martes, septiembre 30, 2014

Jesucristo bebía cerveza, Afonso Cruz

Trad. Roser Villagrassa. Alfaguara, Madrid, 2014. 237 pp. 18,50 €

Ignacio Sanz

Ciertas novelas tienen el don de trastocarnos, de emocionarnos, de reconciliarnos con la lectura, de constatar que, por más que el camino a veces resulte penoso, al final merece la pena recorrerlo para llegar a puertos que ofrecen tantas maravillas. No conocía a Afonso Cruz (Figueira da Foz, 1971) que forma parte de las nuevas y potentes hornadas de narradores portugueses. Quiero decir que esta es la primera novela que leo, aunque según parece, se trata de un autor muy celebrado no sólo en Portugal sino en Europa donde ha alcanzado grandes reconocimientos. No me extraña. Narra los disparates con tanta naturalidad, escribe con tal trasfondo filosófico que, a veces recuerda a Cervantes, a veces a García Márquez. Esparce el surrealismo a su alrededor con tanta ligereza que uno no puede sino enamorarse de autores que, como él, nos salvan de nuestra sempiterna condición de lectores.
Pero vayamos por partes. La acción se desarrolla en El Alentejo. Eso para empezar. Quien no lo conozca, baste decir que es una vasta región portuguesa paredaña con Extremadura, una región en la que domina el granito, la pobreza y la despoblación. Podría ser Teruel, Cuenca o Soria, donde, que sé yo por qué, abundan los personajes excéntricos que producen los desiertos. Los personajes excéntricos suelen ser personajes poéticos. Y los que recorren las páginas de esta novela lo son también. Parecen dotados de alas. A veces de alas y picos carroñeros. Pero ahí, en ese ambiente, se van desarrollando los acontecimientos en torno a una muchacha llamada Rosa, a su abuela Antónia, a una millonaria inglesa que duerme dentro del esqueleto de una ballena y que se rodea a su vez de personajes excéntricos como un cura rijoso o como el anciano profesor Borja que, al final, adquiere un protagonismo creciente al lado de Rosa. Los personajes descabellados entran y salen con naturalidad de las páginas para asombro del lector. El profesor Borja, entre otras lindezas, promueve un viaje a Tierra Santa para que la abuela Antónia vea cumplido uno de sus sueños. Y así, trampantojo tras trampantojo, convierte una de las aldeas alentejanas en Jerusalen. Un disparate propio de El Quijote.
¿Qué pinta la cerveza en todo esto? Acaso lo aclare la cita cervecera con que se abre la novela, una cita que supongo apócrifa y que la da sentido y aliento a esta historia: «De la corrupción hablo con pompa y propiedad, y hasta puede que mejor que la parábola de Cristo, esa que dice que el cereal ha de morir para vivir, pues del cereal no solo hago nacer más cereal, sino que hago un verdadero milagro. De lo putrefacto, que está muerto y corrupto, obtengo pan líquido, que es la cerveza, néctar de reyes, alimento de pobres, ambrosía de sabios.»
Es decir, de la corrupción, de la descomposición de una sociedad, se puede llegar al néctar de reyes que es la cerveza. Pese a todo, no es el caso. Rosa, el personaje central acaba en Lisboa. Pero mejor desvelemos el final. Por cierto, un final al que le sigue otro equívoco final. Como si la novela no terminase nunca. Y así es, en el fondo, la novela no se acaba porque sigue viva durante días, durante semanas en la memoria del lector que ha quedado atrapado por el submundo descabellado que nos pinta Afonso Cruz, por ese halago de la cerveza y por esas consideraciones entre históricas y filosóficas que se hace en torno a este alimento líquido que tanto debía circular en Palestina en la época de Jesucristo y del que, sin embargo, extraña paradoja, no aparece ninguna referencia en los Evangelios.
Por mi parte, rendido ante esta prodigiosa novela, seguiré buscando otros libros de Afonso Cruz para vivir con intensidad el vértigo primigenio que da sentido a la lectura.

lunes, septiembre 29, 2014

Las manos, Miguel Ángel Zapata

Candaya, Canet de Mar, 2014. 258 pp. 16 €

Miguel Baquero

Me voy a tomar la libertad de calificar, de principio, esta novela como «novela gamberra», dicho sea, por supuesto, sin ánimo peyorativo. Este que suscribe ha escrito (o mal-escrito) y publicado alguna novela de este cuasi-genero y cree entender la gran dificultad que existe en lo que, en apariencia, parece sencillo, poco menos que espontáneo, como si el autor hubiera estado escribiendo folios a la carrera… o tal vez ni eso, hubiera ido anotando sus ideas en servilletas de papel… Sin embargo, todo ella conlleva un arduo trabajo y es necesaria una rara habilidad para mantenerse siempre en el borde, sin precipitarse en el exceso. Dificultad que se redobla cuando al texto se le quiere dar una dosis de poesía. O una alta dosis, como en el caso de esta Las manos, la más reciente obra de Miguel Ángel Zapata (Granada, 1974), autor que con su último libro de relatos, Esquina inferior del cuadro, consiguió llegar a finalista del premio Setenil.
Si nos fijamos en esos cinco pequeños apéndices en que rematan nuestros brazos, y nos paramos a pensar sobre ellos, veremos que las manos condicionan el mundo. Al levantar la vista, en un descanso, del libro de Zapata encontraremos que las manos cubren nuestra vida cotidiana, que la historia es una sucesión de hechos elaborados a mano, que la misma literatura está repleta de ellas. La novela de Zapata parte de una anécdota: la Copa del Mundo, o lo que es lo mismo, ese máximo trofeo que podemos tener entre nuestras manos, se le escapa de las ídem a Fernando Torres, que la estaba mostrando en alto; y tomada por una mano anónima, va pasando… pues eso, de mano en mano. El protagonista se lanza a descubrir su paradero, encomendándose al destino con un simple juego de dados, o lo que es lo mismo: ese juego ancestral en que encerramos dos cubiletes en nuestras palmas, los movemos y luego los arrojamos para saber nuestra suerte. Así emprende el camino, y a través de él (con la música de fondo de un jazz tocado por hábiles dedos) nos iremos encontrando desde la figura trágica del suicida que con sus propios manos anuda la soga de que se ahorcará —y aquí el autor inserta un poema escalofriante del pobre hombre—, a la otra mucho más cómica (genial) de dos siameses unidos por una falange y que, al separarles, hubieron de prescindir de esa mínimo pero fundamental porción que les completaba…
Toda la novela está cargada de símbolos, que de alguna manera nos remiten a las manos, desde los juegos que parecen de prestidigitación a los objetos manufacturados.... En la misma Copa del Mundo, cuya persecución vertebra la historia (y que representa a dos manos alzando un globo terráqueo), parece haber una segunda lectura, como si se tratara de una especie de Santo Grial cuya búsqueda, al menos, cambia la naturaleza del protagonista, que pasa de ser un individuo anodino y gris a todo un carácter que toma las riendas de su destino y va pasando por distintas aventuras de Madrid a Viena, de Nueva York, a Tokio, en persecución de un trofeo, el verdadero, mientras por el mundo van apareciendo diferentes réplicas…
Por el camino, se dejan caer, como si al protagonista se le escurrieran cada vez con más frecuencia, reflexiones, en ocasiones bastante profundas, sobre la vida, sobre las personas… y también sobre la propia literatura: reflexiones sobre el texto al mismo tiempo que se escribe y, junto con ello, distintos juegos con los tipos de letras, tamaños, con los renglones…
Finalmente, como en toda buena novela «gamberra», que no deja de ser una variedad de la novela itinerante, de la novela «del camino», descubriremos que lo importante no es tanto lo que se pueda encontrar al final del periplo como el hecho de avanzar y, mientras se avanza, ir descubriendo aspectos desconocidos de nosotros mismos y de mundo, como por ejemplo la fascinación que pueden despertar unas manos. Y quede tranquilo el lector, que esto no es ningún spoiler.

