miércoles, abril 30, 2014

Europa, Luis López Carrasco

Gollarín, Murcia, 2014. 141 pp. 12 €

Nere Basabe

Sorprende este primer libro de relatos de Luis López Carrasco, conocido hasta ahora por su carrera como cineasta en el colectivo de cine documental y experimental Los Hijos o en solitario con su última película El futuro, que triunfa estos días en festivales nacionales e internacionales. Sorprende sobre todo por su madurez narrativa, impropia de un primer libro, y por la estimulante, coherente y bien calculada propuesta con la que nos da a conocer su escritura.
Europa es una de las lunas que orbita en torno a Júpiter y en la que se encuentra por primera vez vida extraterrestre, tal y como se nos relata en el cuento que abre el libro y que le da título. Pero no es ese el tema del relato, tan sólo una noticia que pasa por las pantallas que rodean a los personajes como trasfondo mientras se nos narra otra historia. Y Europa es, desde luego, el continente en que habitamos, el escenario y el tiempo impreciso (¿un futuro inminente?) en el que transcurren la mayoría de estas historias, y esta ambivalencia entre el acá y el allá, la ciencia ficción y el realismo intimista más depurado es la que preside toda la obra. El lector que llegue a este libro guiado por la etiqueta de “ciencia ficción distópica” probablemente resulte desconcertado, porque no se trata exactamente de eso. Los dispositivos tecnológicos que aquí aparecen y de los que aún carecemos (comunicaciones telefónicas intracraneales y casi telepáticas, grabaciones oníricas que permiten revisar en la vigilia lo soñado, hasta que «la vida onírica se vuelve forzosamente redundante», p. 16), los juegos de rol y mundos virtuales que sirven de refugio añaden recursos, planos narrativos paralelos superpuestos y especialmente un profundo y desasosegante extrañamiento, para poder reflexionar mejor, desde fuera, sobre lo que pasa dentro de las escenas más domésticas y cotidianas, en el fondo de nuestros propios sentimientos. Un mecanismo que podría recordarnos a la serie televisiva Black mirror, pero que se aprovecha aquí hasta sus últimas consecuencias y con un cariz marcadamente más humano.
En esa superposición de planos virtuales y reales que enriquecen sin duda las tramas es donde mejor destaca el dominio del pulso narrativo de Luis López Carrasco, el magisterio para dosificar y cruzar líneas argumentales creando finalmente un todo coherente y completo: algo que se ensaya en relatos como “Donde los enemigos esperan sentados junto a cubos de basura” y “Empezar de nuevo, como humanos”, y que despunta con toda su brillantez en “Papá está estropeado” o en el magnífico relato de “Europa” que inaugura el libro pero que no es difícil de intuir, por su lograda madurez, que probablemente fuera el último en ser escrito. (Y tal vez sea este el único pero del libro, cierto desequilibrio entre la primera y la segunda parte, aunque los relatos de la segunda no dejan de contener propuestas muy sugerentes).
Otros dos relatos (“El caminante” y “Todos los finales posibles”) nos sitúan en el filo del fin del mundo, ya sea por causa de cataclismos colectivos o de íntimos apocalipsis, con la intención de escudriñar, cuando ya sólo quedan unas horas o minutos de vida, cuál es el último sentido. Enternece, estremece y da que pensar el empeño fútil de ese astronauta al que sólo le queda una hora de oxígeno por grabar en la tierra arenosa de un planeta deshabitado y desconocido las letras de su propio nombre que nadie leerá. Y en “todos los finales posibles” asistimos a un debate de honda densidad filosófica e intelectual entre dos científicos que, ante la inminencia del fin del mundo y con una máquina del tiempo a su disposición, discuten todas las posibilidades y sus posibles consecuencias: ¿a qué momento regresaríamos? Es el interrogante que guía este relato y que se convierte en un tema recurrente, compacto, en todo el libro, vinculado además a su película El futuro ya antes mencionada: un juego constante en el que el futuro se convierte en pasado (“I was in the future yesterday / but now I’m in the past”, es la cita de una canción de Blouse que preside el libro), un halo de nostalgia lúcida y desencantada por los tiempos perdidos y los no ganados que recorre la espina dorsal de toda la obra de Luis López Carrasco, tanto cinematográfica como literaria. El añorado regreso a una “grabación ininterrumpida de vídeos domésticos familiares”, “al tiempo que nos vio nacer” (pp. 83 y 84) en el que se funden el tibio abrigo de la infancia con un momento de intensas ilusiones colectivas, lo público y lo privado: el vídeo casero rodado en Super 8 de la Transición como una película ahora quemada (El futuro) y la proyección al cielo, invisible pero llena de esperanza derrotada en el relato “Bajo el mismo cielo”, de las imágenes perdidas del hogar de los abuelos.
Semejante complementariedad entre su obra cinematográfica y su estreno literario hacen de Luis López Carrasco un artista dotado de un discurso consistente y robusto, con las ideas muy claras acerca de lo que quiere expresar. El reconocimiento del que goza por su trabajo como cineasta no debería enturbiar el interés de este debut en la ficción narrativa, porque ha demostrado que en ambas aguas se desenvuelve con idéntica solvencia, sabiendo explotar en cada soporte todas sus posibilidades.

martes, abril 29, 2014

El hombre sin rostro, Luis Manuel Ruiz

Salto de página, Madrid, 2014. 220 pp. 16,90 €

Sofía Rhei

«Morir es el único acto de sinceridad de todos los seres humanos: nadie lleva máscara.» 
Estas son palabras de Irene, la atrevida señorita decimonónica aficionada al boxeo y a la conducción temeraria. Irene aparece en la portada de la novela “al volante de un mercedes último modelo” sembrando el pánico en la Calle de Alcalá, en un dibujo que recrea una fotografía dentro de lo que simula ser la portada del diario “El planeta”, fundado en Madrid en 1871.
Basta echar un vistazo a esta portada, de tentador diseño, para ir intuyendo algunos de los ingredientes que encontraremos en esta novela: toques de humor, una reconstrucción de época fiel y documentada en la que se deslizan los engranajes de la fantasía o la ucronía, acción a raudales, personajes que rozan lo extraordinario o lo definen plenamente, y, como trasfondo, una reflexión acerca de la ficción en el más amplio sentido de la palabra.
Si, como dice Irene, morir es el “único” acto de sinceridad de un ser humano, entonces debemos pensar que el resto del tiempo que pasa desde que alguien nace lo dedica al embuste. Toda esta novela puede leerse como un gran canto a lo falso, a lo que finge ser otra cosa, ya que este tema se explora desde al menos cinco puntos de vista (que seguramente sean más): las vidas falsificadas de dos periodistas, supuestos adalides de lo documental y lo verdadero; la equívoca naturaleza accidental de determinados eventos; la cualidad de sospechosos constantes de todos los personajes del relato (cuando no todos pueden ser culpables al mismo tiempo); la ya mencionada introducción de elementos ficticios en la ambientación realista, y un último elemento, de importancia vertebral en la trama, que el lector deberá descubrir por sí mismo, y que quizá esté relacionado con esa “máscara” de la que hablaba Irene.
Las herramientas que Luis Manuel Ruiz dedica a la recreación de época (Madrid, Barcelona y un pazo gallego) parten del mismo lenguaje utilizado, con personajes que emplean términos como “filípicas” o “quimera”, y se extienden en la minuciosa descripción de imágenes ambientales. Un trabajo de documentación que se adivina como muy placentero para el escritor completa la inmersión temporal, uno de los aspectos más memorables de la novela. Y precisamente por la calidad de esta inmersión, los elementos divergentes a la realidad histórica también poseen una verosimilitud fuera de lo habitual.
Lo cierto es que parece mentira (guiño) que en solo doscientas veinte páginas puedan comprimirse semejante cantidad de eventos, accidentes, causas, efectos, hipótesis, encuentros, desencuentros y excepciones. «No me interprete mal, pero soy de la opinión de que con nosotros usted corre menos peligro que en compañía de un anciano con tendencia a la distracción, un químico con gafas, un criado de doscientos años y el encargado de una casa de campo que sufre cataratas.»
La respuesta seguramente esté en el uso magistral que hace el autor de lo que podríamos llamar “el presente de la escritura”. Cada párrafo está narrado con una intensidad que reconstruye la vividez del tiempo real. Luis Manuel Ruiz no es de los autores que se recrean en flashbacks, en lentas memorias o en fantasmas del pasado, y tampoco pertenece al grupo de escritores apresurados que sobrevuelan la acción de manera elíptica, deseando llegar al resultado final o futuro. Luis Manuel Ruiz es un escritor del presente, en todos los sentidos de la palabra, y en su presente se condensan, en un equilibrio perfecto, la recreación y la memoria con la innovación y la búsqueda.

