viernes, noviembre 29, 2013

Clases de literatura: Berkeley, 1980, Julio Cortázar

Alfaguara, Madrid, 2013. 320 pp. 18,50 €

Pedro Pujante

Cuando ya creíamos haber leído todo lo existente de Julio Cortázar (recientemente se editó su correspondencia revisada y aumentada; y hace unos años Papeles inesperados: un último repaso a su fondo de cajón) aparecen estas Clases de literatura, lecciones que Cortázar dictó en la Universidad de Berkeley en el año 1980. Es por lo tanto este libro una transcripción de sus conferencias universitarias y no un texto literario propiamente dicho. En ese sentido cabe señalar que la calidad de este libro adolece de la excelente prosa cortazariana. No obstante, Julio Cortázar era un magnífico orador y en estas Clases se pone de manifiesto. Encontraran los cortazarianos y demás curiosos en este volumen integrado por ocho clases magistrales un repaso a la obra del propio autor hecho por él mismo. Desde sus cuentos hasta sus novelas, pasando por los cronopios y algunas experiencias personales, Cortázar explica a su auditorio cómo se gestaron algunas de sus obras más emblemáticas. Por ejemplo, es interesante ‘oír’ al maestro hablar de cómo le sorprendió durante una obra de teatro la visión de unos seres extraños de color verde que se paseaban por el aire: nacieron los cronopios. O como, durante un largo periodo de tiempo, juntaba textos que no sabía dónde irían a parar y que acabaron por ser las partes de una de las novelas más prodigiosas del siglo XX: Rayuela.
Hace, en este sentido, un repaso por su biografía literaria y la enlaza con la historia de la literatura hispanoamericana y universal.
Escucharemos en este libro de estirpe oral hablar sobre muchos temas de gran interés: el relato fantástico, al que Cortázar asocia el concepto de fatalidad como resultado final o destino al que han de estar sometidos los personajes ficticios de un modo irremediable. También asistiremos atentos a la fascinante relación entre música y literatura (El perseguidor es uno de los cuentos más representativos de este maridaje entre relato y jazz), erotismo y literatura, y por supuesto el componente lúdico que tanto abundó en la obra del argentino y el cual siempre consideró crucial para comprender y enfrentarse al mundo y a la escritura. Como maestro de esta herencia secreta que es el humor literario destaca a Macedonio Fernández, y de él nos regala alguna anécdota.
También saldrá a colación los asuntos de su compromiso social con países como Nicaragua, la revolución cubana, y sobre todo, cómo plasmó esas inquietudes más humanas y menos metafísicas, en sus relatos. Uno de estos cuentos, Apocalipsis en Solentiname, junto a otras piezas breves fueron leídas en aquellas clases de Berkeley y por lo tanto se presentan integras en este volumen.
Leer este libro es un placer porque uno tiene la extraña sensación de estar escuchando a Cortázar de viva voz. Se viaja en el tiempo, se traslada el espíritu a un aula en la Universidad de Berkeley y se escucha, agazapado en el umbral de lo fantástico e improbable, al enorme cronopio de barba negra y verbo regio que conquistó la literatura universal dictar su póstuma clase sobre literatura.

jueves, noviembre 28, 2013

Canadá, Richard Ford

Trad. Jesús Zalaika. Anagrama, Barcelona, 2013. 510 pp. 24,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

Ojo, atentos, que ha llegado el sheriff. Desde que le colocaron la estrella en el pecho, nadie se ha atrevido a quitársela. Richard Ford es uno de los sheriff de la narrativa actual, tal vez sea el gran sheriff, el jefe, y por eso, cada cierto tiempo, para sus fieles siempre más tiempo del que hubiéramos deseado, cuando contempla que la cosa se desmanda, que comienzan las turbulencias y los agoreros alzan la voz, pega un puñetazo sobre la mesa y exhibe su fortaleza. En cada nueva entrega de Ford, tras cada línea, yo creo escuchar: Leed, esto es una novela, así se escribe una novela.
Richard Ford es un escritor fiable, una apuesta segura. Es como una de esas marcas de automóvil o de motocicleta, de solvencia contrastada a lo largo de los años, que nunca te deja tirado en mitad de la carretera. Sabes, antes de comenzar, que el viaje alcanzará su objetivo. Puede que con algún bache, tal vez una curva mal señalizada, nada problemático en cualquier caso, no pasará de un leve susto, siempre será un buen viaje. Un gran viaje, excepcional, maravilloso, a ratos.
Hay lija y seda, arrugas y algodón, en Canadá, la nueva novela de Richard Ford. Una novela dura y sensible al mismo tiempo, terciopelo y acero. Porque así lo requiere esta historia, Ford recupera ese lado tosco, seco, en el que tan bien se desenvuelve. La dureza de Montana, la incomodidad de ese Canadá permanentemente invernal, las despedidas de la adolescencia, la noria de la vida.
Algunos críticos han intuido referencias de Carver en la obra de Ford, aunque también cabe la posibilidad de que suceda justamente lo contrario: Carver era muy Ford. En cualquier caso, hablamos de narradores que han establecido el realismo —y, por favor, no adjetivemos ese realismo— como espacio, marco, ámbito, sobre el que desarrollar una narrativa con aspiración de totalidad, de diagnóstico exacto y exhaustivo de los hombres, sus días y sus cosas.
En Canadá, como en buena parte de sus títulos, se percibe, se huele, se palpa, la artesanía de la narrativa de Ford. La paciencia del arquitecto de las palabras, no permite que no ocupen su hueco correspondiente y que cumplan, adecuadamente, con la función que les fue asignada. Richard Ford camufla el artificio narrativo con una naturalidad que parece fácil, por su ritmo, por su familiaridad, porque nos embauca, en una constante demostración por transformar la laboriosidad en agilidad y el artificio en sencillez. La sabiduría del arquitecto. Canadá es una novela de personajes y de localizaciones, de sueños rotos, piruetas del destino y de íntima introspección. Ford juega con los extremos con una deslumbrante naturalidad, no pretende que nos sobrecojan, que los rechacemos o que los asumamos. Sólo nos los muestra, sin juicio, sin contaminar por la conciencia del escritor. Esta es la historia y así sucedió y así la cuento. Una novela con un arranque extraordinario, explosivo, que podría haber pesado como una losa en el desarrollo posterior, pero que Ford sabe mantener página a página sin ofrecer ni un solo atisbo de cansancio. Modula ritmos y frecuencias, su respiración no se resiente en las distancias largas.
Por ponerle un reparo a Canadá, que es un reparo que le hago a toda la obra de Ford, es un reparo muy personal, prefiero el Ford “narración” al Ford “reflexión”, y eso que en esta novela la historia, el contar, la narración, en definitiva, está por encima de la reflexión. Ese bache que no resta valor al viaje, nada grave.
Nos tiene muy mal acostumbrados Ford, Canadá es otro título formidable, soberbio, una incontestable exhibición narrativa: esto es una novela, y así se escribe. Ya sólo nos queda esperar una próxima entrega. Una tranquila impaciencia, en cualquier caso, no nos defraudará.

miércoles, noviembre 27, 2013

El siglo de la gran prueba, Jorge Riechmann

Baile del Sol, Tenerife, 2013. 166 pp. 12 €

Ariadna G. García

Hay peligros que por más que nos acompañen desde hace años merecen que se nos adviertan contra ellos una y otra vez. Tal es su poder de destrucción. Jorge Riechmann lleva una vida literaria cumpliendo con rigor su misión de bandera roja en un playa de aguas revueltas; es verdad que puede resultar reiterativo, pero es que el mal contra el que nos apercibe no descansa, se limita a esperarnos. Sabe que nos precipitamos hacia a él. Además, nadie dice que todo el mundo deba leer la bibliografía completa de un autor. Su último ensayo poco aportará –desde un punto de vista ideológico– a los lectores habituales del poeta, sin embargo, constituye una buena plataforma para que aquellos que aún lo desconocen salten y se sumerjan en el ideario de uno de los autores más interesantes de la literatura española reciente.
El siglo de la gran prueba alerta contra el genocidio al que nos encaminamos por una mera cuestión numérica: no hay energía para los siete mil millones de habitantes de la Tierra. No, al menos, manteniendo nuestro actual modelo económico. Los estragos de esa masacre los estamos sintiendo ya y aquí. ¿Puede pararse la maquinaria que nos conduce al abismo? Sí. Su detención depende de nuestra voluntad. Y la poesía –nos dice Riechmann– debe contribuir al cambio, debe aproximar lo lejano a fin de establecer vínculos y de movilizar a la gente. La búsqueda de la empatía, de hecho, es una de las obsesiones del autor, que aconseja en su excelente bitácora (tratarde.org) que realicemos “ejercicios de estiramiento moral” para aumentar nuestra conciencia de especie.
En su último ensayo, Jorge Riechmann incluye una poética donde reflexiona sobre el papel de los escritores y el sentido de la cultura; así como un manual ascético con el que aboga por una existencia austera, tranquila y maravillada por el descubrimiento diario del mundo. Su libro se suma, así, a otras obras que en este 2013 proponen a los lectores una alternativa al capitalismo (Un futuro sin más, de Antonio Turiel; La vida simple, de Sylvain Tesson; El último lapón, de Oliver Truc). Son muchos los escritores que perciben el próximo colapso civilizatorio, el “Gran Batacazo del Progreso”, y por esa razón, ahora más que nunca, tratan de que sus conciudadanos mediten sobre quiénes son, qué sociedad desean o qué podrían hacer para salvarse a sí mismos y salvar su hábitat. Riechmann, con sus preguntas, nos invita a la auto-crítica. Su lectura no es cómoda, pero es imprescindible. El siglo de la gran prueba pretende contribuir al cambio del paradigma de vida dominante, apoyado en la sociedad de consumo (Elisabeth Peredo) y sustentado por valores como la codicia, la individualidad, el egoísmo o la violencia. Reconoce la dificultad del intento, pero sabe que hay un margen para la esperanza: «La fuerza del sistema estriba todo en conseguir que nos rindamos por adelantado, sin tener siquiera que hacer uso efectivo de su tremenda fuerza. Nuestra oportunidad: no ceder en ese momento».

martes, noviembre 26, 2013

La sirena de Alamares y otros cuentos populares portugueses, VV.AA.

