sábado, junio 29, 2013

El libro de la selva, Rudyard Kipling

Trad. y notas Gabriela Bustelo. Ilust. Gabriel Pacheco. Sexto Piso, Barcelona, 2013. 240 pp. 25 €

Pedro M. Domene

La fábula del niño Mowgli, el oso Baloo, la pantera Bagheera y el sempiterno y malvado tigre de bengala Shere Khan, se han convertido con el paso de los años en los mitos literarios que, generación tras generación, despiertan una y otra vez la admiración de niños, adolescentes y adultos, cuando se realizan adaptaciones del propio libro, series de televisión o a la gran pantalla, o incluso cuando se intenta editar el relato como Rudyard Kipling lo concibió en 1894, un texto que apareció con grabados de su padre, John Lockwood Kipling, profesor en la Escuela de Arte, de Bombay, donde nacería el futuro escritor en 1865.
El tema de aventuras en la selva, si lo consideramos literariamente hablando, despierta grandes amores, o el escepticismo más absoluto, como ocurre con las historias de Mowgli, el niño-lobo, ambientadas en la selva de Seonee. El autor narra de una manera muy poco cientifista, y casi se postula como una caricatura de esa ciencia porque hace un alarde excesivo de ese conocimiento del medio que supone la selva y el medio indio e incluye las peripecias de un humano criado entre animales. El niño es acogido por una manada de lobos en “Los hermanos de Mowgli”, secuestrado por unos monos en “La caza de Kaa” y adoptado por una pareja de campesinos en “¡Tigre! ¡Tigre!”, como se cuenta en los tres primeros cuentos del volumen.
Cabría suponer que Kipling se encontraba más influenciado por las leyendas populares que escuchó en su infancia, así como por su propia imaginación, que por las verdades de la biología. De esta manera, Mowgli es recogido por Raksha (Madre Loba) y su familia de lobos, después de haberse librado de las garras del temido tigre Shere Khan. Con su nueva familia y con amigos como la pantera Bagheera o el oso pardo Baloo, el niño crecerá aprendiendo de los animales valores como la amistad, la ley o el trabajo en equipo.
En El libro de la selva, pese a estar articulado mediante cuentos independientes, los relatos que lo componen siguen un orden cronológico y forman parte de una misma historia. El británico Rudyard Kipling (Bombay, 1865 - Londres, 1936) también lo tituló en su momento El libro de las tierras virgenes, donde hace todo un despliegue de conocimientos sobre la selva y los animales que en ella viven. Hay quienes pese a ello, ven en esta historia cierto antropocentrismo manifiesto, atribuyendo a los animales rasgos negativos como la venganza (Shere Khan), o positivos como el raciocinio, los sentimientos o la amistad, de Baloo o Bagherera. Por otro lado, aquello que separa a Mowgli de los animales se hará cada vez más latente conforme vaya creciendo, por lo que es apartado de su comunidad y obligado a volver con su madre humana. Y así lo hará, tras acabar con Shere Khan definitivamente. Mowgli y su madre se trasladan a vivir a un pueblo vecino, dominado por los ingleses. Kipling, totalmente adscrito al sistema colonial, atribuye a la “verdadera civilización” los rasgos absolutos de la ley, el orden y la justicia.
El libro de la selva suele estar editado con un cuidado, extremadamente, visual, tanto cuando se trata de ediciones infantiles y juveniles, así como esa clara pretensión de ofrecer un productos para adultos, y mucho más aun cuando se tarta de ofrecer la historia en la gran pantalla. La edición de Sexto Piso, en su colección “Ilustrado”, ofrece la traducción y notas de Gabriela Bustelo, además de las espléndidas ilustraciones de Gabriel Pacheco, que con un estilo que oscila entre lo real y lo místico añade al texto una dimensión extra, para acompañar a los lectores en ese viaje a través de la jungla de Kipling y sus animales inmortales, que escenifican una y otra vez sus historias para nuevas generaciones de lectores interesados en acercarse a ellas. Lo que parece buscaba el ilustrador era “de alguna manera, despertar el asombro del lector. Porque el texto resulta tan majestuoso que no necesita de nada”. Las ilustraciones funcionan así como un espacio de ruptura en el que uno se detiene a pensar o imaginar una selva extraña, distinta a las muchas representadas anteriormente. La selva en esta edición es oscura porque el ilustrador manifiesta empezar con una paleta de grises. El 70 u 80 por ciento de estos magníficos dibujos son grises y solo al final surgen los colores. En este caso Pacheco ha utilizado los básicos —azules, amarillos, rojos— que, de alguna manera, destacan a los personajes en medio de la maraña de la jungla.

viernes, junio 28, 2013

Desahuciados. Crónicas de la crisis, VV.AA.

Ediciones Traspiés, Granada, 2013. 96 pp. 12 €

Victoria R. Gil

A través de una iniciativa similar a la que alumbró el año pasado PervertiDos: Catálogo de parafilias ilustradas, cuyos contenidos se seleccionaron por medio de una convocatoria pública en internet, Ediciones Traspiés acaba de publicar Desahuciados. Crónicas de la crisis, una colección de microrrelatos que escarba en las cloacas de la Gran Recesión de la mano de medio centenar de escritores y más de cincuenta ilustradores que demuestran que la buena literatura no es incompatible con la crítica social. Ni tampoco con el compromiso más pragmático, como demuestra la decisión de destinar a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) los beneficios económicos que se obtengan de su comercialización.
En este libro, la narrativa ha dejado de ser neutral y «despierta así del letargo apolítico generalizado» en que ha vivido durante años, como apuntan en el prólogo José Antonio López, de Traspiés, y Rafael Caumel, responsable de Taller Paréntesis, impulsor del proyecto. Los textos y las ilustraciones reunidos en un volumen de pequeño formato y cómodo manejo difieren en calidad y extensión, e, incluso, en temática, que alguno prefiere hablar de otras cosas, aunque nadie ha dicho que el desamor no sea el peor de los desahucios. Pero todos, de un modo u otro, reconocen «la urgente necesidad de pasar a la acción» y «retomar la importancia de la denuncia en la literatura». El modo en que cada uno lo haga ya es cosa suya.
Si “La derrota”, de Ángel Olgoso, deja patente lo ineludible de algunos desenlaces, sin margen para la fuga, “Ojalá”, de Juan Carlos Friebe, nos regala una historia de pérdidas con un saludable humor negro que, al final, resulta más contundente que cualquier llanto. Similar objetivo debió impulsar a Care Santos cuando escribió ese cuento un poco absurdo y un mucho inquietante que es “Compraventa”, donde el libre mercado no es más que una coartada para el saqueo.
No falta quien, como Federico Villalobos en su “Nueva fábula de la cigarra y la hormiga”, actualiza al siglo XXI las clásicas enseñanzas de Esopo para convertir en implacable banquero a la antaño frívola e irresponsable cigarra, y reducir a las laboriosas hormigas a un estado de esclavitud. «—Lo lamento —les dijo la cigarra—, pero el grano ha perdido su valor y no basta para pagar vuestras viviendas. Debo quedarme con ellas. Para saldar la deuda, trabajaréis más. Yo misma asumiré la gestión del hormiguero». Seguro que les resulta conocido el argumento.
Incluso el sexo, en opinión de Mercedes Molina, puede revelarse como un beneficio colateral de la crisis, a tenor de su relato “El intruso”, consuelo que también encuentra José Abad en “Derroche”: «De modo que Lola y yo hemos vuelto a follar como en nuestros años mozos. No nos privamos de nada. Los polvos han recuperado su carácter espectacular, hollywoodienese, y duran lo que una película de romanos».
Los aficionados a la ciencia ficción no deben perderse el particular homenaje de David Roas a la novela Soy leyenda, de Richard Matheson, y a la adaptación cinematográfica que protagonizara en 1971 Charlton Heston: The omega man. «Al principio, la gente trataba de defenderse, pero sólo conseguían enfurecerlos más. Pronto se hizo evidente que era imposible vencerlos. Y todos nos resignamos». ¿Nos dirigimos hacia un futuro tan desesperanzador?
Juan Vico, María Zaragoza, Manu Espada, Ángeles Escudero, Sergi Bellver y Juan Antonio Masoliver son algunos de los escritores que tratan de responder a esa pregunta, mientras que la relación de ilustradores incluye, entre otros, a Gregorio Delgris, Ángeles Muñoz, Carlos López, Ana Isabel Sanz, Arcadio García y a un Norberto Luis Romero que se transmuta en notario de la realidad con un collage fotográfico que levanta acta de los escombros. Todos ellos ofrecen su personal visión de una crisis económica que está cambiando —ha cambiado ya— nuestro mundo y a la que se oponen tomando partido por los desahuciados; del hogar, del trabajo, de la vida. Partido hasta mancharse.

jueves, junio 27, 2013

Naíf. Súper, Erlend Loe

Trad. Cristina Gómez-Baggethun. Nórdica, Madrid, 2013. 240 pp. 18,95 €

Fernando Sánchez Calvo

El narrador de esta novela no se encuentra a sí mismo. Le sucede lo que a muchos compañeros de generación, aquéllos que eran jóvenes en los 90: el estado de bienestar los preparó para un gran mundo interior repleto de ricas reflexiones y sutiles intimismos pero los anuló para la vida real, para relacionarse con una mujer, para saber qué se hace después de haber estado estudiando casi veinte años y, en definitiva, para los problemas concretos que nos depara de vez en cuando este “lachrymarum valle”.
El narrador de esta novela, universitario de veinticinco años, nórdico, prototipo de la Europa más desarrollada, decide abandonar sus estudios e irse a vivir a Oslo para ver si de una vez por todas se encuentra. Para ello cuenta con la casa de su hermano, quien, al contrario que él, viaja, gana dinero, prospera, trepa y, en definitiva, ha asumido que en este mundo si no comes, te comen.
Nuestro protagonista se instala pues en el piso de su hermano. Lo único que tiene que hacer es mantenerle en un buen estado la casa y comprarle un coche antes de que éste vuelva de su viaje de negocios, pero sus dudas, su falta de decisión y su gran desapego al ritmo de los demás lo conducen a involucionar de manera brillante y divertida (para los lectores, claro está). Sus nuevas ocupaciones serán:
  • Hacer una lista de las cosas que le gustan y que no le gustan.
  • Competir con un crío vecino sobre quién es el que mayor número de especies animales ha visto a lo largo de su vida.
  • Poner en cualquier buscador de Internet palabras escatológicas del noruego y ver qué correspondencia con la realidad tienen.
  • Estar por estar.
¿Los grandes aciertos de la novela? El ritmo, la agilidad de los diálogos, la ironía y el retrato psicológico de toda una generación, aquélla que convirtió lo superficial y lo naíf en el asunto más grave del mundo. Es fácil encontrar un sentido u objetivo en tu vida cuando la época que te ha tocado vivir no es buena: basta con salir a la calle para poder comer. Lo difícil es encontrar un sentido a la vida cuando los que te han precedido te lo han dado todo y, sin saberlo, han creado para ti otro tipo de tragedia: la de no saber qué hacer o cómo prosperar cuando ya casi todo está hecho o conseguido. Dicha reflexión quizás no sea compartida por muchos, sobre todo por el nuevo giro económico y social que han adoptado estos nuevos tiempos, pero existió una época no muy lejana, una época dorada situada al final del siglo XX, donde los problemas (los comprendamos o no) eran otros.
Bien por Erlend Loe y por Naíf. Súper. O dicho de otro modo: bien por la tragedia de lo banal.

