viernes, mayo 31, 2013

Historia del dinero, Alan Pauls

Anagrama, Barcelona, 2013. 208 pp. 17,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

Comencemos con un poema de Pablo García Casado —de actualidad, ya que acaba de compilar toda su obra poética en Fuera de campo—: No es un ambiguo sentimiento de angustia, es dinero. La nueva novela de Alan Pauls podría resumirse perfectamente con este poema.
Parece que con Historia del dinero Alan Pauls cierra su trilogía setentera, argentina, excesiva y fantasmal. Y para ello se vuelve a aliar con algunos de los personajes más representativos —de esta trilogía— que ya encontramos en Historia del llanto y en Historia del pelo. La mirada del niño que sigue contemplando todo a través de su ventanal. Tónica general en su obra, se sigue buscando Pauls, o tal vez siga buscando esa concepción de la narrativa que con cada nueva novela consigue revitalizar y estimular. Aliento, electricidad, apuesta. Pauls es un magnífico ejemplo de la pasión por el camino, por el viaje, sin pensar cuál es el destino, o por qué es necesario alcanzar algún lugar. Tal vez no exista ese lugar, es lo de menos. El triunfo es el viaje, viajar, el trayecto. Pauls no ha soltado su mochila.
En esta novela, el dinero es más que billetes y cifras, es un universo, una obsesión, una forma de estar y ser. Ganar dinero es una pasión rutinaria, básica, pero pasión a fin de cuentas. Pasión que puede llegar a lo carnal, a lo sexual, orgía de dinero, pero con el tacto de un billete mil veces manoseado.
Excesivo y deslumbrante, Alan Pauls, características de su narrativa desde sus comienzos, en Historia del dinero nos conduce por el lado oscuro del dinero, sobredosis de dinero, dinero, mucho dinero, todo y todos por el dinero. Alterna Pauls, sin previo aviso, el microscopio con el plano general, los elementos autobiográficos con las referencias al contexto social, salvaje y caótico, de la Argentina mundialista de los setenta, ese país de “paranoia y dolor” que nos cantó Andrés Calamaro. En estos giros, que siempre sorprenden al lector, es donde Pauls exhibe todo su músculo literario, esa inexplicable capacidad innata para sobrevivir a su propio incendio y convertir un texto abocado a las cenizas en una imponente e iluminadora llamarada que nos ciega, puro esplendor.
Historia del dinero es una novela que aturde y emociona, que embriaga, que escuece. Narrativa con nervio y aliento, historias contadas, crónica de sombras y obsesiones, naufragios que nos intimidan, personajes reales y visibles, Literatura, de la buena.

jueves, mayo 30, 2013

Hacia la sobriedad feliz, Pierre Rabhi

Trad. Marisa Morata Hurtado. Errata Naturae, Madrid, 2013. 152 pp. 15,90 €

Pilar Adón

Partiendo de un ideario muy claro y con el afán de presentar ante todo el que desee leerlo un manifiesto de carácter político con vocación evidentemente práctica, el activista y escritor francés de origen argelino Pierre Rabhi hace con su defensa de «la sobriedad feliz» una llamada a la «insurrección de conciencia», eslogan que él mismo adoptó para su campaña electoral cuando se presentó como candidato a la presidencia francesa en 2002.
Sobriedad. Feliz. Parece indudable que la elección de las palabras en este discurso ágil y apasionado se ha hecho con un cuidado exquisito, y parece esencial que «feliz» sea el término que califique a la sobriedad a la que Rabhi se refiere y que con tanto ímpetu defiende ya que ha de quedar claro que se trata de una sobriedad consciente y buscada, centrada en el poder de la moderación como antídoto para el imperio del lucro y el beneficio, y que logre que los hombres se liberen de la tiranía de las finanzas. Una sobriedad meditada e invitada ya que, de lo contrario, en un mundo en el que sesenta y cinco mil personas mueren cada día de hambre y de enfermedades derivadas de la pobreza, semejante propuesta podría parecer grotesca y hasta despiadada.
Pero Rabhi sabe de lo que habla. Ha hecho de su existencia su principal argumento y él mismo constituye la prueba de que se puede llevar a la práctica la que es su teoría vital. Sin caer en el buenismo ni en el autobombo ni en las proclamas de un neohippy de salón, Rabhi expone sus propias acciones y cómo ha perseguido la consecución de una tierra mejor y una existencia más coherente con los ritmos de la tradición y de la tierra. A partir de ejemplos de su infancia, de su familia, de las labores a las que se ha entregado en el pasado y a las que se sigue entregando, pone de manifiesto cómo con pequeños actos se puede lograr un objetivo que trascienda la propia individualidad y que apunte a algo a priori tan abstracto como puede ser la fortaleza del planeta y por ende la de la humanidad. Así, habla de la fealdad de las finanzas y de la importancia de renunciar a la fealdad que supone la competitividad continuada y el alejamiento de lo primordial. Habla de la insensatez del ritmo de vida que se impone en una sociedad basada en la producción acelerada de bienes. De las prisas. Del encierro continuo en todo tipo de edificios desde que nacemos y hasta el asilo. De la cosificación del hombre que se convierte en mero productor y en feroz consumidor de lo que produce. De un modelo económico que no puede mantenerse sin destruir y que considera que el planeta es una fuente inagotable de recursos. De la ruina de la agricultura tradicional y de una tierra arrasada por fertilizantes y pesticidas. Y, a cambio, propone una búsqueda de la belleza que suponga todo lo contrario, es decir, el acercamiento a lo básico, a lo necesario. Una sobriedad que huya de la dictadura del consumo y que comprenda incluso una abstinencia de información, un «ayuno purificador» que deje reposar al cerebro de las declaraciones, los desmentidos, los datos y más datos que lo saturan todas las mañanas.
Rabhi parte de una crítica a la modernidad que ha venido a instaurar lo que él llama «pensamiento de inspiración mineral» y que es aquel pensamiento que básicamente rechaza cualquier categoría que no se adapte a la racionalidad capaz de explicarlo todo, y que elimina conceptos como el de la intuición, la sensibilidad o la subjetividad. Ataca el concepto de una economía que se erige en suprema reguladora de todos los ámbitos de la existencia una vez eliminados los demás parámetros, y que impone el «aprovechamiento» como máximo regulador. El beneficio que hace que se prohíba toda «pérdida de tiempo». Y para ilustrar la tristeza a la que conduce tal sistema, recuerda a su padre, un herrero del sur de Argelia que se encargaba de arreglar en su fragua las herramientas de sus vecinos hasta que, con la llegada de los franceses, todo cambió y comenzaron a faltarle los encargos. Las empresas francesas llegaron para extraer hulla, impusieron sus sistemas de producción y acabaron con el pausado modo de vida que Rabhi había conocido y que intentaría recuperar años después cuando, en 1961, tras formar una familia, se instaló en el parque nacional de las Cevenas, en la parte de Ardèche, donde vivió siete años sin agua corriente y trece sin electricidad, alumbrándose con velas y lámparas de petróleo y de gas, y donde empezó a cultivar la tierra sin productos químicos, abogando por un modelo basado en «la agroecología, la sensibilización, la educación y la transmisión de competencias para una agricultura perenne, eficaz y respetuosa con el medio ambiente».
En un momento como el actual no es de extrañar que se publiquen libros que hablan de autosuficiencia, de una vida consciente y de una filosofía de la adaptación. La sobriedad feliz se plantea como una opción más, la de su autor, que la propone como alternativa para llevar «una vida más ligera, tranquila y libre». En el día a día, cuando seguimos con nuestros sistemas aprendidos y nuestros condicionamientos particulares, esta podría parecer una propuesta utópica, quizá viable para otros. Pero no es necesario irse a vivir a un parque nacional. Rabhi propone la ejecución de mínimos movimientos conscientes que constituyan en sí mismos un acto alegre de protesta e incluso de pequeña rebelión: «Cultivar un huerto o entregarse a cualquier actividad creadora de autonomía será considerado un acto político, un acto de legítima resistencia a la dependencia y la esclavitud del ser humano.»