Tra. y Ed. José Luis Garrosa Gude. Calambur, Madrid, 2013. 257 pp. 19 €

Ignacio Sanz

Para conocer un pueblo nada mejor que adentrarnos en su folklore. El cuento popular es parte sustancial de su cultura tradicional. En los cuentos se cuelan valores, prejuicios, sentido del humor, supersticiones. E, inevitablemente, se cuela el paisaje y el paisanaje en sus variedades geográficas. Y, sobre todo se cuela el lenguaje tal como lo emplea el pueblo. Por eso resultan fundamentales los estudios que nos acercan a esta parcela del conocimiento.
Apenas contábamos hasta ahora con una exigua colección de cuentos populares portugueses digna de tal nombre en nuestra bibliografía. Parece mentira. La publicó Carmen Bravo-Villasante en 1994 bajo el título de La gaita maravillosa y otros cuentos portugueses. Tan solo agrupaba dieciocho. El profesor Garrosa Gude ha seleccionado sesenta y nueve. Además remata su selección con un estudio pormenorizado del género luso, de sus investigadores y de su repercusión en el mundo. De manera que nos encontramos ante el primer estudio riguroso sobre la cuentística popular portuguesa.
No aparecen, como ocurre en alguna de las recopilaciones españolas, agrupados por temas: miedo, animales, humor, maravillosos… Acaso porque como escribiera Joaquín Díaz en una de sus recopilaciones castellanas, es tarea sofocada porque muchos de los cuentos participan a la vez de todos esos registros y el recopilador podría volverse loco.
El lector avisado en el género se va a encontrar con que algunos de los cuentos circulan con pequeñas variantes entre nosotros. Era inevitable. En realidad los cuentos, desde su origen, tienen vocación viajera y andan rodando desde la edad Media por todas las lenguas europeas. Algunos, sin dejar de ser cuentos, tienen inclinación de leyenda porque tratan de explicar un hecho portentoso. Hay brujas, diablos, niñas que tienen una rosa en la frente, princesas, emperatrices, estatuas que comen, animales parlantes… y hay mucha crueldad, la terrible crueldad de los cuentos que acaso sea un reflejo de la crueldad de la vida. Esa niña a la que la madre malvada, envidiosa de su belleza, manda matar; y los criados, compadecidos, matan a la perra y en señal de que la niña ha muerto, llevan la lengua de la perra a la madre que queda así satisfecha.
Algunos de los cuentos resultan complejos y sus personajes salen a correr el mundo y a resolver entuertos absurdos para regresar triunfantes a la casa de la que partieron, como le ocurre al novio de “El hacha pequeña”.
“El tonel de vino” tiene su correlato casi calcado en el cuento de “La borrachas” de la tradición castellana.
Unas veces nos hacen reír y otras nos conmueven. Porque los cuentos siguen siendo herramientas portentosas para explicar el mundo. Y porque, aunque vengan rebotando desde el principio de los tiempos, siguen alumbrando el presente. En realidad no hemos cambiado tanto como parece. Por ello hay que felicitar al profesor Garrosa Gude que ha puesto a disposición de los lectores en lengua española esta joya de la tradición oral ibérica en esta preciosa edición de Calambur.

lunes, noviembre 25, 2013

Profundo sur, Juan José Téllez

e.d.a. Libros, Benalmádena, 2013. 22 pp. 15 €

Pedro M. Domene

Las historias, los relatos de este nuevo libro de Juan José Téllez (Algeciras, Cádiz, 1958) transcurren entre la ciudad de Cádiz y la bahía de Algeciras, un territorio ampliamente explorado por el narrador gaditano, fabulado a su medida que, con el paso del tiempo, y a través de anteriores entregas -Amor negro (1989), Territorio estrecho (1991), El loro pálido (1999) o Main Street (2003)- se ha convertido en una espacio geográfico bien definido. Estos cuentos retocados por la mano de su autor, se convierten en auténticas crónicas con los datos suficientes como para confundir realidad con ficción. Así que, en realidad, Téllez teje una auténtica tela de araña entre sus historias que son capaces de revivir escenas de cine y letras de música popular, mezclar huelgas en calles y barrios, describir contubernios y antros, y enumerar todas las suertes del arte de la tauromaquia en un caótico recuento de disquisiciones que, proporcionalmente, nos ofrecen el mejor retrato de los tipos más variopintos y de una época significativa: la larga postguerra, los caóticos años 60 y bien entrados los significativos 70.
Los guiños de Téllez para enmarcar sus historias, para dotarlas de esa jocosidad y gracia lingüística se traducen en oficios, como en, “Samurai”, que cuenta parte de la vida del torero Miguelín, y lo convierte en ficción transformándolo en un caricaturesco alter ego sin que se muestra acritud alguna en sus descripciones taurinas, sino todo lo contrario. Algo parecido ocurre en “Un dólar” donde el tren donde viaja Truman Capote es asaltado, y este llega a creer como bandoleros de una obra de Merimeé ponen en jaque a los viajeros, o el curioso mundo de las carreras en el primero de los relatos de tanta raigambre, “El verano del Apocalipsis”. La cuota generacional Juan José Téllez se la sacude con un espléndido retrato en “La boda de John Lennon”, los cines de barrio, “Cuando las pistolas hablan” y “Náufragos” con personajes adolescentes tan inocentes que observan como la era de Franco suspira o termina con la perspectiva de nuevos horizontes con que abrazar un futuro repleto de nuevas perspectivas y posibilidades para salir, al fin, de la bahía.
Junto al pulso acertado del humor que abunda en muchas de sus páginas, como auténtica garantía de calidad y, sobre todo, sano sentir humano, otro de los aciertos de Profundo Sur es el empleo acertado de las características lingüísticas y el habla gaditanos que, como señala el autor, reproduce el mismo de sus abuelos, porque el habla popular sigue existiendo en las calles del Sur por donde se transita, y convertirla en esencia misma de una obra literaria es algo bastante complicado, y ya sería suficiente con reproducir la atmósfera.
El resto queda para la memoria, la nostalgia funciona como elemento narrativo, lo mismo que un cierto aire de psicopatía y de amor platónico que conforman un universo narrativo más amplio. Y de las historias de Profundo Sur se percibe bastante más que playa, turistas, Semana Santa, toros, o chirigotas que nada tienen que ver con realidad de un Sur tan profundo como rico, y de eso se trata de contar y, además, hacerlo bien.

viernes, noviembre 22, 2013

En el bosque, bajo los cerezos en flor, Ango Sakaguchi

Trad. Susana Hayashi. Satori, Gijón, 2013. 160 pp. 17 €

Juan Laborda Barceló

«Sin gente, un bosque de cerezos en flor es aterrador»

