José Manuel de la Huerga
Este es un libro de pérdida, más bien, un cuaderno de pérdida (escribo cuaderno por su carga de intimidad, su nula voluntad de estilo, que negándola la vuelve más evidente: quiero decir algo así como si los poemas hubieran sido escritos sin intención de ser mostrados, aunque todos seamos conscientes de la falacia), y como tal muestra su luto. No vamos a engañar a nadie. No es fácil: un tono seco, un tema duro. Por si fuera poco, desconocemos la pérdida (aunque nos haya llegado la noticia del hecho puntual por la prensa, por ejemplo), pero el asunto no es relevante para la experiencia poética. Este es su meollo: la dificultad de saberse en el mundo, identificarse o disolverse, la lucha entre la especulación de la ideas de Occidente frente a la aceptación de los hechos de Oriente. Suena a cosa filosófica, o simplemente filosa. Puede cortar. Adentro.
Lo que percibimos con nitidez desde los primeros versos es el dolor, la angustia de no poder salir del aislamiento (“Uno”, “Un punto”, “El pánico”, “Sin...”). Detectamos la zona cero de la catástrofe, por decirlo en términos occidentales. La tristeza, uno de los grandes pecados de Occidente —según la autora—, es el caldo de cultivo del diario de poemas. Son textos breves, despojados, tan secos que el lector sufre su aridez, como si estuviera encerrado y sólo pudiera lanzar hilos de silencio hacia el exterior, para engañarse:
Partir es dar pasos
fuera de la habitación
con el hilo. El mismo hilo.
La palabra silencio dentro.
Dentro de uno — ¿uno?
Cuesta la lectura, porque ha costado la escritura. (No recuerdo un texto con que haya sufrido tanto su crítica/comentario/hilo de pensamiento... La sensación de nudo en el estómago me ha acompañado en la lectura, en los silencios de la lectura, en la vuelta a la lectura, en el aparcamiento de la lectura, en el libro cerrado encima de la mesa, esperando.) Son poemas en balbuceo:
SIN
Llegar a otro. Sin
otro. Sin llegar a.
No apretar los dientes.
Soltar la presa. Sin.
Pero necesitamos avanzar, para desaprendernos, para sobrevivir:
Un movimiento, una vez más, tal vez
sirva. Para que haya historia y
me la crea. Lo justo
para poder caer más adelante.
La música del poema está seca, encabalga la escritora sus versos abruptamente, hiere los oídos más sensiblemente occidentales. Pero hay música: no sé si suena a melodía oriental, de esa que encabrita mis sentidos, con abundancia de platillos y chinchines, o a modulaciones de emisora de radio mal sintonizada, o a música de meditación budista.
Hasta que viene un atisbo de salvación en “Aquí”: «Dime lo que he de hacer. Llévame a/ donde me digan lo que he de/ hacer. Sus ojos. Tus/ ojos —¿tus?— sí,/ cálidos ojos-lago, ojos-aquí.» Hay alguien ahí. O aquí.
La autora me habla: «No, lector, no deslices/ tan rápido tus ojos por la página,/ nada te obliga a terminar/ de leer este texto.» ¡Ahora se acuerda de mí, a más de medio libro! ¡Si he estado aquí desde el primer verso! Me habías perdido, el asunto es difícilmente recuperable. «Repite, entonces, conmigo Infinito./ Di Infinito. Repítelo. No dejes/ de decirlo, hasta que pierda/ sentido la palabra infinito y/ te encuentres en el vértigo,/ desprovisto de pértiga.// Entonces di Infinito. Pronúncialo./ Pronúncialo de nuevo,/ despacio, con voluntad de sentido./ Como al principio del mundo o/ del poema./ Para volver. En superficie/ por un tiempo./ Para hacer el tiempo/ brevemente.»
Acabáramos. Ahora viene con la metapoesía, la creación de un mundo paralelo. Y esas formas primorosas del decir despojado: la poesía del silencio. Bien.
Copio demasiados textos. Esta no es una crítica. Es un poema largo, copiado, en paralelo. Me dejo llevar por el tono, falsamente impostado. Creemos otra vez el mundo. Y a descansar, como al séptimo día.
Pero vuelvo al texto, días después. No me ha dejado conforme la lectura. Concluye con la coda de “Cual”. Aunque la autora diga que es pronombre interrogativo, no lleva tilde. Pero me interesa su indefinición de pronombre, de carta comodín de la baraja del mundo y su representación de las palabras, falsa, acomodaticia: «Cual extrañado de», «Cual a pasitos», «Cual asomado a otro»... Es un álbum de fotografías. Fragmentarias, dolorosas. Cumplen su función catártica. Sabemos quién es cual y cual puede ser cualquiera. Estamos en el mundo. Para sobrevivir en superficie, para desaprendernos necesitamos poco más que la luz, el aire, el pájaro. Necesitamos no necesitar, no desear, no vincularnos a cualquier forma de esperanza:
Y, entretanto, dejadme contemplar
el vuelo de la ropa
tendida en las ventanas.
1 comentario:
Precioso texto el tuyo, secretado de "Hilos". Desde luego es una lectura durísima. Pienso en cuando leí por primera vez a Joan Margarit (aunque su estilo nada tenga que ver con Maillard): me produjo una sensación desasosegante de cáncer... Pero, creo, Maillard va más allá puesto que lo que duele, aparte de su contenido (insufriblemente escueto; y no digo insoportable), es las "palabras"...
Enhorabuena, de nuevo, por el texto.
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