miércoles, mayo 29, 2013

El luminoso regalo, Manuel Vilas

Madrid, Alfaguara, 2013. 385 pp. 18,50 €

José Miguel López-Astilleros

El luminoso regalo se inscribe en las novelas que utilizan el sexo como metáfora de la vida, de la destrucción, del conocimiento del alma humana, del proceso amoroso, de la incapacidad de amar o como sublimación del amor. Entre ellas se podrían citar obras muy distintas entre sí respecto a sus planteamientos, significados y propuestas estéticas, como por ejemplo Sexus de Henry Miller, Crash de J. G. Ballard y más cercana en el tiempo Snuff de Chuck Palahniuk, entre las cuales Vilas sabe distinguirse con poderosa singularidad, sea por los procedimientos poéticos utilizados (no olvidemos que el autor es también poeta) o por el particular significado del sexo en la vida de sus personajes, cuando no por otras muchas razones.
Víctor Dilan, el protagonista, es un escritor español de éxito, exdirector del Instituto Cervantes en Roma, está casado y tiene una hija, lo que no le impide acostarse con todas las mujeres que le salen al paso, hasta que da con Ester, la Bruja, una mujer alta, rubia y con ojos azules, como él, que a semejanza suya mantiene contactos carnales sin interrupción (es ninfómana) con todos los hombres que desea. Ambos despliegan ante el lector sus relaciones sexuales más explícitas, con todo detalle y crudeza, como si estuviéramos viendo una película pornográfica. Esta relación es la base de la novela sobre la que se construyen sus historias y las de los demás personajes, transidos así mismo de un exacerbado e incontenible deseo sexual, a cuyos encuentros exhibicionistas asistimos igualmente, en una acumulación que nos recuerda a los crímenes de 2666 de Roberto Bolaño, pero que en la novela de Vilas, a nuestro juicio, deviene en un efecto paródico, tanto más acentuado cuanto más aumenta la cantidad de ellos. Partiendo de esta colisión entre ambos amantes, se nos narran los encuentros y desencuentros entre Dilan, su esposa Elena, Ester y otras muchas mujeres, así como de Ester con su psiquiatra Matthews y otros muchos hombres.
Hasta aquí la novela se quedaría en una historia vulgar, sin embargo los exacerbados y voraces juegos sexuales, que hoy sólo escandalizarían a mentes estrechas y puritanas (quizás pueda entenderse esta obra, en este aspecto, como un ajuste de cuentas con la novela española por su pacatería y pudor en mostrar el sexo), le sirven al autor para, siguiendo a Bataille, construir con ellos un objeto al servicio del mal y la destrucción, a la cual Victor se ve arrastrado por Ester; pero no sólo eso, también representa para el protagonista una búsqueda infructuosa del amor, cuya práctica, elevada a la categoría satánica unas veces y otras a una mística irónica, le revela su incapacidad para amar, que lo conduce a la soledad, que a su vez le empuja hacia un final dramático. A esta autodestrucción de Dilan coadyuvan los antidepresivos que toma y su alcoholismo. Pero los deseos de aniquilación de Víctor exceden su propia extinción, y como un contagio de la maldad de Ester, los amplía a toda la humanidad, los cuales ve cumplidos de un modo vicario en la personalidad de su nieto, y aquí es donde la novela alcanza un tono apocalíptico de ciencia ficción. La sexualidad es incapaz de albergar la certeza del amor, que lucha inútilmente por proyectarse más allá del placer efímero, en una ansia por alcanzar la espiritualidad romántica, representada por el Heathcliff de Cumbres borrascosas, quedando finalmente en una mera reflexión sobre su condición biológica o construcción cultural, o en lo que Bauman llamaría un amor líquido.
Si la novela anterior, Los inmortales, se podía considerar como una novela postmoderna, alejada del realismo convencional, con una fuerte presencia de la cultura pop, en esta, más realista, Manuel Vilas no ha abandonado del todo ni lo primero ni lo segundo. De este modo se juega con la verdadera identidad de los personajes. Tanto estos últimos como los lectores somos incapaces de conocer la verdad, debido a los diferentes puntos de vista, así como a la utilización de la primera y la tercera persona, pero con predominio de la segunda, que se contagia de un extraño y distante tono apelativo. El tiempo es discontinuo, siendo así que el argumento está presentado con saltos hacia delante y hacia detrás entre los años 2007 y 2082 o atemporales. También incluye referencias a lo que ya son iconos culturales como puedan ser el monolito de la película Odisea del espacio 2001 o Bob Dylan, entre otros.
El luminoso regalo es una novela que explora con valentía la naturaleza y el significado del sexo, del amor, del mal, de la destrucción, de la muerte, de la mentira, de la insatisfacción, de la búsqueda de la felicidad, y que no aspira a dar respuestas sino a sembrar inquietudes, sin renunciar a la metaficción, la ironía, el humor y la poesía.