No es la primera ocasión en la que comentamos los aciertos de la Editorial Satori a la hora de descubrirnos autores japoneses. La afirmación no es menos cierta por repetida y los autores, sin duda alguna, no dejan de ser fundamentales. Efectivamente, Satori nos sorprende una y otra vez con joyas desconocidas de la literatura nipona, que a la sazón poseen una gran valía universal.
Jesús Palacios, en su epílogo de la obra, plantea una interesante reflexión al respecto. Estos fascinantes hallazgos, según nos dice él, no dejan de ser pálidas sombras en nuestra comprensión del universo e imaginario japonés. A pesar de ser tibios fogonazos, lejanos ecos en la caverna de nuestro conocimiento, debemos agradecer a Satori que nos haga partícipes de tales aproximaciones, respondemos nosotros.
El volumen que sale ahora a la luz, magníficamente editado como es sello de la casa, recoge tres cuentos largos o novelas breves, como lo queramos ver. Entre ellos destaca el que da título al libro. Cincuenta páginas escasas que condensan la poética del terror. Cualquier aficionado al género lo disfrutará sobradamente. El texto de Sakaguchi posee la subyugante fuerza de lo onírico. Es adictivo y fresco, a pesar de estar escrito a finales de los años 40. Podríamos sintetizar el texto en una idea sencilla: Un feroz bandido se verá sojuzgado por el embrujo de una misteriosamente bella mujer. Esto no es más que el punto de partida, pues entre ellos se establecerá un juego de sometimiento de gran complejidad.
El concepto de terror que nos ofrece parte de un plano general y se concreta de manera brutal en el texto. La belleza de los cerezos en flor es innegable, pero esta visión también esconde una desazón dentro de sí. Una ciudad bella es atractiva, pero este mismo espacio vacío de gente, cobra una dimensión aterradora. Es este el caso de la conocida novela apocalíptica de Richard Matheson, Soy leyenda, en la que Robert Neville es el único superviviente tras una catástrofe biológica. Él es diferente, puesto que el resto de criaturas que pueblan la desolada ciudad de Los Ángeles son zombies. La diferencia y la soledad cobran valores principales en esta obra, que fue llevada en dos ocasiones al cine. En el relato de Sakaguchi, sin embargo, la ciudad se convierte en la contraposición al bosque misterioso, pero nuestro bandido protagonista, acaba llevando sus actos terroríficos también a ese espacio.
El Concepto de terror cercano —lo muy bello, lo divergente o la alteridad pueden aterrorizar—, máxime en la soledad absoluta, es algo arraigado en la esencia del ser humano. La obra citada, Los ladrones de cuerpos, Freaks y otros tantos ejemplos de la literatura y el cine así lo demuestran. Hasta el mismo Frankenstein parte de la hermosa idea de dotar de vida a la materia inerte, aunque sus resultados sean, como sabemos, monstruosos.
No dejen escapar estos relatos. Están repletos de referencias crueles, pero que les cautivarán por su fuerza y sentido: Cabezas cortadas que cobran vida, referencia innegable a Salomé, violencia, sometimiento, tradiciones, diablos y un esteticismo apabullante se combinan magníficamente en esta extraña pero potente obra.

jueves, noviembre 21, 2013

El que tiene sed, Abelardo Castillo

Carpe Noctem, Madrid, 2013. 218 pp. 15 €

Sara Roma

«Yo creo que empecé porque sí. O por lo mismo que bebe todo el mundo», confiesa Esteban Espósito, un escritor alcohólico que lucha contra toda lógica y ansía lo que no puede poseer en El que tiene sed, novela del argentino Abelardo Castillo (1935) y publicada recientemente por la editorial Carpe Noctem. El que tiene sed es una obra cruda y desgarradora que indaga en los límites de la degradación y del sufrimiento del ser humano a través del alcoholismo y la aniquilación mental y física (locura y deterioro externo) que lleva aparejado. Sin embargo, el alcohol es solo una excusa que le sirve a Castillo para plantear una serie de temas e interrogantes, como si existe la felicidad y por qué el azar se impone y acaba empujándonos de manera inexorable hacia un destino que nunca hubiéramos querido. El alcohol, en realidad, es el símbolo de las ilusiones de un personaje acabado que desea con ansia encontrar la verdad y que por eso tiene sed.
«El que se emborracha por mí, o más exactamente por los dos y hasta por el mundo en general, era el otro. Otro con mi nombre y mi cara. Esteban Espósito».
La historia que narra El que tiene sed es la de Esteban Espósito, un prometedor escritor que acaba arruinando su carrera literaria a causa de la bebida. La novela es la recreación de la vida desde los ojos de un personaje que tiene los sentidos alterados por la abusiva ingesta del alcohol. La pérdida de la memoria y de la noción del tiempo y el espacio que sufre el protagonista conforman una novela densa y compleja que recuerda en muchos momentos a la escritura de otros escritores alcohólicos como Gerad Nerval, Dylan Thomas, Edgard Allan Poe o Malcolm Lowry, quienes dejan en manos del lector la difícil tarea de reconstruir una ficción fragmentada y difícil de seguir en muchos momentos sobre todo por la ambivalencia narrativa (de un narrador en primera persona se pasa a la tercera persona). Abelardo Castillo demuestra con su prosa un excelente dominio de todas las técnicas narrativas, consagrándose como “uno de los narradores más grandes de nuestro idioma y nuestro tiempo” (Félix Grande).
El que tiene sed es una novela dura pero tristemente real. Es una invitación a emprender un viaje en busca del sentido de la vida cuando se ha tocado fondo. Su lectura exige, sin embargo, un lector comprometido dispuesto a transitar por un paisaje delirante y alucinatorio y salir indemne.

miércoles, noviembre 20, 2013

Ghostman, Roger Hobbs

Trad. Marc Viaplana Canudas. Mondadori, Barcelona, 2013. 336 pp. 18 €

Julián Díez

La extensión de la novela negra nos ha llevado a una progresiva especialización en la que encontramos detectives con todo tipo de aficiones, personalidades o taras físicas, delincuentes de crueldad o refinamiento extremos y personajes colaterales que consiguen tomar protagonismo ofreciendo un punto de vista diferente de una trama criminal. El personaje sin nombre propuesto por Roger Hobbs en está novela de debut pertenece a esta última categoría.
Como indica el título —que fácilmente podría haberse traducido como "fantasma", simplemente—, es un ghostman: un tipo que no deja ningún rastro. Lleva a cabo atracos a gran escala, de los de escenarios exóticos y alta tecnología fardona, y desaparece como llegó. Ni siquiera presume de riqueza o la disfruta con nadie; a veces uno piensa que, total, para andar así igual le valdría más la pena ser funcionario de correos, aunque Hobbs consigue dar una explicación válida a su continuidad en este oficio. Además en esta novela comienza su labor en lo que parece que será el denominador común de la serie de novelas que nace aquí: se encarga de apañar operaciones que salieron mal, usando sus propios conocimientos exhaustivos del negocio.
Su labor es similar a la de un fixer, ese profesional que conocimos por primera vez con el Señor Lobo de Pulp Fiction y que aparece desde entonces por doquier en la ficción criminal americana; el último ejemplo es Ray Donovan, protagonista de una serie televisiva homónima que ha pasado menos advertida en su primera temporada de lo que merecería su calidad. El fixer es el tipo que lava los trapos sucios de los famosos o criminales, que deja todo más o menos apañado para cuando llega la policía. El protagonista de Ghostman recibe el encargo de evitar que las consecuencias de un chapucero golpe a un furgón blindado en un casino de Atlantic City lleguen hasta su responsable, el “maquinador”. Y que, de paso, el dinero robado, que lleva explosivos con tinta que se activan al cabo de 48 horas del atraco, sirva para implicar a un narcotraficante local.
Dado su carácter de obvia presentación de un escenario y unos personajes que desarrollará en el futuro, Ghostman va dejando miguitas de pan para ir construyendo esa misteriosa personalidad de su protagonista. Conoceremos un golpe fracasado del pasado en el que estaban implicados su mentora y el maquinador que ahora vuelve a contratar sus servicios. Aparecerá una agente del FBI brillante y pertinaz con la que a buen seguro mantendrá duelos en el futuro. También sabremos algunas cosas del propio fantasma: le gusta traducir clásicos latinos para relajarse, su madre murió por una sobredosis de heroína y el mismo es claramente un adicto. A la adrenalina, concretamente: a la sensación de poder y triunfo que le proporcionan sus éxitos criminales, y que justifica que siga en activo pese al dinero ganado o a la falta de posibilidades de un futuro con esa tensión nerviosa continua.
Lo que más llama la atención a la postre en Ghostman, más que la intriga en sí, es la descripción de un mundo criminal tremendamente sofisticado en todos los sentidos —desde sofisticación tecnológica hasta sofisticación en la extrema crueldad de los implicados—, que Hobbs consigue presentar como más o menos verosímil. La sensación de secretismo, de universo siniestro que se desarrolla en paralelo al nuestro que consigue la novela me recuerda mucho a las truculentísimas novelas de la serie Burke, de Andrew Vachss, a las que en algún momento supera tanto en paranoia como en crudeza.
Ghostman es una lectura dinámica e inquietante, que anuncia la llegada al género de un nuevo nombre prometedor. Esperemos que Hobbs sepa controlar su tendencia al jamesbondismo —cinematográfico— con ciertas exageraciones que sacan del relato al lector, porque las cualidades mostradas en esta novela de presentación prometen muchas historias absorbentes.