viernes, septiembre 26, 2014

Felices los felices, Yasmina Reza

Trad. Javier Albiñana. Anagrama, Barcelona, 2014. 190 pp. 14,90 €

Care Santos


«El tiempo: el único tema»«Cuando has visto de cerca cómo copulan los cerdos ya no te puedes hacer ilusiones sobre el sexo». Ninguna de estas dos citas pertenece a este último libro de la francesa Yasmina Reza, sino a dos de sus trabajos anteriores: Hammerklavier y En el trineo de Schopenhauer, respectivamente. Pero nos sirven a la perfección para resumir este libro de relatos en la sobrecubierta dice que es una "novela", pero yo no estoy en absoluto de acuerdo y habrían podido muy bien formar parte del mismo. 
Eso ocurre porque Reza construye una literatura en que sus preocupaciones, sus filias y fobias son como esas vigas exteriores que tanto se estilaron en la arquitectura de los años 90: están a la vista, la intención no sólo no es esconderlas, sino lucirlas, mostrar lo fundamentales que son. Leerla significa enfrentarse de nuevo con esos fantasmas suyos, que ya nos resultan familiares (aunque nos asustan igual): la soledad, la muerte, la maternidad y paternidad, las relaciones de pareja y el omnipresente paso del tiempo. Reza es, además, una exitosa autora teatral, y no me cabe duda de que construye los argumentos de sus novelas —o de sus relatos— partiendo de la visión dramática de los personajes.
Lo cual me invita a hablar de psicología y teoría literaria. La inmensa mayoría de narradores que conozco construyen sus historias de ficción a partir del argumento o de la voz narrativa (sería divertido enumerar ejemplos de lo uno y de lo otro). No conozco a muchos narradores que a la hora de inventar un personaje se pregunten por qué dice tal o cual cosa, o que analicen sus reacciones desde puntos de vista poco convencionales, como por ejemplo el imperativo categórico kantiano. Los dramaturgos sí lo hacen, constantemente. Miran a sus personajes desde todos los ángulos. Y también leen libros de psicología para comprenderlos mejor. No conozco apenas a ningún novelista que lea libros de psicología para construir personajes. Pero estoy segura de que Yasmina Reza sí lo hace. También estoy segura de que conoce los complejos engranajes de las emociones humanas. Las conoce porque se hace mayor: la evidencia es que en la solapa figuran todo tipo de detalles biográficos, pero no el año de nacimiento. A mí me encanta que los novelistas envejezcan. Incluso los cuentistas.
Volviendo a los personajes, podríamos encontrar algunas explicaciones plausibles a que los dramaturgos lean libros de psicología. «Tienes que saber una cosa muy importante: los actores te preguntarán por qué deben decir cada una de sus frases. Y tú debes saber contestarles en todo momento de un modo convincente. Eso significa que debes saber por qué dicen lo que dicen.» Ese fue un consejo que una vez le escuché a un admirado amigo dramaturgo.
Tal vez los dramaturgos temen quedarse en blanco ante las preguntas de los actores y actrices. Los personajes de novela no formulan preguntas, aunque a veces deberían hacerlo para incomodar a sus creadores. Imagino a más de uno que al llegar al capítulo 2 diría, muy enfadado: 
«A ver tú, ¿serías tan amable de decirme por qué suelto esta parrafada sobre mis orígenes familiares? Y no me digas que porque alguien debía facilitar esta información a los lectores. Eso NO es una explicación. »
Yasmina Reza no deja de ser dramaturga aunque escriba cuentos (que su editor llama "novela", no olvidemos ese detalle). Sus personajes son imperfectos, odiosos, cargantes... son profundamente humanos y creíbles. Tienen manías estúpidas, como todos nosotros. Se meten en líos absurdos, como nosotros, de los que a menudo no saben salir. Persiguen la felicidad, que como todo el mundo sabe es un bien huidizo, quebradizo o tal vez inexistente (la autora no resuelve la incógnita). En su búsqueda, a menudo encuentran personas a quienes no buscan pero que están bien en el camino, y mantienen con ellas un intercambio de placeres, dolores, desengaños, silencios o incomprensiones. Sus vidas son anodinas, como todas. Aunque ellos a veces se den muchos aires de grandeza, como algunos. 
La mayoría de las historias se organizan a partir de parejas de personajes. Abundan las infidelidades conyugales, el viejo tema. Los personajes reaccionan como lo hacen las personas: algunos perdonan, otros se resignan, algunos miran hacia otra parte, otros lo mandan todo al garete. Los mismos personajes son protagonistas de unos relatos y secundarios en otros. Hay un sutil hilo conductor entre ellos, que da sentido al conjunto. O da sentido al hecho de que los relatos aparezcan juntos. Podrían haber sido más, naturalmente, incluso infinitos. Aunque el libro ganaría si se le extirparan un par de historias. La sobrecubierta dice que en total los personajes son dieciocho y, sinceramente, espero que no mienta también en esto. A mí me ha dado pereza contarlos.
Pero, más allá del género que estemos leyendo o del número de personajes que intervengan en él (¿algo de eso importa, en realidad?) es fascinante el bestiario humano que construye Reza a través de estas historias. Algunos protagonistas parecen estar ahí sólo para personificar el paso del tiempo, como la magnífica Jeannete Blot. Otros, son el retrato en negativo de la figura donjuanesca, como Chantal Audouin, cuyo relato comienza de este contundente modo: «Un hombre es un hombre. No hay hombres casados, ni hombres prohibidos.» O como la pareja que en el primer cuento discute de una manera absurdamente cruel en el supermercado, Robert y Odile, y de quien poco a poco conoceremos secretos abrumadores. Ella, por ejemplo, le engaña. Él también a ella. Con Virginie, la enfermera del doctor de la señora odiosa con cáncer cuyo hijo es otro de los amantes de Virginie. Y así hasta completar un círculo que sólo limita la voluntad de su creadora.
Lo mejor en Reza siempre es la rotundidad con que invita a la reflexión. «Se pasan la vida recomponiendo los pedazos y a eso lo llaman matrimonio, felicidad o yo que sé» (pág. 115); «Resulta imposible comprender lo que es una pareja, incluso cuando se forma parte de ella» (pág. 129); «Quizá tener una infancia feliz no es bueno para la vida posterior» (pág. 145); «Lo que deseo de verdad no puede formularse» (pág. 76). Éstas sí son citas de Felices los felices. Y una más, la de Borges que da nombre al libro:  «Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. Felices los felices».
Eso sí, si tienen previsto casarse pronto, mejor lo dejan para más adelante.

jueves, septiembre 25, 2014

W o el recuerdo de la infancia, Georges Perec

Trad. de Alberto Clavería. Menoscuarto, Palencia, 2014, 208 pp. 17,50 €

José Miguel López-Astilleros

Acercarse a una obra de Perec es aceptar el reto de subirse a un barco con rumbo desconocido, con la única seguridad de que nos espera el descubrimiento de un nuevo continente. No es exagerado decir que sólo en la asunción del riesgo y la posibilidad del fracaso que conlleva, se encuentra la aventura del hallazgo. Así entendió Perec la literatura, razón por la cual todos sus libros son diferentes entre sí, muy diferentes, podría decirse, aunque en ellos queda siempre la impronta común de su exuberante y fértil imaginación. Este juicio no implica que este constante deseo de innovación y originalidad se deba sólo y exclusivamente a cuestiones formales, como las desarrolladas dentro del grupo OuLiPo, fundado por Raymond Queneau y François Le Lionnais, al que perteneció. Hay también en su obra un deseo de reflexionar, por ejemplo, sobre el espacio y el tiempo, o sobre la influencia en nuestra existencia de las cosas y los objetos insignificantes que nos rodean, o sobre la tiranía, la identidad, la relación entre la ficción y la realidad, la esencia y la naturaleza de los recuerdos, como sucede en W o el recuerdo de la infancia.
Esta es la tercera traducción al español (dos en España y una en Chile) que se publica de esta obra, iniciativa que hay que agradecer a la editorial Menoscuarto, puesto que cada traducción implica una nueva lectura, máxime si se trata de un autor como Perec, para quien el lenguaje, las palabras, suponen un caudal inagotable de posibilidades de expresión, cuyas combinaciones y asociaciones son harto difíciles de trasladar a otra lengua diferente de la originaria. Demos, por tanto, la bienvenida a este nuevo intento, que viene a contribuir al conocimiento del fascinante mundo literario de Perec entre los lectores de lengua hispana.
La obra consta de 37 capítulos breves, divididos en dos partes, 11 en la primera y 26 en la segunda. Los capítulos no son uniformes, puesto que se van alternando dos historias diferentes. La primera es una historia ficticia, impresa en letra cursiva, reelaboración de un texto escrito a los doce años, que consiste en que al protagonista, Gaspard Winckler, se le da una nueva identidad para que comience una nueva vida en Alemania, después de desertar del ejército francés. Gaspard recala en una isla de Tierra del Fuego, W, en busca del verdadero dueño de su nombre. El grueso de esta parte trata sobre la descripción de una sociedad autoritaria, basada en el deporte como organización social, donde no sólo los vencidos y los débiles son presa del terror, sino también los vencedores. En este planteamiento subyace una alegoría crítica de los totalitarismos. La segunda historia es su propia autobiografía desde la infancia, reconstruida con retales de recuerdos, en los que la ficción a veces se erige en verdad, sin que le quede claro al protagonista qué es la realidad y qué es la ficción, frontera que sólo existe probablemente en las palabras que nombran estos conceptos, no en la percepción que tenemos del mundo (era hijo de un matrimonio de judíos polacos, su padre murió en el campo de batalla en la Segunda Guerra Mundial y su madre en el campo de exterminio de Auschwitz, cuando él contaba unos cinco años). De modo que por un lado tenemos una historia de ficción, que remite a la realidad de un poder totalitario, por otro los recuerdos fragmentarios de su infancia, por otro los recuerdos imaginados, que se suman como una realidad nueva al torrente de su memoria, y por otra los testimonios externos que le ofrecen los demás sobre su vida, formando todo ello un conjunto proteico, dotado de distintas perspectivas. Quizás no sea descabellado tildar a Perec de escritor realista, como sugieren algunos críticos, dada la presencia en su obra de una realidad necesaria, cuando no de muchas realidades. Ambas historias, como dijimos, se alternan, para confluir al final. El punto de vista que adopta es el de la primera persona del singular en toda la primera parte de ambas historias y en el relato autobiográfico de la segunda, no así en la ficticia de la segunda parte, donde utiliza la tercera, quizás para distanciarse de la dolorosa descripción de la sociedad de W, además de aportar más veracidad y un tono más analítico, propio del ensayo y del periodismo.
Lo sorprendente de esta obra es que a pesar de su complejidad, se lee sin dificultad alguna, dejando al lector que se quede en el nivel de lectura y profundidad que desee, sin que llegue a aburrirse en ningún momento, a lo cual contribuye el humor y la ironía, claves necesarias para comprender su obra.
Entre los escritores para quienes ha sido el escritor más importante al menos de la segunda mitad del siglo XX están Roberto Bolaño y Enrique Vila-Matas, cuya influencia puede rastrearse en algunas de sus obras.
Hay que advertir que la lectura de Perec es adictiva para los apasionados a la buena literatura, una vez leído por primera vez, ya no podrá decirse que será la última, por eso les sugerimos que se acerquen además, si no las conocen, a Las cosas, Un hombre que duerme, Especie de espacios, Lo infraordinario, La cámara oscura o la magnífica y grandiosa La vida instrucciones de uso. No les defraudará.