martes, mayo 28, 2013

Y siguió la fiesta: La vida cultural en el París ocupado por los nazis, Alan Riding

Trad. Carles Andreu. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013. 489 pp. 25 €

Ángeles Prieto Barba

Gracias a los setenta años transcurridos desde la ocupación nazi, en el vecino país galo se pueden revisar con toda seriedad y rigor las distintas actitudes de colaboracionismo y de resistencia frente a ella. Elogiosa postura historiográfica en contraste claro con el apasionamiento visceral con el que seguimos analizando nuestra propia guerra, preludio de aquella otra. Y fruto de ese lavado a conciencia de trapos sucios, es este magnífico ensayo.
No obstante, el lector español tuvo ocasión de conocer el tema con cierta profundidad muy recientemente, en el año 2006, cuando apareció traducido el trabajo ingente del gran experto británico en la Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor y su esposa Artemis Cooper, denominado París después de la liberación: 1944-1949, título no exacto porque engloba también los tres años de ocupación analizados aquí con todo detalle: de 1942 a 1944. Hay que señalar que ambos libros son complementarios y que además, quien haya leído el primero, disfrutará sin duda con este segundo. Recomendación que también se extiende a quien hubiera consultado previamente el polémico análisis de Tony Judt, Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956, publicado en 2007.
Ahora bien, en Y siguió la fiesta nos encontramos ante un estudio muy bien estructurado y completo, más que los anteriores que he citado, pues presta atención a todos y cada uno de los aspectos de la vida cultural parisina, sin permitir que el evidente peso y marchamo ideológico de escritores e intelectuales franceses (Sartre, Camus, Malraux, Colette, Gide, Mauriac, Aragon, Morand, Éluard, Péret, Duras, Céline, Drieu la Rochelle, etc.) o foráneos residentes, nos oculte a actores, pintores, cantantes, gestores de museos, sastres, editores, cineastas, gentes del music-hall o la danza. Pues en esa Capital Mundial de las Artes que fue París, al menos hasta ese momento, todas ellas resultan indisociables, constituyendo esta visión de conjunto muy necesaria.
El resultado es un volumen plagado de informaciones extraídas de fuentes diversas (bibliografía histórica y literaria, prensa, entrevistas...), ante las cuales es obligada la desmitificación de aquellos años, reconociendo por ejemplo que el ejército nazi permitió efectivamente que los artistas parisinos prosiguieran con sus espectáculos o que incluso se impulsara la tradicional cultura gala bajo el régimen de Vichy. Un libro donde también se analiza espinosos temas como la segura responsabilidad francesa en el drama del Holocausto, la despreocupación y falta de compromiso de Jean Paul Sartre frente a la actitud de Camus o el papel posterior de Aragon como grand inquisiteur estalinista, pero que también recoge labores verdaderamente heroicas como la del periodista norteamericano Varian Fry o dolorosos dramas como el de Irène Némirovsky. El expolio tremendo de obras de arte por parte de un Goering voraz, o cómo se cercenó de un modo brutal todo intento de resistencia tras la ejecución de un cadete nazi en el metro de París, ejemplares o bochornosas historias como las de Joséphine Baker, la escritora Colette, el editor Raymond Deiss, la funcionaria de museos Rose Valland, el actor Sacha Guitry, el músico Maurice Hewitt y tantos otros que interesa conocer, convierten este libro en un trabajo instructivo y certero pero sobre todo, ecuánime.