martes, noviembre 19, 2013

Figuras de la historia, Jacques Rancière

Trad. Cecilia González. Eterna Cadencia, Madrid, 2013. 88 pp. 19,30 €

José Luis Gómez Toré

Ninguna aproximación al pensamiento estético contemporáneo estaría completo sin mencionar a Jacques Rancière, cuyas reflexiones políticas resultan asimismo difícilmente prescindibles. Es más, es en la confluencia de ambas preocupaciones donde tal vez pueda encontrarse su aportación más decisiva, especialmente para quienes no quieren renunciar al potencial crítico del arte y al mismo tiempo desean rehuir posiciones simplistas o falsamente reconciliadoras. El pensador francés se muestra así heredero, aunque un heredero ciertamente díscolo y bastante heterodoxo, de una larga tradición que arranca al menos del Romanticismo y de la reflexión kantiana (prolongada por Schiller) y que encontró una brillante prolongación en el siglo XX en filósofos como Adorno, Benjamin o Marcuse.
El presente volumen recoge dos breves ensayos, en los que Rancière explora, a través del cine y de las artes plásticas, los vínculos entre imagen, palabra e historia, lo que no es sino otro modo de seguir indagando entre la relación ya mencionada entre la mirada artística y el espacio de lo político. En este sentido Rancière se revela una vez más como un pensador incómodo (y por ello mismo necesario). Replantear el concepto de representación (de larga tradición en el pensamiento estético, ya desde la mimesis aristotélica) acaba llevando también a cambiar el ángulo de visión sobre lo histórico, lejos de las tesis posmodernas del fin de la historia pero también de la escatología secularizada al modo hegeliano.
El cine, documental y de ficción, así como la práctica y la poética de autores como Flaubert llevan a Rancière a preguntarse por el llamativo nexo que surge entre el arte y lo insignificante, lo que supone poner en primer plano el papel del arte como dador de sentido (al tiempo que como elemento perturbador, que pone en tela de juicio los significados heredados). De ahí que lo insignificante se plantee, en un brillante juego dialéctico, como una categoría central tanto estética como política. Lo irrelevante para los grandes relatos reclama su centralidad, cuestionando así el reparto tanto de lo material como de lo simbólico, la separación entre quienes tienen derecho a preguntar y quienes solo pueden responder, porque se les niega la voz en el ágora y la existencia como sujetos de la historia. El arte es también, pese a los reiterados intentos de levantar su acta de defunción, un ámbito privilegiado para releer las imágenes, para invertir las relaciones entre fondo y figura. De ahí que, dando la vuelta a la célebre y tan mal comprendida afirmación de Adorno, afirme: «después de Auschwitz, para mostrar Auschwitz solo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el dar a ver algo invisible […], porque es, entonces, lo único capaz de volver sensible lo inhumano».

lunes, noviembre 18, 2013

El tren cero, Yuri Buida

Trad. Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira. Automática Editorial, Madrid, 2013. 120 pp. 14 €

Daniel López García

En 1924 Victor Kempeler realizó una defensa de la poesía y la literatura como conceptos universales, expresiones del sentimiento de la vida: de la alegría y el dolor, de la esperanza y el temor, de la resignación y el sentimiento religioso, y del amor y el odio; en definitiva, una celebración de la literatura como la voz del conjunto de la humanidad. De este perspectiva, se desprendía una intención de entender la literatura como un bien común del conjunto de los seres humanos, con capacidad para manifestarse en cualquier lugar y época, trascendiendo localismos y peculiaridades, y planteando interconexiones entre los diferentes textos que apuntan hacia lo esencial de la existencia y el devenir de las personas. En el año 2011, Harold Bloom en Anatomía de la influencia, libro que constituye la culminación del pensamiento sobre la creación literaria del profesor de Yale, plantea que tan profundo es el malestar humano que ningún escritor puede abarcarlo en solitario. De ahí que la historia de la literatura y el estudio de sus textos no hagan más que poner de manifiesto las leyes que rigen los vínculos entre unas obras y otras, la imposibilidad de entenderlas como entidades aisladas, la superación de las particularidades asociadas a un contexto y, por último, la manifestación de una esencia más profunda que las contiene a todas.
En septiembre de este año, Automática Editorial ha publicado El tren cero, obra del escritor ruso Yuri Buida. La edición de esta novela corta viene acompañada de un ensayo ex profeso a modo de epílogo escrito por José María Muñoz Rovira. Este esbozo, si bien analiza en algún punto la relación de la novela con el contexto histórico que la enmarca, se caracteriza fundamentalmente por una visión que ensalza las diferentes conexiones de la obra de Buida con otras de la literatura universal, poniendo énfasis en sus temas y motivos principales: el errático devenir de la vida, las dificultades de las personas para desarrollar su autonomía, el sentimiento de soledad del individuo frente a la fugacidad de la vida y la dificultad para lidiar con los estrechos márgenes de una existencia que no da cabida a la expresión de los deseos. La historia del tren cero narra la vida de un grupo de personas que en algún momento durante el régimen estalinista es enviado a vivir a un lugar con la misión de cuidar del mantenimiento de una estación de tren, con el único fin de constatar el paso de ese convoy que transitará las mismas vías todos los días, a una hora exacta «cien vagones de puertas tapadas y precintadas, dos locomotoras delante y dos detrás, ¡chu, chu, u, u, u! Cien vagones. Destino desconocido. Procedencia oculta. Punto en boca. Vosotros a lo vuestro: que los carriles estén en perfecto estado». El paso del tren cero organizará la vida de estos personajes de forma severa, sin márgenes ni grietas por los que escapar hacia otros derroteros. Su existencia estará marcada por la ausencia del desarrollo de su individualidad y la insatisfacción de sus necesidades, su autonomía y sus deseos, convirtiéndose su historia en una parábola de la opresión del régimen en el que viven.
Pero un análisis más profundo es el que nos lleva a conectar este libro con otras obras literarias en la búsqueda de los síntomas de ese malestar humano como rasgo universal literario. Por un lado, una que contempla el propio Muñoz Rovira en el epílogo, Wakefield, cuento de Nathaniel Hawthorne publicado en 1942. En este relato, a modo de moraleja, Hawthorne plantea que, a pesar de la aparente confusión de nuestro mundo las personas están pulcramente adaptadas a un sistema, y a su vez los sistemas se hayan engarzados entre sí, de forma que sí una persona se expone al riesgo de ausentarse de él por un momento, corre el peligro de perder su puesto para siempre. El personaje central de El tren cero, Ivan Ardaiev, ejemplifica la imbricación al mundo a través del tren y su oficio. Este hecho refleja la creencia del personaje en su cometido hasta tal punto que se convierte en dilación del sistema en el que está inserto, a pesar de la adversidad del espacio y la burocracia asfixiante. De alguna forma, el relato del régimen da sentido a la existencia de este personaje, su posición en el mundo y su relación con la patria, convirtiéndose en una ficción necesaria para responder al calamitoso contexto que habita. «El hombre es como una planta, arraiga en cualquier sitio», explicitará Ivan, que tan solo necesita la mediación de ese discurso organizador de su existencia para sobrevivirla.
Desde la perspectiva del lector que escribe esta reseña, la obra de Yuri Buida muestra tanto en la estructura como en el contenido conexiones con la obra de Gabriel García Márquez Cien años de soledad. Al igual que en la obra del colombiano, la historia de El tren cero conecta con la fundación y desaparición de un espacio concreto, la novena estación, que marca el acto de creación literaria. Este espacio, un lugar en ninguna parte por donde solo pasa el mismo tren diario y puntual, se enfrenta con los deseos de los personajes cuyo resultado provoca su insatisfacción vital a través de la ausencia de la maternidad, la imposibilidad de amar o la carencia de conocimiento del mundo en el que viven. Del enfrentamiento entre el espacio y los deseos de estos personajes emerge el aislamiento y la soledad como forma de hacer frente a su desavenencia, sin más posesiones que la sangre que los mantiene vivos y la memoria que alimenta sus nostalgias.
Por tanto, del diálogo que establece El tren cero con otras obras se obtiene un esqueleto común, nervio y contenido de la narración, que nos muestra la capacidad de obstinación del ser humano, la soledad como expresión de la frustración de nuestros deseos o la necesidad de relatos que den sentido a nuestra existencia como muestras de ese profundo malestar que habita en el conjunto de la humanidad.