miércoles, junio 26, 2013

La lluvia de Ionah, Santiago Pajares

www.santiagopajares.com, Madrid, 2013. 213 pp. 12€.

Juan Pablo Heras

La última novela de Santiago Pajares se plantea un desafío admirable: narrar el encuentro con lo desconocido de Ionah, un hombre que ha nacido y crecido con la sola compañía de su madre en un desierto postapocalíptico sin la certeza de que haya algo más ahí fuera. La coyuntura, sin duda, no es banal: crecer en un desierto sin nombre bajo un marco de identidad roto es peor que crecer en el Sáhara. El hambre, el dolor y la facilidad de morir son iguales, pero para Ionah los referentes maternos no hablan de sueños, oasis y leyendas milenarias, sino de un mundo perdido tan mecanizado y eficaz que apenas cabe en la imaginación.
Como el lector ya se estará imaginando, las semejanzas entre La lluvia de Ionah y La carretera de Cormac McCarthy son notorias. Ambas comparten la misma ambición: llegar al núcleo más irreductible de la esencia humana desnudando a sus personajes de toda cáscara o coraza o máscara de civilización. Incluso se percibe una clara influencia rítmica en las breves secuencias en las que olea la narración. Sin embargo, hay dos apuestas que conducen a La lluvia de Ionah por un camino diferente (qué tentadoramente fácil sería decir que por otra carretera…) Me refiero a la elección por la primera persona y a la radical soledad del protagonista, absoluta incluso cuando está acompañado por otro personaje. El reto al que se ha enfrentado con éxito Santiago Pajares consiste principalmente en construir una voz y un universo mental. Ver el mundo desde los ojos de alguien que durante sus primeras décadas de vida sólo ha tenido por horizonte dunas de arena, y cuyo repertorio visual, gustativo y olfativo se limita a los lagartos escurridizos que caza para comer. Para esta voz, narrar las propias peripecias es, más que nunca, una manera de situarse, de atribuirse sentido e identidad, de crear un “relato” en el sentido más profundo y noble del término.
Santiago Pajares maneja con habilidad la atención del lector. Dosifica el ritmo, la información y el suspense con tanta pericia que el lector vive casi físicamente la sed, el hambre, la angustia y las sorpresas a las que Ionah se ve enfrentado en su apasionante aventura por la supervivencia. Los puntos de giro están colocados con la maestría propia de un guionista experimentado, oficio que (también) ejerce el autor de esta novela. Es como si quisiera que el lector viviera tantas emociones que Ionah dejara de sentirse solo al escuchar el susurro de su respiración agitada.
Esta novela es fruto de un proceso de autoedición, al que el autor llegó tras una meditada decisión que explica en su web personal. Tal elección no es sin duda extraordinaria, pero sorprende en alguien que lleva ya tras de sí una trayectoria sólida publicando con distintos sellos. ¿Es el signo de los tiempos? Merece la pena leer el relato con el que Santiago Pajares justifica su decisión: en un mundo tan saturado de egos inflados, una confesión tan sincera trae consigo la brisa entre fresca y escalofriante de la verdad.

martes, junio 25, 2013

Daniela Astor y la caja negra, Marta Sanz

Anagrama, Barcelona, 2013, 272 pp. 16,90 €

José Miguel López-Astilleros

Esta novela es una mirada crítica y retrospectiva de la Transición española a través de los ojos de una niña de doce años y de un falso documental proyectado por ella misma treinta y ocho años después, que se va intercalando en el hilo argumental. El eje en torno al que la narración avanza y da pie al retrato de la sociedad de aquel tiempo, consiste en contar sin sordidez y truculencia el desenlace dramático de la madre de la protagonista, al someterse a un aborto terapéutico, por aquel entonces ilegal.
Catalina nos cuenta en primera persona su viaje hacia la madurez, y cómo descubre que crecer a veces duele. Quizás por ello se inventa un alter ego, Daniela Astor, que encarna a una mujer confeccionada con lo que en esa época el cine, la televisión o las revistas estaban vendiendo como el ideal femenino, a quien desea parecerse y de cuya identidad se apropia para ponerse a resguardo de la cruda intemperie. Con este recurso Marta Sanz nos rebela la importancia que tienen las representaciones de la realidad en la formación de nuestra personalidad, con lo cual queda claro que ninguna imagen, mensaje o valor difundido es inocuo ni inocente, pues obedece a unos fines determinados, incluso cuando esa asunción de lo exterior o ajeno nos pueda perjudicar. Por otra parte, vamos a penetrar en su mundo adolescente, y en cómo contempla el de los adultos, lleno de incomprensiones y extrañezas, de lealtades y traiciones, de faros que se hunden en arenas movedizas, con especial atención a la compleja relación entre su madre y ella. Catalina nos proporciona un punto de vista femenino, desde el cual asistimos a los cambios que se están produciendo en la familia, en abierta oposición con la hipocresía y el conservadurismo reinante hasta entonces, así como a los nuevos usos y costumbres que pugnan por abrirse paso en la sociedad, o a la influencia de los nuevos iconos femeninos de los mass media, que no dejan de tener un cierto tufo machista, aunque bajo el auspicio de una falsa coartada intelectual.
El documental titulado La caja negra está dividido en diez partes, de las cuales nueve están dedicadas a analizar el fenómeno del destape en la Transición. La estructura de cada una de ellas consiste, por una parte, en una narración y descripción de lo que va apareciendo en la pantalla, y por otra en un análisis y comentario de lo anterior. Marta Sanz combina así el testimonio histórico con la argumentación al servicio de una tesis, la de que el destape sirvió de pretexto para mostrar una vez más la obsesión sexual de los hombres por las mujeres, a las que se rebaja hasta la cualidad de objetos. La parte décima de esta caja está situada en nuestro presente, y consta de una entrevista a Bárbara Rey en un programa rosa de televisión, que enlaza con los tiempos pretéritos, para dar a entender que, en realidad, sólo cambia la estética en el tratamiento degradado y mercantilista que se sigue dando a la imagen de la mujer en ciertos medios de comunicación y entretenimiento. Sería este un buen punto de partida para una obra que mostrara el alma tanto de los participantes, espectadores y conductores de ciertos programas televisivos, como queda aquí sugerido.
Daniela Astor y la caja negra no es una novela para consumir entre bostezo y bostezo. Es una novela que contiene una historia con planteamiento, nudo y desenlace, pero que no siendo eso lo de menos, nos hará reflexionar en profundidad sobre la condición femenina, entre otras muchas cosas, y no sólo en aquellos años de efervescencia, que tan bien conoce la autora, sino en nuestra actualidad, máxime cuando da la impresión de que estamos metidos en un túnel del tiempo con marcha atrás.
Se podría decir que toda la novela constituye la caja negra de una nave, la de nuestra sociedad a finales de los años setenta, donde ha quedado registrada la evolución de la sociedad, así como la mentalidad tanto de hombres como de mujeres respecto a la lucha por la igualdad que siguen librando estas, y por el derecho que tienen a decidir sobre su propio cuerpo. Todo ello con un estilo sencillo y directo, no exento de originalidad, ironía y momentos de delicada ternura.

lunes, junio 24, 2013

De rerum natura. De la naturaleza, Lucrecio

Present. Stephen Greenblatt. Trad. Introd. y Notas Eduard Valentí Fiol. Acantilado, Barcelona, 2012. 606 pp. 33 €