lunes, mayo 27, 2013

La reina de la Costa Negra y otros relatos de Conan, Robert E. Howard

Trad. Javier Fernández. Cátedra, Madrid, 2013. 376 pp. 15,30 €

Fernando Ángel Moreno

Conan.
Si esa palabra ya le hace sonreír, positiva o negativamente, puede usted ahorrarse la mitad de este texto. Lo más interesante es que si ha sido una sensación positiva habrá ido acompañada seguramente por multitud de recuerdos, impulsos inconscientes de difícil y vergonzosa y orgullosa identificación, sueños, viajes y, sobre todo… Subraye por favor esta palabra:
Melancolía.
Conan.
¿Por qué leer Conan? Para mí la pregunta sería, en realidad, ¿por qué no leer sobre Conan?
Y ya me sé muchas poco convincentes razones: que no vale la pena por el exceso de adjetivación y por el machismo y el racismo y la homofobia evidentes… Que una sociedad bien pensante no puede alabar su defensa de la superstición ni el desprecio de lo civilizado, de la sana convivencia, del respeto de las opiniones y acciones ajenas… Que no se puede aceptar en una sociedad madura a un guerrero que solo respeta el carácter y la fuerza.
Quiero decir que entiendo y me sé de memoria todas las razones por las que no leer Conan.
Ahora Javier Fernández no duda de que hay que leer a Conan y nos trae su propia edición y traducción de los más relevantes relatos del cimerio, acompaña de algunas imprescindibles notas sobre su labor como traductor. Y lo hace desde una editorial tan poco sospechosa de defensa de lo políticamente incorrecto como Cátedra. Es decir, una editorial civilizada y digna como Cátedra dignifica con su sello la lectura de uno de los máximos representantes del pulp estadounidense. ¡Por Crom!
Y Javier Fernández entiende muy bien que ni Cátedra dignifica a Conan ni Conan dignificar a Cátedra, y que hay que leer Conan. Nos lo sugiere en un prólogo apabullante que por sí mismo ya justifica acercarse al volumen. Lo que nos explica allí es precisamente lo que ocurre cuando leemos la inabarcable palabra «Conan». Para ello hace un repaso por el mito posmoderno construido el cómic, la literatura y el cine. Así nos describe ese constructo cultural y las razones de su éxito, pese a la distorsión que ha sufrido desde sus orígenes.
Será precisamente la descripción de esos orígenes —la personalidad de Howard, la influencia de Lovecraft, los EE.UU. de su tiempo, el tipo de lectores que había— lo que nos enriquece y nos trae un nuevo Conan, que es precisamente el primero que hubo; Conan el existencialista, como cariñosamente le han llamado. Pocos sabíamos que jamás sus aventuras habían sido traducidas fielmente, pues habían partido de las mutilaciones y falseamientos del editor Sprague de Camp. Ahora tenemos la ocasión de encontrarnos con lo más hermoso del personaje: su melancolía.
La melancolía del personaje, ahora disponible a través de esta nueva y cuidada traducción, es la de nuestra esencia primigenia antes de perderse en tantas falacias con las que una sociedad burguesa nos ha devorado. Al lector poco amigo del pulp (como es mi caso) podrán llamarle la atención la simpleza de las aventuras, su repetitividad, el barroquismo innecesario con tantos adjetivos y tanta épica forzada, como me ha ocurrido a mí. Pero su lectura se enriquece con la comprensión del fenómeno cultural y con la mirada puesta en ese aventurero que viajaba por lugares exóticos alquilando su espada (nunca vendiéndose) y que tantos hemos sido durante la infancia y la adolescencia. «Algún mecanismo de mi subconsciente tomó las características dominantes de varios boxeadores, pistoleros, piratas, matones de los campos de petróleo, jugadores y honestos trabajadores con los que había estado en contacto y, al combinarse todos ellos, se produjo la amalgama que llamo Conan el cimerio.» (Robert E. Howard)
En este sentido, Conan es el aventurero definitivo y como tal hay que leerlo, en su lucha eterna contra las hipocresías y la falsa moralidad de la burguesía. Especialmente interesantes son los puntos comunes —numerosísimos— con la literatura y la visión de la existencia de su buen amigo Lovecraft, que yo desconocía y que me han sorprendido página tras página.
Y con ello he vuelto a entender que las más célebres obras populares (en el peor sentido) no tienen por qué resultar complejas, sutiles, inigualables por su virtuosismo verbal. Deben conquistarnos por su totalizadora visión de la realidad y de la posición del individuo ante ella. En esta visión se entremezclan intuiciones sobre avances filosóficos revolucionarios, como entendemos al leer alegremente a Lovecraft. Cuando consiguen esta meta, a partir de una propuesta propia y sugerente, y si entendemos este principio, podremos disfrutar numerosas narraciones que nuestros prejuicios falsamente adultos nos tienen vetadas.
En resumen, tras leer la propuesta de Cátedra, ¿me gustaría Conan si no supiese quién es Conan? Dejando aparte la futilidad de esta pregunta, creo que disfrutaría —como me ha ocurrido ahora— esa melancolía del personaje, esa crítica de lo civilizado, la potencia de su imaginario y la personalidad ambigua del cimerio.
Pero es que además es Conan. Y no hay que pararse a pensar en por qué leer sobre él. «He conocido muchos dioses. El que los niega está tan ciego como el que confía demasiado en ellos. No busco nada del otro lado de la muerte. Puede que sea la negrura que aseguran los escépticos nemedios, o el reino de Crom de hielo y nubes, o las planicies nevadas y los salones abovedados del Valhalla de Nordheimer. Ni lo sé, ni me importa. Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos, la loca exultación de la batalla cuando las azules espadas arden y enrojecen, y estaré contento. Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.»

sábado, mayo 25, 2013

Solo con invitación: Les ruego que me odien, Guillermo Roz.

I Premio de Narrativa Fernando Ayala. Musa a las 9, Madrid, 2013. 168 pp. 5,99 €

José Miguel López-Astilleros

Guillermo Roz nació en Argentina en 1973 y está afincado en Madrid desde 2002. Entre sus obras publicadas citaremos la que le valió el premio Nuevo Talento Fnac, Tendríamos que haber venido solos, publicada por Alianza en 2012. La que nos ocupa recibió el I Premio de Narrativa Francisco Ayala el año pasado, y es la segunda de un tríptico, que no de una trilogía, como matiza el mismo autor. Ha sido editada exclusivamente en formato digital (www.musaalas9.com). Esto no quiere decir que la novela haya sido escrita pensando en ello, o al menos así lo declara Roz; aunque se adapta muy bien a los rigores de la pantalla, debido a que está compuesta por párrafos no muy extensos con un discurso sin excesivas complicaciones, además de diálogos breves, a lo que hay que añadir un estilo fragmentario que nos da la impresión, en muchas ocasiones, de estar frente a un guión cinematográfico, lo que le confiere un ritmo muy actual, acorde con la manera en que hoy recibimos la información en los medios electrónicos.
El principio que rige toda la obra nos lo proporciona una de las reflexiones del protagonista hacia el final, dice así «La verdad es una construcción, la realidad un colaje, la imaginación una necesidad». Juan y Elsa pertenecen a sendas familias acomodadas de la ciudad de Quilmes, cuyos padres decidieron desde sus nacimiento que estaban destinados a casarse uno con el otro, pero entre ellos surge Leticia, con la cual formarán un triángulo amoroso, en el que Elsa no ama a Juan, Leticia en cambio sí, y este, a pesar de tener relaciones con Leticia, ama a Elsa. Con estos elementos se diría que estamos ante una comedia, pero la tragedia se precipita cuando, después de casados, Juan y Elsa acuden a una reunión de antiguos compañeros de colegio, en la que tiene lugar lo que parece ser un accidente casual, en una de las atracciones del parque donde se celebra el encuentro. Diez años después aparece de nuevo Leticia, y a partir de aquí nos iremos sumergiendo en las profundidades de un thriller, pero hasta el final no sabremos que nada es lo que parece. Tras un ritmo que se acelera progresivamente, sobre todo en los tres capítulos de la tercera parte, la historia concluye de manera sorprendente (al más puro estilo de los cuentos de O. Henry), y da un giro que nos deja boquiabiertos frente a la pantalla, con el recuerdo de unas certeras reflexiones finales sobre la verdad y la mentira, que nos recuerda en algún sentido al concepto de las “mentiras vitales” barojianas de El árbol de la ciencia, necesarias para seguir viviendo, aunque sea encaminándose hacia el abismo.
Aunque pueda resultar perogrullada, hay que decir que el narrador, Juan, no es el autor, Guillermo Roz, por mucho que la primera persona utilizada pueda llegar a confundir al lector. Siendo así que la perspectiva es siempre la del personaje, que cuenta desde una cierta candidez, unas veces, (como apunta Andrés Neuman refiriéndose a su estilo) o desde una dolorosa lucidez de adulto, otras, su historia. Lo cual produce un efecto de frescura en el descubrimiento del mundo por el protagonista, suplementado por la utilización de un lenguaje coloquial y desenfadado muy oportuno, que no resta profundidad a reflexiones sobre el tiempo, la ficción y la realidad o sobre la clase social a la que pertenece, mostrada esta con una mirada muy crítica.
Una familia conservadora, unas convenciones sociales rígidas y un acontecimiento cruento, junto a un amor no correspondido, se confabulan para que ninguno de los tres personajes principales sean felices. Terminan siendo víctimas, arrastrados desde la comicidad al drama, pasando por lo grotesco, sin abandonar nunca la ironía. Recursos que se revelan como los mejores para hacer frente a una realidad degradada e insatisfactoria.
Les ruego que me odien es una “novela oscura”, que no negra, como la denomina Roz. Una novela de amor, muerte y locura, parafraseando a Horacio Quiroga, que ha de terminarse de leer en su totalidad para alcanzar a vislumbrar la soledad del personaje principal y para saborearla en todo lo que vale.


