridades y campesinos, los «indios». La actitud de desafío pasivo se hace patente.
Chacaltana se sumerge, con ambivalencia, en un ambiente donde lo militar controla todos los ámbitos, públicos y privados. Los nombres propios precedidos de «comandante» o «coronel» que abren puertas y que significan, por sí solos, instituciones (p. 98); donde siempre existe un superior: «El comando no comanda. Aquí manda Lima» (p. 108); donde nadie cuestiona una orden: «¿Por qué? Chacaltana pensó que esa pregunta no venía en los manuales, las cartillas ni los reglamentos» (p. 116), y donde la impunidad envuelve el uniforme: «a ustedes los retiran o trasladan. Nadie toca a un militar» (p. 313). Una militarización de lo civil que ya Roncagliolo nos había descrito con un sarcasmo soterrado, como también hace en este caso, en alguno de sus cuentos. Un mundo al que le han robado toda belleza. En Abril Rojo, la Dulcinea de turno, Edith, tiene un diente de plata.
Después del primer giro de la historia, en el pasaje que narra cuando el fiscal se convierte en observador electoral y llega a Yawarmayo, salta una alarma: La reminiscencia de Lituma en Los Andes. ¿La soledad, la insatisfacción, vastedad del territorio, la tensión? Ya otro autor peruano de reciente publicación, Jorge Eduardo Benavides, ha sido acorralado por algún crítico y muchos periodistas (hago la distinción con total alevosía) con la acusación de que su primera novela, Los Años inútiles, se parece a Conversación en la Catedral. Pero la influencia vargallosiana (o vargallosista) no planea sobre Benavides ni sobre Roncagliolo. En ambos casos, la mente ha sido engañada, creo yo, por la tipografía, el espacio entre caracteres y el tacto tan característico en los libros de Alfaguara, donde publican los tres. No divago más sobre este tema. Ya lo ha dicho Roncagliolo en alguna ocasión: el escritor peruano que afectó más a su generación ha sido Jaime Bayly. Pero, tranquilos, no se preocupen, aquí no hay rastro de Bayly tampoco.
En Abril Rojo, Roncagliolo se distancia de su anterior novela, Pudor, y demuestra oficio para construir un relato de suspenso y resolverlo sin descarrilar. Exprime al máximo su experiencia y habilidad como cronista en secuencias como la que sucede en el Instituto Nacional Penitenciario (p. 142) o las procesiones de Semana Santa que suceden en Ayacucho y que, como acota uno de los personajes, son tan viejas como las de Sevilla (p. 199).
La fiesta católica se transforma escenario de cuatro asesinatos, con móvil místico, y se narra con una estructura nítida, que tiene todo lo necesario para que un guionista de cine no trabaje demasiado en la adaptación: tres partes bien cronometradas que le confieren mucho ritmo a la lectura y un personaje que se transforma. Cuando termina la novela, Chacaltana es otro. Dos cosas advierto, sin embargo. Una, el abuso de la palabra infierno, que salpica el texto de principio a fin, como si el autor desconfiara de su capacidad para transmitirnos el horror sin necesidad de subrayados. El segundo asunto que afecta la novela está en unos cortos preámbulos que anticipan cada crimen. Sustituir la construcción de una voz para un personaje con un juego gráfico compuesto por errores ortográficos me resulta, cuando menos, ingenuo.
No se trata de una novela policial, sino de policías, militares y fiscales en épocas de represión y miedo. Pero el tema va más allá, mucho más allá. «Esta es la historia de un país» (p. 246) y también de un continente que se muerde la cola. Roncagliolo nos cuenta detalles minúsculos y humanos de un país gobernado por una dictadura que se disfraza de democracia. Año 2000, Perú. Año 2006, Venezuela, Colombia, Argentina y dos países en veremos: el Perú reincidente y Bolivia. Naciones donde sus gobernantes llegan al poder por la votación popular y transforman las reglas de juego por medio de golpes parlamentarios y reformas constitucionales que, como se ve en Abril Rojo, destruyen las instituciones y derivan en la hegemonía militar dueño de ese ojo central que todo lo ve desde la capital.
Doménico Chiappe
La primera página asusta. Reproduce el extraño idioma que sólo los funcionarios públicos conocen. Un castellano que rescata palabras desterradas de la agilidad verbal cotidiana: «transitaba por las inmediaciones de su domicilio». Respiro aliviado al atravesar tres páginas. Un narrador onmisciente, de voz formal, se hace cargo de la historia del fiscal Chacaltana. Un hombre invisible que pronto, en el segundo capítulo, se torna gris. Un hombre cualquiera, que esconde mucho, como se verá después, al que le falta astucia para sobrevivir entre los dos fuegos cruzados que describen espirales y que Santiago Roncagliolo retrata, con maestría, en los diálogos de sordos entre autoridades y campesinos, los «indios». La actitud de desafío pasivo se hace patente.
Chacaltana se sumerge, con ambivalencia, en un ambiente donde lo militar controla todos los ámbitos, públicos y privados. Los nombres propios precedidos de «comandante» o «coronel» que abren puertas y que significan, por sí solos, instituciones (p. 98); donde siempre existe un superior: «El comando no comanda. Aquí manda Lima» (p. 108); donde nadie cuestiona una orden: «¿Por qué? Chacaltana pensó que esa pregunta no venía en los manuales, las cartillas ni los reglamentos» (p. 116), y donde la impunidad envuelve el uniforme: «a ustedes los retiran o trasladan. Nadie toca a un militar» (p. 313). Una militarización de lo civil que ya Roncagliolo nos había descrito con un sarcasmo soterrado, como también hace en este caso, en alguno de sus cuentos. Un mundo al que le han robado toda belleza. En Abril Rojo, la Dulcinea de turno, Edith, tiene un diente de plata.
