lunes, mayo 15, 2006

Aquí nos vemos, John Berger

Traducción de Pilar Váquez. Alfaguara, Madrid, 2005. 215 págs. 16€

José Morella

Un hombre llamado John, de unos ochenta años, se encuentra con personas que ya han muerto a medida que transita por diversas ciudades, como Lisboa, Madrid o Cracovia. Con su madre, con sus amigos, con sus maestros. Los muertos, dice, no se quedan donde son enterrados. John no sólo puede verlos, sino que conversa con ellos. A pesar de que estos muertos son personas que existieron y que él conoció en vida, el escritor John Berger insiste en que este nuevo libro suyo, Aquí nos vemos, no es autobiográfico. Y, técnicamente, tiene razón. El procedimiento es otro: dejar que los muertos hablen de uno. Lo que nuestros muertos dicen de la relación que tenían con nosotros y con el mundo, parece decir Berger, puede revelar lo que somos de una manera más eficaz y auténtica que nuestro propio discurso. Pero las palabras de los muertos no son obvias: muestran y a la vez ocultan. Berger lo explica muy claramente hablando de los azulejos que hay en Lisboa por todas partes: «Los azulejos de la ciudad le hacen a uno reparar en lo visible, le hacen fijarse en lo que se ve. Al mismo tiempo (...) dicen algo diferente, lo contrario»; «...Insisten en el hecho de que están tapando algo y que sea lo que fuere lo que está debajo o detrás seguirá siendo invisible, seguirá escondido para siempre, gracias a ellos». Los muertos son como esos azulejos. Evasivos. Las historias de Berger, pues, se nutren de esos intersticios que hay entre lo dicho y lo callado. Y de fondo —pero también como tema— Berger nos explica su Europa. Berger sueña con una Europa cuya esencia sea la falta de esencia. La de la historia de Mirek, por ejemplo, el polaco que emigra a París desde más allá de las fronteras de la ciega e inmovilista Europa oficial para ahorrar, volver a casa y formar una familia. Europa está, de ese modo, fuera de Europa. O los vecinos inmigrantes que, cuando John era pequeño, tenían las puertas de su casa siempre abiertas, en una calle y un barrio donde los ingleses, los europeos, las mantenían siempre a cal y a canto. John entraba en esa casa y esperaba a que la mujer le llevara una taza de chocolate. No solo dejan su patria, esos extranjeros, sino que allá donde van dejan las puertas abiertas, habitan una casa abierta. De ellos, nos dice Berger, está hecha la Europa necesaria, de la que nadie nos habla, cuyo modelo es esta casa abierta. Algo así como el lugar de la no categorización, de la no apropiación del sentido. De otro personaje, Ken, quien le inicia en el amor a los libros, dice John: «Nunca le hacía preguntas sobre lo que no entendía. Ni él se refirió nunca a lo que podría resultarme difícil de captar en todos aquellos libros dada mi edad». Ni Ken ni John creían en las explicaciones literarias. Esto, lejos de ser un simple intento de alejar a los críticos de sus libros, es en Berger toda una declaración de intenciones: Berger intenta que su libro produzca un efecto en el lector similar al que él experimentaba con los libros que le pasaba Ken. Libros dirigidos no sólo a la inteligencia. Esto no quiere decir que no sea necesaria la inteligencia para leerlos. Lo es, y mucho. Sólo que debe, al mismo tiempo que actúa, ser tan aguda como para saber apartarse a tiempo y, de algún modo, en algún punto del proceso, hacerle hueco a otra cosa, a otro tipo de acceso al conocimiento. Los libros son una vía misteriosa, como los muertos. «En una persona muerta se pueden buscar las cosas como en un diccionario». Por oposición, queda claro que eso no puedes hacerlo en una persona viva, tal vez porque su propia presencia se impone como una puerta cerrada. Los muertos son las puertas abiertas, las vías de fuga, los conductos, los vasos comunicantes esenciales. Cada muerto es, como Ken, un passeur. El mismo John se ocupa de traducirle al lector la palabra passeur: barquero, contrabandista, guía, aquel que atraviesa las montañas. Las montañas son las de esa Europa ideal, donde la inteligencia podrá convivir con la ternura, con el deseo, con la reparación del dolor. El deseo no se explica. Los libros no se explican. Berger intenta servirnos de guía, de passeur, creando un tipo de ficción impresionantemente viva. Y lo consigue, precisamente, revelándonos lo vivo a través de su frontera, de su contorno, de su afuera: los muertos. La prueba del nueve de que este libro alcanza el propósito que su autor pretende es lo difícil que resulta hablar de su contenido. No me expliquéis, no me cosifiquéis, parece decir. Soy algo más que un producto de consumo. No os limitéis a ponerme en un estante. Leedme. Vivid. Es eso lo que dicen los muertos.

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