miércoles, septiembre 24, 2014

Ladrilleros, Selva Almada

Ed. Lumen, Barcelona, 2014. 196 pp. 16,90 €

Juan Laborda Barceló

Hay novelas que se quedan grabadas en la retina del lector. Muchas veces no se trata tanto del acierto temático, prosístico o literario, sino del momento vital del que lee. Haciendo un justo ejercicio de conciencia, podemos apreciar que Ladrilleros no es de estas últimas, sino que merece, por cualidades propias, ser recordada como una excelente obra cargada de preciosistas maneras.
El arranque es brutal por lo sencillo. Dos tipos, aguerridos representantes de las familias Tamai y Miranda, se han cosido a puñaladas entre las supuestamente alegres atracciones de una feria rural. Mientras sus vidas se apagan, se produce el milagro de una historia sólida, maravillosamente contada, que juega con maestría con las mejores trazas de los grandes de la literatura, del realismo mágico a la crítica social. Es esta una novela de cercanos ecos de disputa familiar, con vagos aromas a las trifulcas entre los Capuleto y los Montesco. En realidad, son los ardores más inconfesables de familias vecinas los que tejen los rencores que dan pie a la obra, trazando con pericia el motor de todas aquellas cuitas: el dolor y la búsqueda inherente a cualquier tipo de naturaleza humana.
Los juegos no acaban ahí, pues con una prosa desbordante de belleza Selva Almada nos dibuja los orígenes de los contendientes, las vidas de los progenitores, machos alfa ellos, hembras heridas y supervivientes ellas, que son el caldo de cultivo del drama. Abunda en esa magia retratando unas sentidas infancias, patrias eternas de aquellos que al crecer pierden el norte y se encabritan en pugnas sin sentido, herencias inevitables de unos padres dolientes. Hay mucho de Macondo en estas bellas, pero duras, sagas familiares. La construcción de personajes brilla por su certeza.
Un narrador omnisciente nos acompaña en esta arquitectura del tiempo, nos hace entender las evoluciones varias, hacia delante y hacia atrás, las motivaciones, los sentimientos travestidos y los momentos de cada casta. Incluso lo onírico, lo irreal y los fantasmas tangibles o imaginarios, tienen cabida entre estas letras que optan ora por la faceta legendaria, ora por la cotidianeidad más amarga.
Estamos, en definitiva, ante una novela que todo aquel amante de las letras que disfrute de los hallazgos más puramente literarios, de la prosa más estilizada o de las fórmulas donde lo poético se entremezcla con lo habitual, gozará sin duda alguna.
Seguiremos a la autora, Selva Almada, pues con su quinta novela nos ha regalado unas páginas de gran intensidad y calidad literaria, poco comunes en el panorama editorial actual, bien sea a este o al otro lado del charco. Ella, como ya se ha dicho en alguna otra ocasión, no es solo promesa de las letras argentinas, sino genial actualidad de la ficción hispanoamericana.

martes, septiembre 23, 2014

La primera vez que no te quiero, Lola López Mondéjar

Siruela, Madrid, 2013. 272 pp.18,95 €

Cristina Consuegra

En Lazos de sangre (Páginas de Espuma, 2012), Lola López Mondéjar apuntaló su trayectoria narrativa con un conjunto de relatos que reflexiona, ficción en mano, sobre el hecho familiar, mostrando a quien sostiene el libro, otra manera de construir/deconstruir las relaciones individuales dentro de este ámbito, terreno primordial para la identidad –presente y futura- de los miembros que componen las familias. Motor indispensable del modelo de convivencia social.
Con su siguiente entrega, La primera vez que no te quiero (Siruela, 2013), López Mondéjar ha manufacturado una novela de aprendizaje que respeta y actualiza todos los elementos propios del género, un título impregnado por la huella de la cosa familiar, eje transversal en el corpus de la murciana. Dos de las características principales del Bildungsroman marcan el latir de esta obra; por un lado, el diálogo que el personaje establece con la experiencia de la vida, diálogo basado en la tensión, conflicto que va mutando conforme la historia acontece y el YO de Julia pasa de un nudo al siguiente. Y por otro, el final no armónico, horizonte que precisa, con determinación, de un lector activo sobre el que recae el destino de la protagonista.
La primera vez que no te quiero narra lo que le sucedió a una generación de españolas en la década de los ochenta, generación que se abrió paso poniéndose la libertad por montera, pugnando con la antecesora por otra manera de estar en el mundo y cuestionando lo aprendido hasta la fecha. Por ello, además de ser una novela de formación es, al mismo tiempo, una obra que celebra la juventud, una juventud empoderada que deseaba escribir su futuro y que utilizaba el conocimiento como motor de cambio. Sin duda, esta cartografía emocional de un tiempo es uno de los grandes atractivos de la novela.
Ese retrato pretérito permite a Mondéjar introducir otro elemento literario, el contraste entre verdad narrativa (ser) y verdad biográfica (estar), siendo la primera aquellos recuerdos que cada individuo genera para refugiarse ante la intemperie de la vida, y la segunda aquello que vamos acumulando conforme la vida pasa. La autora camufla la inserción de esta característica a través de la memoria, memoria que es articulada gracias al empleo de una estructura narrativa que refuerza la respiración de la obra.
«Cuando tenía dos meses de edad, mi madre intentó ahogarme mientras me bañaba». Así comienza La primera vez que no te quiero, principio que recuerda al célebre comienzo de El extranjero por lo que encierra de fractura en el personaje principal. Con estas primeras palabras, la novela no sólo se pone en marcha con una acción, sino que deposita las primeras piedras en las vidas de Julia y su madre, horizontes condenados a enfrentarse por la lógica de la divergencia natural, por las distintas educaciones emocionales aprendidas. Así introduce ese conflicto perpetuo en Julia, tensión que determina el resto de relaciones que emprende con los diversos personajes, relaciones, la mayoría, poco saludables para la protagonista, quien se abre paso a través de una maraña de emoción y conocimiento, maraña que viste el conflicto entre Julia y la experiencia de la vida. Bruma desde la cual intenta madurar y alcanzar el deseo que subyace tras las relaciones con el Señor Oscuro, con su marido y otros hombres: ser feliz.

lunes, septiembre 22, 2014

Tan lejos de Dios, Roxana Popelka

Baile del Sol, Tenerife, 2004. 110 pp. 9,36 €

Miguel Baquero

Roxana Popelka (Gijón, 1966) hace literatura con las cosas pequeñas. Con los objetos, las palabras, los sentimientos que suele manejar la gente común, por lo general desechables y desde luego muy alejados de esas grandes sensaciones que, se supone, mueven cuentos y novelas. Para la asturiana, la vida, como titula uno de sus cuentos, «se compone y se descompone con pasmosa facilidad». La felicidad o la desgracia, la fortuna o la desesperación dependen de cosas muy pequeñas que, normalmente, están en manos de otros: del padre que se marcha, de repente, sin más explicaciones, y deja sola a la familia; del tipo que miente por instinto; incluso del bebé inocente que no para de llorar. En los cuentos de Popelka —que aspiran, como los buenos libros, no tanto, o no sólo, a entretener como a verter una visión sobre la vida—, los personajes, como quizás todos nosotros, carecen de una personalidad firme y rocosa, de un arraigo a la manera de los caracteres novelísticos antiguos: si nos podemos mirar en ellos no es con admiración, sino sintiéndonos iguales en su torpeza, en su desorientación, en sus dudas… Tipos que condicionan su vida, dando un giro busco a sus estudios, en función de un arranque emocional, de una discusión, o sencillamente de la posibilidad de aprovechar una beca en un país lejano, aunque no les interese demasiado el país ni la carrera. Gente como en “Una señora bien” o “Vuelo directo”, que ha llegado a lo que desde lejos puede verse como una cúspide, pero que en el fondo de sí presienten, saben, que la vida les ha llevado hasta allí como podría haberles llevado a cualquier otro sitio, al lado opuesto incluso. Aquel desorientado del colegio —pero no más que cualquiera de nosotros— convertido, de pronto, a los ojos de todos, en un triunfador; o aquella mujer bien acomodada a la que le gustaría sentir las miserias y el dolor, pero la firmeza sentimental al fin, de un artista...
«Así que a partir de ahora podía ocurrir cualquier cosa…»
Esta frase, tan sencilla, es la que marca el borde del barranco en el que parecen desarrollarse los cuentos de Popelka, siempre al filo de que, como en el famoso principio, el aletear de una mariposa en Brasil, un hecho por completo ajeno e incontrolable, lo desmorone todo, por más firme que parezca. Sucesos nimios como una mujer, o un hombre, con quien de pronto se encuentra la pareja; incluso algo tan cotidiano como una charla con la persona que tienes al lado, tu hijo o tu hija, que se supone dependen de ti pero que de pronto te muestran algo que siempre has ignorado.
Es formidable el breve cuento “El escultor”, la mujer que se desespera ante las dificultades para aprender de ese hijo que siempre ha soñado sería más inteligente que ella. Uno de los mejores cuentos que he leído desde hace tiempo. Un gran valor de los cuentos de Popelka es que en ellos la vida se pinta de manera tan difusa —como al fin y al cabo es—, sin que exista en ella una posición precisa en la que aposentarse, que incluso la postura ante un mismo hecho varía sin causa aparente. Y allí donde puede admirarse —“Presentación”— la entereza de una joven y el desprecio que siente hacia su padre, que las abandonó a su madre y a ella, en el siguiente cuento, “Tan lejos de Dios” parecida postura nos parece ruin y despreciable cuando, gratuitamente, una protagonista parecida le jode la vida al padre que se marchó de casa; en sólo diez páginas, el lector ha empatizado con el personaje supuestamente odioso y mira con desprecio a quien en principio debía admirar.
Ese cambio de punto de vista, de verdadera maestría literaria, prueba última de que en la vida no hay nada cierto y todos estamos tan lejos de Dios como de cualquier tipo de verdad inamovible, hace de este libro de Roxana Popelka un pequeño volumen digno de ser buscado por las bibliotecas, y encontrar luego un hueco para leerlo. Un libro en apariencia pequeño, como las sencillas cosas de las que se habla en él, pero con muy grandes destellos de calidad.