lunes, abril 28, 2014

El territorio interior, Yves Bonnefoy

Trad. Ernesto Kavi. Sexto Piso, Madrid, 2014. 221 pp. 19 €

José Luis Gómez Toré

Aunque El territorio interior no es un libro de poesía (tampoco nos hallamos ante una narración propiamente dicha, a pesar de haber aparecido dentro de una colección de narrativa), no resultaría difícil adivinar que su autor es un poeta, aunque el despistado lector no supiera a estas alturas quién es Yves Bonnefoy (Tours, 1923), una de las voces más destacadas de la poesía francesa contemporánea. Y no me refiero con esto a las cualidades de su prosa, que a menudo alcanza una intensidad lírica, pero que desborda los límites de lo que convencionalmente se denomina prosa poética (sobre todo, cuando con tal etiqueta se alude, de manera engañosa, a una cierta hinchazón retórica y sentimental). Si en este libro Bonnefoy prolonga el diálogo con lo real que constituye su obra propiamente poética, ello tiene que ver con el hecho de que en estas páginas se recorre una perturbadora tierra de frontera a la que no es ajena la mirada lírica. Ante el lector se despliega un esquivo territorio entre el ser y el no ser, entre el sueño y la vigilia, que puede evocar lejanas regiones desérticas pero que sobre todo adquiere los contornos más familiares, pero quizá no menos misteriosos, del mundo mediterráneo. Un viaje por tierras de Italia y Grecia que es también un viaje por las obras de arte del Renacimiento italiano así como por las secretas galerías de uno mismo, por decirlo con la bella expresión machadiana.
Dicho viaje constituye una búsqueda de ese otro espacio que parece está más allá o más acá de lo contemplado, en un esfuerzo por dilucidar esa experiencia en el que el mundo «amado primero como la música, y enseguida disuelta su presencia, vuelve como presencia segunda, reestructurada por lo desconocido, pero viva y en una relación más secreta conmigo». Se trata de un viaje de ida y vuelta, en el que las fronteras nunca están claras. De ahí que no me acabe de convencer la traducción del título original, L’Arrière-pays, aunque reconozco la dificultad para encontrar una versión satisfactoria, que no resulte forzada en castellano, de ese país “de atrás” (lo que no significa por mi parte un juicio negativo sobre la más que meritoria labor del traductor, capaz de verter al español la sinuosa, y a ratos, compleja, prosa, tan rica en matices, del autor francés). Y es que el territorio del que se nos habla no es solo un territorio interior, ya que, si a la postre se niega otro mundo más allá de nuestra realidad cotidiana, lo cierto es que hay un constante ir y venir entre el yo y lo otro, entre los territorios interiores y una realidad exterior, que no acaba de decir su secreto. Dicha ambigüedad se pierde en parte, me parece, en el título en español. Y se trata de una ambigüedad esencial, ya que hay aquí una invitación al lector para asumir el riesgo de soñar, de aprender a soñar hasta el final, única y paradójica manera de no dejarse seducir por el sueño. La escritura, y en concreto la escritura poética, se muestra así como una forma de terapia homeopática, como si solo soñando lo real, pudiéramos defendernos de los espejismos del sueño.
Me he referido antes a que no estamos ante un texto poético propiamente dicho, como tampoco ante un texto lírico strictu sensu ni tampoco plenamente ensayístico o autobiográfico o narrativo. Y, sin embargo, uno de los aspectos más interesantes del texto es que nos deja entrever los retazos de una narración que pudo ser y no fue. Así, funcionan como contrapunto del propio discurso no solo los proyectos de una escritura narrativa frustrada, sino también la huella de una novela de aventuras de la que solo queda la evocación, penosamente convocada por el recuerdo, de una lectura juvenil. De la imposibilidad del relato, de pensar esa experiencia desde la narratividad, surge la necesidad de afrontarla desde otra escritura, que trasciende y mezcla los géneros, escritura que se revela por sí misma como un territorio, como un espacio a la vez interior y exterior, como otro y el mismo mundo en el que transcurre nuestra existencia, hecha también de sombras y fantasmas.

viernes, abril 25, 2014

Un minuto antes de la oscuridad, Ismael Martínez Biurrun

Fantascy, Barcelona, 2014. 320 pp. 16,90 €

Ariadna G. García

Uno de los géneros narrativos en moda, por la crisis, es el distópico, cuya fin es pintar un futuro donde la humanidad ha fracasado en su intento de conseguir una sociedad justa y libre para todos. Los géneros son construcciones culturales y agrupan a las obras en función de una serie de convenciones, pero dentro de cada uno podemos encontrar elementos distintivos que permiten divisiones internas. Así, por ejemplo, dentro de la distopía caben novelas localizadas en un estado totalitario que suprime la voluntad humana (1984, Un mundo feliz), o que se desarrollan bajo una dictadura pero incitan a la revolución contra ese orden (Fahrenheit 451, Los Juegos del Hambre, El hombre que gritó “La Tierra es plana”), o aquellas otras que acontecen en pleno colapso energético y civilizatorio y nos hablan de nuevos modelos de agrupaciones humanas que garanticen la supervivencia. A este último grupo pertenecen Cenital (Emilio Bueso, Salto de Página, 2013) y Un minuto antes de la oscuridad (Ismael Martínez Biurrun, Fantascy, 2014). Cenital describe un mundo en ruinas donde los humanos, como el Ave Fénix, tratan de resucitar de entre las cenizas. Obra coral y miscelánea, más que narrar una historia en un marco plausible, nos retrata los distintos tipos que han sobrevivido a la caída de Occidente. Y lo hace sin profundizar en ellos, a vuela pluma, desde un plano aéreo, lo mismo que Luis Vélez de Guevara se propuso en el siglo XVII con su Diablo Cojuelo. Se trata de un libro que habría de ser de lectura obligada en el Bachillerato, si bien de novela al uso tiene bastante poco; ni falta que le hace. Bueso alerta con ensayos, argumentaciones y un pequeño relato distópico de la debacle que se avecina si no cambiamos de modelo económico y frenamos el consumo energético. En Un minuto antes de la oscuridad, Ismael Martínez Biurrun coloca a los lectores justo antes, en un Madrid que, no pudiendo garantizar a todo el pueblo seguridad, educación y sanidad, levanta un muro entorno a la M30. En esta distopía no es la renta la que selecciona a los ciudadanos que habrán de sobrevivir, sino su domicilio. Biurrun construye una historia compleja, entretenida, violenta y llena de giros imprevistos con un estilo soberbio. Sin duda alguna, es uno de los mejores escritores de la actualidad. Ahí tienen pruebas: «Sole lo acusaba de vivir dentro de una armadura medieval, mirando al mundo a través de la estrecha rendija de sus obsesiones, incapaz de realizar otro movimiento que no fuera hacia delante». El protagonista de la obra es Ciro, un profesor universitario de Historia Moderna que ni cobra ni tiene alumnos, por lo que colabora en la cocina de la universidad, de donde roba alimentos para llevar a su esposa y a su hijo. Hombre confiado, de naturaleza tranquila y cobarde, aún cree en el sistema. En las asambleas vecinales de su distrito –un barrio rico de la periferia de Madrid, al otro lado de la M30– es famosa su defensa de las reclamaciones al ayuntamiento para exigir la restitución de los servicios básicos (recogida de basuras, transporte público…), muy consciente de que “en el momento en que dejemos de exigir nuestros derechos como ciudadanos dejaremos de ser considerados ciudadanos”. Esta actitud quijotesca en una periferia asediada por grupos armados, le aleja de su esposa y amigos, que poco a poco emigran hacia los primeros refugios que se abren fuera de la capital. La decapitación del decano y el descubrimiento en clase de una alumna asiática se convertirán en los acicates de su lenta e inexorable transformación. Un minuto antes de la oscuridad combina distopía y thriller para reflexionar sobre conceptos como la ilusión de normalidad, la regulación de prácticas de exclusión social, la adaptación al medio, la anulación del sentido crítico, la paternidad o la pareja. Uno de los ejes sobre los que recae la tensión del libro (además del erótico y de la intriga criminal) es la amenaza que pende sobre la cabeza de los protagonistas, cuyas vidas se encuentran a diario en peligro. Ismael Martínez Biurrun introduce en la cubeta de su libro gotas de terror y violencia como nunca hasta ahora. La banda criminal que hostiga a los vecinos de los barrios residenciales de Madrid es hija del empobrecimiento paulatino de la población, de la lucha por los recursos; pero no lo es menos del desánimo y de la tristeza. En el futuro que describe Ismael la alegría ha dejado de existir. Verdugos y víctimas comparten una falta de proyecto, de fuerza y de energía que los hunde en un pozo irracional. Tristeza. Una palabra. Un sentimiento del que no se habla en el libro, aunque lo define todo. Tristeza por la falta de servicios, por la pérdida del lustre de las calles, por el envejecimiento de los barrios. Tristeza que paraliza los ánimos, distancia a las familias y embrutece las almas. Tristeza. Una emoción que hay que combatir. De lo contrario, quién sabe, puede que un día se cumpla la pesadilla de Ismael. Por eso, no dejen un resquicio al pesimismo, ni levanten un muro antes de tiempo. Un minuto antes de la oscuridad, de lectura amena y fluida, llevará al lector –sin concesiones ni descansos– a un desenlace original y demoledor. Avisados están. No se lo pierdan.

jueves, abril 24, 2014

Butcher’s Crossing, John Williams

Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona, Lumen, 2013, 360 pp. 18,90 €