viernes, noviembre 15, 2013

Sorgo rojo, Mo Yan

Trad. Ana Poljak. El Aleph, Barcelona, 2012. 520 pp. 20,95 €

Verónica Aranda

El Premio Nobel de literatura 2012, Mo Yan, es uno de los autores más prohibidos y pirateados de la China actual. Sorgo rojo —publicada en 1987—, que se hizo popular gracias a la adaptación cinematográfica del aclamado director chino Zhang Yimou, es quizá su novela más representativa. Encuadrada dentro de la llamada “Literatura de las raíces” y ambientada en la China rural de los años 20 y 30, en la provincia de Shangdong, nos cuenta la historia de una familia a lo largo de varias generaciones. La joven Jiu’er es obligada por su padre a casarse con un leproso que posee una próspera destilería de sorgo. Se enamora de Yu Zhan’ao, un porteador, y ambos se rebelan contra el destino que les han impuesto.
La novela arranca en los años 30 con la guerra chino-japonesa, en la que luchan el abuelo —el comandante Yu Zhan’ao— y el padre del narrador. Maneja dos planos: los grandes acontecimientos de la memoria colectiva y los acontecimientos privados de la saga familiar, en una China legendaria donde aún impera el feudalismo y en las aldeas reinan los señores de la guerra y los bandidos. Gran parte de la narración la ocupa el conflicto bélico, donde se plantea una doble tragedia: la invasión japonesa de China y los desencuentros de los propios chinos, enfrentados entre sí. Se describen sucesos terribles como la quema de la aldea por parte de las tropas japonesas, castigos como el desollamiento, traiciones, violación, muertes violentas… La barbarie del ser humano no tiene límites y conduce a la devastación y la muerte en masa de civiles. Mo Yan plasma esta realidad sin tapujos y no faltan pasajes de una desgarrada crueldad. El hombre se va animalizando y acaba comiendo carne de perro salvaje para pasar el crudo invierno.
Cabe resaltar la técnica magistral del Nobel chino, que narra la historia a través de continuos saltos temporales y cambios de puntos de vista. Hay incluso escenas claves repetidas desde una voz diferente. Las descripciones del paisaje natural y de los personajes están impregnadas de un intenso lirismo donde abundan las sinestesias que despiertan los sentidos. Encontramos pasajes muy cinematográficos, como la escena del cortejo nupcial, en la que contemplamos la realidad a través de la cortina del palanquín de la novia. Llama la atención que el protagonista absoluto de la novela y su hilo conductor sea el sorgo, un cereal fundamental en la vida rural china. Servía de alimento e ingrediente para un vino fuerte y está vinculado a la identidad y al pasado, siendo el símbolo del espíritu tradicional de Gaomi Noreste. En un campo de sorgo rojo se funden los protagonistas y engendran al padre del narrador. En tiempos de guerra el sorgo es testigo de las luchas cruentas, sirve como trinchera y sus tallos se aplican sobre las heridas o sobre el cadáver de Jiu’er, que cae en el campo de batalla, convirtiéndose en una de las heroínas de la guerra sino-japonesa.
«El miedo es lo único que borra la idea de libertad», afirma el autor. Y Sorgo rojo, al fin y al cabo, es una especie de parábola sobre la valentía, o la forma de encontrarla en un escenario donde reinan el miedo y la destrucción. Sus personajes aspiran a liberarse de las tradiciones ancestrales y del sistema de castas.
Puede parecer contradictorio que Mo Yan, pseudónimo que significa “no hables”, escriba una novela tan extensa, plagada de pequeños detalles y tramas. Pero el autor tiene un mensaje claro que lanzar: la búsqueda de las raíces y la identidad. Es necesario volver a la tierra y aprender de la lucha de los antepasados, supervivientes en un mundo hostil. Una novela que deja una profunda huella en el lector.

jueves, noviembre 14, 2013

Tierra, David Vann

Trad. Luis Murillo Fort. Mondadori, Barcelona, 2013. 256 pp. 21,90 €

Ariadna G. García

David Vann se dio a conocer en 2008 con su novela corta Sukkwan Island (Alfabia, 2010). El libro le granjeó enseguida fama mundial. La localización espacial violenta (una isla de Alaska), la trama inquietante (un padre autoritario y su hijo adolescente, dotados de un equipo de supervivencia y de alimento para varios meses, se marchan a vivir –y a conocerse– a un paraje inhóspito, amenazador y deshabitado), así como el imprevisto giro argumental a mitad de la narración sedujeron por igual a lectores y críticos. La segunda novela de Vann, Caribou Island (Mondadori, 2012), recibió magníficos elogios. Tras aquella “obra maestra” (en palabras de José María Guelbenzu, El País), el autor alaskeño publica ahora Tierra, libro alejado del paraje insular, solitario, y de la naturaleza amenazante; pero no del gran tema sobre el que habla en todos sus escritos: las (problemáticas) relaciones familiares.
Si la familia supone un refugio para todos sus miembros; si en ella los niños y los jóvenes encuentran sus primeros modelos de conducta, su referencia vital, una manera de comprender el mundo, de habitarlo; David Vann contradice esa teoría y enfrenta en sus novelas a dos generaciones. Padres e hijos están condenados a no entenderse nunca. En Sukkwan Island, Vann revisa las relaciones entre un padre y su hijo; en Tierra toca el turno a las establecidas entre un hijo y su madre. Ninguna sale bien.
California. Verano. Galen en su muchacho de 22 años que sueña con estudiar y marcharse de casa. Quiere tomar posesión de su existencia, aunque lo cierto es que no se esfuerza mucho para lograrlo. Se limita a leer, a masturbarse y a sentir con cada poro del cuerpo los mensajes secretos de la naturaleza. Busca la perfección personal por medio de la meditación. Vive aún dentro de la cálida placenta de su madre, sin responsabilidades ni obligaciones. Pero dentro de ambos late un resentimiento peligroso. Los dos ocultan miedos e inseguridades. David Vann los coloca en el límite de su capacidad de resistencia, de aguante, para ofrecernos una visión distorsionada de una –supuesta– acomodada y feliz familia burguesa. Una excursión al campo, con la tía, la prima y la abuela, desatará una tormenta de rencores que acabará con todo. El contraste entre los recuerdos de infancia de la madre de Galen y de su hermana (idílico en un caso e infernal en el otro, justificado por la diferencia de edad), tendrá consecuencias nefastas para sus descendientes. Ninguna de las dos, en el fondo, ha logrado superar (de manera inconsciente o consciente, según el caso) una niñez violenta. Ese trauma explica un presente marcado por el control excesivo de los hijos, por la negación de su independencia y por la venganza de su padre violento a través de ellos.
Libro desasosegante por el contenido y a veces algo aburrido por las morosas descripciones, Tierra es la versión negra, freudiana y trágica del Siddhartha de Hermann Hesse.

miércoles, noviembre 13, 2013

Muss / El gran imbécil, Curzio Malaparte

Trad. Juan Ramón Azaola. Sexto Piso, Madrid, 2013. 150 pp. 17 €

José Morella

El fascismo fue un fenómeno complejo. Tiene que que ver con algo —lo sepamos o no, cristalice o no— que vive en nosotros: un vértigo ante la idea de descontrol, una tendencia a las soluciónes expeditivas. Muchísimas personas apostaron por él sin estar seguras. Empujadas por miedos, por elementos irracionales. Esto tiene un nombre: disonancia cognitiva. A mí me pasa con la okupación. Creo del todo en su valor y su legitimidad, pero nunca viviría de okupa. No me pregunten por qué. Si supiera —racionalmente— por qué, ya no se trataría de una disonancia cognitiva. La disonancia de Malaparte consistía en que, disfrutando de una curiosidad y un discernimiento crítico gigantes, le dio por formar parte de un movimiento donde el espacio para esas cosas era inexistente. Fue escupido por el fascismo como un hueso de oliva.
De él se ha dicho de todo. El parlamentarismo no le hacía ninguna gracia: veía en la democracia un montón de ideas blandas que interpretaba más como escapismo dialéctico que como respuesta a las necesidades reales del pueblo. Admiraba por igual a Mao Tse Tung y a Hitler. Era ambicioso y tal vez oportunista. Pero las cosas son más complicadas que todo esto. Sólo hay que abrir un libro suyo para darse cuenta de que las aseveraciones que acabo de enumerar no le explican bien. Tienen tan poco que ver con su obra como la etiqueta de una botella de tequila tiene que ver con golpe de calor en el pecho al beber el líquido transparente que contiene.
A partir de su encierro forzoso en Lipari, Malaparte se convirtió en un resentido. Ser un resentido lúcido es perfecto para los lectores, porque la lucidez evita los trompicones a los que aboca naturalmente el resentimiento. Malaparte no vivía en torres de marfil, sino en charcas de barro. Al leer estos ensayos poblados de imágenes inolvidables —como la horrorosa pero significativa tradición italiana de comprobar qué mozo mata antes a cabezazos a una gata amarrada a un palo— nos damos cuenta de lo mucho que sufrió y del esfuerzo intelectual que hizo para escribir sobre ello con honestidad. A Mussolini lo deja a la altura del betún, pero aun así hay innegables destellos de admiración por él. Malaparte insinúa todo el tiempo que habría querido que Mussolini no fuera el imbécil que fue. Habría querido quererlo hasta el final, del mismo modo que lo amó su propia madre (la de Malaparte), enamorada del Duce como tantas mujeres italianas. Es muy curioso que tanto Hitler como Mussolini tuvieran tanto éxito con las mujeres. Leído desde aquí, uno no puede dejar de pensar que un Franco mujeriego es inimaginable. Hitler y Mussolini murieron violentamente y junto a sus respectivas amantes. Franco murió de viejo y retozó, que yo sepa, bastante poco. Es curioso relacionar esto con el tema presente en este libro ya desde el título: la imbecilidad. Todos los fascismos europeos la comparten, pero cada una de las imbecilidades tiene su rasgo distintivo. Hannah Arendt nos explicó el tipo de estupidez moral de los nazis en un análisis tan famoso que no hace falta que nos detengamos a recordarlo. Mussolini, si hacemos caso a Malaparte, era un idiota menos complejo, un idiota a las claras, sanguíneo y terrenal, descarado, sin pudor por su propia idiotez. Podemos jugar aquí a pensar cuál sería la imbecilidad específica del franquismo. A mí me da que tiene que ver con la mojigatería católica, con algo que compelía a la gente a vivir menos, a callar, a decantarse siempre por el miedo y nunca por el goce. A usar la beatería como alfombra para tapar las emociones, que eran vistas como algo sucio o indigno, algo a esconder. Un tipo de estupidez emocional, en definitiva. Si aparecía una pasión, se ponía uno rígido y miraba hacia otro lado. Todo esto, por supuesto, son sólo nociones. Nada empírico, nada demostrable. Pura subjetividad. Malaparte es un escritor nocional. Muy bueno, pero nocional. Mitifica, trabaja con estereotipos. Aun así, escribe tan bien que los estereotipos suenan a verdades evidentes. Seguramente porque habla dese el resentimiento y el dolor. Cuando entendemos algo desde el rencor —si es un rencor profundo y verdadero— hay una gran nitidez. Muchos matices, muchos detalles. El rencor es una cosa muy aguda.
La tesis principal del libro es la siguiente: «El fascismo, en esencia, no es sino el conjunto de los defectos de la civilización católica, el último aspecto de la Contrarreforma». Lo peor de los italianos sería, pues, para Malaparte, aquello que el esfuerzo contrarreformista les dejó impregnado. Una doblez en el carácter y en la política. Crueldad. Ansia de poder, cálculo interesado. Cierta mezquindad anticristiana, entendiendo aquí el cristianismo como algo mucho más auténtico y radical que eso en lo que la Contrarreforma lo convierte. El Jesucristo malapartiano tiene tintes casi marxistas. Es un operario de fábrica de unos cuarenta y cinco años, nada idealizado, nada beatífico, conocedor en sus propias entrañas del odio hacia los mercaderes del templo. Mussolini, eso nos lo deja bien claro Malaparte, estaba siempre con los patrones y jamás con los operarios. El vínculo entre fascismo y Contrarreforma, además, apunta otro rasgo de la imbecilidad del Duce: la obsesión por el control y el castigo. Lo inquisitorial. No es casualidad que una de las obras clave de Malaparte, Kaputt, fuera incorporada al Index Librorum Prohibitorum, el índice de lecturas vetadas por la Iglesia.
Sin embargo, Malaparte no puede dejar de sentir compasión por su enemigo. Leyendo los trechos que dedica al ultraje a los cadáveres de Mussolini y de Clara Petazzi, y lo mal que lo pasa al verlo, me acordé de la siniestra reacción en las calles de los Estados Unidos el día en que se anunció la muerte de Bin Laden. Un oscuro deseo de celebración, un gusto por la muerte del enemigo. Este libro que recomendamos hoy ayuda —entre otras cosas— a entender mejor eso de híbrido que hay en nosotros, esa tendencia de la que yo hablaba al principio de la reseña. Eso a lo que sacó tanto provecho la jerarquía eclesiástica —vía Santa Inquisición— en su lucha contra la ola de racionalidad que amenazaba con eliminar sus privilegios. Eso que nos impide comprender.