viernes, septiembre 19, 2014

Viajes con Charley. En busca de Estados Unidos, John Steinbeck

Trad. José Manuel Álvarez Flórez. Nórdica, Madrid, 2014. 285 pp.19,50 €

Pedro M. Domene

En 1962, un John Steinbeck, de 58 años, se puso en la carretera y recorrió su país, Estados Unidos, de punta a punta. A lo largo de tres meses hizo los dieciséis mil kilómetros por las carreteras secundarias de treinta y cuatro estados. Viajaba con Charley, un caniche francés, y en Rocinante, la autocaravana que compró para la ocasión y que llevaba su nombre escrito en un costado con caligrafía española del siglo XVI. Según cuenta el Nóbel sureño, durante todo ese tiempo nadie le reconoció ni una sola vez. El resultado, Viajes con Charley. En busca de Estados Unidos (que ahora publica, Nórdica Libros, 2014).
«Cuando yo era muy joven y tenía dentro esa ansia de estar en otro sitio, las personas mayores me aseguraban que al hacerme mayor se me curaría este prurito. Cuando los años me calificaron de mayor, el remedio prescrito fue la edad madura. En la edad madura se me aseguró que con unos años más se aliviaría mi fiebre, y ahora que tengo cincuenta y ocho, tal vez la senilidad realice la tarea». El relato del viaje resultó un texto muy personal, y es que ciertas historias hay que leerlas no solo para conocer sus paisajes, sino para entender al autor y para saber más sobre sus circunstancias personales y su época. Steinbeck va contando, a lo largo de todo el libro, como a medida que deja atrás kilómetros encuentra un país cambiante, donde las aldeas se van convirtiendo en pueblos y los pueblos en ciudades, también cómo los negros comienzan a integrarse en los estados del sur, y el racismo blanco se opone con auténtica fiereza, y averigua que la gente se ve obligada a comprar autocaravanas donde vivir para poder aprovechar una oportunidad de trabajo lejos de casa.
Un país enorme, raro y lleno de matices que, al margen de Steinbeck, hemos ido conociendo en la abundante literatura publicada hasta el momento, en los numerosos testimonios escritos o en los filmes de época que durante los últimos cincuenta años han invadido nuestras casas o salas de proyección. Pero, lo mejor de este libro como asegura el escritor, para conocer un país es necesario haber contemplado sus paisajes y caminos o, sobre todo, charlar y compartir con sus gentes, y esa no otra fue su idea al comienzo del mismo. En el camino se encontró con vendedores, granjeros, camioneros, campesinos, y gentes que, como él, que iban siempre de paso. Y lo que queda patente y claro es que aquella uniformidad muchas veces atribuida al mundo norteamericano, desde una visión europea, no es más que una distorsión grotesca, y su forma de ser, incluso su vida cotidiana es algo más diverso y complejo que cualquiera de las sociedades del viejo continente. Algunos de los problemas que Steinbeck encontró en su viaje de entonces no han desaparecido actualmente, entre ellos las curiosas, laberínticas y en muchas ocasiones absurdas leyes que rigen la entrada en cualquier país, como a él le ocurriera al intentar cruzar la frontera entre Nueva York y Ontario, o sea, entre Estados Unidos y Canadá, obligado a dar marcha atrás por no llevar el certificado de vacunación de su perro, Charley. Lo curioso es que podía pasar tranquilamente en Canadá, pero en la aduana canadiense le advirtieron que, tal vez, no podría volver a entrar en Estados Unidos, aunque el periodo de estancia en el país vecino apenas fuera de unas horas, lo suficiente para recorrer el camino más corto entre Niagara Falls y Detroit. Al dar media vuelta, sin embargo, fue detenido en la garita de entrada a los Estados Unidos. Leemos, pues, esas sensaciones que todos sentimos cuando en una aduana se nos invita amablemente a abrir nuestras maletas, o peor aun cuando alguien nos invita a acompañar al funcionario a otra habitación, ese desasosiego, como única percepción de que algo malo estemos haciendo.
Al hilo de un relato curioso, bien escrito que se lee con amenidad, salpicado de un rico anecdotario de las abundantes virtudes y defectos de los estadounidenses, las páginas fluyen, y sobresalen los juicios y amenas charlas con Charley, en quien confía, a quien cuida y le sirve de excusa para entablar conversación con los lugareños cuando llega a una población desconocida, puesto que generalmente por esas tierras no han visto un perro de anatomía y pelambrera tan curiosa y, sobre todo, tan viejo y que resulte tan buen compañero. Cuando Steinbeck recorre el sur, en las últimas etapas de su viaje, el valor del testimonio aportado es mucho mayor. Observará y nos dejará escritos algunos actos racistas en Nueva Orleans, y en ese mismo sentido le suceden numerosas anécdotas que demuestran su templanza y su humanidad, como por ejemplo cuando un grupo de mujeres, de pie frente a un colegio de la ciudad sureña, dedicaban las tardes y las mañanas a abuchear a tres niños negros que estudiaban allí. El escritor observa el espectáculo sorprendido y, a medida que seguimos leyendo, de nuevo en algún poblado del sur, conoce a un hombre que, entre otras cosas, confunde a Charley con un negro, este hombre le pide que lo acerque a un pueblo cercano y Steinbeck, siempre amable, acepta, mientras conversan, y surge el tema del rechazo a los negros, o “Niggers”, como sugiere el hombre que los llama los hombres blancos de modo despectivo.

jueves, septiembre 18, 2014

Anatomía de la memoria, Eduardo Ruiz Sosa

Editorial Candaya, Canet de Mar, 2014. 576 pp. 21 €

Javier Moreno

Anatomía de la memoria es la primera novela del mejicano Eduardo Ruiz Sosa, publicada bajo el auspicio de la Fundación Han Nefkens en la editorial Candaya. Se trata del primer autor becado por la Fundación, seleccionado de entre otros cientos de pretendientes por un jurado compuesto por Juan Villoro, Lourdes Iglesias e Ignacio Vidal Folch.
Ruiz Sosa, que previamente a esta novela se había desfogado con un libro de relatos titulado La voluntad de marcharse, compone una novela desprovista de referencias explícitas, geográficas o temporales. La acción transcurre en Orabá, ciudad de un país nombrado así, El País, aunque no tenga nada que ver con el periódico que todos conocemos. Estiarte Salomón, uno de los personajes, ha recibido el encargo de escribir una biografía sobre Juan Pablo Orígenes, conocido como el poeta, uno de los integrantes del grupo revolucionario mejicano conocido como Los Enfermos (para quien sienta curiosidad hay que decir que dicho grupo revolucionario izquierdista existió y que la novela se inspira, solo en parte, en la documentación y pesquisa llevadas a cabo por el autor). La investigación de Estiarte Salomón acaba ampliándose hasta abarcar al grupo de Enfermos supervivientes, enfermos revolucionarios (Eliot Román, Isidro Levi…) y enfermos reales a un tiempo (en realidad los Enfermos revolucionarios viven aquejados sin excepción por algún tipo de enfermedad: Orígenes padece Parkinson, Eliot Román es cojo, Isidro Levi es ciego, obedientes los personajes a una de las muchas leyes analógicas que gobiernan esta novela). La tarea de Estiarte Salomón es en principio la más difícil, la de aproximarse a la verdadera historia de los Enfermos, una historia que transcurrió cuarenta años antes del momento en el que se narran los hechos. Se trata, al fin y al cabo, de un ejercicio comunitario de memoria; y la memoria, ya se sabe, está llena de trampas, de engaños, sobre todo cuando quien habla es un enfermo de Parkinson.
Hay un libro que funciona a manera de hipotexto de Anatomía de la memoria y no es otro que el de Anatomía de la melancolía, de Robert Burton. Del mismo modo en el que Burton concibe la melancolía como una enfermedad, desarrollando una psicosomática de la melancolía, es decir, un tratado analógico del cuerpo y del alma melancólica, Eduardo Ruiz Sosa parece hacer lo mismo con la memoria. La memoria como enfermedad, con sus síntomas y su órgano privilegiado que ya no será el cerebro ni ninguna otra parte del cuerpo sino el libro. Hay en esta novela una profunda reflexión acerca del libro y de su concepción a través de la escritura. Una confianza casi mesiánica en el poder del libro, como ocurre en la obra de Edmond Jabès o del propio Mallarmé. Anatomía de la memoria es, de algún modo, un libro judío. A la concepción de la escritura como memoria, y viceversa, se une el exterminio, la particular Shoah que vivieron estos Enfermos que ahora pretenden, al modo de la imagen dialéctica de Benjamin, restaurar de nuevo la Enfermedad, resucitar la revuelta. Y ahí el libro vuelve a cobrar una importancia determinante ya que el método elegido para restaurar dicha Enfermedad revolucionaria es, como no podía ser de otro modo, el de recuperar los libros de contenido izquierdista que Eliot Román, uno de los Enfermos, había ido enterrando a lo largo y ancho de la ciudad cuarenta años atrás.
Estamos ante un libro poético, en el mejor sentido de la palabra (el recuerdo es como un poema hecho pedazos, se dice en un momento de la novela), y esta novela está escrita como ese recuerdo, como un gran poema, algo que aporta a la lectura un ritmo endiablado a pesar de su apariencia voluminosa. Pero lo que a mi juicio define con mayor rigor a Anatomía de la memoria es la perfecta fusión de lo anímico, lo fisiológico y lo político, como si estos tres niveles de la existencia humana se correspondieran con precisión con los distintos tipos de enfermos que pueblan esta novela: los enfermos reales que Macedonio Bustos, el boticario, recibe en su farmacia y a los que atiborra de drogas legales como si de un dealer se tratara, y los Enfermos integrantes del grupo revolucionario. Política, cuerpo y emoción son en Anatomía de la memoria una misma cosa. El amor y la política se confunden, lo mismo que el amor y la enfermedad, incluso cierto amor por la enfermedad. Estamos ante una novela morbosa, en el sentido de que el cuerpo tiene un papel preponderante, pero no menos espiritual, poblada (como ocurre en la obra de Rulfo, con la que la de Ruiz Sosa tiene mucho que ver) de fantasmas, es decir, desaparecidos que regresan, que renuncian al olvido, o que son regresados desde el olvido por aquellos que no pueden dejar de recordarlos.
Anatomía de la memoria es una novela ambiciosa. Mucho. Muy pocos autores primerizos están a la altura de sus pretensiones. Ruiz Sosa es sin duda una de esas raras excepciones. No estamos ante una promesa sino ante una pasmosa realidad. Hay autores que parecen prescindir de la natural progresión que depara (o no) la maestría del oficio, que nacen grandes. Aquí tienen a uno de ellos.