Ángeles Prieto Barba

De los grandes libros de no ficción publicados en España el pasado año destacó El giro de Stephen Greenblatt, un ameno estudio merecedor del Pulitzer que, preciso en detalles, nos narró las circunstancias y consecuencias del hallazgo azaroso, durante el siglo XIV, de este título extraordinario. Es por ello que con buen criterio, una editorial distinguida sin duda por la calidad de su catálogo, el Acantilado, determinó publicarlo. Decisión que no podemos menos que aplaudir, porque quien se hubiera tropezado con El Giro, indudablemente deseó luego leer o repasar De la naturaleza de las cosas, como fue mi caso.
Pero en esta reseña no nos toca hablar del Giro, ya comentado en la Tormenta, sino de esta exquisita edición bilingüe, la que nos suministra el Acantilado, de la mano del que fuera uno de los grandes latinistas españoles: Eduard Valentí, nacido en Pals en 1910, y autor de una Gramática latina de enorme claridad, que permitió el acceso de generaciones de estudiantes a la morfología y sintaxis del latín con eficacia. De hecho, Valentí fue comparado en su día con E. R. Curtius y nos legó traducciones brillantes, no sólo ésta de Lucrecio, sino también las de Cicerón, César o Séneca. Y por supuesto, en su buen hacer Valentí es fiel a la edición filológicamente impecable del alemán Carl Lachmann.
Con Lucrecio estamos ante una de las mentes más agudas e interesantes de la Antigüedad pero de la que poco sabemos, tan sólo los datos precisos que nos legó San Jerónimo. Según éste, nació en el 94 a.C. y se suicidó 43 años después, a consecuencia de la dolencia mental que padeció toda su vida, agravada tras tomar un filtro amoroso. Parece ser que también frecuentó a Cicerón en vida y que por eso éste se haría cargo del manuscrito a posteriori, revisando su poema y editándolo. Hombre de extensa cultura, escribiría este avanzado, increíble y contemporáneo poema en 7.400 hexámetros divididos en seis libros, tal vez la obra poética más grande e importante del latín clásico.
Y cuyo contenido busca ante todo disipar toda duda y temor del hombre ante la muerte, los dioses y la posible vida de ultratumba, demostrando con razonamientos lógicos que sencillamente no existen. Sólo podemos conocer a la Naturaleza y sus infinitas divisiones: el atomismo, las «semillas de las cosas». Lucrecio de hecho identifica toda idea de religión como superstición, por eso los rayos de Júpiter caen en lugares desérticos, dejando de ser así castigo divino, o no pueden existir Centauros porque a los tres años un humano no alcanza la lozanía que luce ya un brioso caballo.
Por otra parte, nos llama poderosamente la atención la belleza increíble y el tono felizmente elevado con el que empieza este poema brillante, en contraste con su final, con esa terrible y desoladora descripción de una epidemia de peste que se desarrolló en Atenas muchos años antes de que Lucrecio naciera, en el 430 a.C., transmitida por Tucídides. Cuestión que ha llevado a muchos investigadores a cuestionarse si el poema encontrado estaría o no completo. En cualquier caso, esta disparidad responde históricamente al medio siglo agitado en que se desarrolló la vida de Lucrecio, y de su contemporáneo Catulo, autor no menos extraordinario: un periodo apasionante con guerras civiles, revueltas de Mario y Sila, conjuración de Catilina y ascenso de Julio César que sugiero conocer con tiento y despacio.
Aconsejar la lectura de un clásico imprescindible como éste no hace falta. El gran Montaigne ya lo citó bastante y eso sí que ayudó a que fuera un texto a lo largo de la Historia frecuentado, llegado su influencia hasta nuestros días, hasta el mismo Einstein. Lo que sí recomiendo es la impecable edición por la que ahora llega a nuestras manos.

sábado, junio 22, 2013

Tabula Rasa, Nuria Ruiz de Viñaspre y Ana Martín Puigpelat

La Garúa libros, Santa Coloma de Gramenet, 2013. 164 pp. 12 €

Verónica Aranda

Si algo ha estado íntimamente unido desde que el mundo es mundo es la poesía y la música. Nuria Ruiz de Viñaspre y Ana Martín Puigpelat, autoras de una dilatada trayectoria en poesía, partiendo de esta comunión indisociable y armoniosa que forman ambas disciplinas artísticas, nos invitan a paladear estos poemas sinfónicos, columpiándonos en un “juego de corcheas” y verbo.
La originalidad de Tabula rasa (La Garúa libros, 2013) no solo reside en que está escrita a dos manos, confundiéndose la autoría de los poemas (aunque por momentos podamos reconocer el sello personal cada poeta), sino también en el recorrido tan original que hacen por la historia de la música. El libro empezó como un juego o ejercicio de escritura en el cual una poeta enviaba a otra una obra musical y cada una escribía sobre la misma. Y desembocó en las 31 piezas que componen el libro, todo un concierto desde finales de la Edad Media, con el compositor Gilles Di Bins dit Binchois hasta el contemporáneo Arvo Pärt, pasado por clásicos como Häendel, Strauss, Brahms o Mahler. Todas forman la banda sonora personal de las autoras, que llegan a conexiones sorprendentes. Por ejemplo, ambas asocian la Gnossienne nº 1 de Satie con insectos o la música de Charles Ives con agujas, y hasta coinciden en la elección de la misma cita de Cioran que dice: «Si alguien le debe todo a Bach es, sin duda, Dios».
Por otro lado, adaptan de manera sorprendente el tempo musical al del verso: «Te escribo en 10 minutos y 48 segundos. Y en ese lecho minutero disuelves la tripartita voz en el tumbado oído». Los poemas van cobrando ritmo en el Andantino de Schubert, solemnidad en el Stabatat mater de Pergolesi, ligereza y gracilidad en el Capricho árabe de Tárrega, precisión en Wagner: «y en siete minutos y diecisiete segundos/ la cama se volvió diluida y roca / y lupa blanda y nota alta». Hay otros momentos poético-musicales de levitación, en los que todo se hace etéreo, leve como el aceite entre los dedos, y el tiempo no existe para las palabras, dibujando salmos místicos.
Todo el poemario exhala una gran fuerza expresionista, y percibimos una continua experimentación con el lenguaje en los frescos juegos de palabras («voz pulsada voz pulsante/ en la nota de laúd que intoxica de amor-laúdano»), en los surrealismos y en el hábil manejo de los símbolos y la mitología. La interconexión en varios planos entre la historia de las piezas musicales, los compositores, la introspección con que se perciben las melodías, la voz de cada poeta, el diálogo, etc. forman un TODO armónico, siendo la poesía la que toca la música y la música la que se llena de elocuencia, más allá de la abstracción. De este modo, al romper las fronteras, se abren nuevos caminos creadores repletos de hallazgos y atmósferas, impregnándose la poesía de las infinitas posibilidades combinatorias que tiene la música. Los momentos más intensos llegan cuando las poetas melómanas transitan el erotismo, el desamor o la profecía de la muerte. Porque tanto para Ruiz de Viñaspre como para Puigpelat en esta lengua de hoy escribir es ir a la herida. La experiencia será completa y de lo más placentera si la lectura de cada poema va acompañada de la audición.

viernes, junio 21, 2013

La cabeza del profesor Dowell, Aleksandr Beliáiev

Trad. Alberto Pérez Vivas. Ed. Alba, col. Rara Avis. 358 pp. 19,50 €

Julián Díez

Durante años la literatura fantástica anglosajona nos ha contagiado su propia visión endogámica del género, su sensación de hegemonía originada en los años treinta en la creación de un mercado de literatura pulp al que salía más barato pagar originales que traducciones. Es curioso, sin embargo, que el propio Isaac Asimov se refiera en sus memorias de muchacho neoyorquino a su visión de la producción cultural extranjera como referente futurista en su infancia: desde Metrópolis, que fue para él lo que Star Wars para mi generación, hasta Julio Verne.
El hecho ha sido especialmente injusto con la tradición rusa del género, castigada por problemas adicionales: la dificultad de las traducciones, acentuada por un estilo bastante más exigente que el de los contemporáneos anglosajones, y la carga ideológica de buena parte de sus trabajos.
En España, la obra del más prolífico de los autores rusos de ciencia ficción anteriores a la Segunda Guerra Mundial, Aleksandr Beliáiev, fue bastante traducida en los años sesenta, cuando esa hegemonía anglosajona no estaba aún tan consolidada. Sin embargo, llevaba sin publicarse uno de sus trabajos en España cuatro décadas hasta que ahora lo hace Alba, en una labor obviamente inspirada por las ediciones de Nevsky Prospects de otros clásicos del género ruso como Aleksandr Bogdánov o Alekséi Tolstói.
Beliáiev publicó cerca de cuarenta novelas de proto ciencia ficción, que le han proporcionado de manera recursiva el calificativo de “Julio Verne ruso”. Sin embargo, hay en su obra matices más próximos a H.G. Wells; sí que tiene en sus propósitos una fidelidad a los conocimientos científicos de la época una proximidad al francés, pero su vuelo imaginativo muestra un mayor atrevimiento propio del británico. En su trabajo, por cierto, no hay casi rastros de propósitos políticos, ni panegiristas de la grandeza soviética como los citados Bogdánov y Tolstói, ni críticos como en el caso de Zamiatin o luego, con matices —y seguramente el mejor resultado de todos desde el punto de vista literario—, los hermanos Strugatski. Beliáiev es, en realidad, una especie de Michael Crichton: escribe novelas amenas de aire internacional para todos los públicos usando como excusa un punto de partida científico. A la larga, esa línea divulgativa terminó siendo la principal en la ciencia ficción soviética de postguerra, con otros autores que merecerían ser más conocidos por el público español como Yefrémov o Dneprov.
Aunque es una obra bastante conocida y con adaptación cinematográfica en su país, La cabeza del profesor Dowell nunca había sido vertida al castellano, tal vez porque su punto de partida resultara pronto demasiado inverosímil para los lectores: la posibilidad de mantener una cabeza viva apartada del cuerpo, algo que los científicos soviéticos de la época se jactaban de haber conseguido con animales. Hoy, sin embargo, y Futurama mediante, es un concepto bien conocido y con un simpático regusto camp que posiblemente haya impulsado su edición.
La protagonista es Marie Laurane, una enfermera contratada para mantener con vida a la citada cabeza, correspondiente a un científico implicado en el tema que pronto descubriremos que fue traicionado por su asociado. Marie será nuestros ojos para descubrir toda la historia, conocerá al hijo de Dowell y se implicará en la lucha por remedar la injusticia cometida.
El volumen se completa con una novela corta de mayor originalidad, El día del Juicio Final, con un tono más liviano que contrasta con el melodramatismo en ocasiones excesivo de la novela previa. Aquí seguiremos a un periodista francés desplazado a Berlín que asiste a un suceso extraordinario: la ralentización de la velocidad de la luz, que hace que los personajes sean capaces de verse a sí mismos unos segundos antes, en la primera consecuencia de las imaginadas por el autor. Aunque no se sostenga mucho con las posteriores evoluciones de la teoría de la relatividad, es una historia de un notable vuelo imaginativo, que redondea la impresión que brinda el volumen en su conjunto de la capacidad de su autor.
Posiblemente este no sea un libro para todos los paladares; exige la misma simpatía, el mismo retorno a la ingenuidad del lector desprejuiciado, que se requiere hoy para poder disfrutar con Verne o Wells, o con el reciente homenaje que César Mallorquí hizo a ambos en la excelente La isla de Bowen. Sin embargo, no les faltan a estos clásicos lectores actuales que, como yo, encontrarán en el trabajo de Beliáiev una vuelta de tuerca adicional más que atractiva.