Guillermo Roz: "Nunca me sentí más cerca del abismo que cuando sufrí por amor"

Guillermo Roz no es nuevo en nuestras mesas de novedades. Este argentino, afincado en España desde hace varios años, ya sorprendió con su anterior novela Tendríamos que haber venido solos, y vuelve a hacerlo ahora con una historia cruel, perturbadora, que ahonda en la identidad y el juego de espejos de la verdad, y que acaba de publicar —sólo en formato digital— Musa a las 9 (www.musaalas 9.com). En esta entrevista, el autor nos habla de su literatura, su concepción de la juventud, sus planes de futuro y hasta del contenido de los cajones de su escritorio.

Lo primero, enhorabuena por el Premio Francisco Ayala, que acaba de ganar. Es un premio pensado para difundir en formato digital la obra de narradores contemporáneos. ¿Usted es de los que se alegra de una difusión sin fronteras o de los que se lamenta de no tener en sus manos un libro de papel?
—Yo soy, definitivamente, del club que se alegra por la publicación bien hecha, en primera medida y si ésta me da la posibilidad inmediata de llegar a cualquier punto del planeta, muchísimo mejor. Leo tan bien en el papel como en un libro electrónico. Y lo único que me preocuparía en mi relación con el mundo de los libros, sería no tener acceso a ellos por medio, tanto de la lectura, como de la escritura. Todo lo demás es ganancia, y el Premio Francisco Ayala es parte fundamental de esa ganancia: escribí, se editó y ahora me toca invitar a los lectores a hacer su parte.



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viernes, mayo 24, 2013

La transmigración de los cuerpos, Yuri Herrera

Periférica, Madrid, 2013. 136 pp. 16 €

José Morella

En La transmigración de los cuerpos, del mexicano Yuri Herrera, una epidemia está arrasando con nosotros. La gente tiene miedo del contagio y muchos se quedan encerrados en sus casas. La enfermedad trae aislamiento pero también brutalidad: impagable el episodio del hombre que vende en los autobuses esos cacharritos llenos de agua jabonosa que sirven para que los niños hagan pompas de jabón. Esa sola imagen sirvió para devolverme de golpe al sur de América, porque en este viejuno continente nuestro nos buscamos la vida en los transportes públicos con menos elegancia que allá. Pero no sólo eso me condujo al otro lado del Atlántico: también el uso gustoso de un español menos acartonado que nunca, fresco y limpio, tan real que parece imaginado. Y, por supuesto, la calidad. Vaya novela, gente. Qué manera de gozar. A veces, sólo a veces, leer es lo mejor de nuestras vidas. Me dan ganas de ser cronista taurino, si no fuera porque soy vegano. Herrera se empecina en enseñarnos a escribir bien, por ejemplo cuando dibuja a un personaje, el novio de la tres veces rubia, de un modo deslumbrante con solo tres trazos: pelo, camisa y colgante: «Un hamponcito relamido patrás, cuatro botones de la camisa abiertos para que se viera la virgen de oro». Dice cosas como «una hordita de adolescentes». ¡Hordita! Me hace pensar en un Osvaldo Lamborghini pero menos exuberante, más editado. Me deja con ganas de más. A ver si en un futuro se acaba de soltar el pelo.
La tres veces rubia, el personaje que hace que el Alfaqueque se pase la novela intentando comprar un condón, dice: «La gente que está sola se vuelve loca». Por momentos me parece (pero ya estoy interpretando, hay que ver qué pesado se llega a poner uno) que todo el texto consiste en una inversión que se delega en el lector: si epidemia = soledad, entonces soledad = epidemia. La epidemia es esta cosa individualista que nos pasa ahora. De eso va el libro para mí. Todos mirando nuestros móviles, encorvados, en el metro. Pendientes de las redes sociales, que en la novela no aparecen por un agradecido y eficaz anacronismo tecnológico. Además la epidemia es el tropo único de la novela: la conforma y la deja desnuda, como esas casas de muros sin revocar (por moda o por pobreza) a las que se les ve la piedra. Cada lector puede elegir qué leer en la epidemia, en qué tipo de metáfora darse un baño solipsista: para unos será la dictadura, o el neoliberalismo, o el comunismo. Para otros la corrupción. Tal vez la violencia en México o en América en general; o la tiranía de la biotecnología moderna y su modo de imponer y dosificar la información acerca de los nuevos riesgos para la salud en la sociedad tecnológica. Pero para mí, que soy un lector como cualquier otro, la epidemia somos nosotros, nuestra achacosa manera de cerrar compuertas. Estamos enfermos, neuróticos perdidos. Ya lo dice un filósofo italiano del que me estoy alimentando ultimamente, Franco Berardi: la única política viable en el futuro será la terapia, porque la neurosis es de lo que está hecha nuestra organización social. Este buen hombre nos avisa de que lo único que nos puede salvar es salir a las calles y hacer cosas juntos. Zamparnos con patatas la soledad. En la novela de Herrera pasa lo contrario, pero Berardi y Herrera son medio hermanos. Hablan exactamente de lo mismo. «Gente había pero más como gusano de temporada que como dueña de la tierra: unos pocos en sus coches con los vidrios subidos; el señor que solía predicar el fin de los tiempos en un parque a tres cuadras, ahora solo, en silencio...» Nos vamos achicando.
En La transmigración de los cuerpos se evita el sexo para no contagiarse de «esa chingadera» que está acabando con el mundo. Esto significa que a base de querer salvar nuestro individual pellejo, acabamos fijo con la especie entera. Pero un momento, ¿no es eso lo que ya nos está pasando? Porque hace menos de dos meses vi en las noticias que la gente de Pekín no podía salir a la calle sin morir de algo tan cotidiano como respirar el aire, valga el pleonasmo.Todo por tener nuestros cachivaches bien baratos, ¿no? No sé, pero lo mismo sí.
La historia, mínima, es una inversión temporal de la de Romeo y Julieta: aquí se llaman Romeo y la Muñe. Mueren casi al principio y pertenecen a familias enemigas que son —para rizar el rizo— la misma familia. El Alfaqueque, protagonista de la novela y quien nos da la perspectiva de todo lo que pasa, es una especie de pacificador no oficial, que se gana la vida "transando" en conflictos, evitando que la gente se mate a tiros más de lo que ya lo hace. Él es quien media entre las dos familias. Lo suyo es hablar, ablandar, convencer, hacer bajar los ánimos encendidos. El texto es posmoderno a rabiar, pero no da rabia: es como si le dieras una cámara doméstica de vídeo a Benvolio, ese personaje de Shakespeare que trata de evitar la gresca entre Capuletos y Montescos, y él se dedicara a filmar el montaje de la obra en los entretiempos, desde los camerinos, cuando todos están muy cansados y quejumbrosos. Se ve diferente, claro: se ve que todos los personajes morirán al final de lo mismo que Romeo y Julieta, y no es de amor.
El Alfaqueque nos da el tono: se gana la vida evitando la violencia pero justamente gracias a ella. Necesita la violencia estructural para hacer sus trabajos de coyuntura. Está atrapado en su papel. Testimonia un fragmento del final de nuestro paso como especie sobre este hermoso globo, y se lo pasa evitando muertes y buscando un condón. Tal vez nosotros, comprando gadgets y criando chepa para mirarlos cuando caminamos solos y arriba y a abajo, también estemos alimentado al bichote estructural para (mal)vivir entre sus rendijas.