José Miguel López-Astilleros

John Williams (1922-1994) no ha sido un autor muy conocido entre nosotros, hasta que en 2010 se publicó en español su gran novela Stoner (1965), muy bien acogida por el público, sobre todo desde que Vila-Matas la tildara de “Obra maestra ignorada” en una artículo aparecido en octubre de 2011, en el diario El País, aunque unos meses antes Rodrigo Fresán había escrito una reseña sobre la misma en el suplemento ABC Cultural. No obstante, hay que señalar que en 2008 ya había aparecido la que fue su última novela, Augustus (1973), traducida al español como El hijo del César. De modo que sólo queda por aparecer la traducción de la primera, Nothing But the Night (1948), sin contar su producción poética y su novela inconclusa The Sleep Of Reason, en la que trabajaba cuando murió.
Como aclaración humorística para los no avisados, diremos que no es que al traductor se le haya olvidado traducir el título, sino que es así como se llama el pueblo al que llega el protagonista, que literalmente podría verterse como “el cruce de la carnicería o del carnicero, según”, muy acorde con la actividad principal a la que se dedican sus habitantes, la caza, en este caso del búfalo. El argumento no puede ser más sencillo: corre el año 1870 en Estados Unidos, Will Andrews sale de la Universidad de Harvard dispuesto a buscarse a sí mismo, y tras dar tumbos de un lado a otro, recala en Butcher’s Crossing, donde decide organizar una expedición para cazar búfalos, casi extintos ya. Durante la misma se suceden episodios en los que la fuerza de la naturaleza impone su dureza a unos hombres, que han de sobrevivir en condiciones muy difíciles, sobre todo para Will, para quien tal odisea representará un viaje iniciático en su aprendizaje de los sinsabores de la vida.
Los lectores que sean aficionados a los westerns clásicos de John Ford, Howard Hawks, William A. Wellman o Anthony Mann, por poner algunos ejemplos tópicos, nada más comenzar el periplo de los cazadores, se encontrarán con un ambiente muy familiar. Los personajes se expresan con una economía propia del arte cinematográfico y comen alubias, panceta frita y beben café en mitad del campo, con la salvedad de que aquí los antagonistas no parecen ser directamente los otros hombres, sino una naturaleza que impone sus propias leyes. Para los lectores que no sean aficionados a este género cinematográfico será todo un descubrimiento acercarse a un modo de pensar y de vivir ya confinado bajo los estratos del tiempo, aunque les chocará que el jefe de la expedición, Miller, a pesar de ser consciente del exterminio de los búfalos, aún así siga cazándolos, claro que entonces no había una conciencia ecológica como la hay ahora, eso no se puede olvidar.
Los temas fundamentales de este novela son, como decíamos, la búsqueda del yo, de la libertad, de la naturaleza salvaje, el aprendizaje de los rigores de la vida, sometida a constantes cambios, el descubrimiento del amor y del sexo, así como la importancia de los demás en la tarea de la supervivencia de uno mismo.
Los cuatro personajes más importantes son hombres rudos, salvo Andrews, labrados por una naturaleza hostil a su medida, una rudeza que también terminará por tocarle a él, como vestigio de un aprendizaje vital, así se entiende que sus manos terminen endureciéndose como las de sus compañeros. En este entorno no hay lugar para emociones y sensaciones sofisticadas, reducidas a lo elemental, casi instintivo, irán mostrándose de un modo casi descarnado el miedo, el frío, el hambre, la melancolía, la arrogancia, la muerte… Tampoco habrá mucho resquicio para mostrar la individualidad y la psicología de los personajes, que se irá filtrando en pequeños gestos y rasgos, afanados como están en seguir existiendo, tal es la sobriedad de lo humano, frente a una soberbia descripción y narración naturalistas de lo salvaje. Veremos a Andrews enfrentarse a la naturaleza de la mano del cazador Miller, para encontrar su propio ser y el de las otros, a través de un lirismo elemental y perturbador para los ojos de hoy, que nos recuerda que el gran Cormac McCarthy de la Trilogía de la frontera o Meridiano de sangre pudiera haber encontrado en esta novela de J. Williams una de sus fuentes.
Butcher’s Crossing (1960) es una excelente novela épica, épica de lo embrionario, de lo primitivo, como épica es, en el fondo, toda búsqueda y todo aprendizaje en la vida, sobre todo por la valentía con la que se enfrentan los personajes a las adversidades.

miércoles, abril 23, 2014

Los surcos del Azar, Paco Roca

Astiberri, Bilbao, 2013. 328 pp. 25 €

Fernando Sánchez Calvo

En un célebre artículo publicado en El País, Javier Cercas respondió a todos aquellos que abominan de las historias ambientadas en la Guerra Civil (por manidas, sectarias y previsibles) con una sentencia que me pareció, cuanto menos, interesante: «La Guerra Civil es nuestro western». O dicho de otra manera: al igual que los americanos basaron parte de su cultura literaria y cinematográfica en las luchas entre indios y vaqueros, España hace lo mismo con aquellos tres fatídicos años todavía no superados ni siquiera por aquellos que no han vivido ni la Transición.
Y como el tema no está superado, una nueva incursión, esta vez en el terreno de la novela gráfica, aparece publicada con un título que toma prestado un verso de Antonio Machado, poeta, español, exiliado a Francia como nuestro protagonista, Miguel, republicano que lo último que vio de España fue el puerto de Alicante y que, trasterrado, luchó en África y en Europa para liberar a la Francia ocupada a las órdenes de Dronne.
Esta vez, con una línea de corte realista y muy alejada de títulos como Las calles de arena, Paco Roca indaga en la Historia con la técnica del contrapunto o las líneas paralelas. Por un lado el mismo autor viaja a Francia en busca de Miguel, quizás el último superviviente de una columna, la 9, cuya gloria fue quitada por los historiadores para dársela literalmente a los aliados. Por otro lado, el pasado de Miguel recuperado a golpe de recuerdo gracias a las preguntas que el autor va disparando en la discontinua entrevista que tiene lugar en casa del héroe.
De esa manera va avanzando la trama, sencilla, irremediable, recuperando compañeros, amores y familiares (todos ya muertos) que el mismo protagonista, encerrado en el silencio del destierro, no quería recordar. A medida que la memoria fluye, la relación entre documentalista y entrevistado estrecha los lazos de la comprensión. En ocasiones duro (tanto el contenido como el trazo del dibujo), en ocasiones distendido. En general, grandes dosis de documentación y pequeñas porciones de sentimentalismo bien entendido que cumplen con los dos objetivos que recomendaban los clásicos: instruir y deleitar.

martes, abril 22, 2014

Edelgard. Diario de un sueño, José Fernández-Arroyo

Isla del náufrago, Segovia, 2014. 489 pp. 20 €

Ignacio Sanz

Con frecuencia la literatura resulta guadianesca. A finales de los años cuarenta del siglo XX, José Fernández-Arroyo, un joven poeta manchego, de Manzanares, comenzó a escribir este diario. Las primeras entradas reflejan la vida de un poeta de provincias que muestra anhelos en medio de tantas limitaciones. Hay que tener en cuenta que se vivía en una dictadura y que la sombra de la guerra seguía latente. Pepe Fernández-Arroyo, como corresponde a la época y a la tierra, es un joven católico, lleno de buenos sentimientos e inquietudes. Lo que se lleva. Aunque enseguida descubre el lector que estamos ante un joven rebelde y cavilante que pronto va a dar la espalda a tanta hipocresía como campa a su alrededor.
Sus inquietudes idiomáticas le impulsan a mantener correspondencia con una joven alemana. En aquella época es una de las maneras más comunes de aprender lenguas extranjeras. Pero el lector que se adentre en las páginas de este diario, ilustrado en esta edición con manuscritos originales y dibujos, va a comprobar que el interés por la cultura y la lengua enseguida va a ser sobrepasado por una atracción que pronto deviene en pasión desatada. El mar estalla en altos oleajes. Estamos hablando en realidad de dos desconocidos que se escriben en francés y que están situados a miles de kilómetros. La pasión, no puede ser de otra manera, es platónica. Pero llameante, incandescente. Hasta el extremo de que el lector puede notar que las páginas que lee, le queman entre las manos.
No es preciso recordar que Alemania acababa de salir de una guerra en la que había sido derrotada. Nuestros dos jóvenes se intercambian fotos y dibujos. No en balde, Pepe, además de poeta postista, es un magnifico dibujante y pintor. Las cartas suben de temperatura hasta que finalmente, Fernández-Arroyo, porque ya no puede más emprende en auto-stop viaje de camino a Fensburg donde vive su amada. Quince días tardó en llegar. El amor todo lo vence. ¿Todo? Cuando Pepe llega a su destino, Edelgard está internada en el hospital para ser sometida a una nueva operación. Lleva ya unas cuantas. El ejército aliado, en concreto las tropas rusas, se han comportado con ella y con su hermana, con la misma fiereza de animal instintivo que se han comportado siempre los ejércitos vencedores.
Pero desbarro, estoy desbarrando. Lo cierto es que Anna Caballé, la directora de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona escribe en el prólogo de esta tercera edición que este diario apasionante se recomienda encarecidamente a todos los becarios y colaboradores que pasan por su Unidad para que aprecien la intensidad del género. Allí han ido a parar los originales y los dibujos cedidos por el autor.
Luis Alberto de Cuenca, en el segundo prólogo confiesa que no pudo dejar de leerlo hasta altas horas de la noche en que lo terminó. Recuerdo que eso mismo me pasó a mí hace años cuando cayó en mis manos la primera de sus ediciones.
Uno se pregunta qué tendrá este diario para que el novelista José Antonio Abella, tomándolo como punto de partida, escribiera su novela La sonrisa robada que le obligó a viajar varias veces a Flensburg. En avión por suerte para él. Por cierto, esa novela, publicada por el mismo sello minoritario y criticada en La Tormenta, acaba de recibir el premio de la Crítica de Castilla y León. Por eso, precisamente por eso, decía al principio que a veces, y tiro porque me toca, a la gran literatura la empuja un aliento guadianesco. Y por eso recomiendo vivamente su lectura.