miércoles, septiembre 17, 2014

Martillo, Alejandro Hermosilla

Balduque, Cartagena, 2014. 228 pp. 14 €

Pedro Pujante

Imaginemos por un momento que Lewis Carroll hubiese pertenecido a una secta demoniaca que venerase a Cthulu, que hubiese vivido en Fez, en la mítica Ubar o en otra región árabe, y que sus laberintos fuesen menos coloristas y más tenebrosos y perversos. En ese caso, quizá hubiese escrito algo parecido a Martillo del cartagenero Alejandro Hermosilla (1974).
Lo que Hermosilla ha cincelado para delectación del lector es un dédalo extraño, formado por palabras y frases –en su mayoría, breves y contundentes- que insisten y se enroscan sobre sí mismas como si de un poema, un cántico sagrado y demoniaco se tratase. Al leer Martillo somos capaces de visualizar los arrabales de una ciudad musulmana, escuchar la llamada de los muecines y los golpes incesantes de un martillo que percutiese en nuestro subconsciente. Pero estas ciudades que se describen en Martillo son trasuntos de un submundo pesadillesco y obscuro; están habitadas por demonios, misteriosas mujeres, animales salvajes, monstruos, vampiros, bestias del infierno, hombres horribles que anhelan tu perdición, libros malditos y brujas obscenas.
Frase a frase, palabra a palabra, ha erigido Hermosilla un libro heterodoxo, complejo, abigarrado, con diferentes sedimentos narrativos pero de una indiscutible homogeneidad y coherencias estilísticas y estéticas.
La prosa de Martillo es absorbente, hechizante y de una plasticidad inusitada. Desde las primeras páginas ya tiene el lector la sensación de encontrarse en un lugar privilegiado, místico y esotérico, a mitad de camino entre el Magreb y las pesadillas de Burroughs. Influido por Las mil y una noches, Borges y los tormentos admonitorios de Lovecraft, el autor de este singular libro nos propone un entramado en el que la intertextualidad y la metaliteratura se conjugan de un modo fresco, natural y totalmente sorprendente. Las referencias literarias y culturales, como sustrato de la propia narración, lejos de abrumar, se constituyen en el abono ideal para erigir este minarete gótico pero moderno, vanguardista pero con un aire clásico que lo transmuta en orfebrería atemporal.
El narrador, con un aliento poético, nos hace avanzar por una ensortijada caja china, mise in abyme orientalizada, pero que se oscurece por momentos con los tonos lóbregos de la literatura de horror más espeluznante. En ningún momento se sentirá el lector seguro en su deambular por los recovecos de Martillo. Y esa inquietud es quizá uno de los puntos más fuertes de la prosa de Hermosilla. No es este un libro para almas remilgadas.
Las metáforas no son gratuitas. Desde el título del libro, leitmotiv que se escucha de fondo a lo largo del periplo narrativo, pasando por otras estampas más inquietantes: un extraño pájaro dentro de una caja; efrit demoniacos que se enroscan su propia cola; mujeres lujuriosas y sensuales; el exotismo de una tierra mística; el terror cerval…
El goteo de imágenes es incesante a lo largo de la novela. Además de esta sucesión de símbolos, la precisa prosa y la imaginación de las que se vale Hermosilla, hacen de Martillo un libro intenso, que no es para nada obsequioso con el lector. Es de una originalidad extrema y nos demuestra que el autor posee unas dotes innegables para canalizar sus influencias y crear su literatura propia.
Para encontrar una construcción de este tipo –aunque las analogías aquí son meramente subjetivas- quizá haya que visitar Esto no es una novela de David Markson, libro compuesto de frases, sin un argumento preciso ni personajes.
Esta es la primera novela publicada de Alejandro Hermosilla, sus incipientes acólitos ya esperamos la siguiente con impaciencia.

martes, septiembre 16, 2014

El armario de acero. Amores clandestinos en la Rusia actual, VV.AA.

Trad. Pedro Javier Ruiz Zamora. Editorial Dos Bigotes, Madrid, 2014. 285 pp. 17,95 €

Daniel López García

El armario de acero es el primer título del catálogo de una nueva editorial que nacía el pasado mes abril, la editorial Dos Bigotes. El libro consiste en una colección de textos literarios de diverso género, pertenecientes a un total de dieciséis autores nacidos en Rusia. Sus fechas de nacimiento se encuentran entre los años 1964 y 1990, encontrándose actualmente todos en activo. Realizar un comentario crítico de esta obra no resulta tarea fácil por algunos de los motivos que acabo de indicar. Por un lado, la selección de autores es amplia y sus voces diversas. Si bien son contemporáneos entre ellos, el margen entre los mayores y los más jóvenes es lo suficientemente significativo como para poder abordarlos desde una perspectiva generacional. Además, la naturaleza de estos textos responde a diferentes cauces de expresión, encontrando una mayor presencia del relato breve, junto con poemas y textos híbridos que combinan rasgos del texto teatral y el narrativo. Por último, estamos frente a una antología de autores prácticamente desconocidos en nuestro país para los que está edición supone la primera traducción de su obra al castellano. Por tanto, retomo la nota introductoria de los editores, Gonzalo Izquierdo y Alberto Rodríguez, para este libro en la búsqueda de un ángulo que me sirva de herramienta para su comentario. De ella extraigo lo siguiente:
«La curiosidad está en el origen de El armario de acero. Una curiosidad que en su inicio tuvo una doble dirección: profundizar en nuestro conocimiento acerca de la literatura rusa contemporánea y descubrir cómo ésta abordaba la temática gay y lésbica en momentos de confrontación política y social»
A partir de esta declaración de intenciones, analizo esta obra. La primera dirección que toman los editores es eminentemente literaria, tal y como expresan, y en ese sentido la obra recoge una selección de textos de autores en activo de los últimos treinta años de la historia literaria de Rusia. El conjunto de escritores seleccionados están relacionados con el mundo cultural del país, algunos desde el exilio, y se encuentran vinculados a revistas literarias, editoriales, el mundo académico, e incluso han sido galardonados o seleccionados para algunos de los premios más importantes del panorama literario del vasto país como son el Premio Debut para jóvenes autores o el Premio Andréi Bely, premio literario independiente más antiguo de Rusia. Por tanto, parece evidente que sí nos encontramos ante una selección de textos relevantes de la producción literaria de la Rusia actual.
En cambio, la segunda dirección por la que se mueven, más que con una cuestión literaria en sentido estricto, tiene que ver con el deseo de reflejar una situación política y social que afecta a un grupo de población en concreto. En este sentido, y sin abordar aquí el clásico debate literario sobre la vinculación de la literatura y los fines sociales, considero que la perspectiva que toma Dos Bigotes encierra un acierto dentro de este tipo de editoriales. Desde mi punto de vista, Dos Bigotes a la hora de manejar lo gay en literatura, en lugar de tratarlo como un elemento propio de una sensibilidad diferente y diferenciadora, los editores manifiestan su interés por reflejarlo desde su perspectiva social, la de mostrar esa particularidad como producto de un contexto afectada por unas determinadas tensiones. Y si me permito la digresión en este punto, es porque creo que arroja algunas luces para exponer mi lectura de la obra.
Por tanto, y desde su intención manifiesta, El armario de acero, más que un ejemplo de literatura donde lo gay o lo lésbico es un cauce de expresión de una angustia o un deseo particular, se convierte en un sismógrafo que recoge diferentes inquietudes o reflexiones donde el elemento gay emerge con el objetivo de reflejar una producción literaria vinculada a un contexto social concreto. Este punto es uno de los que estimo de mayor interés a la hora de fijarnos tanto en la editorial como en el libro, ya que los diferencia del resto con las que comparte temática, al menos en su intención. A partir de aquí, los textos seleccionados para esta antología se sitúan entre estos márgenes de lo particular y lo general, entre lo específicamente gay y lo gay concebido como una experiencia que sirve de motivo para tratar otros aspectos de carácter universal. De antemano, sí les aviso que más interesante se convertía mi experiencia lectora en la medida en que lo escritores contenidos en ella se han acercado al segundo margen que cito.
En primer lugar, en el libro podemos identificar una serie de textos de autores que tratan el tema de lo gay asociándolo a los valores de belleza masculina en sus aspectos más armónicos, grotescos, incluso absurdos; el deseo por el cuerpo masculino manifestado en la pulsión y el acto sexual; y la recuperación de estereotipos masculinos tradicionales asociados ahora a prácticas homosexuales, especialmente llamativa es la figura del militar. Entre estos autores –todos hombres- se encuentran Aleksander Belykh (1964), Ilya Ilyn (1975), Vadim Kalinin (1973), Nikita Mironov (1986), Slava Mogutin (1978) -autor que además refleja una actitud de contracultura en lo gay, la homosexualidad como rebeldía centrada en el placer-, Dmtry Volchek (1964) y Maksim Zhelyaskov (1972).
En un segundo grupo encontramos a autores que recrean pasajes con aires costumbristas y escenas donde predominan la soledad y la nostalgia como producto de unas relaciones no satisfechas y de amores imposibles, en las que como contrapunto aparece en ocasiones la solidaridad entre desconocidos: Dimitri Kuzmin (1968), Valery Pechykin (1984) y Vasili Chepelev (1977).
En tercer lugar, reunimos a dos autores que plantean, a partir de los textos literarios, una confrontación más evidente entre lo gay y el contexto político y social. Ejemplo de ello son los textos de Aleksander Anasevich (1971) en el que desarrolla una visión que confronta la soledad de una voz que padece de SIDA y una sociedad que continuamente alardea del sexo, o Sergei Finogin (1990) que refleja en su poesía los cambios en los estereotipos de género a través de la que sea quizá una de las voces poéticas más interesantes de la antología.
Por finalizar, en el último grupo se situarían aquellos autores cuyos textos manifiestan un impulso que aspira a conectar lo particular con un alcance general: Margarita Meklina (1972), Aleksander Murasov (1978), Stanislav Snitko (1989), Natalia Starodubtseva (1979) y Galina Zelenina (1978). Para este lector, este grupo muestra los textos de mayor interés y alcance literario de esta antología, donde curiosamente tres de los cinco autores que destaco son las únicas mujeres de los dieciséis de la antología. De entre estos cinco pongo el acento en dos de ellos, la escritora Margarita Meklina y el escritor Aleksander Murasov. Margarita Meklina a partir de relatos breves crea una red narrativa en la que las voces y sus ecos construyen la historia de unos personajes en el exilio y sus relaciones, por las que accedemos a la expresión de un deseo y una necesidad colectiva. Por su parte, Aleksander Murasov escribe una poesía que se enfrenta a la tradición en un doble sentido: cultural e histórico. De esta manera, la voz poética se siente parte de ellas al mismo tiempo que manifiesta su carácter genuino, para enfrentar el paso del tiempo, el amor y la muerte de una manera universal.