jueves, mayo 23, 2013

La ridícula idea de no volver a verte, Rosa Montero

Seix Barral, Barcelona, 2013. 240 pp. 18 €


Ángeles Prieto Barba

El duelo por la muerte ajena, la única que podemos llegar a conocer, es una etapa lenta y dolorosa, pero también trascendente y transformadora, como nos indica Rosa Montero. Autora que, con una contención discreta, elegante y encomiable, nos regala un libro difícil, y no precisamente porque haya sido escrito utilizando un lenguaje rebuscado, cultismos o arcaísmos en desuso, sino porque es muy complicado imponer el obligado distanciamiento, el orden y racionalidad necesarios, a la expresión literariamente honesta de unos sentimientos arraigados que marcan nuestra vida y que nos desbordan. Un libro que se ha gestado precisamente ahora, y no tras la muerte de Pablo, porque entonces hubiera sido imposible que pudiera surgir de este modo esperanzador, cálido y generoso.
El detonante del mismo, pero también la pantalla que Rosa utiliza para poder comunicarse con nosotros y en la que se vio reflejada, es el diario de una mujer excepcional sin paliativos: Marie Curie. La única señora que lució dos Premios Nobel, pero también la autora de un diario desgarrado, escrito tras la muerte de Pierre, que encontramos reproducido en un apéndice al final del libro, recogiendo justo las palabras que reflejan el amor sólido y admirativo de esta pareja, amor por el que Marie batallará contra su propia memoria rememorando los duros instantes de la pérdida. El momento. Las horas terribles. El martirio. Y después, esa desolación absoluta que nos sobreviene proveniente del dolor y de la culpa: la culpa por seguir vivos, privilegio al que no tenemos derecho sin nuestro otro yo y por el que sentimos ganas de aullar por las mañanas, como afirma Marie Curie, exactamente igual que cualquier animal salvaje. Pues es preciso, durante un duelo absurdo, cruel y prematuro, enloquecer un poco a fin de no volverte loca del todo. Ya veis en esta reseña que yo también utilizo pantallas y palabras ajenas, en este caso las de Joan Didion en El año del pensamiento mágico, aunque también espero que podáis notar no sólo que sé de lo que hablo, sino también cuánto me está costando. En cualquier caso, el verdadero lenguaje del amor es el silencio, algo que se filtra muy bien en la manera pudorosa y recatada que nuestra escritora emplea al abordar todo esto.
Rosa asimismo se sirve de la admirable Marie, pero también de sus hijas Eve e Irène, para así abordar un segundo tema importante como es el rol de la mujer en la sociedad contemporánea, y en su doble faceta privada y pública, donde el éxito no sólo se consigue con talento, sino también con una enorme lucha y perserverancia, aún a costa de la propia salud. Por ello, este libro no laudatorio, sino reflexivo, no constituye en absoluto un punto y aparte en la obra narrativa de la autora, sino un peldaño más, un avance claro, en los temas que ha venido desde siempre trabajando, particularmente relacionado con el ensayo La loca de la casa.
Montero no pontifica, no proclama ni alza la voz, no da fórmulas contra el dolor, no nos brinda un manual de autoyuda para estos casos. Más bien se limita a hablarnos y acompañarnos en un libro que se vuelve a leer porque es como un abrazo cálido.

miércoles, mayo 22, 2013

El sol de Argel, Esther Ginés

Carena, Barcelona, 2012. 276 pp. 15 €

Juan Laborda

El sol de Argel es una de esas primeras novelas que no podemos dejar de llamar valientes. Una muestra de lo que esta joven autora es y será capaz de hacer en el terreno de las letras. Todos debemos encontrar nuestra voz y, en este caso, Esther Ginés se lanza a ello con unas páginas cargadas de búsquedas personales. Sus palabras, además, se visten con potentes homenajes literarios. No es mala propuesta.
La muerte de un hermano hará a su gemelo replantearse la existencia del otro, lo vivido y lo pasado. Martín se repiensa a través de los ojos del fallecido, pero también se ve reflejado en las claves que le ofrece Albert Camus en su sensacional El Extranjero. Aquel sol de Argel le caldeará las entrañas en la peregrinación vital que se dispone a realizar. En realidad, la literatura es un bálsamo para las crudezas del camino, pues de lo que se trata es de transitar por la vida, el amor y la muerte.
Los viajes interiores plasmados en la novela llaman la atención por su carácter sugerente, a veces hasta onírico, quizá sin pretenderlo. Lo mismo ocurre con las bien elegidas alusiones literarias (Cortázar o el citado Camus), que atrapan en un juego de referencias cruzadas, no menos vividas por ser tan literarias. Como no hay búsqueda sin premio, también destacan los hallazgos. Muchas veces están al alcance de cualquiera, pero sólo son captados por aquellos que han transitado el sendero del cambio sincero, como en los ritos iniciáticos. Nuevas relaciones de personajes, el inicio de las pasiones y el abandono de los fantasmas, jalonan estos descubrimientos.
Nos encontramos con unas líneas llenas de fuerza y decisión, como demuestran los temas tratados (suicidio, tipos de amor, celos fraternales, familia…). La prosa que hilvana todas estas vicisitudes es medida y bella. No hay tabúes, éstos sólo existen entre algunos personajes, por lo demás los temas contundentes afloran con naturalidad a lo largo de la obra.
Este es un texto evocador y lleno de sutilezas. Al leerlo se puede llegar a soñar que tanto Martín, como Matías, como M. (un misterioso personaje del que no podemos decir nada) son lo mismo, un único ser, y el tenebroso marco de un Hospital Homeopático su espacio íntimo, su lugar de encuentro con ellos mismos. A veces, hasta deseamos que en esa omisión de preguntas clave, forzada por los pactos tácitos entre los personajes, se esconda una recreación emotiva de su interior (en el fondo creemos que está ahí).
Esta novela tiene el sentido profundo de lo que la literatura busca: el análisis de la naturaleza humana. El final es amargo sin serlo, pero siéndolo también. No sé si me explico…