martes, noviembre 12, 2013

El hombre que mató a Queipo de Llano, José Luis Castro Lombilla

Autores Premiados, Sevilla, 2013. 168 pp. 12 €

Salvador Gutiérrez Solís

José Luis Castro Lombilla, Lombilla a secas, hasta no hace tanto, conocido por su extensa trayectoria en el humor gráfico, donde es uno de los nombres más destacados, ha debutado en la novela con El hombre que mató a Queipo de Llano, Premio Casino de Mieres, y ahora editada y distribuida en las librerías por Autores Premiados, una iniciativa editorial que pretende rescatar del olvido todos aquellos estupendos y valiosos libros que han cosechado premios, algunos destacados, a lo largo y ancho de la geografía española, pero que carecen de lo que podríamos calificar como “circuito comercial”.
Aunque conocía la faceta narrativa de Lombilla, gracias a algunos relatos que han conquistado algunos de los certámenes más prestigiosos del país, no ha sido hasta El hombre que mató a Queipo de Llano cuando he percibido plenamente la dimensión del escritor, del narrador, que puede llegar a ser. En su ópera prima, Lombilla se atreve con una obra realmente complicada, por los diferentes tiempos en los que transcurren las historias y porque estos “tiempos” se nos ofrecen con estilos y voces completamente diferentes al resto, gracias a un depurado y brillante ejercicio de estilo.
Aunque no haría falta destacarlo, me temo que sí es necesario, dado lo que podemos llegar a encontrarnos cuando nos enfrentamos a determinados títulos, El hombre que mató a Queipo de Llano es una obra con una clara intencionalidad literaria. Es decir, y algo que desgraciadamente me empieza a sorprender, es una novela bien escrita, desde un punto de vista literario. Y así encontramos lo que cabe entenderse como “homenajes” a Max Aub o a Wenceslao Fernández Flores, así como a buena parte de la Literatura de la primera mitad del Siglo XX. Aunque, sin lugar a dudas, el mayor y más evidente homenaje que podemos encontrar en esta novela es el que Lombilla le dedica a Los hermanos Marx, resucitándolos y convirtiéndolos en el escuadrón tabernario y peripatético que planean asesinar al sanguinario militar. Porque además de lo anteriormente citado, El hombre que mató a Queipo de Llano es una novela de humor, con todo el riesgo que esta afirmación conlleva. Sí, de humor, y que nadie se asuste, que es un género literario más, muy complicado, por cierto, y que no está al alcance de todos los autores. Sí, insisto, una novela de humor, no de gracietas, gags o chistes, de humor. El humor requiere de talento, ingenio y técnica.
Pero, sobre todo, El hombre que mató a Queipo de Llano es un ejercicio literario, metaliterario, de memoria histórica, de ajustar cuentas con este terrible personaje que tanto poder y dolor acumuló y engendró en la oscura y retorcida Sevilla franquista. Y no puedo concluir este texto sin acordarme de la mosca. Esa mosca, personaje esencial y presencial, que revolotea por los bigotes del general, que borracha aterriza en las sentencias de muerte, que juguetea con los tiempos y que nos ofrece la visión más descarnada del protagonista.
El hombre que mató a Queipo de Llano, de José Luis Castro Lombilla, es una novela que se lee con estupor y terror, que se disfruta y padece al mismo tiempo. Un más que acertado debut literario que nos muestra un escritor al que le auguro un largo recorrido.

lunes, noviembre 11, 2013

La vida simple, Sylvain Tesson

Trad. César Ayra. Alfaguara, Madrid, 2013. 240 pp. 18,50 €

Ariadna G. García

Sylvain Tesson (1972), escritor y aventurero, se prometió a sí mismo “vivir como un ermitaño en el fondo de los bosques” antes de los cuarenta con el propósito de alejarse del mundo y conocerse. Este empeño le llevó a las inmediaciones del lago Baikal, situado en la taiga rusa. Durante seis meses, vivió en la cabaña de un geólogo provisto de comida, una surtida biblioteca de sesenta títulos, material de supervivencia, y una admirable fortaleza interior. A lo largo de ese tiempo, recogió en un diario todo tipo de reflexiones personales, citas y poemas, que constituyen el variado, hondo y entretenido ensayo: La vida simple; Premio Médicis (2011), y finalista de los Renaudot y Femina.
El libro se estructura en seis partes correspondientes, cada una, con los meses de su aislamiento. Comienza en un aeropuerto, símbolo del trajín existencial, de la improvisación y del desarraigo. La vorágine de los desplazamientos impide el desarrollo de la intimidad y la contemplación de la belleza. Todo es efímero. La cabaña rodeada de nieve, sin embargo, se ofrece como un puesto de observación interna y externa. Allí disfrutará con los matices de la luz sobre el hielo, se sentirá integrado en el paisaje, aprenderá a ser humilde, se recogerá y valorará las cosas de modo de diferente. Cuando deje la taiga, los bosques de tilos, las rutas que el deshielo dibuja en las montañas, no será el mismo hombre.
Este ensayo nos deja un sinfín de citas memorables, así como nos invita a un replanteamiento de nuestro estar en el mundo. Su elogio de la vida sencilla, alejada del capitalismo y del consumo, recuerda a los gustos discretos de Luis de León o del capitán Andrés Fernández de Andrada. Sylvain Tesson pone su descanso en los objetos imprescindibles, aquellos que garantizan la supervivencia: una vela, un lápiz, un cuchillo, un hacha, una tetera o una estufa de carbón. No necesita más. Sus necesidades están cubiertas. La taiga, además, le proporciona cuanto necesita. De este modo, no se siente frustrado –como lo está la gente en las ciudades–, sino en paz. La vida se reduce a los pequeños gestos, y el planeta lo agradece. No hay agresión a la naturaleza. La existencia es inicua.
Una de las lecciones del libro –se trata de un ensayo, no se olvide; contiene ideología–, es la posibilidad de implantación de este modelo existencial (respetuoso con el medio ambiente, con los recursos naturales y con la biosfera) en las poblaciones humanas. ¿Cómo? Huyendo hacia los “bosques interiores”, haciendo propio el lema del ermitaño, que consiste en reducir las “ambiciones a las proporciones de lo posible”.
A la mezcla de asuntos filosóficos, ecológicos, literarios y sociales, Sylvain Tesson añade capítulos donde narra sus aventuras y expediciones por la tundra. Estos fragmentos amenizan el libro y describen tanto la imponente naturaleza rusa, como las tribulaciones de sus huéspedes: pescadores, inspectores de instalaciones meteorológicas o guardias forestales; un elenco de hombres y mujeres humildes pero fuertes y hospitalarios.
Pocas concesiones hay en el libro, sin embargo, a la expresión de la intimidad. El alcohol remplaza al lápiz cuando Tesson da muestras de debilidad.
Quien lea La vida simple aprenderá a vivir como el par de perros siberianos que acompaña al autor: exprimiendo el instante, sintiendo la alegría del estar, sin horizontes ni expectativas que anulen el presente, amando lo diverso y lo contrario.
Un libro es peligroso cuando nos abre puertas y las cruzamos. Y este lo es. Disfruten de la obra, y sobre todo, implántenla.