jueves, junio 20, 2013

Telegraph Avenue, Michael Chabon

Trad. Javier Calvo. Mondadori, Barcelona, 2013. 547 pp. 29,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

Telegraph Avenue no es, estrictamente, un homenaje a la música negra, jazz, soul, hip hop o rap, de los años cuarenta hasta nuestros días. Tampoco es sólo una metáfora actualizada sobre el mito de David y Goliat. No es una novela sobre la globalización, el poder de las grandes marcas, del dinero, y todas esas cosas que nos saturan y abducen con tanta facilidad. Telegraph Avenue no es una novela en la que se enfrentan pasado y presente, o dos ideas del mundo contrapuestas, un mundo que se acaba y otro obstinado en dominarnos. Pasado, presente y futuro. Tampoco tiene nada que ver con la agradable Alta Fidelidad de Nick Hornby, muy simplón el paralelismo, me temo. No es Telegraph Avenue una historia sobre las relaciones entre judíos y afroamericanos, entre creyentes y no creyentes, entre homosexuales y heterosexuales, no. No, o tal vez sí, pero no específicamente. No, estrictamente.
Con autores como Chabon somos dados a clasificar cada nueva entrega dentro de su propia clasificación creativa, y así nos encontraremos esos rankings tan extraños que nos indican que no ha llegado a la altura de tal o que puede entenderse como una evolución, involución y demás o que no es el Chabon de Jóvenes prodigiosos, por ejemplo. Con Chabon no valen tales comparaciones. Sigue siendo, afortunadamente, ese tipo de autor que no se regodea en escribir la misma novela una vez tras otra, no. Telegraph Avenue es una nueva acrobacia, un nuevo giro, otra cosa. Argumentalmente, no encuentro la conexión con alguna de sus anteriores obras. Obviamente, nos encontramos con los rasgos más significativos del Chabon que nos ha seducido: su voz, su personalidad, su estilo, su sello, su contarlo todo, lo eterno y lo efímero, desde lo cotidiano, desde esas pequeñas cosas que son el pasadizo que nos conduce a las profundidades de nuestro interior.
Se maneja muy bien Chabon en el caos, en ese ordenado anarquismo en el que ha convertido su narrativa. Amigos, anclados en una eterna juventud, que comparten una tienda de discos, supermadres e hijos, la opresión del mercado, con sus macabras reglas, la aceptación de la diversidad sexual o racial, la amistad, el amor, la soledad, el tiempo y la distancia, las siempre complicadas relaciones de pareja. Incorpora Chabon, con destreza, a su literatura lo que podríamos calificar como agreste emotividad. Sus personajes desfilan ante nosotros buscando nuestra comprensión, y hasta puede que nuestra aceptación. Necesitan convencernos, y lo hacen, porque acaban formando parte de nosotros. Chabon vuelve a exhibir ese perfecto conocimiento de la condición humana, esa increíble habilidad para mostrarnos, con naturalidad, con esa cadencia suya tan característica, el alma de sus personajes.
No puedo dejar pasar por alto la traducción de Javier Calvo. No creo que hubiera encontrado la editorial un mejor traductor para esta novela, que ha españolizado con coherencia, sin falsos giros, respetando el germen del coloquio, sin que la narrativa de Chabon pierda ni un gramo de consistencia. Una tarea complicada, en este caso concreto. Es justo elogiar la labor del traductor, sobre todo por todas aquellas traducciones crueles y lineales que sufrimos los lectores con tanta frecuencia. Ya que no sólo se trata de “traducir”, es mucho más: adecuar, interpretar, literaturizar en un idioma diferente, y todo eso Calvo lo ha conseguido.
Telegraph Avenue es una de esas escasas novelas que te reconfortan, que te señalan las posibilidades de la narrativa —ahora que los agoreros vuelven a vociferar—, que te confirman que el camino sigue ahí, que existe si se busca con el faro y la estrategia adecuadas. Hemos esperado unos cuantos años la nueva novela de Chabon, y ha merecido la pena la espera. Toca leerla, y disfrutarla.

miércoles, junio 19, 2013

Elocuencias de un tartamudo, Eduardo Halfon

Valencia, Pre-Textos, 2012, 72 pp. 10 €

Mario Arsenal

No estamos ante el mejor libro de Eduardo Halfon (1971), tampoco ante el más interesante; quizás ese galardón sea, siga siendo bajo mi parecer, además de El ángel literario (Anagrama, 2004) con el que llegó a ser finalista del Premio Herralde de Novela, su rutilante El boxeador polaco (Pre-Textos, 2008), un libro de relatos sorprendente que ha encumbrado a este joven escritor guatemalteco al elenco de autores latinoamericanos más atendible de la escena literaria actual.
En Elocuencias de un tartamudo (Pre-Textos, 2012) Halfon toma el relevo sociológico que puso en práctica Paul Auster en su espacio radiofónico de la NPR norteamericana, un experimento que recogía historias reales de gente anónima que puso a su disposición experiencias cotidianas, algunas fantásticas, algunas dignas de incluir en el índice clínico de parapsicología y otras mundanas, pero en todo caso siempre reales, que era precisamente lo que interesaba a Auster. El proyecto fue un éxito absoluto y Eduardo Halfon decidió continuar con dicho experimento. Es a lo largo del 2009, por tanto, cuando recorre distintos puntos de la geografía (su Guatemala natal, México, Iowa City, Ginebra o La Rioja) recopilando relatos al modo del viajero decimonónico en busca de nuevas experiencias en las que encontrar materia y sustento. Les mentiría si dijera que no me producen simpatía estos mecanismos de escritura, porque, de algún modo, regresamos y recurrimos a la figura del interlocutor como figura esencial en la construcción de un relato, de una realidad, de un testimonio que certifica la carne del morlaco.
Historias aparentemente inconexas van trazando la línea aguda de una definición que se convierte en característica de su escritura. A veces es la sorpresa y en ocasiones la confusión que se apoderan de la brevedad expresiva, pero, si hubiera que definir el estilo de Halfon, no se me ocurre mejor similitud que una cabriola literaria, una pirueta que nos habla de la diversidad del mundo y, lo más importante, la posibilidad creativa que toda experiencia humana esconde. Decíamos que no podemos hablar del mejor libro de Halfon, pero sí quizás el más especial hasta la fecha. Por su requiebro ante la tiránica idea de la creatividad, por su humanidad al fin y al cabo, por su abandono en favor de historias espontáneas, por ser sabueso rastreador de la huella humana en el mundo; por todas estas cosas Eduardo Halfon logra embellecer un poco más este suelo tan mustio sobre el que caminamos a veces. La idea es soberbia, el libro es hermoso por ello.
Y además de todo, existe esa complacencia del relato breve, de la historia concisa y puntiaguda, de la literatura directa que busca el impacto del lector, la complicidad del asombro mutuo. En definitiva, un ejercicio literario interesantísimo y, más importante si cabe, sin solución alguna de continuidad. Como se dice en el Tao Te Ching:
 
“Lo más recto parece torcido,
la mayor destreza parece torpeza,
la mejor elocuencia parece un tartamudeo”
 
Pueden leer las primeras páginas aquí.

martes, junio 18, 2013

Atrapadioses, Marco Herreras

LcL Libros, Madrid, 2013. 333 pp. 3,99 € (eBook)

Miguel Baquero

De las variadas formas en que se puede mantener la tensión a lo largo de una novela, Marco Herreras, en esta su primera obra, ha elegido, sin duda, una de las más inusuales: a través de la ciencia, y más en concreto, a través de la física molecular. Suena, lo sé, extraño, e incluso increíble, pero quizás se comprenda con unas ligeras pinceladas sobre el argumento de Atrapadioses.
Un profesor de Matemáticas —perfectamente caracterizado, dicho sea, de paso, en lo que supone un acierto narrativo—; un tipo bastante asocial, un pelín cínico, contemplador irónico y sarcástico de lo que acontece a su alrededor, comienza a sufrir unos extraños sueños, al fondo de los cuales cree vislumbrar una figura opresiva, terrible, un inconcreto pero ferocísimo ente que parece acecharle para darle muerte. La recurrencia de esas pesadillas hace que busque una explicación, y solo al cabo de un cada vez más angustioso vagar por libros y documentos acaba encontrando algo parecido a una respuesta: desde el principio de los tiempos, esa aterradora presencia de sus sueños, El Cazador, ha asaltado a algunos individuos, y su presencia cruel asoma al fondo de numerosos cuentos y leyendas —todas de final trágico, no hace falta decir—. Pronto infiere que El Cazador es una presencia depredadora de otra dimensión, ante la que quizás sólo quede actuar de una forma: acudir —cada vez con más apremio— a ese punto de la realidad subatómica, esa partícula, la más mínima del universo, en que parecen confluir todos los espacios y por donde, quizás, accede de su mundo al nuestro…
A menudo se ha establecido, en torno a las novelas de ciencia-ficción, el debate sobre si han tener más de ficticio que de científico, o viceversa; sobre si, en resumen, el componente “técnico” es básico a la hora de contar, o simplemente accesorio, prescindible o incluso molesto. Pues bien, como en su novela, Marco Herreras parece haber dado con una posible respuesta para comunicar perfectamente las dos dimensiones: la científica y la novelística, sin necesidad de tener que irse a tiempos futuros, ni perderse por space-operas, ni recurrir a sagas grandilocuentes de eco medieval.
Atrapadioses es un relato de aquí y ahora, de este momento, inscrito en un entorno cotidiano fácilmente reconocible; y es al mismo tiempo una novela donde se manejan los últimos conceptos matemáticos y físicos, como son los bosones, las Supercuerdas o los espacios de Calabi-Yau, sin recrearse en las complejidades. De una forma ágil, dinámica —e inevitablemente didáctica para el lector—, Herreras trenza su argumento en torno a estos conceptos científicos con la mayor naturalidad, sin necesidad de ponerse la bata blanca y sin el prurito de engolar la voz. Tampoco sin engolfarse en largos meandros explicativos que inevitablemente entorpecerían el desarrollo de la novela; dicho esta que el autor no renuncia a lo narrativo.
El resultado es un libro vivaz y ameno que —quién lo diría— envuelve al lector en la tensión de un argumento sobre elementos físicos y conceptos matemáticos. En la línea de los mejores narradores de ciencia-ficción norteamericanos —de los que el autor se declara admirador, desde Neil Stephenson a Tim Powers o William Gibson, y en general los autores del cyberpunk— y de la fastuosidad imaginativa del gran Philip K. Dick. Atrapadioses es una pequeña, curiosa y muy literaria especie dentro del panorama narrativo.