lunes, abril 21, 2014

Piedras negras, Jesús Zomeño

Madrid, Lengua de Trapo, 2014. 162 pp. 17 €

Amadeo Cobas

Jesús Zomeño ha sido una sorpresa muy agradable. Reconozco que no había leído nada suyo, y este motivo me atrajo, además de la temática. Y es que a priori consideré un reto complejo escribir relatos ambientados en la conocida como Gran Guerra (qué triste pensar que la Segunda Guerra Mundial dejó el adjetivo de su antecesora en una ridiculez). Recrear aquellos tiempos remotos, albores del siglo XX, y las terribles situaciones como las que se debieron de dar en una cruenta lucha entre trinchera y trinchera semejaba tarea ardua, repito.
Por otra parte hay que reconocer que el momento es el idóneo, dado que este año se cumple el centenario del inicio de esta confrontación armada.
Así pues, la premisa tenía su miga, y para solventar la papeleta Zomeño saca a relucir su carpintería literaria, en un saber hacer conciso, de frase cincelada y medida, huyendo de descripciones prolijas, atinando en la gradación de la intensidad narrativa, con experta mano en algo fundamental en el género que maneja: dar vida a sus relatos, atizar la atención y el interés del lector con una génesis que invite a sumergirse en ellos. Un ejemplo pondré para no chafarlos todos, pero hay muchos más, destacando para mi gusto los que dan inicio a las narraciones de las páginas 47, 59, 95, etcétera. Valga este botón: «Mi esposa me es infiel, lo confiesa en sus cartas».
Aquí hay unidad entre los relatos. Son tan verosímiles que hasta se podría creer que el protagonista es el mismo en todos, lo cual es erróneo, aunque retóricamente hablando todos los protagonistas están aquejados del mismo mal: el sufrimiento. Ojo, que no quiero decir con esta afirmación que los relatos sean otoñales ni tristes. No. Bajo la crudeza de las situaciones que describe subyace una almadía que mantiene a flote a los personajes que padecen dichas situaciones, llegando a asomar hilaridad. Hilaridad creada por lo grotesco. Sucede con la descripción del hospital de campaña, sobrecogedora, o también con el humor doméstico que sin transición se convierte en macabro: «Mi hermano pequeño dijo que quería ser soldado, al menos hasta que lo matasen...».
La narración en primera persona parapeta al lector de alguna manera, lo atrinchera entre hambre, suciedad, cadáveres, frío, inmundicias, dolor; pero a la vez le hace partícipe de las confidencias de esos relatos premonitorios, presagiadores de lo inevitable, llevándolo a avanzar con la tropa desordenada, al encuentro del enemigo mientras evoca pasajes pretéritos de sí mismo como un modo de aferrarse a la vida, de recibir un paquete postal con noticias de casa, una carta que aunque suene a despedida se viste de esperanza. Todo cabe, hasta que los soldados se sienten a escuchar ávidos las fantasías sexuales de un compañero al que encantan los pechos de las mujeres, para enseguida descubrir que no es cierto porque... No, mejor no les estropeo la sorpresa.
Existe profundidad de mensaje; ni es un libro bélico ni antibelicista. Carece de moralina y va sobrado de autenticidad. No sé si el escenario ha sido buscado aposta o ha coincidido para que quienes participan en las historias nos sobrecojan y llamen a seguir leyendo. Nadie se asuste, que en el texto hay imágenes conmovedoras que humanizan, si esto es posible, una guerra. Verbigracia, el soldado que muere al ser ametrallado por un avión mientras era afeitado. El barbero terminó el trabajo a pesar de haber perecido su cliente; y no es baladí que lo haga: si se cumple lo prometido y los muertos son finalmente devueltos a casa, la familia se horrorizaría «al ver que el lado izquierdo llevaba barba y el derecho no».
Hasta en la guerra es necesario un resquicio, acaso una ilusión por salvar el pellejo. No en vano ahí están las vendas que llevan tres años sin usar como un aviso «de que todavía puede ir peor».
Dejo una reflexión del propio autor como colofón para esta plausible obra, y lo hago porque simboliza la filosofía narrativa de Jesús Zomeño: «Las palabras flotan en el aire y no tienen arraigo, por eso no crece sobre ellas nada definitivo». Muy cierto.

viernes, abril 18, 2014

Cuentos completos (1880-1885), Anton Chéjov. Edición de Paul Viejo

Varios traductores. Páginas de Espuma, Madrid, 2013. 1.168 pp. 39 €

Julián Díez

A diferencia de otros autores, sí recuerdo bastante fielmente los pasos de mi progresiva adicción a Chéjov. El préstamo por una querida amiga de una edición cubana con una decena de relatos. Las ediciones de Alianza de la biblioteca. La búsqueda, inútil, de tomos de viejos tomos de papel biblia no del todo completos pero de todas formas inencontrables. La compra del recopilatorio, excelente, de Richard Ford. El sucesivo hallazgo de cuentos nuevos sueltos mezclados con los mismos (maravillosos) reeditados una y otra vez en antologías sueltas. La decepción de las autonombradas obras completas de Aguilar, un solo tomo de relatos con apenas 400 páginas. La misma colección que le dedicaba doce volúmenes a Galdós o Balzac decía en su prólogo que era inviable recoger el material de Chéjov.
Hasta que Páginas de Espuma se ha puesto a la tarea. A veces hay editores que parecen saber mágicamente tomar la temperatura al público; este libro es todo lo que podríamos desear. Es la justificación de mi espera, seguramente también de la de otros vista la velocidad con la que apareció la segunda edición. No es solamente el primero de cuatro volúmenes con todo, todo, todo el material corto del maestro del cuento; es que la edición es definitiva, incuestionable, exuberante, por la que Paul Viejo merece cuantos elogios quepan para un antologista. Este libro es redondo como objeto, como fuente de información sobre el autor, como vehículo para el disfrute de su obra. Traducciones impecables, información sobre cada relato, orden cronológico pero índices con distinta categorización. Un diez.
Para el lector familiarizado con Chéjov, el volumen permite entender lo pronto que el autor encontró su propio camino. Esos diálogos de personajes que hablan interminablemente, tan rusos, son en él más vivos y chispeantes que en la mayoría de sus coetáneos. Relatos bien conocidos y aquí presentes, como “El camaleón” (¿se puede hacer un mejor retrato y una reflexión social más incisiva en cuatro páginas?), se basan precisamente en esa fluidez.
También está aquí la tristeza, el dolor; ese universo ruso denso, tan oprimente en muchos sentidos —social, climatológico, psicológico—, pero plasmado con una cercanía que voces como la de Chéjov lo han convertido en uno de los paisajes cotidianos para el lector moderno.
Sin embargo, esta reseña no sería totalmente completa si no recogiera un hecho básico. Puesto que este volumen es el primero cronológicamente, y pese a que en él hay otras obras maestras como “Flores tardías” o “El gordo y el flaco”, este no es un libro que haga del todo justicia al talento de Chéjov. Este es un libro para lectores que ya le conocen y quieren más: por ejemplo, los primeros relatos que publicó Chéjov, en su mayoría el tipo de anécdotas de un par de páginas que se publicaban en los periódicos de la época, no son de un gran valor por sí mismos.
Para el lector que aún no conozca a Chéjov o sólo tenga presentes un par de cuentos que despertaran su curiosidad (vivimos tiempos extraños en los que hay quien ha leído a Carver pero no a Chéjov ni a Maupassant), ahí están por ejemplo los Cuentos reunidos por Alejandro Ariel González para Losada, Los mejores cuentos seleccionados por Ricardo San Vicente para Alianza, o los Cuentos imprescindibles según criterio de Richard Ford en Debolsillo. Esto, que podría parecer un desdoro para el volumen que comento, no es sino una invitación a posponer su compra; después de que disfrute de uno de esos libros, casi cualquier lector amante del relato querrá más. Y el consejo luego entonces es que no dé más vueltas, como las que di yo: no siga picoteando, venga hasta este volumen y espere a los tres que aparecerán en años sucesivos para tenerlo todo en condiciones óptimas.

jueves, abril 17, 2014

Ávidas pretensiones, Fernando Aramburu

Premio Biblioteca Breve 2014 Seix Barral, Barcelona, 2014. 411 pp. 19 €

Ignacio Sanz

Fernando Aramburu es un monje de la literatura. Vive en Alemania, a cientos de kilómetros de su tierra, nuestra tierra, pero la distancia no le ha hecho perder reflejos y su prosa fluye y fluye posiblemente gracias al cultivo de su oído refinado. Se nota en la profusión de casticismos y en ese trasfondo clásico, como si la sombra de Cervantes o de El Lazarillo flotaran a su alrededor.
Ávidas pretensiones es un festín, una de esas novelas de aliento desenfadado, a ratos gamberro, un alarde de imaginación esperpéntica. Morilla del Pinar es un pueblo de Castilla. Debe andar perdido en la paramera ondulada entre grandes manchas de pinares. En este pueblo, a las afueras, hay un convento de monjas espinas que acogen congresillos y convenciones de todo tipo. En este marco se desarrolla un encuentro de poetas apadrinado por el gran Lopetegui, Lope para los amigos, un estratega de la lírica. Los invitados son 29, aunque uno, rebotado, se marcha nada más llegar. Digamos entonces que 28. El lector a veces se pierde entre tanto nombre. De la pléyade de poetas enseguida destacan ocho o diez con los que el lector se va familiarizando, cada cual con sus troneras y sus manías. Qué tropa. Entre los poetas hay facciones irreconciliables, como es natural. Por ello el lector descubre pequeñas conspiraciones, enredos, venalidades de todo tipo. Pero lo que hay es una fiesta, un desmadre, un carnaval chocarrero y paródico en la mejor tradición literaria.
Entre los asistentes al encuentro el lector se va a encontrar con alusiones a Gimferrer, a Colinas, a Félix de Azúa, a Caballero Bonald. Se trata de simple alusiones, porque estos poetas de carne y hueso no están entre los invitados.
A veces, a juzgar por el comportamiento, más que un encuentro de altas pasiones líricas, la novela parece que trata de las pulsiones que arrancan a la altura de la bragueta. Hay que ver cómo se lo montan los poetas, que diría un castizo, para estar todo el día conspirando contra el sexto mandamiento. Entre los poetas asistentes Aramburu ha incluido, para respetar cuotas, a un poeta catalán, a una colección de homosexuales y a una pareja de lesbianas. También, cómo no, a la jovencita Vanesa que hace de lazarillo de un provecto poeta ciego y que es un bombón que atrae los deseos de toda la concurrencia. Más que un encuentro de líricos, el lector asiste a un desmadre de pasiones.
La novela es divertidísima, aunque inevitablemente se alternen los momentos de sombra con los de mayor intensidad y regocijo. Uno de esos momentos intensos es cuando las dos poetas lesbianas que han sufrido las iras de los lugareños en su coche averiado, deciden tomarse la revancha. El disparate entonces llega al paroxismo. Aramburu, tantas veces crítico y comprometido con la realidad herida de nuestra sociedad, ha querido en esta ocasión deshacerse la coleta y llevar al lector hacia una bacanal de risas y excesos. La risa es un atributo esencial de la buena literatura. No resulta fácil mantener la tensión a lo largo de una historia desbordante y guadianesca, pero una vez más, el escritor donostiarra lo ha conseguido. No en balde con esta novela Aramburu recibió el premio Biblioteca Breve.