martes, mayo 21, 2013

Nadie quiere saber, Alicia Giménez Bartlett

Destino, Barcelona. 2013. 419 pp. 18,50 €

Amadeo Cobas

Leer una novela policíaca, una buena novela, es un placer comparable a ir al monte a buscar setas. Uno va haciendo su recorrido y va recolectando las setas, ésta es buena, ésta no… Claro, siempre con la duda del neófito, porque esa seta que desechamos igual es una pieza fundamental en el puzzle, y si la dejamos en el olvido luego puede no completarse el rompecabezas de la intriga. Recorriendo el bosque de páginas se incrementa de pinceladas nuestra «cesta», se va mediando de «setas». Uno intenta que la mente conserve viva esa escena descrita con brevedad, acaso con fingido descuido, tocando de soslayo un tema con la yema del dedo, así como nosotros estuvimos en un tris de arrancar una nueva seta… aunque la despreciamos por su pinta. ¿Y si es una venenosa pista falsa? Y en este delicioso recorrido de tarde de sábado semeja que inspiramos la tinta que impregna las páginas del libro y forzamos las neuronas para entresacar ora un asesino recóndito, ora un feliz remate culinario para tanta seta...
Perdón por esta larga introducción, espero no inducir a nadie a la captura de setas antes que a desentrañar el misterio planteado por Alicia Giménez Bartlett. Sería una pena.
Una pena perderse esta nueva entrega de la inspectora Petra Delicado, que lleva más de tres lustros a las órdenes de su creadora y que es, en palabras de uno de los personajes que interviene en la narración, «una mezcla extraña de dureza y dulzura». No sin motivo, ya que sabe herir como nadie con la lengua aunque tenga un poso de bondad que le impide exacerbar su crueldad. Se contiene… cuando quiere.
Como es habitual, aquí la tensión narrativa está graduada con sabiduría, con las dosis justas de aporte de conocimiento de las situaciones y de sorpresas que reactivan la acción para dinamizar con oficio la lectura. Hay territorios comunes, es obvio, tal el apoyo en la sempiterna seguridad que granjea contraponer a dos policías de caracteres, forma de ser, ideales, etcétera opuestos hasta límites que anuncian un enfrentamiento personal, como aditamento mejor para que las pesquisas avancen…mientras el lector se entretiene y hasta sonríe. Con razón. Por todos los que seguimos sus avatares es conocido el macabro humor que gasta la inspectora, capaz de reírse de su propia muerte, frente al aparentemente simplón subinspector Fermín Garzón, almodovarianamente grotesco, sin par, en ocasiones hortera como cuando le da por comportarse como un turista más en Roma y se fotografía en medio de dos gladiadores…para cabreo de su jefa.
Porque dignas de destacar son las conversaciones entre ambos, con momentos en los que chispean los pinchazos que se lanzan y pasan a frisar ese tenue equilibrio antes mencionado entre hilaridad y tensión. Verbigracia: «Inspectora, ¿parecerá irrespetuoso que le diga que está usted empezando a tocarme los cojones?». Tiene la novela además muchas notas de desvelo social, que diría Serrat, como al paso, sin inmutarse «…así es como progresan hoy en día las ciudades: se renuevan los edificios y a las personas se las deja morir». ¿Un poco de moralina? Creo que no, es una reflexión propia del carácter de la inspectora, o de su pose o interpretación. No en vano, epiloga tal que así: «Yo había dicho lo que se esperaba de mí, y por eso mis palabras eran bien recibidas».
A los audaces que desdeñen las setas y se aventuren en este bosque les confirmo que no existe crimen perfecto, dado que un asesinato siempre deja pistas, el asesino siempre comete fallos. Petra dixit.
Como en esta obra, donde el culpable es… me lo callo, lo siento. Merece la pena que lean la novela para averiguarlo.

lunes, mayo 20, 2013

La casa en ruinas, Manuel García Rubio

XVI Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Ediciones del Viento. A Coruña, 2012. 144 pp. 16 €

