Fernando Ángel Moreno
Hace poco me preguntó alguien si creía que la prometida adaptación de Guillermo del Toro para En las montañas de la locura me gustaría. Respondí que lo veía difícil en cuanto a la manera en que yo disfruto el libro: desde lo ausente.
Apenas ocurre nada en el libro. El terror de la novela no está solo en «lo no mostrado» en cuanto a acontecimientos, como tantas veces comentan los teóricos. Ese es un punto de vista argumental. Aquí lo terrorífico está en lo que no se encuentra presente ni en nuestra imaginación cotidiana, en lo que solo podemos entender por la negación de lo que sí vemos. No se trata de la ausencia en la narración, sino de la ausencia en nuestros conceptos de la realidad.
Así, en estas montañas de la locura, Lovecraft nos aporta una enorme cantidad de datos científicos, sobre cuya veracidad ni puedo pronunciarme ni me interesa, y nos invita a vagar por una ciudad perdida en lo más profundo de la Antártida. Apenas eso. Carece de la clásica saturación de persecuciones y de las peleas con cuchillos al borde de un precipicio. A una película hollywoodiense de acción más tradicional, el libro aportaría solo un escenario; dudo de que aportara una narrativa cómoda para una adaptación cinematográfica. No va de eso.
Esto hay que tenerlo claro al acercarse a una novela ya clásica, pero que, incluso hoy, ochenta y tres años después de su primera publicación, exhibe una experimentalidad sorprendente en muchos niveles. Explora como pocos textos ese estilo tan lovecraftiano de «lo que no se puede describir», para finalmente redundar en «lo que no se debe describir». A pesar de que se trata de un libro plagado de descripciones, un texto que es en sí una gigantesca descripción, la falta de asideros referenciales ha de tenerla muy en cuenta quien entre en busca de monstruos gigantescos, psicópatas enloquecidos o sangrientos gores.
El viaje que propone Howard Philip Lovecraft en su único trabajo publicado como novela se dirige a todo aquello que yace en el fondo de nuestros apriorismos físicos, todo aquello que escapa a lo presupuesto. Por ello, los textos de Lovecraft conllevan connotaciones éticas, políticas, sociales... Puesto que llaman la atención sobre realidades que podrían ser de otro modo, sobre planteamientos que a menudo intuimos, sobre la inestabilidad de nuestros horizontes de expectativas. En el fondo, sobre nuestras incertidumbres.
Todo esto lo evoca mediante la descripción de la arquitectura, una de las máximas expresiones de la geometría y de la materialidad en su relación con la cultura y los imaginarios. Cabe relacionarlo con el modo en que Fredric Jameson, en su Teoría de la postmodernidad, centra simbólicamente nuestro paradigma cultural en la arquitectura. La ciudad perdida de esta atípica novela representa de una manera novedosa y aún poco igualada esa manifestación de lo inaprehensible.
En cuanto a las propias palabras y su devenir, el texto representa bien ese giro tan lovecraftiano de no utilizar el terror como una súbita entrada de lo sobrenatural en la cotidianeidad. Por el contrario, la novela empieza ya con la característica declaración de que no se creerá lo narrado. Esto provoca que no sea el argumento lo que fuerce el conflicto entre lo cotidiano y lo horroroso, sino que ese conflicto se mantenga durante todo el viaje. En este sentido, la saturación de referencias científicas, tecnológicas, materiales refuerza el choque con esa realidad alternativa o, mejor dicho, yuxtapuesta, que constituye toda la mitología lovecraftiana.
En cuanto a la edición que nos presenta Acantilado, me pregunté, al conocerla, por su necesidad. Entre las traducciones, ya guardo en mi casa la clásica de Alianza, a cargo de Fernando Calleja; la muy interesante de Valdemar, por Francisco Torres Oliver, y la extraordinaria revisión de Juan Antonio Molina Foix, con un magnífico y muy recomendado estudio introductorio, para Cátedra. Y Acantilado no presenta un estudio, para desgracia de los académicos como yo, hambrientos de nuevas interpretaciones, de nuevos espacios donde discutir.
Sin embargo, finalmente, voy a guardarla en un lugar de honor junto a esas otras tres ediciones que conservo. El motivo es la propuesta del traductor, Miguel Temprano, quien escoge una redacción mucho más fluida que las anteriores, sin perder los «excesos retóricos» originales. En este sentido la considero más en la línea de Torres Oliver. Si Molina Foix, por ejemplo, opta por desplegar un vocabulario más heterogéneo y una atmósfera más agobiante, Temprano recupera en mi opinión la fluidez del medio original donde se publicaban este tipo de textos: las revistas pulp. Con ello, no pierde fuerza y suaviza un poco la sintaxis, complejo problema con Lovecraft.
En definitiva, ¿con cuál me quedo? Ahí tengo las cuatro, en la biblioteca.
Por último, no tengo claro si denunciar la exageración o aplaudir esas palabras en la solapa del libro:
«H.P. Lovecraft (Rhode Island, 1890-1937), prolífico escritor de historias, ensayos y poemas, se encuentra entre los grandes nombres de la literatura norteamericana del siglo XX.»
Ante la duda, suscribámoslo. ¿Por qué no?
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