viernes, noviembre 08, 2013

El Leviatán, Joseph Roth

Trad. Miguel Sáenz. Acantilado, Barcelona, 2013. 80 pp. 11 €

Pedro Pujante

Es Joseph Roth (1894-1939) uno de los escritores centroeuropeos más valorados del siglo XX. Su obra, de un estilo sencillo y directo, suele aproximarse al tema de la expulsión de los judíos y a la evocación nostálgica del mundo de los Habsburgo. El Leviatán se publicó póstumamente en 1940. A pesar de que estamos ante una novela corta o relato extenso (no excede las ochenta páginas) se podría considerar El Leviatán de Roth como una pequeña obra de orfebrería, pequeña pieza como las que encontraremos en la narración interior, hechas de coral auténtico y resistentes al tiempo. Y es que la autenticidad es uno de los asuntos que se tratan en esta historia, entre otros.
El argumento de El Leviatán nos transporta a un tranquilo pueblo llamado Progody en el que vive Nissen Piczenik, judío y comerciante de coral muy respetado por su comunidad. Su vida transcurre con sosiego en el comercio de estos animalitos ornamentales que para Piczenik simbolizan lo hermoso y profundo, la pureza y la belleza, en definitiva, su vida. Considera los corales su único mundo y se olvida de todo lo demás. No obstante, la cotidianidad se va lentamente tornando ante los ojos del comerciante Nissen pálida y deslucida. Un sueño obsesivo comienza a florecer en su corazón: viajar al mar para conocer de cerca el universo marino en el que habitan sus preciados corales. Poco a poco su mundo aburrido de vendedor de corales va perdiendo fuerza y el sueño abisal y mágico se intensifica. Emprenderá travesía al mar. A la vuelta un inesperado vendedor de corales artificiales se ha establecido en un pueblo vecino. Y con él la amenaza de perder su hegemonía en el comercio de coral. Pero lo peor no es esa amenaza mercantil sino que este vendedor mefistofélico le tentará con traficar con corales falsos. De este modo Piczenik sucumbirá seducido por el diablo y comenzará a pervertir su honradez y excelencia, en un acto de traición hacia sí mismo y hacia sus corales. En este cuento hay una pasión, un renacer y un viaje al fondo de los deseos. Una fábula en la que encontrará el lector un hombre sencillo, que podría ser cualquiera de nosotros, y que reniega de sus valores. También es Piczenik el perseguidor de sueños que convertirá su vida en una singladura iniciática que le conducirá al fondo insondable de su propia alma. Deseos insatisfechos y cumplidos, traición a uno mismo, nostalgia, honor y miedo a que los sueños nos embarguen. En esta breve novela, transcrita en una prosa natural y sin artificios, sincera y limpia, encontramos una profusa enredadera de emociones y sentimientos que nos hacen reflexionar y contemplar la vida desde otra perspectiva.
Nunca he sido partidario de literaturas moralizantes pero en este el exceso de didactismo no es tal, sino que recibimos de forma indirecta una ‘verdad’ a través del espíritu atribulado y confuso del propio personaje. Tal vez ahí, en la complejidad y contrariedad del alma sencilla de Piczenic esté la grandeza de El Leviatán.

jueves, noviembre 07, 2013

La última tumba, Alexis Ravelo

Edaf, Madrid, 2013. 253 pp. 18 €

Juan Laborda Barceló

Nos encontramos ante la historia de una venganza. Adrián, un joven chapero y drogadicto, es culpable de muchas maldades, pero no del acto por el que le condenan a veinte años de reclusión. Su pareja, más o menos estable, aparece cosida a puñaladas en la casa que ambos compartían cuando no estaban a la gresca. A él le cae el marrón. Que veinte años no son nada no deja de ser un tango sin sentido, pues la estancia en prisión convierte a Adrián en otra persona. Quizá en esencia la misma, pero sabiendo cubrirse cuando no puede ganar una pelea, pausado, reflexivo, formado, leído y con muy mala hostia.
Una venganza que se prevé puntual pero salvaje, va dejando paso a unas pesquisas en las que Adrián busca las razones, los motivos últimos, de la muerte de Diego, su pareja. Sus actos son violentos, el sexo salvaje y las actitudes contradictorias, como si su conciencia no se hubiera empañado con la tibieza general que adormece a la sociedad. Sus decisiones en el exterior parecen seguir inscritas en el brutal código carcelario. Lo cual es lógico tras una vida encerrado. El resultado es un hombre llevado al extremo de la venganza, pero cauto y paciente, que va ejecutando unos pasos cuyas consecuencias emocionales y vitales no son nunca las deseadas.
El conflicto interno del hombre sometido a sus propios miedos está muy presente, pues en Adrián conviven a la par el castigador y el sociable, cuyos intereses se oponen.
Una de las riquezas de la novela reside en las magníficas reflexiones que el protagonista deja en una libreta. Todo el texto está en primera persona, pues este ex convicto escribe sus cuitas negro sobre blanco. Así, el autor pone en boca de su personaje un discurso ajustado a su realidad, pero muy crítico en lo político y lo social. Mientras desgrana su venganza entre los bajos y los altos fondos canarios, va dejando perlas sobre la realidad económica, la transformación que ha vivido la ciudad, la historia reciente de este país y su propia evolución personal.
En esta trama negrísima, que fue merecedora del premio Getafe Negro 2013, nadie es inocente y nada es lo que parece. Si quieren descubrir cuál es la senda que traza Adrián tendrán que empezar a leerla, ya no la soltarán hasta el final.

miércoles, noviembre 06, 2013

La saga de los Rius: Mariona Rebull y el viudo Rius, Ignacio Agustí

Barcelona, Destino, 2013. 608 pp. 21,90 €

Pedro M. Domene

La editorial barcelonesa Destino reúne en un solo volumen las dos primeras entregas de la saga: Marina Rebull, publicada originariamente en junio de 1944, escrita en Suiza, mientras su autor ejercía de corresponsal de La Vanguardia, que pretendía ser un homenaje a la ciudad y a quienes la defendieron, además de convertirse en un retrato de la sociedad burguesa catalana, protagonizada por las familias Rius y Rebull en la Barcelona de la transición del XIX a los duros acontecimientos del XX, una gran urbe sometida a la tiranía de las bombas y la presión trabajadora y anarquista. La novela se convirtió pronto en un bestseller de la época y en junio de 1945 aparecía su continuación, El viudo Rius, que de alguna manera completa la visión que Agustí quería ofrecer de una ciudad condal que al rumor de los telares se añadiera el fragor huelguístico y la lucha marxista-anarquista. Al protagonista, Joaquín Rius, le queda el recuerdo trágico de la esposa muerta y el valor de sacar adelante a su hijo Desiderio.
En ambos libros, el tejido humano y el enredo amoroso, deja paso a la crónica político-social de una ciudad como Barcelona que, sin duda, pretendía mostrar Agustí por encima de sus capacidades como narrador, sobre todo si uno no lee como una continuación El viudo Rius, aunque recuerde la intensidad pasional de la primera entrega y de su protagonista Mariona; pero, una vez desaparecida, la remembranza de la Semana Trágica, las luchas callejeras, los atentados terroristas, incluso una acuciante crisis económica y productiva, adquieren protagonismo frente al dolor del viudo Rius y su empeño por sacar adelante a su hijo. Así que esta novela resulta más fría, meticulosa en sus mínimos detalles y, sin duda, escrupulosamente objetiva, si cotejáramos su contenido con algún documento histórico de época. Aunque nunca debe perderse la perspectiva de que se trata de una novela, y además un relato dotado con alguna que otra aventura que bien puede medirse con el más absoluto canon naturalista que debía conocer bien Agustí, porque entre otras características insufla a la trama una visión colectiva y ciudadana que es lo que, realmente, parece importarle al autor, sobre todo porque elige unos tipos representativos, a cuya cabeza estará el viudo, y sistematiza la narración trazando un cuadro social, político y económico de una ciudad en un período de excepcional fermentación y progreso.
Como señala el editor de estas dos novelas, Sergi Doria, los vaivenes editoriales y el experimentalismo de los sesenta, además de ciertos prejuicios ideológicos de una cultura decadente envuelta en la telaraña de un marcado régimen franquista, pronto olvidaron las cenizas de un escritor, tan realista como naturalista, que hizo de su pentalogía, La ceniza fue árbol, el proyecto de su vida cuando llegó a afirmar que, «llegará un tiempo en que la única manera de apercibir la parábola total de los hombres y de los sucesos será probablemente enfrascarse en la gran lectura otra vez, que nos dé el paso del tiempo y de los hombres, las causas de su historia y de su función vital a través del sencillo y heroico mecanismo de la oración gramatical con todas sus consecuencias: sujeto, verbo y complemento».
Sin embargo, cuando uno cierra las páginas de este voluminoso libro, oye el collar de perlas de Mariona Rebull que se rompió en mil cuentas aquella fatídica noche del 7 de noviembre de 1893, y fue una de las víctimas de la bomba que el anarquista Santiago Salvador arrojó entre las filas 13 y 14 del Liceo, mientras la soprano Virginia Dameri finalizaba el segundo acto de Guillermo Tell, y la gente entusiasmada aplaudía efusivamente.