lunes, junio 17, 2013

Mi hermana y yo, J. R. Ackerley

Trad. Andrés Barba. Sexto Piso, Barcelona, 2013, 287 pp. 23 €

Ángeles Prieto Barba

Irrita que todavía sigan existiendo estudios, congresos y hasta cónclaves para determinar características literarias diferentes según el sexo de los autores. Y no sólo porque intentamos establecer separaciones en un asunto donde la propia Naturaleza no es tajante en absoluto, sino también porque en ellos se cae en generalizaciones o tópicos ilógicos, que sólo demuestran un gran desconocimiento sobre el desarrollo y evolución de la producción literaria. Como intentar separar la literatura de acción de la literatura de sentimientos, o para los detractores de estos últimos, de mesa-camilla.
Pues bien, esta obra que comentamos sería un ejemplo excelente de esa literatura de mesa-camilla, aunque escrita por un hombre. Abiertamente gay, alegarán algunos. Pues sí, un escritor gay que aquí sin duda nos transmite una visión sesgada y muy masculina (tópicamente masculina), de su vida rodeada de mujeres: su querida perra Queenie, su anciana tía Bunny y su insoportable hermana Nancy. Y es necesario avisar de que adentrarse en estas páginas, bastante impúdicas por cierto, supondrá al lector un pequeño infierno emocional, pues el texto en sí produce bochorno ajeno, ganas de liarse a bofetadas con la hermana o cerrar el libro para siempre, acciones que no realizaremos porque Ackerley además, es un seductor impresionante, hasta el punto de seguir leyéndole tan sólo por averiguar cómo termina arreglándose con ellas, verdugos y víctimas a su vez del escritor que las retrata de forma tan implacable.
Debemos tener presente en todo momento de que en este libro no nos encontramos ante el diario completo, preparado y dado a imprenta por su autor, sino ante una selección del mismo, realizada póstumamente por su amigo Francis King y centrada en torno a un episodio dramático, como será el intento de suicidio de Nancy, la hermana. Y de que, antes de abordarlo, sería muy conveniente disponer de algunos datos básicos sobre la vida, obra y milagros de este escritor, posiblemente uno de los mejores diaristas de todos los tiempos por su descarnada honestidad, su estilo y sus circunstancias familiares.
Para presentar a Ackerley (1896-1967), hijo de un adinerado empresario, británico y bananero, nada mejor que sus propias palabras en el inicio de Mi padre y yo, su obra más conseguida: «Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919» Un buen principio para una historia familiar nada convencional en la época en que se desarrolla, esa sociedad británica, rígida y victoriana, enfrentada a un siglo XX inaudito, que Ackerley estrena con un padre mujeriego y hasta bígamo, muy capaz de mantener perfectamente a dos familias sin que nadie se enterara hasta su muerte. Y a quien Joe (Joseph) culpará de buena parte de sus males posteriores, aunque también sea la persona a la que debió su buena posición económica y sus estudios en Cambridge. Amigo íntimo de Forster, descubridor de grandes escritores como W. H. Auden, Christopher Isherwood o Philip Larkin, consiguió mantenerse durante veinte años como editor literario de la revista de la BBC, “The listener”, a la vez que disfrutó de una vida sexual intermitente, intensa, onerosa y tormentosa con marineros y obreros, prácticamente analfabetos.
Y en esas circunstancias tan especiales, Ackerley en la recta final de su vida, recogió a las tres mujeres mencionadas, manteniéndolas económicamente aunque todos sus afectos se centraron en una sola: la perra Queenie, protagonista asimismo de este libro, a la que quiso Joe sin medida, como bien se refleja en otro de sus libros, Mi perra Tulip y yo.
Volviendo a Mi hermana y yo, y para animar a un lector curtido y no convencional, muy alejado del que sólo busca emociones en la trama, puedo asegurar que en este libro nos encontraremos al final con un sentimiento inesperado: la compasión que nos hace más sabios. Como asimismo constatar cuánta grandeza podemos encontrar en esa literatura de mesa-camilla denostada, tan alejada de las imposiciones frívolas y consumistas del mercado.

sábado, junio 15, 2013

Ensayos & Discursos, William Faulkner

Trad. David Sánchez Usanos. Capitán Swing, Madrid, 2012. 269 pp. 19,5 €

Nabor Raposo

Existen pocos autores capaces de suscitar en el lector emociones tan radicales como las que despierta la obra de William Faulkner (1897-1962). Con él no hay término medio, nadie se viste de gris; solamente se distinguen dos categorías imposibles de delimitar con una raya vertical en medio o una frontera, como dos planetas aislados en un universo en expansión. La indiferencia tampoco suele ser, ni en el mejor de los casos, una excepción. Uno o ama a Faulkner, o no le soporta.
Aquellos que pertenecen a la primera especie suelen conjurarse en su defensa a través del silencio, porque han aprendido que esa es la única condición que se exige para disfrutar de sus novelas y, sobre todo, porque saben que tampoco es rentable malgastar energías en publicitar algo que tiene por objeto proporcionar a su consumidor un placer exclusivamente privado. Qué decir de los segundos, entre los cuales el consenso general suele ser el siguiente, a saber: que la dificultad que entraña su lectura no acostumbra a premiar el esfuerzo dedicado con una recompensa proporcional al desgaste intelectual que se exige. Simplificando la cuestión, donde unos no hallan sino obstáculos, otros aprendieron a vislumbrar precisamente las virtudes. Son precisamente los devotos de la obra del escritor sureño quienes pueden sacar mayor rendimiento a la serie de textos que aquí se presentan, al constituir un corolario perfecto a la propuesta literaria del autor. Quien lee y sigue a Faulkner seguramente ya conoce esta faceta: su archiconocido discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1950 es quizá el mejor ejemplo de su lucidez, de la profundidad con que ahonda en aquellos temas a partir de los cuales construyó su propio legado: el tiempo y el Sur (de los EE. UU., se entiende) como metáforas de una condición humana que no se resigna a aceptar el fin del hombre, «lo único sobre lo que vale la pena escribir».
Más allá de la intrincada estructura formal que presentan muchas de sus novelas, y alejadas del barroquismo estilístico que caracteriza su prosa, aparecen estas piezas que ayudan a entender mejor –o, por lo menos, esclarecen– el pensamiento de uno de los más grandes e indiscutibles exponentes de la literatura del Siglo XX, no sólo norteamericana. El volumen –los criterios de exigencia de la editorial, el rigor en la traducción y la inteligencia en la redacción de las notas a pie de página son francamente loables– consta de cinco apartados diferenciados: los Discursos (al menos cinco de ellos escritos con motivo de la recepción de algún premio y entre los que se incluye el antes citado discurso de aceptación del Nobel de Literatura; en primer lugar y con carácter extraordinario aparece también el sermón funerario por la que fue su niñera y custodia de su educación, Caroline Barr); los Ensayos (probablemente, el que lleva por título Sobre la privacidad. El sueño americano: ¿Qué le sucedió?, escrito en 1955, sea en muchos aspectos el mejor de los textos compilados; sin desdeñar otros como Y ahora qué hacer, la autobiografía apócrifa del propio Faulkner escrita en 1925; Mississippi, de 1954, que ilustra algo parecido a una síntesis ficcionada de su obra; o Sherwood Anderson, un análisis de los éxitos y fracasos de su padrino literario); Prólogos (los seis textos reunidos fueron escritos para obras de producción propia, aunque algunos jamás acompañaron edición alguna); Reseñas de libros y obras de teatro (de escasa entidad y valor literario, conviene señalarlo) y, por último, las Cartas públicas, donde el escritor da su opinión sobre algunos temas de actualidad de la época o replica y matiza a algunos lectores que han cometido la osadía de despacharse contra su persona, generalmente a través de la prensa escrita.
Como se ha dicho anteriormente –no podría ser de otra manera–, el tiempo y el Sur de los EE. UU. («su belleza reside en el hecho de lo mucho que Dios ha hecho por él y lo poco que ha hecho el hombre») constituyen el catalizador a partir del cual el autor enarbola su pensamiento, y el presente libro de buena cuenta de ello a través de numerosísimos ejemplos. La historia, relativamente reciente, de esa parcela de suelo natal le sirve a Faulkner como ejemplo para subrayar el propósito de su producción ensayística y literaria, esa continua reflexión sobre la libertad del ser humano y la responsabilidad del individuo para merecerla, custodiarla y preservarla como legado. Empleando a menudo la cuestión racial como pretexto, el autor se explaya reiteradamente sobre el derecho de los hombres a la oportunidad de ser libres e iguales; así, explica que la libertad y el ser libre «no han sido dados al hombre como un don gratuito sino como un derecho y una responsabilidad que ganarse si se lo merece, si es digno de ello, si está dispuesto a trabajar por ello mediante el coraje y el sacrificio, y después a defenderlo siempre»; amparándose en el derecho a la misma bajo un uso responsable de ella: «nosotros, sus sucesores, ni siquiera tuvimos que ganarlo, merecerlo, y no digamos conquistarlo. […] Sólo necesitábamos recordar que […] debía ser defendido en sus crisis». Para rematar esta idea, Faulkner, maestro del arte contrapuntístico, señala la pujante cultura del éxito («En nuestro país un joven puede obtenerlo […] tan rápida y fácilmente que no ha tenido tiempo para aprender la humildad para manejarlo») para denunciar el camino, a su juicio equivocado, que va tomando la sociedad americana,  «una de cuyas costumbres es el derecho inalienable a violar su privacidad [del individuo] en lugar del deber inalienable de defenderla». Como colofón, el lector experimentado encontrará breves apuntes sobre la particular visión que Faulkner tuvo sobre la Literatura y sobre el oficio de escritor (alguien que «escribe en cada línea y en cada frase sus violentos desesperos y furias y frustraciones o sus violentas profecías procedentes de sus aún más violentas esperanzas»), sus gustos (sobre Moby Dick dijo: «Desearía haber escrito eso»), o sus preferencias y debilidades en la materia, como la imagen de Caddy Compson trepando al peral al principio de El ruido y la furia, «la única cosa en la Literatura que siempre me conmovería mucho». A modo de curiosidad, llama también la atención la presencia en estas páginas de una nota de solidaridad con la situación de nuestro país en 1938, una breve pero enérgica condena al fascismo en donde deja «constancia pública» de su oposición «irrevocablemente a Franco y al fascismo […] y a los ultrajes contra el pueblo de la España Republicana».
Por último, cabe destacar una breve reseña de El viejo y el mar demasiado elogiosa como para no levantar sospechas, dada la controvertida relación que ambos autores mantuvieron en vida y que hoy por hoy no es un secreto para casi nadie. Hemingway, que tuvo para todos, dijo en algún momento de su vida que «lo único que uno necesita para escribir como Faulkner es un galón de bourbon, el suelo de un granero y un desprecio absoluto por la sintaxis». Pero este libro lo desmiente.