miércoles, abril 16, 2014

Thoreau. La vida sublime, Maximilien Le Roy / A. Dan

Trad. Olalla García. Impedimenta, Madrid, 2013. 76 pp. 19,95 €

Ariadna G. García

Con apenas 28 años, el escritor y docente David Thoreau abandonó su casa y se marchó a vivir al bosque que rodeaba la laguna de Walden (estado de Massachussets). Le movió a este retiro la curiosidad y las ganas de conocerse en un ambiente distinto, así como el rechazo a las ciudades. Cansado de las convenciones sociales, del trabajo y de la falta de tiempo, pensó que había llegado la hora de cambiar de vida. Durante dos años y dos meses, Thoreau ejerció de “inspector de tormentas”, de “adorador de amaneceres”. Su objetivo era simple: el gozo de una existencia plena, sencilla y decente en un espacio natural. Toda aquella experiencia ascética la recogió en el libro Walden. Mi vida en los bosques (1854). La novela gráfica que recientemente ha publicado Impedimenta sobre David Thoreau, La vida sublime, recrea algunos pasajes de dicho volumen, a los que suma otras muchas –y trascendentes– escenas biográficas: su negativa al pago de impuestos, su paso por prisión o su rechazo a la esclavitud. Estos episodios, a su vez, guardan relación con su ensayo más político: La desobediencia civil (1849). Tampoco faltan en la obra estampas sobre su alegato a favor de una educación pública laica y de la libertad de culto, o sobre su enfermedad y ulterior fallecimiento.
La vida sublime arranca con el exilio voluntario de Thoreau a los bosques, en donde repartirá las horas entre el cultivo de sus propios alimentos, la escritura de un diario y la contemplación de la naturaleza. Este “tónico de la rusticidad” le dará fuerzas para liderar, dos años después, un movimiento urbano de desobediencia. Toda una lección de principios. Thoreau se pregunta cómo debe comportarse un hombre honesto cuando el Estado no es decente: sostiene guerras injustas y esclaviza a la población. Su respuesta es triple: el desacato a la autoridad, el llamamiento a la revolución y la acción clandestina (ayuda a una familia negra a fugarse a Canadá por el lago Ontario). Si los Estados Unidos representan la cerrada defensa del individualismo, Thoreau aboga por la política contraria: la empatía, la solidaridad; recorre la distancia que lo aísla del resto de la gente. Sólo así, gracias a la construcción de un tejido social, la ciudadanía puede transformar el país en que vive.
Impedimenta se suma, pues, al interés de otras editoriales por la publicación de libros o bien escritos por David Thoreau (Walden. Errata Naturae. 2013) o bien herederos de su filosofía (La vida simple, Silvayn Tesson. Alfaguara. 2013; El siglo de la gran prueba, Jorge Riechmann. Baile del Sol. 2013). No es para menos. En los tiempos que corren necesitamos obras que cambien los valores de la gente.
Las ilustraciones de la novela, pese a su sencillez, están muy bien pensadas. El trazo claro y la sobriedad cromática podemos entenderlos como metáforas del ideario de Thoreau. Se agradece, además, la variedad de perspectivas que tienen los dibujos. Las mejores imágenes, precisamente, son aquellas en que nos ponemos en el lugar de los animales del bosque. Gracias a estos ángulos, nos identificamos tanto con hormigas, como con búhos y demás especies. Por cuestión de segundos, somos ellos. Se produce el milagro de la identificación. Igual así comprendamos, de una vez por todas, que el planeta no es nuestro, que no tenemos derecho a agotar sus recursos, que o cambiamos de modelo económico o vamos a acabar con la vida en la Tierra.

martes, abril 15, 2014

Soy un artista, Marta Altés

Barcelona, Blackie Books, 2014. 30 pp. 14,90 €

Villar Arellano

El título de este álbum ilustrado le queda que ni pintado a su autora. Marta Altés es toda una artista y su talento consigue el prodigio de hacernos sonreír, enternecer, reconocer, imaginar, temer… y deslumbrarnos con una propuesta aparentemente sencilla pero rebosante de ingenio y de impecable factura.
Su envoltorio, en efecto, podría parecer muy básico. El argumento nos presenta a un niño pequeño que se divierte experimentando con el arte mientras su nerviosa madre trata de mantener la calma y el orden ante la onda expansiva de tan desbordante creatividad. Este planteamiento se desarrolla en unas pocas páginas ilustradas a todo color, con un formato de álbum que añade atractivo a la lectura. ¿Eso es todo? Por supuesto que no, por eso la autora es una artista. Altés despliega todo un arsenal de recursos y los utiliza para ejercer su poder y narrar, sugerir y emocionar.
En primer lugar, el texto —un monólogo del protagonista— permite al chaval desahogarse con el lector. Todos los artistas se sienten, a veces, incomprendidos. Es lo que le pasa al narrador con su madre, una mujer llena de arte pero con “una manera muy distinta de ver las cosas” a la de su hijo. El pequeño genio va exponiendo sus dificultades de comunicación, esa falta de entendimiento creativo.
Pero aún hay más. Las ilustraciones dan el genial contrapunto al texto, aportando una nueva perspectiva al relato, un tono irónico que modifica nuestro papel como lectores, haciéndonos pasar de cómplices de las confidencias infantiles a asombrados espectadores de una divertida y catastrófica historia. Así, donde el protagonista habla de su autorretrato múltiple, las ilustraciones nos muestran un espejo roto (supuestamente de un balonazo) que, efectivamente, divide la imagen en cien fragmentos. La falta de entendimiento desvela así todo su disparatado sentido, provocando la risa y la admiración.
El humor preside cada página, proponiendo dos miradas, dos versiones diferentes de una misma realidad: la visión idealizada y sublime del artista frente a la perspectiva prosaica, limitada y un tanto ansiosa de la madre. A lo largo de este recorrido, el lector es testigo del desenfrenado impulso creador del muchacho. Su inspiración no conoce límites: la naturaleza, los colores, el movimiento, las texturas y formas…
El estilo gráfico de Marta Altés subraya este carácter humorístico. De línea naif, las técnicas utilizadas (lápices de colores, convenientemente “enriquecidos” con acuarelas), aproximan su trabajo al lector infantil, efecto que se remarca con el uso de dibujos esquemáticos para las creaciones del protagonista. La ausencia de fondos hace resaltar a los personajes, sus acciones y las consecuencias. El resultado son páginas muy dinámicas, alegres y coloristas.
No faltan en este maravilloso álbum pequeños homenajes a los grandes genios del arte (el bigote de Dalí, la camiseta de Picasso o los móviles de Calder), así como los títulos que parodian el lenguaje grandilocuente de los artistas (La soledad de la zanahoria abandonada) o las etiquetas del arte abstracto (Azul nº 10, 11 y 12).
En resumen, una magnífica obra llena de matices que ejemplifica la profunda riqueza de este género y su largo alcance en manos de ilustradores como Marta Altés. No sabemos si su infancia fue como la del protagonista, pero no tenemos ninguna duda acerca de la madurez de su arte y de su talento para conectar con la inteligencia infantil. Sólo así se entiende esta hábil combinación de inocencia y transgresión, vandalismo y ternura: Arte Altés.

lunes, abril 14, 2014

La cuerda rota, José Ignacio Montoto

Premio de Poesía Andalucía Joven 2013. Renacimiento, Sevilla, 2014. 72 pp. 8 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Debo empezar con una pequeña disculpa que espero sepa entender quien me lea, incluido el propio autor del libro: referirme a Nacho como José Ignacio me resulta de una artificiosidad insultante, así que será a Nacho a quien mencione a partir de ahora. Y lo primero que diré es que Nacho es uno de esos escritores que sufren una intensa grafomanía, consecuencia lógica de que en su cabeza nazcan y crezcan poemas hasta mientras compra el pan, tanto por su interés en desvelar esos misterios íntimos de los que es testigo como por su pasión por darles una expresión certera que permita comunicarlos con la necesaria frescura. Es por ello que en pocos años ha generado una obra bastante amplia, con libros de gran belleza como el doble volumen Mi memoria es un tobogán / Espacios insostenibles o Superávit, donde atiende a asuntos esenciales sobre los que todo poeta que se precie vuelve una y otra vez, como el amor, el tiempo y la vida. Dicho esto, no supone una sorpresa que su último libro (publicado), La cuerda rota, haya sido elegido para la concesión de un premio que los que conocen su obra sabían que acabaría llegando algún día, el Andalucía Joven de poesía. Tal vez desde una ciudad que no se encuentre en el sur de la península este premio no les dirá nada, pero recordaré que sirvió para descubrir o reconocer a valores tan importantes como Elena Medel, Antonio Portela, Juan Manuel Gil, Raúl Quinto o José Daniel García, entre otros.
En esta ocasión Nacho opta por un estilo discursivo sin cortapisas, lo que implica versos de metro extenso e incontrolable (esto si consideramos uno de sus libros anteriores, Binarios, como lo que pretendía ser, una novela, y no como lo que realmente era, una colección de textos poéticos con cierta trabazón entre sí, amén de Diario del Fin del Mundo). El primer poema, 'Autopista azul', nos sitúa en escenarios cotidianos como centros comerciales y supermercados donde la masa diluye a los individuos, y recupera al coche como elemento de libertad aunque sea en la huida, lo que en mi mente desviada por ciertas lecturas me ha hecho pensar en un guiño velado a la estética de Pablo García Casado. Pero es sólo un espejismo, con alguna reverberación posterior, ya que el grueso del libro es Nacho en estado puro, pero concentrado de tal manera que golpea con fuerza inusitada. En él una voz femenina nos guía en primera persona con dureza y precisión por un paisaje gobernado por el desamor, un mar de memoria de olas que azotan inmisericordemente donde su yo, el tú al que recrimina y alecciona y el nosotros que ha dejado de ser navegan sin rumbo ni destino. El tema principal es, no obstante, el propio sujeto poético que nos interpela, la mujer, que aquí se nos muestra como un ser bíblico, merced a esa convicción seca de su palabra derramada en versículos y su capacidad de erigirse en emblema de su sexo, fuente de amor, de arte y de vida, mediante imágenes de inspiración clásica y mitológica (Ulises, la noche oscura del alma, Eva y Adán...), pero también mediante homenajes simbólicos a estilos literarios de lo más variado como éste a la greguería: «Una mujer es una estrella. Una estrella es el esqueleto de una noria». Hay poemas especialmente felices, como la deconstrucción del corazón de los cuentos infantiles de 'Lo que nadie nos contó', o 'Retrato sin espejo con rosa', en el que con la excusa de una ilustración típica de Mark Ryden, autor de esas muñecas infantiles que parecen albergar un mundo abrumadoramente adulto en su interior, suma a la visión femenina un agudo recorrido por distintas épocas y movimientos artísticos. El resultado final es el libro más acabado y sugerente que Nacho ha dado a la luz, pórtico de los que seguirán surgiendo de su fértil mente, siempre ansiosa, siempre inquieta, siempre viva.