Después del primer giro de la historia, en el pasaje que narra cuando el fiscal se convierte en observador electoral y llega a Yawarmayo, salta una alarma: La reminiscencia de Lituma en Los Andes. ¿La soledad, la insatisfacción, vastedad del territorio, la tensión? Ya otro autor peruano de reciente publicación, Jorge Eduardo Benavides, ha sido acorralado por algún crítico y muchos periodistas (hago la distinción con total alevosía) con la acusación de que su primera novela, Los Años inútiles, se parece a Conversación en la Catedral. Pero la influencia vargallosiana (o vargallosista) no planea sobre Benavides ni sobre Roncagliolo. En ambos casos, la mente ha sido engañada, creo yo, por la tipografía, el espacio entre caracteres y el tacto tan característico en los libros de Alfaguara, donde publican los tres. No divago más sobre este tema. Ya lo ha dicho Roncagliolo en alguna ocasión: el escritor peruano que afectó más a su generación ha sido Jaime Bayly. Pero, tranquilos, no se preocupen, aquí no hay rastro de Bayly tampoco.
En Abril Rojo, Roncagliolo se distancia de su anterior novela, Pudor, y demuestra oficio para construir un relato de suspenso y resolverlo sin descarrilar. Exprime al máximo su experiencia y habilidad como cronista en secuencias como la que sucede en el Instituto Nacional Penitenciario (p. 142) o las procesiones de Semana Santa que suceden en Ayacucho y que, como acota uno de los personajes, son tan viejas como las de Sevilla (p. 199).
La fiesta católica se transforma escenario de cuatro asesinatos, con móvil místico, y se narra con una estructura nítida, que tiene todo lo necesario para que un guionista de cine no trabaje demasiado en la adaptación: tres partes bien cronometradas que le confieren mucho ritmo a la lectura y un personaje que se transforma. Cuando termina la novela, Chacaltana es otro. Dos cosas advierto, sin embargo. Una, el abuso de la palabra infierno, que salpica el texto de principio a fin, como si el autor desconfiara de su capacidad para transmitirnos el horror sin necesidad de subrayados. El segundo asunto que afecta la novela está en unos cortos preámbulos que anticipan cada crimen. Sustituir la construcción de una voz para un personaje con un juego gráfico compuesto por errores ortográficos me resulta, cuando menos, ingenuo.
No se trata de una novela policial, sino de policías, militares y fiscales en épocas de represión y miedo. Pero el tema va más allá, mucho más allá. «Esta es la historia de un país» (p. 246) y también de un continente que se muerde la cola. Roncagliolo nos cuenta detalles minúsculos y humanos de un país gobernado por una dictadura que se disfraza de democracia. Año 2000, Perú. Año 2006, Venezuela, Colombia, Argentina y dos países en veremos: el Perú reincidente y Bolivia. Naciones donde sus gobernantes llegan al poder por la votación popular y transforman las reglas de juego por medio de golpes parlamentarios y reformas constitucionales que, como se ve en Abril Rojo, destruyen las instituciones y derivan en la hegemonía militar dueño de ese ojo central que todo lo ve desde la capital.
Santiago Roncagliolo: «Tardé un tiempo en comprender que debía dar un giro»
—Después del premio, ¿sientes más responsabilidad a la hora de pensar en escribir la siguiente novela?
—Habrá mucha más gente atenta a lo que haga después, de modo que sí siento más responsabilidad. Pero también sé que no hay ninguna prisa por hacerla. Puedo tomarme mi tiempo para que sea lo mejor posible.
—En alguna crítica reciente se ha dicho que en Abril rojo hay un excesivo baño de sangre. ¿Puedes responder a ello?
—Estoy totalmente de acuerdo con esa crítica. El problema de las guerras suele ser precisamente ése.
—Abril rojo es un gran paso con respecto a tu anterior novela. ¿Cuál fue el mayor reto al que, como autor, te enfrentaste a la hora de escribirla?
—Precisamente, despojarme de mi anterior novela. Pudor cambió mi vida y me permitió vivir de la literatura. Tras el éxito, pensé en escribir otra igualita. Pero no recuerdo cómo se hace. Tardé un tiempo en comprender que debía dar un giro y asumir un nuevo riesgo creativo.
Bueno, pues apuntada para la lista de la compra.
ResponderEliminar¿Os he felicitado ya por el proyecto bloguero/literario? Pues felicidades, de todas formas.
Vaya punto lo de la entrevista. Te has marcao un gol.
ResponderEliminarSí, está muy bien lo de la entrewvista. ¿no podéis echar para atrás y que c.cerrada o s.gutierrez-solis le hagan una a carver?
ResponderEliminarya me confieso adicto a la tormenta
"Las opiniones no firmadas en contra de nuestros colaboradores, se eliminarán"
ResponderEliminar¿Quiere decirse que sólo se aceptan opiniones en contra de vuestros colaboradores?
Y esa coma.
Es una novela bastante interesante. Tal vez se le haya ido un poco la pluma al autor (mejor sugerir) en reflejar ciertas situaciones escabrosas pero el tono general de la novela me ha gustado y especialmente ese aspecto de novela de formación en el personaje del fiscal Chacaltana.
ResponderEliminarEl libro me lo regaló un alumno el Día del Libro. Creo que voy a dejárselo para que lo lea.