viernes, junio 14, 2013

Doctor Bloodmoney o Cómo nos las apañamos después de la bomba, Philip K. Dick

Trad. Domingo Santos. Minotauro, Barcelona, 2013. 271 pp. 17 €

Julián Díez


Un lugar común a la hora de enfocar la obra de Philip K. Dick es que todas sus novelas tienen un nivel parejo. Reconozco haber compartido ese punto de vista durante años. Sin embargo, la relectura que voy haciendo de sus novelas a medida que se van reeditando en Minotauro, en una colección de autor que supone un reconocimiento incontestable a su talento e importancia, me hace cambiar paulatinamente de opinión.
El motivo para esa idea de la igualdad en la obra de Dick está en que, efectivamente, hay elementos reconocibles, únicos, en su prosa. Y no me estoy refiriendo solo a los conocidos como dickianos, como los dobleces inesperados de la realidad y el continuo asomarse al abismo de una racionalidad distinta a la común en nuestra cultura. Están también, sobre todo, esas construcciones corales, en las que los personajes entran y salen sin permitir nunca que el lector pise tierra firme para juzgar su rol en la historia. Los giros argumentales en perpetuo rumbo a lo desconocido. El narrador en tercera persona, compasivo siempre. Los detalles irónicos.
Todos esos rasgos de estilo comunes no pueden, sin embargo, obviar que las tramas de Dick son mejores en unas ocasiones que en otras, y que él estaba unas veces más lúcido que otras. Ésta novela, que llevaba demasiados años fuera de catálogo, es una de las buenas. Tal vez porque, en lugar de desarrollarse en un futuro más lejano en el que la imaginación de Dick podía descontrolarse sin cortapisa alguna, transcurre en su mayor parte en un pasado mañana postatómico, al que las fechas —la novela es de los sesenta, se sitúa la hecatombe en los setenta— han convertido en ucrónico. Aunque las cosas que pasan son tan raras como corresponde a cualquier novela de Dick, y el tono general está siempre bordeando lo grotesco, la narración no llega a escapar de la lógica interna del planteamiento de una manera excesiva. Y es inevitable añadir: como ocurre en las novelas que Dick ya acometió excesivamente pasado de pastillas, en el periodo inmediatamente posterior a éste trabajo y que finiquitó con su iluminación religiosa de los setenta.
La forma en la que se produce el desastre nuclear en Doctor Bloodmoney es ejemplar del enfoque con que Dick afrontaba la narrativa de ciencia ficción, y una prueba de cómo su obra es un jalón capital en el desarrollo de la historia del género. En ningún momento sabremos la razón por la que se produjo el comienzo de los bombardeos, quién empezó; no hay un vislumbre siquiera de lo que ocurrió en la gran historia. Sólo conoceremos su efecto en una serie de personajes que nos son presentados previamente y que responden de diferentes maneras al derrumbe de la civilización.
Resulta más que curioso que Dick, en el epílogo que se incluye en esta edición, considere como principal protagonista a Stuart McConchie, el vendedor negro que arranca la novela y que luego apenas aparece en un 10% del relato. Y que, de hecho, es prácticamente el único personaje que no cambia sustancialmente en el transcurso de la historia: es un vendedor, un tipo corriente, con sus prejuicios, y así seguirá. Conceder esa condición de protagonista a un tipo normal dice mucho, en cambio, sobre la visión de Dick del resto de sus personajes (y sobre la humanidad en general), de los que en casi todos los casos el desastre nuclear saca lo peor. Bonnie Keller, por ejemplo, pasa de ser una maruja puñetera a convertirse en una auténtica arpía. Hoppy Harrington, el minusválido entrañable, deriva de manera coherente en un monstruo. Aunque, por supuesto, la mayor carga recae en el doctor Bluthgeld, el trastornado que da título a la novela y que es el eje del drama: Dick denuncia con eficacia la posibilidad, que hoy sentimos con mayor apremio, de que el destino de la humanidad pueda estar en manos de paranoicos y enfermos, inmejorables herramientas para el poder.
Dick cierra la trama un poco porque sí echando mano de uno de sus temas recursivos, el del hermano perdido —su gemela falleció en el parto y está enterrado junto a ella—, pero habrá conseguido hasta entonces mantenernos tan cautivados y aportarnos tantos momentos de sorpresa y tantos personajes memorables —no sólo los citados, sino también el astronauta varado para siempre en órbita Walt Dangerfield o el emprendedor y tiernamente enamorado Andrew Gill—, que se lo podemos tolerar.
Doctor Bloodmoney es una excelente forma de adentrarse en el complejo universo de Dick, mucho más que la novela que habitualmente se deja ver en las librerías, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que salvo por ser pie para el guión de Blade Runner es un libro de la mitad baja de su producción. De aquí puede pasarse a Tiempo desarticulado, Ubik y El hombre en el castillo, por poner un ejemplo; no creo que nadie que haya terminado esas novelas pueda volver a mirar el mundo a su alrededor de la misma forma en que lo hacía antes, lo que supongo que es el mejor elogio que puede hacerse de cualquier creador.

jueves, junio 13, 2013

El general y la musa, Román Piña Valls

Sloper, Palma de Mallorca, 2013. 216 pp. 15 €

José Miguel López-Astilleros

El humor que consideramos inteligente va ligado al esbozo de una sonrisa. Este es el caso de El general y la musa; pero la obra de Román Piña va más allá, porque su lectura nos va a arrancar sonoras carcajadas, sin renunciar a la inteligencia ni a una efectiva calidad literaria, algo no demasiado usual en nuestras letras. Estamos, pues, ante una novela donde el principal propósito es hacer reír al lector. Si «las palabras del humorista son los hijos de su dolor» según Kierkegaard, con las de Piña no sucede así, porque cada una de las suyas nacen del placer y la libre celebración por reírse de una manera totalmente desinhibida, sin amargura ni resentimiento. Algunas de sus ocurrencias las podía haber escrito Rafael Azcona para ser filmadas por un Berlanga burlón y descreído de todo lo grave y solemne. Por otra parte, muchas de sus escenas delirantes pudieran recordar al procedimiento loco, disparatado e inverosímil utilizado por Copi en narraciones como El uruguayo. Aunque también podemos entroncar la obra con lo esperpéntico y grotesco de Tirano Banderas de Valle-Inclán o Muertes de Perro de Francisco Ayala, aunque sin un propósito moral.
La línea argumental, que da lugar a la exposición de sueños estrambóticos, parodias y aparición de todo tipo de personajes dispares (Robert Graves, Juan March, Rubén Darío, etc.), es muy sencilla: el general Francisco Franco Bahamonde ha sido destinado a Mallorca en el año 1933 por Azaña, el presidente de la República, donde, aburrido, va a dedicarse a escribir un diario de la vida disoluta que llevará desde marzo a octubre de ese mismo año. El cuerpo central del libro está dividido así en cada uno de los ocho meses, que a su vez están compuestos de diversos fragmentos sin continuidad lineal uno respecto a otro. Franco nos cuenta cómo entró a formar parte de una banda de jazz como batería, que actúa en el Honolulu, cómo se aficiona a beber licor de hierbas, cómo pretende escribir un guión de cine que tendrá como protagonista a Conchita Piquer, que resultará una parodia hilarante de la película Casablanca, o cómo recibe clases de mallorquín, por poner sólo algunos ejemplos.
Es significativo el uso de los sueños del protagonista para dar cabida a diversas parodias de películas que ya son iconos culturales: El planeta de los simios en uno o una interpolación estrambótica entre Memorias de África y la serie Holocausto en otro. Y puestos a hacer referencia cinematográficas, aunque no en sueños, Franco recrea un jocoso final de Adiós a las armas mezclándolo con el final de Sólo ante el peligro. Los sueños también le sirven para confundir la biografía de Louis Armstrong con la de Michael Jackson, o para que se le revele su musa, la presentadora de televisión Patricia Conde, su ideal femenino, cuya primera aparición confundirá con la Virgen.
Otro género parodiado a lo largo de sus páginas es el policíaco, a través de una investigación para averiguar cuál fue la auténtica celda que ocupó Frédérich Chopin en la Cartuja de Valldemossa, y cuál fuel el verdadero piano que utilizó. Un intento por conocer la verdad, dentro de una historia presentada como una deslumbrante falsificación. Y por señalar una última parodia más, entre otras, mencionaremos la que hace del psicoanálisis, al que se somete Franco a cargo de Pomar, un mentalista de feria.
Para conocer una irreverente idea de la política tendremos que asistir a las visitas que Largo Caballero, líder del PSOE, y Primo de Rivera, líder de Falange, hacen a Franco para solicitarle que apoye sus respectivas causas, dichas entrevistas terminarán de un modo inimaginable para el lector. Otro día será su profesor de mallorquín quien le proponga su adhesión a la causa separatista y a una atrabiliaria concepción de España. Y por último, para saber de la impotencia sexual de Franco, así como el origen ridículo de su hija, qué relación hay entre Lady Di y Oscar Wilde o qué pinta aquí Patricia Conde, entre otros muchos deliciosos desvaríos, habrá que leer el libro.
En cuanto a la filiación estética, se podría encuadrar en la categoría de la novela postmoderna por sus ingredientes y su tratamiento, aunque esto no exento de cierta ironía, como aclara el autor al comienzo, que enlaza con un final en el que aparece un viejo personaje conocido de otras obras suyas, Marcos Badosa, que recuerda al alter ego de Franco, Marcos Brindisi, y que servirá para multiplicar las perspectivas sobre la autoría del libro y para amalgamar las distintos tiempos como la carne en una albóndiga. Todo en esta novela es una fiesta, una enloquecedora kermés extravagante, irracional y absurda, pero sobre todo muy divertida.