viernes, abril 11, 2014

Za Za, emperador de Ibiza, Ray Loriga

Alfaguara, Madrid, 2014. 216 pp. 18 €

Santiago Pajares

A Ray Loriga llevan toda la vida poniéndole etiquetas. Según algunos es la estrella del rock de las letras europeas , según otros es el líder de la Generación X que comenzó en los noventa y según otros está redefiniendo la ficción del siglo XXI. Y es que todos sabemos que si algo gusta al público es ponerle una etiqueta a un escritor, como si fuese un tarro de mermelada en un supermercado. Y me gustaría pensar que un autor escribe más de lo que cabe en una etiqueta. Hace poco, en un programa de televisión donde iba promocionando este mismo libro, preguntó al público si alguien vivía en Madrid centro, y al que levantó la mano le preguntó si podían compartir taxi. Creo que esta mera anécdota, esta gracia televisiva, ya dice bastante primero, de cómo está la situación de los escritores, y de la capacidad de decir mucho con pocas palabras de Ray Loriga. Este siempre ha mostrado cierta predilección por seres marginales, alejados de la sociedad ya sea por sí mismos o por circunstancias impuestas. Recuerdo con especial cariño sus tres primeras novelas, tres pequeñas joyas que he releído más de una vez, Lo peor de todo, Héroes y Caídos del cielo. Son páginas llenas de personas solitarias que buscan consuelo de diferentes formas, a veces melancólicas y a veces violentas. Pero se podía ver un poso común, un hilo conductor que parecía llevar de los personajes al propio autor. Y es que Ray, con esa tupida barba y esa mirada dura podría muy bien protagonizar uno de sus propios libros. Pero el actual Ray Loriga ya no es ese niño que soñaba ser escritor, es el hombre que sujeta a ese niño. Y ahora nos llega Za Za, emperador de Ibiza, su nueva novela. Es esta una historia de Zetas, de muchas Zetas, tal como queda reflejado en la propia portada del libro. Imaginemos tres círculos superpuestos, de forma que la confluencia de los tres resulta ser una pequeña área protegida por el resto de esas formas geométricas. Esa pequeña área bien podría ser una isla rodeada de mar, pero no una isla cualquiera, sino Ibiza, y no a una hora cualquiera, sino de día, cuando los ánimos de la fiesta están más calmados y los fiesteros y los DJ´s están durmiendo o reposando sus penas en la playa. Cuando la fiesta ha acabado, se encienden las luces y podemos ver los restos de lo que una vez fue. El primer círculo es Za Za, el protagonista, un ex dealer retirado en esa isla que pasa sus días dando paseos, escogiendo camisas y comiendo pizza. Un buen muerto, en palabras del propio escritor. El segundo círculo es ZAZA, el barco de recreo más grande del mundo, de ciento ochenta metros de eslora y una alegre tripulación embutidas en polos náuticos rosas. Y el tercero es ZAZA, la mayor, más excitante y legal droga recreativa que se haya comercializado jamás. Y como un buen ciclón es la confrontación de vientos opuestos, este libro es la confrontación de estos tres frentes, de estos tres círculos, de todas estas Zetas. Uno puede correr mucho para darse cuenta, al final, que los problemas siempre corren más que tú. Y el pobre Za Za se ve arrastrado por estos vientos como un pelele de la casualidad, que es lo que es. En esta novela se habla de casi todo, con esa ligereza que se te pega a los labios cuando estás de vacaciones en una isla mediterránea como es Ibiza. De la independencia, de las drogas, del dinero, el éxito, la experimentación científica, la felicidad y lo que somos capaces de hacernos unos a otros para ser felices, aunque sea de una forma fingida, pero felices al fin y al cabo. Y en el medio de toda esta vorágine el protagonista, que sólo aspira a vivir tranquilo y a que le dejen en paz. Porque, ¿no es esa la felicidad última? ¿No es eso los restos de la fiesta en las baldosas del suelo cuando asoma el nuevo día? Un día ventoso, con vientos en forma de Zeta.

jueves, abril 10, 2014

Treblinka, Chil Rajchman

Trad. Jorge Salvetti. Seix Barral, Barcelona, 2014. 232 pp. 17,50 €

Arcadio García

Terminada la Segunda Guerra Mundial los supervivientes del Holocausto se hallan en una posición muy comprometida. Por un lado, se convierten en depositarios de la memoria de los muertos y de los inimaginables tormentos que han presenciado en cautiverio, y en tanto tales, se sienten en la obligación de gestionar con escrúpulo ese legado, dándolo a conocer a fin de que las muertes de los otros —que bien pudieron ser las suyas—, no caigan en el olvido. Ni las muertes ni, sobre todo, las formas inconcebibles en las que tuvieron lugar. Por otro, el dolor que se experimenta con la rememoración de semejante experiencia resulta tan insoportable que es legítimo que muchos se resistan a recordar o que aplacen indefinidamente el momento de hacerlo. Para confirmarlo, basta rescatar el título que Jorge Semprún eligió para el testimonio de su paso por el campo de Buchenwald: La escritura o la vida, esto es: o se sobrevive a cambio de instalarse en una amnesia voluntaria, o se recuerda, y se relata a riesgo de poner en juego tu propia supervivencia.
Primo Levi ya identificó la existencia de esos dos grupos: el de los que sentirán la necesidad de dar a conocer, mediante la escritura, el estigma de amoralidad que el nazismo arrojó sobre la condición humana, y la de aquellos a los que el paso por los campos les hará enmudecer, unos de por vida, y otros hasta que alcancen una edad lo suficientemente longeva como para perder toda prudencia. Cabe situar a Chil Rajchman en este segundo grupo. El autor de Treblinka dejó escrito su testimonio con el deseo de que se publicara después de su muerte. En él narra los diez meses que estuvo confinado en ese campo que los nazis construyeron a imagen y semejanza del infierno, y donde las probabilidades de sobrevivir eran escasas: solo 54 presos judíos escaparon con vida de un lugar en el que se calcula que se exterminaron a unas 900.000 personas durante los trece meses que funcionó. Chil Rajchman fue uno de ellos. El joven polaco contaba 25 años cuando fue hecho preso y deportado junto a su hermana pequeña, de la cual fue separado nada más llegar al campo. Nunca la volvió a ver. El único rastro de su paso por el campo fue el vestido que Rajchman identificó entre la montaña de ropa de las que las mujeres eran obligadas a desembarazarse de camino a las cámaras de gas. Rajchman se hizo con un pedazo de retal del vestido y lo llevó en los bolsillos durante meses.
Mientras que en Si esto es un hombre, relato fundacional de la literatura concentracionaria, Primo Levi incluye pasajes donde muestra el discurrir cotidiano en un campo de concentración, y de las estrategias que llevaban a cabo los presos para, mal que bien, prolongar sus vidas unas semanas o meses más, los capítulos de Treblinka constituyen una sucesión pormenorizada de las espantosas formas de causar dolor que se practicaron en ese campo infernal durante el tiempo que funcionó a pleno rendimiento. Así, el texto no da respiro al lector, el relato de las torturas a las que se ven sometidas las víctimas es incesante. Cabe recordarlo: Treblinka no era un campo de trabajo sino un campo de exterminio, esto es, un complejo construido ex profeso para la aniquilación sistemática de personas. Treblinka no contaba con barracones para alojar prisioneros porque en Treblinka no se hacían prisioneros, o se hacían los indispensables, y sometidos a un régimen de esclavitud despiadado: los encargados de cortar el pelo a las mujeres antes de ser gaseadas, los encargados de hurgar en la boca de los muertos y arrancar las piezas de oro de las mandíbulas desencajadas, los encargados de cargar con los cadáveres y arrojarlos a las fosas (siempre a la carrera so pena de ser víctima de la ira de los sádicos guardias ucranianos), los encargados de caminar sobre los muertos en busca de objetos de valor que hubieran escapado al escrutinio miserable de los asesinos. Chil Rajchman fue escogido para llevar a cabo alguna de esas tareas, lo que sin duda contribuyó a aplazar el momento de que le dieran muerte. Finalmente salvó la vida al huir durante la sublevación que se produjo el 2 de agosto de 1944.
A modo de largo epílogo, junto al testimonio de Rajchman Seix Barral recupera El infierno de Treblinka, un excelente trabajo periodístico que Vasili Grossman escribió en 1944, al poco de haber entrado en el campo como corresponsal del Estrella Roja, el periódico oficial del Ejército Rojo, junto al que se trasladó al frente para cubrir la contienda y seguir el avance triunfal de las tropas soviéticas. Grossman estuvo presente durante los interrogatorios que los militares rusos llevaron a cabo a los supervivientes del campo, ya fueran soldados alemanes, vigilantes ucranianos o presos judíos, lo que le proporcionó un material valiosísimo con el que construyó un relato minucioso del funcionamiento del campo y los procedimientos de aniquilación que los nazis emplearon. El texto causó tanta repercusión que llegó a ser citado durante los juicios de Nüremberg.
El trabajo de Grossman y el testimonio de Chil Rajchman se complementan perfectamente. Frente a la perspectiva del reportero que acumula evidencias y, estupefacto, las revela al mundo, hallamos la del superviviente traumatizado que se aventura a expresar, sin pausa, el infierno del que nunca llegó a escapar. Pero quién puede librarse de algo así:
«En Treblinka está prohibido enfermar. Muchos no lo resisten y se suicidan. Eso es un episodio normal entre nosotros. Todas las mañanas aparece gente ahorcada en el barracón. Recuerdo que un padre y un hijo, después de pasar dos días en el infierno, decidieron suicidarse. Como solo tenían un cinturón se pusieron de acuerdo en que el padre se ahorcaría primero y después el hijo lo bajaría y se colgaría con el mismo cinturón. Así sucedió exactamente. Por la mañana estaban muertos los dos y nosotros los llevamos afuera».