lunes, septiembre 15, 2014

Sueños de penitencia, Juan Ortega

Booklane, Madrid, 2013. 260 pp. 14,04 €

Fernando Sánchez Calvo

Hay pasados que vuelven al presente por mucho que éste quiera cerrarles la puerta. Con más razón si ese pasado transporta en sus espaldas una vieja historia de amor no resuelta. Ése es el dilema de Carlos, profesor de secundaria que en los años decadentes del socialismo felipista saborea un pingüe bienestar con mujer e hijo hasta que Sonia, antigua compañera de estudios, coincide con él en el mismo instituto más de veinte años después tras probar en carne y espíritu la típica desilusión del docente que se vuelca demasiado con un medio, el rural, que no es el suyo. Pero Sonia no sólo trae antiguas palabras y afectos no revelados entre ambos: con ella vuelven los años de la todavía joven democracia española, los del NO A LA OTAN, los del Madrid de Tierno Galván y, en definitiva, los del Madrid divertido, guerrero y prometedor.
Entre esos dos contextos, los de la euforia y el primer desaliento de la pretendida izquierda, la trama cobra importancia principalmente en el segundo. Es ahí donde Carlos poco a poco irá cayendo en las redes de Sonia, quien (no sabemos si adrede o no o las dos cosas) ha llegado a Madrid desde Ávila para recuperar todo aquello por lo que en sus años de juventud no se atrevió a luchar. En principio es tarde, los primeros contactos sólo conducen a un café, pero poco a poco los recuerdos, la memoria, los amigos que van y vuelven o antiguas canciones y libros confunden a nuestro racional protagonista hasta llevarle a la clásica diatriba de no saber distinguir entre amor y amistad, entre una aventura y su familia.
Eso respecto a la historia, manida donde las haya y no por ello menos interesante. Pero son el discurso, la multiplicidad de narradores y un diálogo ágil y verosímil los grandes responsables de que esta novela sin pretensiones pero bien contada no se caiga. Más amena e interesante a medida que avanzan sus páginas, quizás un tanto naif e ingenua en algunas descripciones o conversaciones que se suben de tono, la recuperación de unos de los grandes temas de Nacha Guevara, Sueños de penitencia, resume, aparte de dar título, el espíritu nostálgico de aquellos años donde los sueños de unos cuantos universitarios desembocaron irremediablemente en la prosaica realidad que Aznar y la propia evolución de cada uno dictaminaron. Como siempre la única salvación a veces son los escarceos amorosos, pero éstos, siempre interesantes en la ficción, acaban por destruir a sus protagonistas, por muy indulgente que el narrador, autor e incluso lector, se muestren con ellos

viernes, septiembre 12, 2014

Legado en los huesos, Dolores Redondo

Destino, Barcelona, 2013. 560 pp. 18,50 €

Victoria R. Gil

Dolores Redondo tenía el listón muy alto tras El guardián invisible, la primera parte de su trilogía del Baztán, que convenció a críticos y lectores, y constituyó una sorpresa en la narrativa policíaca patria, ortodoxa y contenida como mandan los cánones. Con un atrevimiento premiado con el éxito, Redondo añadió un tercer ingrediente al tradicional combinado de investigación policial y vida personal -más o menos atormentada- del protagonista: el sobrenatural.
También rompió un tabú para las mujeres policías y detectives de ficción, cuya femineidad se estereotipa, o se atempera para mimetizarse con el entorno abundante en testosterona en el que se desenvuelven. (Antes que ella, Mercedes Castro y su Y punto, ya habían empezado a resquebrajarlo). Amaia Salazar, inspectora de homicidios de la Policía Foral de Navarra, no se preocupa de ir vestida para matar, ni es mordaz y sarcástica, y aún menos resulta dura como el acero de su pistola. Amaia Salazar llora, duda, se preocupa por su periodo y, cuando al final consigue ser madre, se obsesiona como toda primeriza por convertirse en la superwoman que lidia con tres jornadas laborales: la profesional, la maternal y la del hogar.
Amaia, además, está rodeada de mujeres: Tía Engrasi; sus hermanas Flora y Ros; su hija, que decidió cambiar de sexo en el último momento; Mari, la diosa que habita en las montañas, y, sobre todo, Rosario, su madre, la más presente de todas, pese a su ausencia. Porque el matriarcado, tan vivo en la sociedad rural vasca y navarra, y la maternidad, en más de una forma, son temas poderosos en la obra de Redondo. Y se vale de ellos sin complejo alguno, convirtiéndolos en un nudo más de la trama, tan importante como la propia investigación policial.
Es cierto que quizás puede reprochársele un cierto tono sentimental y explotar la belleza de la protagonista, tan hermosa que hasta los jueces –sin saber muy por qué- caen rendidos a sus pies. Pero se le perdona porque Dolores Redondo ha conseguido ese objetivo que tantos escritores buscan y tan pocos logran: crear un universo propio, dotarlo de potentes personajes y metérselo en vena a los miles de lectores que aguardan ansiosos el final de esta trilogía que aún esconde tantos misterios por descubrir.
Legado en los huesos comienza retomando los últimos coletazos de la investigación anterior. La inspectora Salazar espera en el juzgado para testificar contra el padrastro de Johana Márquez, una de las jóvenes asesinadas en El guardián invisible. El inesperado suicidio del acusado será el primero de una serie de ellos que, aun carentes de motivo en apariencia, están relacionados con varios casos de violencia de género y quizás con algo más oscuro que se esconde en el pasado.
En esta segunda parte nos adentramos de nuevo en el húmedo valle navarro en el que Elizondo aguarda plagado de secretos. Y de una maldad que surge violenta y tenebrosa como el alma que la impulsa. También aquí la autora se vale de la mitología vasca para introducir otro personaje fantástico, el tarttalo, descrito por ella misma como “un cíclope sanguinario, caníbal y feroz”. A pesar de ello, Dolores Redondo siempre hace recaer la maldad del lado de los humanos; por lo que se refiere a Amaia Salazar, la magia y el poder de lo sobrenatural actúan siempre de forma benéfica.
Decía al comienzo de esta reseña que las expectativas eran muchas ante la aparición de Legado en los huesos y la autora no las ha defraudado, porque esta novela es, claramente, mejor que la primera. Redondo ha pulido el estilo y profundizado en sus personajes, y si bien hay aspectos de la nueva trama que pueden sorprender, el resultado es tan intrigante y adictivo como lo fue El guardián invisible.
Los lectores de Dolores Redondo, tantos que ya se organizan viajes al Elizondo real para conocer los lugares donde transcurren los casos de esta inspectora foral, pueden apuntar la fecha del 25 de noviembre en sus agendas; ese día se pondrá a la venta Ofrenda a la tormenta, último título de la trilogía y en el que se desvelarán todos, es de suponer, los misterios que aún esconde el valle de Baztán.

jueves, septiembre 11, 2014

Nosotros caminamos en sueños, Patricio Pron

Literatura Ramdom House, Barcelona, 2014. 128 pp. 16,90 €

Pedro Pujante

Hace diez años esa novela vio la luz en una primera versión con un título más acertado y corrosivo: Una puta mierda. La novela ha sido corregida y ampliada y se presenta ahora en su versión definitiva.
Es la primera obra que leo de Pron (Argentina, 1975), autor joven pero prolífico y con una obra traducida a varios idiomas y avalada con importantes premios, Premio Jaén de Novela o Premio Rulfo de Relato, entre otros.
En Nosotros caminamos en sueños, un narrador nos cuenta en primera persona su extraña experiencia en la guerra de las Malvinas. Según el propio autor esta es la visión, o más bien, el recuerdo de su niñez respecto al fatídico episodio bélico. Pero lo que ha hecho Pron, lejos de suministrarnos una crónica histórica o verista de los acontecimientos, es construir una fábula, menos moralista que paródica, con tintes absurdos y elementos del más puro esperpento. La historia se confunde por momentos con una obra de teatro de Beckett, trufada con humor cervantino y algo de los sketches del mismísimo Gila cuando nos hablaba de sus batallas irreales y desaforadas. Una guerra que no parece tener final. De hecho, aparece una bomba suspendida en el aire, sin intención de caer. Esa suspensión del misil bien podría servir como metáfora de esta y de cualquier guerra: una situación que se sostiene sin explicación racional ni justificación en el tiempo y el espacio. En este sentido, la obra está emparentada con otras como Esperando a los Bárbaros de Coetzee, El mar de las Sirtes de Gracq o El desierto de los Tártaros de Buzzati, novelas todas ellas en las que una prolongada y absurda espera prolonga una situación bélica sin mucha lógica.
Aunque por supuesto Nosotros caminamos en sueños está escrita en clave de humor. Y pienso, ¿no es, desde Kafka, la espera postergada hasta el absurdo el gran tema de la literatura contemporánea?
Pero no nos llevemos a engaño. Detrás de estas pintorescas situaciones de vodevil, enredos y gags cómicos se oculta una feroz crítica al mundo de la guerra, de la política y a los abusos del poder en un mundo burocratizado hasta la estupidez. El humor lo utiliza Pron como un estilete afilado para desgranar y desvelar qué de insensato y alocado hay en una guerra. Desde situaciones rocambolescas en un hospital de campaña en el que el doctor confunde brazos con piernas; ejecuciones sumarias y arbitrarias; fraudes ocultos con pingües beneficios a costa de vender la comida de los soldados; turistas japoneses que fotografían las escabrosas imágenes de la crueldad… Las estampas absurdas se suceden sin tregua.
La mitad de la novela, para más efecto teatral, está compuesta por diálogos, en su mayoría absurdos juegos de palabras: repeticiones, equívocos o simplemente enredos verbales que no conducen a ninguna parte y que incomunican más si cabe a los protagonistas. Los personajes, acordes a la situación en la que se hallan, son caricaturas: un tal Snowden (ya saben a quién puede recordar), un militar que aparece disfrazado de mujer, una familia de mujeres que sirven de concubinas a las tropas…
La novela resulta de una factura impecable aunque la inacción y lo grotesco se alargan demasiado, en un callejón sin salida del que quizá el lector desearía haberse zafado un poco antes. Pero aunque el sinsentido nos abrume es innegable que Pron demuestra en esta fábula inmoral sobradas dotes para la composición de viñetas destartaladas, personajes esperpénticos y atmósferas que nos recuerdan los tenebrosos chistes de Kafka o los imprevisibles planteamientos de Ionesco.
Una novela absurda, o sea, bélica que retrata con una mirada vitriólica nuestras propias e inconfesables miserias.