miércoles, junio 12, 2013

Siguiendo mi camino, Mauricio Wiesenthal

Acantilado, Barcelona, 2013. 480 pp. 26 €

Ángeles Prieto Barba

Como puedo hacerlo, me he concedido el placer de escribir esta reseña dactilográficamente, al abrigo de uno de los dos grandes magnolios que enseñorean la Alameda gaditana. Más allá, en el Baluarte de la Candelaria, se celebra la anual Feria del Libro, donde un estridente altavoz repite de manera constante que procederá a firmar sus productos un afamado y vulgar político. Es sólo que aquí refugiada, rememorando lindas canciones en compañía de las palabras de Mauricio, opto por rendir culto a la única clase social o profesional que respeto, según me enseñaron mis maestros: la aristocracia del arte y del espíritu.
Bien se que muchos no entenderéis por qué empiezo hablando de mí y de mi ciudad natal si lo que tengo que contaros es de qué trata este libro, pero lo hago de la mejor manera que concibo, pues Mauricio Wiesenthal, criado bajo la alegre luz de Cádiz, no sólo formó siempre parte de esta nobleza exquisita, es que en estos tiempos la lidera con mucha clase porque sabe como nadie hablarnos de nosotros mismos. De lo que somos y de lo que fuimos. Aunque parezca que lo hace de sí mismo en este libro autobiográfico, jalonado de poemas y canciones (tangos, habaneras, valses, zambas, boleros o nanas) que han marcado su vida y aventuras, de continuos viajes y amores eternos.
Un libro hermoso para subrayar, recordar y comentar luego, en el que echamos en falta al final un índice onomástico que me parece necesario en todos los libros de Wiesenthal, siempre provechosos y eruditos. Pues al igual que en el Libro de Réquiems (2004), El esnobismo de las golondrinas (2007) y Luz de vísperas (2008), disfrutados enormemente con anterioridad, los diversos paisajes del Mundo que recorre no los presenta exentos, sino enriquecidos por seres singulares que les otorgan carácter. Bien con alguna celebridad de la que descubriremos algún aspecto novedoso, como Ramón Menéndez Pidal, Ava Gardner, Lola Membrives, Hemingway o un José María Pemán visionario (“el ensayo y la novela marchan hacia una conjunción que será la fórmula de este fin de siglo”), o bien con personajes anónimos, como el increíble sacerdote jesuita de Mérida o la impresionante y divertida Sarah, primera esposa de Wiesenthal. Inolvidables todos ellos.
Y esas canciones sabias y tiernas que sirven para engalanar sus historias, las que apelan a lo mejor de nuestros recuerdos y sentimientos: “Always”, “La gavina”, “Are you lonesome tonight?”, “Love me tender”, “Zamba del pañuelo”, “Maite”, “Lilí Marlene”, “Que seas vos” y mi favorita, el bolero “Amar y vivir”, acompañadas de reflexiones sobre cómo encarar la vida y consejos a jóvenes escritores para que moderen sus raudas ansias de fortuna y éxito. Aunque nada más ejemplarizante para ellos que esa prosa magistral, lograda con no pocos esfuerzos y libre de tópicos y lugares comunes, elaborada para ser disfrutada tanto en silencio como en voz alta.
No obstante, los libros de Wiesenthal producen al final un fastidio irremediable: se acaban. Menos mal que no ocurre así con sus queridos cundis, parecidos a sus obras, de miga jugosa y corteza dura. Por lo que aviso a los lectores avispados de que en los hornos del barrio de la Viña pueden seguir degustándolos.

martes, junio 11, 2013

Etimologicón, Javier del Hoyo

Ariel, Barcelona, 2013. 240 pp. 18,90 €

Ricardo Triviño

Apostando por la originalidad, Ariel ha realizado una edición en color de la versión española del Etymologicon de Mark Forsyth. Ha impreso el texto en marrón y verde (o azules, de acuerdo con el prólogo, lo cual me ha descubierto que podría ser algo daltónico) acompañándolo de generosas ilustraciones al comienzo de cada capítulo. Sin duda, me trajo a la memoria el diseño de La Historia Interminable.
Este Etimologicón es una versión del original y no una traducción. Se adapta la idea a la lengua española mostrando de forma amena el curioso e impredecible origen de las palabras de nuestra lengua. Aunque el espíritu gamberro y friki del autor británico no se ha conservado (Forsyth explica tanto el origen de gentleman como relación existente entre los paréntesis, brackets, y la bragueta), Javier del Hoyo hace gala de sus conocimientos de filología clásica y su experiencia como docente.
Su trabajo como profesor titular de Filología Latina de la Universidad Autónoma de Madrid hace que el libro sea eminentemente didáctico sin dejar de ser lúdico. Del Hoyo agrupa las palabras en capítulos a través de las raíces grecolatinas de donde provienen, y las enlaza unas a otras en una suerte de juego discursivo del que seguramente gustara cualquier oulipiano de pro. Así, el capítulo dedicado a facio sentencia: «dicho y hecho, hemos terminado este quehacer, y aunque sea perfectible, por hoy es suficiente».
Se podría decir que si Forsyth narra biografías de palabras, del Hoyo traza genealogías. Resiguiendo las ramas de estos árboles familiares, uno puede descubrir parentescos desconcertantes. ¿Acaso alguien asociaría los versos (versus) con la basura (versura)? ¿O adivinaría que los príncipes (primus + capio) comparten linaje con los okupas (ob + capio)? ¿O pondría la confianza (confidere) en el horror de los desahucios (des + afuciar < fiduciare)? ¿Y si los pezones (pedicioulus) tienen más relación con los pies que con el pecho?
Estas relaciones, con más o menos documentos apoyándolas, con mayor o menor suposición por parte de los lingüistas, no pierden su atractivo. Incluso fascinan esas llamadas etimologías populares de las que muchos se ríen (*mondarinas, *vagamundos, *nigromantes), despreciándolas por ser fruto de la "ignorancia popular", pero que nos han dado palabras a día de hoy algunas tan correctas como cerrojo. Debería haber sido *verrojo (veruculum) pero acabó asociándose a su función y forma: un ojo que cierra.
Pese a su talante menos irreverente, el libro de Ariel entretendrá a los aficionados a conocer el significado primero de las palabras. No sólo eso. Al agruparlas por la raíz, servirá como herramienta mnemotécnica para aquellos que busquen evitar tanto faltas de ortografía como tediosos manuales. Ordenadas en un índice alfabético, las palabras son igualmente localizables dentro del texto por estar resaltadas en verde... ¿o en azul? Maldita sea. Ahora no sólo soy daltónico sino que encima quiero saber de dónde viene la palabra.

lunes, junio 10, 2013

Solo si te mueves, Aloma Rodríguez

Xordica, Zaragoza, 2013. 176 pp. 15,95 €

Nere Basabe

Dinópolis, para el que no lo sepa, es un parque temático de Teruel que estaba pidiendo a gritos ser el escenario de una novela. Aloma Rodríguez lo supo ver, y también ha sabido retratar con rigor su puntito surrealista y su puntito desolado, sensaciones ambas que impregnan las páginas de Solo si te mueves (novela galardonada como “Nuevo talento Fnac” de 2013). Narrado en primera persona, la autora nos cuenta aquí el verano de una estudiante de filología hispánica que se estrena asomándose al mundo adulto en su primera incursión laboral: dos meses de trabajo eventual como actriz y animadora en un parque de ocio y espectáculos. Con un estilo sobrio, parco en adjetivos, ajeno a toda divagación o juicio de valor (y sí en cambio implacablemente autoconsciente de sus prejuicios), se limita a seguir el hilo narrativo de una reiteración de situaciones: los intercambios con los compañeros de trabajo en los vestuarios, las representaciones teatrales para los más pequeños (hasta seis pases en una misma jornada, hasta el último día en que la función se suspende por la irrupción de una tormenta veraniega poniendo fin a la sensación de bucle); el calor, los recorridos nocturnos por los bares de Teruel, los flirteos, las cervezas, los cigarrillos, las charlas intrascendentes o las ocasionales visitas de un medio-novio que se ha quedado a la espera en la ciudad (con los consabidos paréntesis cargados de escenas sexuales, originales y muy bien tratadas). Y, en medio de tanto cartón piedra remedando animales prehistóricos, algunas verdades de carne y hueso que acaban imponiéndose: la amistad y sobre todo el amor, no ya su descubrimiento, sino lo que en mi opinión es mucho más interesante, su aceptación madura y consecuente.
Guardo en la memoria, a pesar de los años transcurridos, el sabor de la agradable sorpresa que supuso para mí la lectura de la primera novela de Aloma Rodríguez, París tres (2007), crónica de un año de beca Erasmus en la Universidad a la que alude el título y de la que ésta que ahora comentamos se presenta como una “precuela” biográfica. Y aunque ahora no tengo aquel libro a mano, sí recuerdo bien la envidia que sentí ante la apabullante sencillez y eficacia narrativa de su joven autora. Siguiendo esa lógica, se podría concluir que Solo si te mueves se mantiene fiel a aquellos parámetros con los que tan bien supo despuntar pero que, con ello, sale perdiendo el factor sorpresa que jugó a su favor en el debut literario. Los que ya conocíamos a esta autora nos quedamos, tal vez, con curiosidad y ganas de conocer de lo que es capaz cuando se decida a dejar atrás la novela de aprendizaje y la autoficción para arriesgar en otros terrenos; para aquellos que aún no la hayan leído, este libro seguirá siendo, eso sí, una ocasión que no deberían dejar pasar. Y también es cierto que pedirle a un autor que haga lo que no hace es una majadería, y lo que hace Aloma, lo hace bien.
Permítanme por último una pequeña divagación extraliteraria; una lectura política con referencia a una anécdota personal y la breve comparación (siempre odiosa) con otra novela de reciente aparición y algunas características similares: Los combatientes, de Cristina Morales. Ambas autoras comparten juventud, inteligencia y una escritura autorreferencial descarada y sin tapujos. Las dos novelas transcurren en buena medida en escenarios teatrales, tanto, que Aloma Rodríguez me comentó en una ocasión, llena de irónica humildad, que la novela de Morales era como la suya “pero de izquierdas”. Mi conclusión es que esto no es cierto: el sudor del trabajo honesto, el teatro proletario sin ínfulas artísticas, los miedos y la precariedad están del lado de la sencilla historia que nos cuenta Aloma, y no en un montaje que se ambiciona provocador y alternativo.
Solo si te mueves tiene además la virtud de albergar, sin asomo de pretenciosidad, deliciosos hallazgos: no se me irá de la cabeza la escena en la que describe, por ejemplo, el momento de posar para las fotos de los turistas disfrazada de tiranosaurio rex. Muchos de los niños lloran, porque les asusta el muñeco monstruoso, y son los padres los que los obligan a acercarse para la foto (otros niños, menos miedosos, maltratan en cambio a las mascotas). Entonces Aloma Rodríguez, con su ternura cruel, nos confiesa que, desde el interior del muñeco de gomaespuma, y aunque no vaya a verse reflejada en la fotografía, una no puede evitar sonreír al objetivo. Esas sonrisas invisibles, inútiles, despertarán a su vez la sonrisa del lector; o puede, en cambio, que lo estremezcan.