miércoles, abril 09, 2014

1914-1918. Historia de la I Guerra Mundial, David Stevenson

Trad. Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya. Debate, Barcelona, 2014. 896 pp. 38 €

Julián Díez

Tal vez, querido lector, haya visto la acumulación de títulos en las librerías acerca de la I Guerra Mundial, evento del que este año se alcanza el centenario. Y quizá, dado que no pueda evitar sentir cierta curiosidad sobre el tema, se ha preguntado: ¿cuál podría comprarme, que sea  interesante de leer y me permita tener una información suficiente?
Bien, ese es el tipo de preguntas que los que somos un poco fanaticones de un tema deberíamos invertir algo de tiempo en responder. En resumen: ya me he leído yo varios de estos tochos y de algo me tiene que servir el esfuerzo (y el disfrute, claro). Puedo darles un dictamen razonado: quédense con este,
Stevenson presenta aquí las mejores cualidades de la escuela historiográfica británica popular actual, consiguiendo librarse de algunos de sus defectos. Es decir, escribe de una forma cristalina, subordinando siempre su estilo a la claridad de los hechos, y descomponiendo estos de forma que su evolución resulta fácil de seguir y entender.
El único punto negativo es la sensación de inevitabilidad que da el conjunto; hastas llegar al conocido arranque de Sarajevo, Stevenson nos ha ido tejiendo una telaraña en la que no parece haber otro curso razonable de los hechos que el que él explica con nitidez. Es difícil admitir que la historia se desarrolle como un engranaje tan bien encajado como el que presenta Stevenson, por mucho que dé una mínima cabida al elemento azaroso, y el lector avisado debe tener en cuenta siempre la existencia de otras interpretaciones, pero el hecho es que su planteamiento funciona y está bien razonado.
También es positivo que, en la medida de lo que le ha sido posible, Stevenson es menos localista  en su presentación del conflicto que la mayoría de sus compatriotas. Es casi inevitable, por conocimiento del idioma y reconocimiento de sus autores, que casi todas las historias de las guerras mundiales disponibles en el mercado español estén escritas por anglosajones. Sin embargo, Stevenson parece haber tenido más presente la posibilidad de escribir un ensayo definitivo, con vocación internacional, que la mayoría de sus paisanos más conocidos (Hastings, Beevor...).
El frente oriental, donde cayeron por millones los súbditos de los Habsburgo, los alemanes o los rusos, sigue aquí ocupando un papel menos destacado del que posiblemente debiera, pero ya no está casi totalmente escamoteado. Y el punto de vista de las potencias derrotadas está suficientemente presente, aunque por momentos se le juzgue con una mayor dureza.
Otro acierto de Stevenson a la hora de hacer este libro divulgativo es el de eludir una descripción muy amplia del desarrollo de las batallas. La historia militar tiene sus atractivos, pero la I Guerra Mundial está llena de combates interminables con muy poco movimiento y, lo que resulta aún más relevante desde el punto de la narración bélica, con menos alternativas para el genio creativo. Sí tuvieron mucho margen para la heroicidad, y Stevenson da cuenta de algunas hazañas bien conocidas, pero no son el eje de su relato.
Creo que el objetivo principal, y el autor lo alcanza de sobra, es el de poner en contexto la importancia de este conflicto en el desarrollo de la posterior historia. En primer lugar, en cuanto a escala de destrucción: es la primera guerra moderna con fallecimiento masivo de civiles y empleo de armas de una eficacia brutal, como las ametralladoras, los tanques o los bombardeos aéreos. Baste recordar que en las guerras napoleónicas, el anterior conflicto más sangriento, murieron cerca de seis millones de personas en doce años; en la I Guerra Mundial fallecieron el doble en cuatro años. La sociedad que vivió esos cambios resultó traumatizada y la obra retrata bien ese cambio de mentalidad, ese nuevo vértigo producido por el avance científico convertido en una amenaza cierta para el hombre.
Por otro lado, aunque la II Guerra Mundial se cobrara muchísimas más vidas, aunque resultara militarmente muchísimo más interesante, la influencia en el mundo de hoy de la I Guerra Mundial es superior, y Stevenson atiende de forma especialmente detallada a esa multitud de flecos sueltos. El conflicto de los Balcanes, la actual situación de Ucrania o la de Siria tienen su punto de partida en 1918, en la conclusión de esta guerra; el mundo que vivimos hoy cien años después aún no ha encajado bien el cambio que supuso este final de los regímenes autocráticos para dar paso a repartos con criterios nacionales discutibles, y a unos estados parlamentarios demasiado condicionados, demasiado temerosos de dar el paso definitivo hacia la falta de tutelajes.

martes, abril 08, 2014

Alaska y los Pegamoides. El año en que España se volvió loca, Patricia Godes
El estado de las cosas de Kortatu. Lucha, fiesta y guerra sucia, Roberto Herreros/Isidro López

Lengua de Trapo, Madrid, 2013. 308 pp. / 226 pp. 16,50 €






















Salvador Gutiérrez Solís

A través de su colección Cara B, la editorial Lengua de Trapo se ha embarcado en la recuperación/reconstrucción de algunos de los discos de las más bandas más míticas y emblemáticas de la historia reciente de la música española. Labor encomiable en nuestro país, tan dado a la desmemoria musical y a vincular el rock con el DNI, como si se tratara de una expresión exclusivamente juvenil. Hay vida más allá de los treinta. En España, me temo, ya habríamos jubilado y enterrado a Bowie, a Dylan o a Neil Young.
Tras los dos primeros títulos, dedicados a Omega, el histórico álbum de Enrique Morente y Lagartija Nick, y a Los Planetas, en su Una semana en el motor de un autobús, llegó el turno para Alaska y los Pegamoides, y sus Grandes Éxitos, y Kortatu, con El estado de las cosas. En los dos volúmenes, además de analizar en profundidad los citados trabajos, la complejidad que supusieron sus grabaciones en aquella España desconfiada y pre mp3, pre myspace y precasitodo, nos ofrecen una amplia perspectiva de las bandas, su relación con el entorno, así como planos secuencias de la sociedad que los cobijaron.
Patricia Godes, fusila buena parte de los tópicos o coletillas que nos quedan de la Movida, llegando a esbozar al respecto teorías que bien podría utilizar Évole para algunos de sus programas de documental/ficción. Esa Movida, que vivieron doscientos mal contados, es cierto, que fue frívola, tampoco intentaron algo diferente, que estuvo muy localizada/focalizada, en determinados clubes de, especialmente, Madrid y Barcelona, y que no ofreció, salvo algunas excepciones maravillosas, productos de gran calidad, el Grandes Éxitos de los Pegamoides es un magnífico ejemplo. Aunque tampoco podemos obviar que esa Movida, La Movida, provocó chispas, causó algún incendio, fue germen, semilla, de mucho de lo que hemos conocido después. Puede que sin esa Movida nos hubiera costado más trabajo alcanzar este presente, musicalmente hablando, sin restar un gramo de ambigüedad a esta afirmación.
Kortatu es un buen ejemplo de cómo la música puede llegar a ser un fundamental elemento de transmisión social/cultural. Banda sonora indiscutible del País Vasco en las décadas de mayor apogeo del eterno conflicto. De hecho, Kortatu, tal y como indican los autores, Herreros/López, «fue el resultado estético más acabado de todo un movimiento social, político y cultural que prolongaba en términos de cultura juvenil lo que había sido poco menos que una situación revolucionaria». El estado de las cosas, además, tal y como se señala en este libro, fue muy innovador a la hora de fusionar estilos, la electricidad de los Clash, con ritmos afros, incluso con sonidos autóctonos, desarrollando una especie de Mano Negra a lo vasco. El texto arranca con un estupendo y sincero prólogo de Bernardo Atxaga, que reconstruye con nitidez el espectro cultural del País Vasco a finales de los setenta y principios de los ochenta.
Rock y Literatura han recorrido caminos separados en nuestro país, tradicionalmente, y tal vez sea buena esa segmentación, pero entiendo que han sobrado los motivos para el encuentro y que raramente se han llevado a cabo. La colección Cara B de Lengua de Trapo se ha lanzado a ese objetivo, que yo entiendo como esencial, y no sólo por una simple, pero necesaria, acción pedagógica, también por la oportunidad que nos ofrece de conocer nuestro pasado más reciente, desde otros puntos de vista que han formado parte de nuestras vidas.

lunes, abril 07, 2014

Desaires metropolitanos, Paz Cornejo

El Gaviero, Almería, 2013. 64 pp. 16 €

Fernando Sánchez Calvo

A Ana Santos, gaviera infinita.