martes, noviembre 05, 2013

Extremoduro. De Profundis, Javier Menéndez Flores

Grijalbo, Barcelona, 2013. 271 pp. 29,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

Extremoduro ha logrado ser uno de esos grupos atípicos, por muy diferentes motivos, fronterizos, que han conseguido aunar a multitud de “públicos” —de inquietudes variopintas—. Buena parte de los seguidores de los Rosendo, Barricada o Barón Rojo cayeron en las redes de los extremeños, pero es que algo parecido sucedió con los seguidores de Camarón de la Isla, Triana y demás experimentos relacionados con el flamenco, y hasta los modernos más modernos cayeron rendidos a sus pies. Como unos Guns and Roses españoles, todos encontramos un motivo para que nos gustaran Extremoduro.
Javier Menéndez ha logrado lo que han intentado muchos periodistas en este país: charlar largo y tendido con Iñaki Antón y, sobre todo, con Robe Iniesta, auténtica e indiscutible alma de la banda. No es un mérito menor, ya que durante años Extremoduro ha vivido de espaldas a los focos, entregados a la constelación de leyendas y rumores que sobre ellos han circulado. Porque a Extremoduro, desde sus inicios, se le han adjudicado todas las leyendas prototípicas del rock. En Extremoduro. De Profundis encontramos una biografía, a ratos casi autobiografía, muy detallada de la banda, un análisis exhaustivo de las letras siempre sugerentes, tan poéticas como transgresoras, de Robe Iniesta y un sinfín de anécdotas, reflexiones, recuerdos. Menéndez rastrea en las creaciones de Iniesta para ilustrarnos sobre el posicionamiento de éste sobre infinidad de asuntos. Sin embargo, dentro de tanta concreción y exactitud, echo en falta una simple cronología temporal de la banda, ya que en algunos momentos es difícil situar en el tiempo la acción que se nos está narrando.
Por otro lado, debemos tener en cuenta que Extremoduro. De Profundis es una “historia autorizada” —por la propia banda—. Es decir, Javier Menéndez ha tenido acceso directo a Extremoduro, a Iniesta y Antón, lo que le ha proporcionado un material inaccesible hasta el momento para la mayoría, aunque tal vez esta autopista de información ha contado con su correspondiente peaje, ya que en el libro se pasa de puntillas, tal vez considerándolos como parte de la privacidad, sobre determinados asuntos, esos asuntos, que siempre han acompañado al grupo extremeño a lo largo de su trayectoria, y que no han dejado de ser una constante en las letras de Iniesta.
En este sentido, esta “historia autorizada” de Extremoduro es un libro para incondicionales del grupo, para fans con denominación de origen, que disfrutarán de lo lindo con las reflexiones de Iniesta, con una amplia y cuidada selección fotográfica y con la recopilación de materiales e historias, reproducción de cárteles y entradas de todas sus épocas, así como una inmersión en sus orígenes, influencias y demás. Una revisión en profundidad de una de las bandas más importantes en la historia del rock en español.

lunes, noviembre 04, 2013

La orientación de las hormigas, Cristian Alcaraz

Renacimiento, Sevilla, 2013. 72 pp. 8 €

Ariadna G. García

Hace cuatro años, el jurado del II Premio de Poesía Pablo García Baena –entre quienes me encontraba– otorgamos por unanimidad el galardón al libro Turismo de interior, firmado por un joven autor de 18 años: Cristian Alcaraz. Este primer libro se caracteriza por su tono sincero, por su lenguaje cercano, por la incorporación de la cultura popular, por su estética próxima al realismo sucio y por su ironía. La obra gira en torno al erotismo. El sujeto lírico del texto se construye y se afirma en su sexualidad. El desfile de parejas, de encuentros con anónimos en baños, de ligues virtuales a través de la realidad 2.0, de esperanzas y de frustraciones, modelan a un sujeto que se busca a sí mismo por medio de los otros. La irrupción de Turismo de interior en el panorama poético lo dotó de frescura y de actualidad.
La orientación de las hormigas (Premio Andalucía Joven 2013) se aparta de ese mundo sórdido y del uso de las nuevas tecnologías para ofrecernos un poemario mucho más simbólico, reposado e introspectivo. Un paso al frente. Cristian Alcaraz deja de lado la pirotecnia de la escenografía para ahondar en el contenido y en la expresión de los sentimientos.
El sujeto que enuncia se instala ahora en la incertidumbre existencial. Duda del valor de la experiencia, ignora cómo alcanzar sus sueños, se cuestiona la vida y el lenguaje (¿podemos representarnos cabalmente por medio de palabras?), desconoce quién es. El poeta connota la desazón, la angustia y la soledad con imágenes violentas o escatológicas. El mundo se derrumba y descompone lo mismo que se extingue una certeza. Nihilista a ratos («He perdido la voluntad de sobrevivir» p. 36), La orientación de las hormigas nos muestra la decadencia de un individuo, y por extensión, del conjunto de los seres humanos. Son los tiempos que corren. Es hijo de su época; y nieto del binomio Buñuel/Kafka. Las hormigas del título parecen aludir a las del corto Un perro andaluz, que pregonan la muerte del sujeto, el deterioro de la civilización, el fin de un estilo de vida. A su vez, el hombre se transforma y no se reconoce en el espejo. Como Gregorio Samsa, se animaliza: «Soy la hormiga que lleva sobre sus hombros/ las vísceras de los que han caído» (p. 20). Podemos interpretar esta imagen como un símbolo de esa parte de nuestra sociedad que se alimenta del dolor ajeno, que se nutre de la desgracia para fortalecerse y subsistir.
Cristian Alcaraz, de apenas 22 años, va construyendo sin prisa una obra cada vez más sólida, depurada y universal. Sin duda, es uno de los poetas destacados de la nueva generación lírica. Habrá que estar atentos a sus próximos libros. La espera promete.

viernes, noviembre 01, 2013

14, Jean Echenoz

Trad. Javier Albiñana. Anagrama, Barcelona, 2013. 98 pp. 12,90 €

Ignacio Sanz

Me gusta Echenoz. Sus novelas suelen ser cortas pero intensas. Nada del bálago que nos meten los escritores superventas actuales. Tantos culebrones de tropecientas páginas aupados al primer puesto de ventas es un indicio de cómo se van estragando los gustos. Guardo un recuerdo vivísimo de los tormentos que pasó Zátopek, el gran corredor checo del que hasta entonces no tenía idea de su existencia y cuya biografía retrata de manera magistral en Correr. Si no recuerdo mal aquella novela no sobrepasaba las 150 páginas. Cuánta contención y cuánta eficacia narrativa.
14, el título, alude a la guerra de 1914, a la gran guerra o la Primera Guerra Mundial. Estamos en una tranquila región francesa orientada al Atlántico, lejos de París, en un día hermoso de verano propio para dar un paseo en bicicleta y, de pronto, tocan a rebato y los jóvenes comienzan a ser reclutados. Nada, en principio no va a durar nada, en unos días todos estarán de vuelta, se dicen unos a otros. Echenoz fija su mirada en cuatro amigos de la Vendrée, un pueblecito próspero y tranquilo. En quince capítulos magistrales, sobrios y contenidos, pasa de la placidez a la tragedia. Porque la guerra avanza y se prolonga un año y otro año en medio del tedio general; los soldados conocen el frío y el hambre mientras el enemigo experimenta con nuevas máquinas de matar. Y asistimos a mutilaciones y a muertes, pero no tanto del conjunto de los ejércitos, que también, sino del pequeño grupo al que Echenoz sigue los pasos de cerca. De cuando en cuando echa una mirada sobre el pueblo, sobre lo que allí sucede, sobre el vacío que han dejado los jóvenes. Y la narración avanza sin aspavientos ni brusquedades. Y la guerra no para. Y el desconcierto se apodera de alguno de los protagonistas. Pero sin salidas de tono, sin proclamas, sin manotazos en la mesa. Qué maravilla. Así, poco a poco, nos va envolviendo como ese abuelo sabio que tiene la clave de la narración pero no suelta cuerda y se recrea en la palabra, con ironía a veces, con elegancia siempre.
Se lee en un suspiro. En mi caso salí a dar un paseo el domingo por la tarde, me tumbé en un jardín, bajo la sombra plácida de un abeto gigante en una plazuela de mi ciudad y cuando me quise dar cuenta ya estaba en París, en la habitación de un hotel de barrio que es donde acaba la novela gozosa y melancólicamente, si cabe juntar dos adjetivos contrapuestos. Me supo a tan poco que al llegar a casa, la tarde vencida, comencé a leerla de nuevo para tratar de apropiarme de ese no sé qué que se queda balbuciendo.