sábado, junio 08, 2013

Colección Frontera (1), Alfredo Lara (Dirección)





















Indian Country. Dorothy M. Johnson.
Trad. José Menéndez-Manjón. Valdemar, Madrid, 2011. 264 pp. 18 €

Un tronar de tambores. James Warner Bellah.
Trad. Lorenzo Díaz. Valdemar, Madrid, 2012. 256 pp. 19,20 €
Pilar Adón

Hace un par de años se abrió con Indian Country, de la estadounidense Dorothy M. Johnson, la colección Frontera de la editorial Valdemar con la intención de recuperar y rehabilitar el género literario del western, tan maltratado en España con malas ediciones y malas traducciones, y terminar con esa concepción generalizada de que es ésta una narrativa de poca calidad, de compraventa en quioscos y usar y tirar. Hasta el momento, cuatro han sido las obras publicadas (dos colecciones de relatos y dos novelas) y todas ellas siguen unos criterios básicos de calidad que incluyen ediciones acabadas y unos magníficos estudios preliminares del director de la colección, Alfredo Lara, en los que nos especifica el contexto histórico del autor, sus circunstancias biográficas y en los que, sobre todo, nos ofrece multitud de detalles acerca de las adaptaciones cinematográficas que se hicieron de muchas de estas narraciones. Porque si algo resulta evidente es que los gestos, las expresiones tan repetidas que se han convertido en clichés, las imágenes míticas de estas obras (el vaquero que llega a una pequeña casa de troncos atacada por los indios para encontrar vivos a un par de mujeres y a unos niños; las batidas a caballo por las llanuras interminables; los adornos de guerra de los jefes indios; las conversaciones de los hombres que intentan abrirse paso por los espacios salvajes del Territorio…) no han llegado a nosotros gracias al soporte de la literatura, sino al del cine. Pocos lectores habrán oído hablar de Dorothy M. Johnson (1905-1984), pero si dijéramos que es la escritora de los relatos que inspiraron las películas Un hombre llamado Caballo, El árbol del ahorcado y El hombre que mató a Liberty Valance, seguramente el interés por su trabajo crecería. Y lo mismo ocurre con James Warner Bellah (1899-1976), cuyo nombre no puede desligarse del de John Ford ya que cinco de sus relatos fueron el germen de su trilogía de la caballería americana, compuesta por Fort Apache, La legión invencible y Río Grande. Quizá sea Dorothy M. Johnson la autora más puramente literaria de los cuatro escritores publicados hasta el momento por Valdemar. Con un par de pinceladas, con una sutileza y una economía descriptiva que roza el minimalismo, nos traslada a unos escenarios extensos y vacíos en los que conviven avispadas mujeres que lo observan todo con los ojos muy abiertos, jóvenes audaces, hombres esforzados y emprendedores y, sobre todo, indios que atacan y huyen, y de quienes Johnson nos ofrece una cara de una violencia extrema (aunque nunca tan extrema como las que nos regalará nuestro siguiente autor, James Warner Bellah), pero también otra más humana y adornada incluso de cierto romanticismo. Sus condiciones de supervivencia; sus ritos de comunión con la naturaleza; el concepto sagrado del entorno, de las montañas y los ríos; su creencia en el poder de los espíritus y en su protección personal que les lleva a pasar días en soledad, hambrientos, en busca de su propia medicina; la lucha diaria por la subsistencia y su sabiduría ancestral… Todo ello dosificado en narraciones casi poéticas que nos hablan de los rigores del entorno y de las escasas concesiones que ese mismo entorno hace ante la debilidad de los hombres. De héroes y villanos. De la muerte y la grandeza del enfrentamiento. De la épica. De lo glorioso y lo legendario. De la costumbre india de no interrumpir al interlocutor mientras habla. De su prevención ante el oro por considerarlo un elemento que vuelve locos a los hombres blancos. O de su manera de cazar para obtener alimento y no por pura diversión, como verían hacer a los blancos, que cazaban búfalos desde los trenes en marcha por el puro placer de matar y no porque necesitaran su carne.
Todo ello con una prosa limpia, desnuda. Johnson se vale de un lenguaje claro para narrar grandes hazañas, para desplegar todo un muestrario de actitudes y guiños que forman parte de nuestro bagaje visual gracias a nuestra condición de espectadores, y para presentarnos unos paisajes y unos personajes cuya inmortalidad vendría de la mano del cine. No deja de ser paradójico que sus historias inspiraran grandísimas películas y que sean esas películas las que hoy le aporten al lector actual el característico e inconfundible fondo estético con el que rellenar los huecos que la propia autora dejó sin cerrar. James Warner Bellah es otro cantar. En Un tronar de tambores nos describe la vida diaria de los soldados americanos en los asentamientos militares, desde donde trataban de controlar cada centímetro de los nuevos territorios arrebatados a los indios, y seguir avanzando hacia el oeste. En estos fuertes los hombres eran muy hombres. Y, en cuanto a las mujeres, las había de dos clases: o bien las que eran violadas y masacradas por los indios para indignación de los soldados, que tenían así una excusa perfecta para tomarse la revancha y masacrar, a su vez, a los primeros verdugos; o bien las que se hacían valer de sus encantos femeninos para que sus hombres alcanzasen el lugar que merecían a sus ojos. Vuelve a resultar paradójico el que sus conversaciones nos suenen tanto a tópicos cinematográficos, casi caricaturescos, cuando son precisamente estos diálogos los que generaron la iconografía que nos ha quedado de la vida en el oeste americano.
En esta colección de James Warner Bellah se reúnen los cinco relatos que inspirarían la mencionada trilogía de John Ford, y se ha incorporado la novela que el propio autor terminó a partir del guión de Fort Comanche y que da título al libro: Un tronar de tambores. En ellos, tanto las alusiones del narrador como los propios diálogos de los personajes hacen referencia constante al valor de los hombres, a la importancia del rango y a lo esencial de la obediencia. Los relatos tienen como escenario principal el asentamiento de Fuerte Starke, donde todas las voces son muy masculinas y todos los finales muy honrosos, y donde la nobleza y el respeto prevalecen por encima de cualquier otra consideración, de modo que cuando los hombres hablan, marcan cada palabra con la dicción perfecta que da la seguridad de estar al mando del mejor destacamento o, desde el otro punto de vista, de saberse a las órdenes del superior más cabal y decente que pueda imaginarse. John Ford adquirió por 7500 dólares los derechos de Masacre, el relato de Bellah que narra cómo el comandante Owen Thursday lleva al desastre a sus hombres buscando la gloria militar, y en él se inspiró para hacer Fort Apache, donde viene a contar la historia del general Custer y el descalabro para el Séptimo de Caballería frente a Caballo Loco en la batalla de Little Big Horn. En el propio relato se apunta la idea de que Thursday, trasunto de Custer, en realidad se suicidó con un tiro «disparado tan de cerca que el médico había deducido que el comandante mayor habría apretado personalmente el gatillo». Se cree que por eso su cadáver no fue mutilado ya que los indios no profanaban los cuerpos de aquellos que se quitaban la vida de forma voluntaria.
Después vendrían las otras dos películas decisivas para asentar el repertorio de heroicidades y desventuras de una institución tan cinematográfica como la caballería americana en su infatigable persecución de los indios, de los que uno de los personajes de Un tronar de tambores hace esta "sutil" descripción: «El indio es un animal salvaje y nocivo, y sus actos los de un feroz animal de presa en nada atemperados por la piedad o la misericordia». También hay campo para, en voz directa del narrador, aludir a la "blandura" de Fenimore Cooper: «Hay que verlo para creer lo que les hacían a las mujeres blancas. Fenimore Cooper era un fatuo romántico, atontado en su empalagosa ignorancia, porque los indios en estado de libertad sólo están a un paso de las bestias. Son lascivos y carentes de honor o piedad, indecentes en ideas y en habla e inconcebiblemente sucios en su persona y modales». Todo lo que fuera necesario para ensalzar los heroicos valores de los militares.
De las dos novelas publicadas en la colección Frontera (El trampero, de Vardis Fisher, y Centauros del desierto, de Alan Le May) nos ocuparemos en una reseña próxima. Pero valgan estos dos libros de relatos para invitar al lector a que disfrute de su paseo literario por el salvaje oeste.