A Paz Cornejo le pesa la periferia. Su identidad, confirmada por ella misma, es la del billete. Durante muchos años ha viajado en tren de la periferia al centro y del centro a la periferia y, curiosamente, ha descubierto que el segundo viaje es más largo que el primero. Estas cosas las ha aprendido Paz Cornejo en el tren (que en sí es un medio de conocimiento) y en (no con) los años, pues gran parte de su vida ha sido ese eterno viaje que uno realiza todos los días dentro de una misma comunidad.
Desaires metropolitanos se presentó, como no podía ser de otra manera, el día más periférico de la semana, el lunes 28 de octubre, en la librería Rafael Alberti de Madrid. Allí unos cuantos pudimos disfrutar de la lectura de sus poemas (E.T.T, Ego Poético o el delicioso Los que empiezan el mundo), forjados a base de paciencia, raíles y siete años, cifra de la cual ella está muy orgullosa.
La misma autora, tras la presentación llevada a cabo por el poeta Francisco José Martínez Morán, lanzaba, antes de leer, una pregunta al público allí presente:

-¿Cómo se construye una identidad incluso sonrojante?

Nadie supo o nadie se atrevió a responder. Alguno, para cubrir el silencio, teoriza que hay periferias (como Las Rozas) que en sí mismas están tan aisladas que no saben que a su vez son la Ítaca para muchos viajeros. Pero esa no es la respuesta que espera Paz. Muchos pertenecemos también a la periferia, aunque el punto cardinal no sea el mismo, así que Paz, quien asegura que está en un momento creativo genial pues ahora los poemas le salen de las lágrimas y no de la reflexión, se pone a leer.
Y lee, por ejemplo, estos dos versos:

«Pero desconoces que poseo la sabiduría 
del que vive entre dos mundos.»

Y suenan a orgullo, a dignidad y a respuesta hacia todos los desaires metropolitanos que la maldita y querida ciudad de Madrid comete todos los días, con o sin saberlo, contra todos los hijos bastardos que ha expulsado a los alrededores.

viernes, abril 04, 2014

La calle Great Jones, Don DeLillo

Trad. Javier Calvo. Seix Barral, Barcelona, 2013. 295 pp. 19 €

Salvador Gutiérrez Solís

Joe Strummer, el líder de los míticos The Clash, solía esconderse/refugiarse en España cuando en España sólo cuatro locos conocían a los The Clash. De hecho, en más de una ocasión tuvo Joe Strummer que enseñar su documentación o cantar una canción para intentar convencer a su compañero de farra de que realmente se trataba de él mismo, que sí, tío, que soy Joe Strummer. Esos tiempos sin Google y sin Youtube.
Mientras leía La calle Great Jones me he acordado de ese Strummer invisible y anónimo en España, que huía de su gloria, y también me he acordado de Palmolive, su novia española. Paloma/Palmolive, tras participar en unas cuantas bandas punkarras de aquel Londres equino y afilado, desapareció como si nunca hubiera existido. La leyenda habla de sectas, entre praderas y reses comilonas, a lo postal de John Ford, tal vez en la Comuna Agrícola del Valle Feliz. Quién sabe.
No hay lecturas limpias, las partículas del ambiente se cuelan en nuestra percepción y establecen criterios de memoria que no teníamos previstos. Nada más concluir la novela de DeLillo comencé la autobiografía de Johnny Ramone, Commando, y en ocasiones sentí que seguía leyendo al primero, que permanecía en La calle Great Jones, encerrado junto a Johnny, contemplando el exterior a través de la nebulosa de su flequillo. O puede que fuera junto a Bucky Wunderlick.
Podemos disfrutar ahora, cuarenta años después de su publicación, de la estupenda traducción, una vez más de Javier Calvo, de La calle Great Jones, la tercera novela de Don DeLillo. La historia de una estrella del rock, en esa América de Apocalipsis Now, que decide recluirse del mundanal ruido, de la gloria, de las groupies, de sus compañeros de banda, de los medios y de todo lo demás, en la calle que reproduce el título, y donde comienza a establecer relaciones con una serie de personajes tan extraños como turbadores.
La conexión rock-literatura se caracteriza por su escasez y por sus cortocircuitos, raramente encontramos algo de luz. En este sentido, La calle Great Jones es una excepción. Una maravillosa excepción. No hay secuencias de conciertos, ni desmanes en los camerinos ni eternas noches multicolores ni locales de ensayo, no, pero hay mucho rock. En sus tripas, en las entrañas mismas del propio rock, la verdad que se esconde tras la leyenda. Definición del abismo que se atisba tras la gloria. La fama requiere toda clase de excesos.
Olvide lo de los cuarenta años, sólo es una anécdota. DeLillo nos demuestra en esta novela que estableció las fronteras de su propia narrativa muy pronto. Es él, sí, al auténtico DeLillo, el que ahora conocemos. Delirante en su concepción, irónico en su laberinto, lúcido en su caos, perverso en esa inocencia suya tan oscura, tan desafiante con lo establecido. Recorra La calle Great Jones junto a Bucky y deje que la música fluya.

jueves, abril 03, 2014

Confusión de sentimientos, Stefan Zweig

Trad. Joan Fontcuberta. Acantilado, Barcelona, 2014. 112 pp. 12 €

Miguel Baquero

Dentro de su muy admirable tarea de publicar en castellano la mayor parte de la obra narrativa del austriaco Stefan Zweig (Viena, 1881 — Brasil, envenenado por su propia mano, apabullado por el ascenso que entonces parecía imparable del nazismo, 1942), llega el turno de esta breve novela, subtitulada Apuntes personales del consejero privado R.v.D., publicada por primera vez en Leipzig en 1926. Hijo sensible de su tiempo, uno de los periodos más tempestuosos de la Humanidad, y de su lugar, la Centroeuropa plagada de fantasmas interiores; agudo observador de la sociedad, como puede apreciarse en su inconmensurable El mundo de ayer (Memorias de un europeo), también recuperada por Acantilado; explorador como pocos de los abismos interiores, como se aprecia en la mayor parte de su narrativa y así mismo, o quizás con mayor profundidad, en sus biografías de personajes históricos (recuerdo haber sentido con su María Antonieta ese escalofrío que te recorre la espalda, haber leído varias veces tal o cual fragmento brillante, lamentando que no hubiera más), Zweig va afianzándose con el paso del tiempo como uno de los escritores realmente imprescindibles del siglo XX. En él parecen chocar todas las corrientes literarias de su tiempo, librarse la batalla entre la tradición y el tiempo nuevo, adquirir forma cientos de tormentos interiores, incluso los inimaginables (nunca se recomienda lo suficiente Novela de ajedrez); pocas veces un autor ha estado más consagrado literariamente a la vida hasta las últimas consecuencias. Y, cómo no, (otra) prueba de ella es esta Confusión de sentimientos.
La novela comienza de manera anodina, incluso con un cierto toque pedantesco (genial caracterización de un profesor universitario a la que no duda en arriesgarse Zweig, aunque sin duda en algunos tramos el texto pase por zonas demasiado retóricas incluso para expresar los más sencillos sentimientos): al término de su carrera universitaria, un catedrático que está a punto de jubilarse echa la vista atrás en busca de quienes más han influido en hacer de él lo que es, y su vista se detiene especialmente en la figura de un antiguo profesor. Por el camino, este hombre que está recordando vuelve a los tiempos de su juventud y confiesa abiertamente que durante unos años anduvo descarriado, entregado al vicio y a las mujeres antes de ponerse en serio a hincar los codos. Es cuando surge entonces la figura del viejo maestro que dice le ha marcado sobre todas las cosas, y cuando surge esta figura todo lo anterior queda en segundo plano: incluso esos pecados que el lector en un momento dado pensó constituían el grueso de su confesión, pronto se descubre que no son más que vulgaridades comparadas con el enigma que comienza a tomar forma en torno a esa figura magistral, ora excitada, ora silente, ora derruida, ora arrebatada… esa figura que de pronto desaparece días enteros sin que nadie sepa dónde puede haber ido, y reaparece al cabo de una semana con los restos, de nuevo, de un misterio en sus ojos. Y detrás de él, la figura de su esposa, una mujer todavía joven que cuando le pasa la mano por el pelo al protagonista y le comenta algo así como “pobre, aún no sabes nada de la vida”, sentimos que ese escalofrío del misterio llega a levantar el pico de la página. A estas alturas, estamos ya ante el Zweig más admirable, atrás ya el engolamiento profesoral con que, para mejor caracterizar la novela (todo se halla al servicio de la verdad literaria), se ha disfrazado, el mejor Zweig cuando narra cómo, en la noche oscura, mientras el protagonista duerme (o se hace el dormido) el profesor sube sigilosamente, alumbrado con una vela, hasta la puerta de su cuarto…
Y luego está, por supuesto, el final. Estamos en el año 2014, tenemos, sin duda, mucho más conocimiento del mundo que (presuntamente) tenía el lector tipo de 1926. Y pese a todo, pese a toda nuestra supuesta abertura mental, a nosotros también podría pasarnos la mujer del profesor la mano por el cabello y decirnos: “pobres, cuánto os queda por aprender”. Quizás lo suponíamos (del final hablo), quizás lo viéramos venir, pero espera, lector, espera, que todavía queda un último párrafo, un último renglón… Espera que, hasta las dos últimas palabras, todavía no has captado todo el sentido del libro…