miércoles, noviembre 25, 2015

Challenger, Guillem López


Aristas Martínez, Badajoz, 2015. 508 pp. 25 €

Luis Manuel Ruiz

De un tiempo a esta parte, venimos oyendo que la ciencia ficción española goza de una salud que no había conocido en todos los días de su vida. No es sólo que el número de lectores parezca haberse ampliado, con nuevas colecciones y editoriales consagradas a la causa, sino que por fin la contribución nacional a un género eminentemente anglosajón hasta la fecha comienza a ser reconocido y no es raro encontrar apellidos castizos rubricando argumentos sobre agujeros de gusano y máquinas del tiempo, entre otras cosas raras. Un último indicio, quizá más esperanzador, es el relevo generacional: hay una nueva hornada de escritores fantásticos que ha venido a coger la vez de quienes iniciaron nuestras letras, hace un par de décadas o tres, en cohetes, robots y galaxias remotas. Todos los críticos coinciden en los lazos que emparientan a estos recién llegados: la falta de complejos y moldes fijos, el gusto por la transgresión de géneros y estilos, la referencia continua a iconos literarios, audiovisuales y de otra índole que patenta la cultura de masas. Por lo general, los nuevos fantásticos (y aquí estamos asumiendo, entre otros y por citar sólo a quienes publicaron algún título en el último año, a Jesús Cañadas, Ángel Luis Sucasas o Colectivo Juan de Madre) no cuentan entre sus fuentes de inspiración (o no sólo) la literatura exclusivamente de género, sino que están abiertos a otra clase de influencias que permean claramente sus trabajos y les dan un matiz muy característico: el de una suerte de calidoscopio o teatro de variedades, el de un montaje cinematográfico o televisivo donde se superponen imágenes que se anulan o complementan, generando un relato menos por el método tradicional del desarrollo que por la yuxtaposición de fragmentos de distinta procedencia. El efecto es un caos ordenado; esto es, una anarquía de personajes, coyunturas y símbolos que alcanza un sentido cósmico (donde cosmos significa estructura) una vez que el lector sabe ensamblar sus distintas piezas.
En principio, Challenger, de Guillem López, un nombre que acaba de situarse con un relampagueo en el centro de la nueva ciencia ficción española, no es más que eso, un caos. Un conjunto deslavazado de instantáneas, cada una de ellas con su propio protagonista y marco espacial y temporal delimitado, que un dios irónico, en este caso el narrador, ha tomado en los alrededores de Miami Beach el 28 de enero de 1986. Ni el lugar ni el día son casuales. Los ochenta agitan todo un viento de nostalgia y reconocimiento entre quienes nacimos durante la década previa, porque fueron los años en que transcurrió nuestra educación sentimental y se fijaron nuestros conceptos del infinito, de la aventura, del amor y del pánico: la era de Luke Skywalker, de Indiana Jones, de Reagan y Robert Zemeckis y el imperio del mal que empezaba en Berlín y los dibujos animados a la hora de la sobremesa. En cuanto a Miami, constituye, aparte de una metáfora de esa parte del sueño americano asociado a palmeras, playas y coches cromados, el punto de contacto entre el universo de las series de televisión (Don Johnson) y ese otro, hispanohablante y doméstico, con el que un lector de los nuestros podría identificarse con mayor facilidad. El 28 de enero de 1986, el transbordador espacial Challenger despegaba de Cabo Cañaveral rumbo a una misión orbital que nunca llegó a materializarse: porque no tardó en estallar a pocos pisos de la estratosfera, cubriendo el cielo de vistosas espirales azules y blancas y llevándose con él el sueño de millares de niños que algún día pretendíamos convertirnos en astronautas. Sintomáticamente, la novela arranca con un niño que contempla la masacre por televisión, acompañado de una lacónica advertencia del narrador: «Los niños no deberían conocer la muerte».
Challenger es el intento de convertir ese suceso catastrófico de nuestras infancias en el ángulo central del universo. Reflejados en ese aleph, la explosión sobre el cielo tropical del sur de América, las vidas aparentemente inconexas de hasta setenta y tres criaturas (no sólo personas) encuentran una dirección y un sentido, forman un tejido coherente. En medio de una jungla de existencias anodinas, de héroes de barrio, científicos locos, maridos con cuernos, policías, adivinas, extraterrestres, escritores de culto, saltos multidimensionales y universos paralelos, se insinúa una suerte de trama, de andamiaje general: aquel que articula el narrador omnisciente al concatenar las distintas historias de cada uno y presentarlas como parches en el tapiz común. La moraleja, si cabe usar esa palabrota antipática, es la de la matemática del caos: si todo sistema guarda en su seno una entropía, también todo desorden cobija, o sirve de reflejo, a una estructura superior. Como el yin y el yang, el universo y el torbellino del que surgió viven en un eterno equilibrio y en cualquier momento uno puede detonar el contrario. Parece que vivimos en un mundo horizontal y bien distribuido, pero el vacío acecha en los bordes: «Puede ser ridículo —leemos en la página 124—, pero siempre hay un punto de inflexión, un lugar en que el equilibrio se vuelve caos y los resultados, las fórmulas, la lógica, se va al garete; es el desagüe del universo, un remolino que gira y arrastra al vacío de la incomprensión cualquier supuesto, cualquier norma». Desde este punto de partida, Guillem López ha elaborado un mito cosmogónico de singular potencia, amparado, aparte de por la variedad temática de cada situación y personaje, por un lenguaje salpicado de impactos que llena la lectura de picos y hondonadas, que aletea bajo la página como un insecto escondido: algo vivo, inquieto y rebelde, que se adivina con las yemas de los dedos.
El Big bang, dicen los físicos, dio origen a la realidad que conocemos. Un estallido diferente sólo en magnitud al que podría producir una nave que se eleva en el aire, a la que un fallo mecánico condena a la desintegración y la leyenda.

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