miércoles, septiembre 10, 2014

Obra completa, Héctor Viel Temperley

Amargord, Madrid, 2013. 503 pp. 19,95 €

Verónica Aranda

Héctor Viel Temperley (Buenos Aires, 1933-1987) fue un poeta de culto, visionario y excéntrico, que ha influido en las últimas generaciones de poetas argentinos, pero que apenas se le conocía en España, hasta su aparición en la Antología Las ínsulas extrañas (Galaxia Gutenberg, 2002). Ediciones Amargord ha tenido el buen criterio de publicar su Obra completa, compuesta por nueve poemarios—treinta años de poesía— en la colección Trasatlántica, en una cuidada edición a cargo de Juan Soros.
Desde sus primeros libros, Viel Temperley cultivó un misticismo muy personal e innovador (al situarlo también en el espacio urbano), entre el panteísmo («Esta tarde Dios habla/ en los saltos del río») y la invocación a un Dios corpóreo y heterodoxo, con el que tiene una relación de vértigo. De este modo, Temperley siempre nadó contracorriente de los movimientos literarios de su país, Argentina, donde la poesía mística es una rareza, y más en el escéptico siglo XX, salvo contadas excepciones como Jacobo Fijman o algunos poemas de Ricardo Molinari.
Si bien la obra que lo consagró a Temperley las puertas de la muerte fue Hospital Británico, es interesante hacer un recorrido panorámico y cronológico por toda su producción, donde hallamos escalofriantes epifanías de lo que vendría después, y cuyas esquirlas saltarán en Hospital Británico. En sus primeros libros —Poemas con caballos y El Nadador— encontramos influencias lorquianas en el simbolismo metafórico y cierto barroquismo gongorino que irá evolucionando hacia un lenguaje más seco y sobrio, y, a partir de Carta de marear, avanzará con más fuerza hacia el irracionalismo verbal o “mística surrealista”, como la denominó el propio autor. Son poemas cimentados en la contemplación y la revelación de las cosas (a través de símbolos recurrentes como la figura del ángel), que hablan de libertad, de la comunión con la pampa y la naturaleza salvaje del cono sur («Crines y cola ardidas/ y un jinete/ que nada sol/ La pampa con sus huesos»), del mar, los espigones y las piscinas. Porque la de Viel Temperley es una poesía tremendamente acuática y de un erotismo febril. La natación era más que un ejercicio diario, una obsesión para el autor y una forma de meditar y alcanzar la plenitud y la trascendencia: «Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada./ Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas/ aguas de los arroyos/ se sostiene vibrante». Por tanto, lo corporal se mezcla en todo momento con la mística, y la poesía no deja de ser un territorio codificado de evasión.
Su penúltimo libro, Crawl, de tono salmódico, desembocará en el estado de iluminación de Hospital Británico, uno de los poemarios más singulares de toda la literatura hispanoamericana, compuesto por el poeta argentino tras ser operado de un tumor cerebral en dicho hospital, a las afueras de Buenos Aires. De hecho representa un caso excepcional dentro de la poesía del siglo XX; en palabras de Esperanza López Parada, «Viel es el único poeta que consigue diseñar para su obra su condición de recepción futura, el único que cierra y decide su deriva arriesgadísima, convirtiendo la muerte en un punto de partida». El autor escribe su propia elegía, con intervalos de dolor y lucidez. El poema inicial del libro, escrito en marzo de 1986 se va disgregando, reordenando, se transportan fragmentos de poemarios anteriores, creando, así, un montaje, un conjunto de postales que son también una alegoría de la intervención quirúrgica. La estremecedora conciencia de la muerte que impregna todo el libro, recuerda, salvando la distancias, a la práctica de los haijin japoneses de escribir su haiku final, casi al filo de la agonía. Al leerlo a viva voz emite una musicalidad poderosa, propia de la más alta poesía.
El texto es la metáfora de una enfermedad, como lo ha denominado Eduardo Milán, produce un efecto físico en el lector y es de una intensidad rarísima. Hay una deslocalización de lo onírico, que se mezcla con imágenes realistas. Junto con la extrañeza se da la unificación del propio cuerpo («Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo»), que conecta con las imágenes de una manera asfixiante, como en los fragmentos titulados “Tengo la cabeza vendada”, donde se anula el tiempo. Eros y Tánatos. El diálogo con una entidad suprasensible —Dios— que va neutralizando el dominio de la herida. Un camino de ida y vuelta entre la trascendencia y lo material que sólo podía acabar en epifanía: «El verano en que resucitemos tendrá un molino cerca con un chorro blanquísimo sepultado en la vena.»

martes, septiembre 09, 2014

Te arrastrarás sobre tu vientre, José Luis Muñoz

El Humo del Escritor, Palma de Mallorca, 201. 456 pp. 19,50 €

Pedro M. Domene

José Luis Muñoz (Salamanca, 1951) escribe una crónica dura sobre los oscuros años de la postguerra española, los días felices de la denominada transición y el desarrollo posterior que desemboca en la España de la corrupción, la especulación y el pelotazo, y para ello se sirve, como muy bien sabe hacerlo, del género negro por el pasean matones y proxenetas, se mueven a su antojo entre las calles y barrios de su ámbito o en los antros de lujo, al tiempo que reprueba como, poco a poco, irrumpe el mundo de la droga y va haciéndose hueco entre la suciedad de un mundo tan convulso como extraño. Todo este preámbulo para reseñar que, Te arrastrarás sobre tu vientre (2014), cuenta la historia de Gaspar Noriega, un ex-boxeador y chorizo barriobajero que a las órdenes y esbirro de Aureliano Vázquez controla la prostitución del Barrio Chino barcelonés y todo cuanto se mueva en torno a su ámbito de acción, y en las primeras páginas y capítulos, se recrea una sociedad negra española y serpentea por ella la sombra del franquismo, con sus luces y sus grandes miserias.
Noriega, sin necesidad de ponerle cara, está caracterizado como un tipo frío y despiadado en sus actuaciones, nada resulta agradable en él, un simple matón que hace cuanto se le antoja, y nunca ofrece posibles opciones, obliga a todos a estar bajo su mirada, aunque él mismo solo existe bajo la sombra de su jefe, a quien odia tanto como admira; en su mundo ya no hay escapatoria, si no hay más remedio, aprieta el gatillo y mata cuando hace falta. Ex-púgil, viste siempre calzones de boxeo, recuerdo imborrable de su vida en el cuadrilátero y de sus combates, pero como toda criatura humana tiene su punto flaco: el de Noriega será Perlita, una prostituta de lujo, candidata a convertirse en licenciada en leyes, que hará de él lo que se le antoje a cambio de sexo, aunque la astuta joven no tendrá solo ojos para Gaspar, sino que utilizará idéntica estrategia con el capo, Vázquez.
Narrada en tercera persona, José Luis Muñoz cuenta, de una forma vertiginosa y a un ritmo trepidante, los acontecimientos que convierten Te arrastrarás sobre tu vientre en muchas de esas otras sensaciones que cautivan a un lector, ávido de pasar sus páginas en todo momento porque, uno tras otro, y en capítulos breves, se ofrece cada vez algo nuevo, una mirada distinta del sórdido mundo descrito, y así asistimos a una sucesión de acontecimientos, de conflictos personales y ajenos, a una sucesión de señales que anticipan un giro en la segunda parte de la novela. Deudor de la novela negra Norteamérica, sin duda de James M. Cain o del cine de Bigas Luna, el escritor salmantino da un paso más, apuesta por un dinamismo poco convencional para que al lector, su historia le resulte incansable y asimile página tras página cuanto lee y a la misma velocidad con que el narrador cuenta.
Novela clásica, secuela de película de género negro, José Luis Muñoz salva su historia porque recrea caracteres y escenarios hispanos donde el mundo del hampa y la prostitución recuerdan a un tiempo pasado, no hay excesivos detalles en la descripción de los personajes, aunque muestra la brutalidad y frialdad de los mismos y lo mismo ocurre con los ambientes, nada es artificial porque todo se circunscribe a pequeños trazos que hilan la sucesión de escenas que conforman la historia, al final una pasión amorosa, con abundante sexo y páginas de escenas de una extrema dureza, y donde todo termina por donde comienza porque todo suceso de ficción tiene un origen real, y porque al final como el personaje principal se pregunta, nadie puede escapar a su pasado o bien esta condenado a ser su esclavo durante el resto de su vida.

lunes, septiembre 08, 2014

Ansiedad. Vida de un yonqui, Gabriel Oca Fidalgo

Lupercalia, Alicante, 2014. 174 pp. 12,95 €

Miguel Baquero

Es curioso que, de un tiempo acá, esté leyendo muchas novelas sobre heroinómanos escritas por ellos mismos –o por escritores que intermedian para relatar sus vivencias– y así mismo, como editores, recibamos muchos manuscritos en torno al tema. Es curioso, pero creo que tiene una explicación, la de siempre: el tiempo. Quienes sobrevivieron a los duros años de la aguja y, posteriormente, al estrago silencioso del sida, hoy, al echar la vista atrás, pueden contemplar aquella experiencia, que en muchos casos se corresponde con tres cuartas partes de la vida, con la emoción debidamente contenida, sin caer en esa apología ingenua de la drogadicción en la que entonces era muy fácil picar, pero sin servirse de esa moralina posterior y recurrente que tan fácil también parece recitar de carrerilla.
Sencillamente, como una experiencia humana más —quizás la más fuerte de los últimos tiempos—; y este es el campo, el de tratar la vida, en el que entiende la literatura, y de ahí, creo, que —medio serenado ya todo, y casi digerido— es ahora cuando surgen las novelas. De diferente calidad, por supuesto: la ex drogadicción por sí sola no es un valor. Las hay malas, las hay buenas, y las hay mejores, y Ansiedad, la segunda novela de Gabriel Oca Fidalgo tras La carretera muerta podría entrar en esta última categoría.
El título lo explicita bastante: estamos ante la vida de un yonqui, de un adicto, a la heroína, principalmente, pero en realidad un politoxicómano, como se estilaba en los 80: catador de todo tipo de sustancias prohibidas. En la novela se nos cuenta cómo se introdujo en aquella corriente, que entonces, siendo el autor un chaval, era bastante impetuosa: nadie espere, sin embargo, un relato morboso sobre el primer pico, por ejemplo; si algo caracteriza a las buenas novelas, en general, y a estas sobre la droga en particular, es su naturalidad, el estar contadas como sucede la vida: sin pomposos preámbulos, largos prólogos, estudios previos… sucede, sin más, y no hay tampoco mucho tiempo para detenerse en el instante.
Esto, como apuntaba al principio, el hecho de no disertar en pro ni en contra sino centrarse en la experiencia humana, es uno de los grandes valores novelísticos de esta Ansiedad. Otro —entre varios más que pueda encontrar el lector— es su acertado, y natural también, uso de la jerga, del argot de las calles y los poblados de chabolos donde se pillaba, del maco donde muchos pasaban algunos años…, un verdadero dialecto, como Oca parece querer demostrar por la soltura con que lo usa, en el que puede expresarse un escritor con eficacia y espontáneamente, sin darse ínfulas de lo canalla que uno ha sido o de la mala gente malhablada con la que se ha llegado a juntar. Oca, sencillamente, se expresa así para escribir, como buen novelista que busca su propia y particular manera de decir. Y en bastantes casos consigue con ello alcanzar cotas muy altas, y en un episodio en concreto, en el que narra como un amigo suyo se quedó definitivamente colgado después de un viaje de tripi, da con el tono justo y preciso para conmocionar al lector y componer una escena emotiva de esas que, posiblemente, queden en la memoria de quien lee por más que pasen años y libros.
En el debe —porque un buen libro también tiene que tener debes—, yo incluiría el excesivo espacio y protagonismo que da el autor a los años en que hacía el servicio militar, y ya se ponía, en detrimento del tiempo antes y después de aquello; también las consideraciones, digamos, “metaliterarias” sobre lo que está escribiendo, sus dudas, en determinados momentos, que expresa “en voz alta” sobre si se le entenderá, si resultará confuso, si estará utilizando el lenguaje adecuado… Algo que choca bastante con aquella naturalidad que, mediante el argot, se trata de mantener. Y así mismo incluiría en el debe sus “caídas” en el lugar común cuando se interna en cuestiones políticas y sociales, su uso recurrente a la frase agradecida y sonora que todos nos podemos imaginar cuando se habla, por ejemplo, de la democracia, del capitalismo o del hambre en el mundo y que, aparte de chocar con esa voz genuina que en buena ley se busca, el autor emplea con cierto tono de soflama y en una actitud que quiere ser transgresora pero que en este punto en concreto no sobrepasa “lo habitual”. Pero aparte de estos pequeños debes, y si el lector quiere recorrer, mediante un lenguaje sonoro y distinto, una galería de tipos humanos todavía reconocibles, y encontrarse con algún episodio sobrecogedor, como el apuntado arriba del cuelgue de un amigo, le recomiendo sin duda esta Ansiedad de Gabriel Oca Fidalgo.

viernes, septiembre 05, 2014

Doble mirada: Muerte en el bosque, Sherwood Anderson

Trad. Miguel Á. Martínez-Cabeza. Traspiés, Granada, 2014. 205 pp. 15,75 €

1. Salvador Gutiérrez Solís

Sencillo, pulcro, eficaz y poderoso. Los cuatro adjetivos con los que calificaría la narrativa de Sherwood Anderson y que, con toda probabilidad, son los cuatro adjetivos a los que debería aspirar cualquier cuentista. Y así, uno a uno, sencillos, pulcros, eficaces y poderosos son los trece cuentos que encontramos en esta compilación, agrupados bajo el título del primero que aparece, y tal vez el más brillante, y también desconcertante, Muerte en el bosque.
Si en Literatura existe eso que conocemos como Justicia, cualquiera sabe lo que es ya a estas alturas, no me cabe duda de que esta edición de Traspiés lo es. E incluyo en el reconocimiento la traducción e introducción de Miguel Á. Martínez-Cabeza, soberbias en claridad, precisión e intención. Artista menor o escritor secundario son algunas de las injustas denominaciones que hemos encontrado para definir a Anderson a lo largo de los años, cuando es un ejemplo de autor a recuperar, sepultado injustamente por la novedad, por la actualidad, por las modas y hasta por los que siguieron su camino.
En Muerte en el bosque, así como en el conjunto de su obra, Sherwood Anderson nos muestra la extrema aspereza de la vida en la montaña, el sabor del güisqui destilado en oscuros graneros, la soledad de un nevado invierno en la cabaña, la paciencia del pescador de truchas o el esclavista trabajo en las plantaciones de algodón. Pocos autores han reflejado la América rural, la más profunda, la que hunde sus pisadas en la tierra, con tal nitidez y realismo. Pero, sin embargo, Anderson fue mucho más allá, y nos contó, a través de su obra, el transito de esos agricultores y ganaderos a las grandes ciudades.
Y asentados en las grandes ciudades, los personajes de Sherwood Anderson se enfrentan y desarrollan nuevas casuísticas, en consonancia con el hábitat al que se han incorporado. Novedosos problemas de pareja, la ambición por la posesión, la carrera por hacerse con una “posición social” destacada, el vendaval de las tendencias, la falta de identidad, la desconocida y desgarradora soledad de la gran ciudad. Los relatos de Muerte en el bosque nos muestran esa transición, esa revolución o éxodo, la conformación de una nueva sociedad y, por tanto, de un país. Sencillo, pulcro, eficaz y poderoso, y preciso en el retrato, la narrativa de Anderson se sumerge en las inquietudes y vacilaciones de sus personajes, y nos ofrece ese otro lado que habitualmente permanece en la intimidad, oculto de nuestras miradas.

2. Pedro M. Domene

La simplicidad y la sinceridad definen la vida y la obra de Sherwood Anderson, autor admirado por la “generación perdida” su visión intimista de la vida le proporcionó la estupenda acogida del público lector durante décadas, sin olvidar que el norteamericano ofrece un efecto innovador en sus relatos que abre posibilidades nuevas ante un modernismo en la América tradicional y conservadora. Mientras en Europa ese proceso se convertía en algo natural tras las vanguardias, y se trabajaba en conceptos de percepción y de lenguaje, una América, hundida en una profunda crisis, solo veía un proceso de transformación en una sociedad que se alejaba de los presupuestos calvinistas más rurales, y sus críticas se orientaban hacia actitudes psicológicas, ocurre en su propia novela, Winesburg, Ohio (1919), o Main Street (1920), de Sinclair Lewis, y literariamente hablando los 20 fueron de un conservadurismo atroz, la industrialización y la comercialización creciente propiciarían un desarrollo considerable de la cultura y de las letras. La famosa “Era del Jazz”, isla del hedonismo y del materialismo, desembocaría en el Crack de 1929, y cuanto supuso en Norteamérica entre los aspectos morales y los datos económicos que plasmarían escritores de distintas generaciones en sus obras.
Sherwood Anderson forma parte de la tradición clásica emersoniana y whitmaniana, de las leyendas del Medio Oeste, de las tradiciones patrióticas, o de las lecturas de Melville y Borrow y por edad y adscripción literaria pertenece a la llamada “escuela de Chicago” o “Renacimiento de Chicago” que incluye a Theodore Dreiser, Edgar Lee Masters, Carl Sanburg, Sinclair Lewis y Ernest Hemingway. Los primeros pasos literarios de Anderson se centran en una amplia mirada sobre el naturalismo del XIX y en el modernismo del XX, modelos culturales que contribuyeron a un sentido determinista de la economía, que en América supuso un crecimiento industrial y financiero, y el desarrollo de pensamientos filosóficos que provocarían una concienciación de clase que denunciaría la explotación del sistema y la deshumanización de las relaciones humanas que hizo reaccionar a autores como J. T. Farell, Upton Sinclair y John Steinbeck, que con su literatura denunciaron corrupción política y cinismo financiero.
Sherwood Anderson ha dejado de ser un perfecto descocido para la gran mayoría de lectores españoles tras la publicación reciente de algunas compilaciones de sus cuentos, La chica de Nueva Inglaterra (Nórdica, 2014), la novela Pobre blanco (Barataria, 2013) y de nuevo, la colección de relatos, Muerte en el bosque (Traspiés, 2014), además de sus novelas más conocidas, Winesburg, Ohio (1919) y Muchos matrimonios (1923). Un austero y escalofriante viaje por la soledad nos hace partícipes de los problemas cotidianos a que se enfrentan los personajes de Anderson, vistos desde un punto de vista interior, porque en sus cuentos el paisaje rural de fondo conforma esa identificación con el mundo exterior, y la fuerza de la naturaleza se convierte en una cualidad del pensamiento para salir de la alienación a que se ven abocadas sus vidas. Muerte en el bosque reúne trece relatos que ofrecen lo peor o lo mejor de la vida en la América profunda; una auténtica bajada a los infiernos del alma humana con un lenguaje sencillo y eficaz que, en realidad, procede del habla cotidiana de los habitantes de tan recónditos lugares, y reproduce una charla o una confesión en cualquier calle de un pueblo de Ohio. En todos y cada uno de estos cuentos, la sensación de libertad plena, el contacto constante con la naturaleza, la idea de la bondad del ser humano, conforman una variedad de sorprendentes e interesantes soluciones narrativas, aun cuando apenas si ocurre nada en estas historias. Los relatos de esta compilación, originariamente, de Death in the Woods and Other Stories (1933), reúne los diez que quedaban inéditos en español hasta el momento, con una nueva traducción de Miguel Ángel Martínez-Cabeza, además de dos dispersos, “La siembra del maíz” y “La esposa”. Según el traductor, Anderson había quedado satisfecho con esta colección en la que el narrador comparte la vida que observa, al contrario de sus relatos anteriores, relatados por un observador pasivo sobre el que se impresiona la realidad. El eje temático planteado, en esta ocasión, es la figura de la muerte y el mundo de la mujer. Precisamente, “Muerte en el bosque”, uno de sus últimos cuentos (1933) ha sido comentado por Harold Bloom, uno de los estudiosos más polémicos de la crítica universal, trata de un personaje que ha sido una víctima durante toda su vida y con tan escasa conciencia de ello que no puede ser considerado grotesco, narra la triste historia de una mujer pobre y sola de la que se han aprovechado toda su existencia. Anderson ni le rinde homenaje ni se compadece de ella, pero el narrador, claramente un sustituto del propio autor, experimenta su propia transformación consciente del hecho a la vez que se inicia su despertar sexual con la contemplación del cuerpo congelado de la anciana, de un extraño aspecto blanco y adorable como si realmente tras la muerte se hubiera convertido de nuevo en una niña. Bloom, en su análisis, señala como se siente estremecido e impresionado tras su lectura porque, al centrarse en la visión que el narrador ofrece de la muerte de la vieja, Anderson reduce la muerte a sus consecuencias estéticas que sirven de material para la historia. El narrador se aprovecha de la anciana tanto como los humanos y los animales se han aprovechado siempre de ella. Uno espera hallar algo de ironía en esa conciencia de la culpabilidad en "Muerte en el bosque", pero no la hay. Esa ausencia indica la pureza de Anderson como cuentista, y por añadidura sus limitaciones. El resto de cuentos concretan la vida en las montañas, los avatares sentimentales de varias parejas, la pasión por los caballos o las contradicciones entre el espíritu norteamericano y el europeo tras su paso y vivencias por el París de los 20, o los más sensibleros como el excelente, “La esposa”, y la brutalidad del medio, “Juicio con jurado” son otros de los temas que aparecen en estas narraciones de magistral factura y de mejor traducción.