Victoria R. Gil

¿Es posible recuperar los yos que no hemos sido, pero que pudimos ser? ¿Tiene la vida, como los ordenadores, múltiples puntos de restauración? ¿Duelen los recuerdos, incluso los que no se conservan? Éstas y otras preguntas que seguramente todos nos hemos formulado en alguna ocasión son las que se plantea Manuel García Rubio a través de Ricardo Tremp, un ejecutivo en la cumbre de su carrera que, convencido de gozar de una existencia perfecta, descubrirá que la ruina no sólo carcome la madera y desconcha las paredes, sino que también deshabita a las personas.
Un inesperado suceso, veinte años después de que Tremp decidiera empezar su nueva vida, es el punto de arranque de esta novela breve, que no llega a las 150 páginas. Un mendigo ha resultado herido de gravedad al desprenderse un trozo del balcón de su casa familiar en el pueblo que abandonara sin mirar atrás. El accidente le obligará a regresar, a pesar del rencor y del desprecio. Aunque sobre el vallado de seguridad que ahora la rodea se advierta: «No pasar. Peligro de derrumbe».
Muchas son las cosas que están a punto de hundirse en esta novela, no sólo la vivienda en la que Tremp creció con el único deseo de escapar, como si la huida te llevara siempre a alguna parte. Sus recuerdos también amenazan ruina, junto con ese presente que se ha empeñado en mantener libre de todo asalto emocional. «Quedó horrorizado por el descubrimiento de que no sólo la materia orgánica puede amojamarse con el paso de los días, sino también determinadas formas de la rutina doméstica, como aquella que lo asaltó al toparse con su padre, sentado en el viejo sofá nada más que por fumar y beber hasta caer borracho, mientras escuchaba un disco de música clásica».
Uno comienza a leer La casa en ruinas confiado porque reconoce las claves, aunque su propio protagonista las ignore: crisis de madurez, hastío vital, rencores antiguos, cuentas pendientes… Pero aquí las cosas son lo que parecen sólo hasta que dejan de serlo. Y entonces irrumpe lo irreal, lo fantástico, y Tremp comprenderá que adentrarse en el pasado, como en la vieja casa familiar que huele «a polvo y a humedad, a tiempo embalsado», puede provocar efectos imprevistos.
El primer aviso quizás nos pase desapercibido. En una vivienda abandonada durante más de veinte años y que por supuesto carece de suministro eléctrico, conexión telefónica o cualquier otro servicio similar, aún parpadea el piloto rojo del contestador automático con una llamada que nunca fue respondida. Pero la desazón llegará después, cuando atrapados por una narración que ya no sabemos si es fantástica, onírica o alucinatoria, empezamos a sospechar, como su protagonista, que «el curso del tiempo se había desviado en un bucle» y que se hallaba «en un reino de tiempo pasado, confuso, absurdo, arbitrario, en el que las reglas del juego cambiaban a sus anchas, porque sí».
Surgen entonces las preguntas, tenaces como la carcoma royendo el interior de una alacena. ¿Y si hubiera escuchado a tiempo aquel mensaje? ¿Y si no hubiera abandonado el pueblo? ¿Y si hubiera regresado cuando la niña fuera ya mujer? Y aún otra, quizás la más inquietante: «¿Cómo recordar y, al mismo tiempo, saber que los recuerdos son ciertos?». Buscando las respuestas, Ricardo Tremp, como Orfeo, descenderá a su infierno particular (el pasado que siempre estuvo ahí), pero en contra de lo que pudiera parecer, no busca rescatar a Eurídice, sino salvarse a sí mismo y recuperar su futuro.
Con La casa en ruinas, Manuel García Rubio, uruguayo de nacimiento y asturiano por vocación, fue galardonado el año pasado con el XVI Premio de Novela Ciudad de Salamanca por un jurado integrado, entre otros, por Luis Alberto de Cuenca y Fernando Marías, que destacó, precisamente, la habilidad de la obra para moverse “entre lo mágico y lo fantástico” dentro de un ambiente de “realismo excepcional”.
Atrévanse a cruzar con Ricardo Tremp el límite de lo imposible. El tiempo perdido merece buscarse hasta en el infierno

sábado, mayo 18, 2013

María Estuardo, Stefan Zweig

Trad. Carlos Fortea. Acantilado, Barcelona, 2012. 416 pp. 26 €

Miguel Baquero

Además de excelso novelista —¿cómo?, ¿qué todavía no has leído su Novela de ajedrez?— Stefan Zweig fue un biógrafo de primera línea; de hecho, muchas de sus biografías han servido de modelo a otros autores a la hora de relatar la vida de un personaje histórico con perspicacia psicológica, atención al detalle significativo, un profundo toque lírico en los momentos cruciales y, en el fondo y como remate de todo, una capacidad genial para captar el fondo social y humano de la época a través del protagonista de la biografía. El libro dedicado a María Antonieta, dentro de las figuras históricas tratadas por Zweig, es sin duda todo un clásico en este sentido; y en todo caso, es una narración impresionante tanto por su amenidad, como por su estilo narrativo, como por su calado psicológico.
Dos años después de la publicación de María Antonieta, en 1934, Zweig publicó la biografía María Estuardo, que ahora reedita Acantilado en una magnífica edición. No es, sin duda, una narración tan límpida y contundente como la que el autor austriaco trazó de la reina de Francia, pero ello no ha de achacársele al escritor sino a la figura biografiada y a las múltiples luces y sombras que la rodearon (luces y sombras que incluso hoy, siglos después, aún no han sido desveladas del todo y siguen manteniendo la realidad entre penumbras).
Convertida en piedra de choque, en plena época de la Contrarreforma, entre los partidarios del protestantismo (Inglaterra en especial, con su reina Isabel a la cabeza) y los defensores de la vieja Iglesia papista (Francia y España, sobre todo), es comprensible que la verdad en torno a María Estuardo, reina católica de Escocia, se haya desvirtuado y tergiversado en función de los intereses de unos y otros. Tanto más cuanto los avatares de su vida la hicieron perder el trono, ser apresada por los ingleses y finalmente llevada al cadalso tras un juicio (o remedo de) cuya resolución llegó a convertirse en “casus belli” entre Su Graciosa Majestad Isabel I y Su Muy Católica Alteza Real Felipe II, quien llegó a fletar toda una armada para conquistar la isla y poner fin a la ofensa intolerable cometida contra la vida de toda una reina ungida, con el resultado creo que ya de todos conocido.
Sabe Zweig, por tanto, que se está moviendo por un territorio resbaladizo, sembrado en su día de mentiras interesadas, exageraciones y ocultamientos. Sin embargo, desde la perspectiva del tiempo transcurrido, el escritor austriaco no tiene miedo de cotejar, por ejemplo, los documentos que se mostraron como inculpatorios para la Estuardo con sus características psicológicas, para concluir si tales documentos, o esas otras argumentaciones, son ciertos o tienen visos de haber sido manipulados. La biografía, así, pasa en muchos momentos a convertirse en una verdadera novela sobre las argucias de unos y otros, sus comadrejeos por las cortes europeas, la venalidad y la hidalguía de estos y aquellos… Al fondo, dando forma al cuadro completo, la persona de María Estuardo, compleja como todo ser humano, inteligente en ocasiones, de comportamiento estúpido a veces, imbuida de su majestad y al mismo tiempo cubierta de dudas. Y más al fondo aún de la reina de Escocia, como una presencia amenazadora, su Némesis, la reina Isabel de Inglaterra —¡sublime personaje!—, que de igual manera la tema, la odia, la admira…

viernes, mayo 17, 2013

Gallinas de madera, Mario Bellatín

Sexto Piso, Madrid, 2013. 147 pp. 16 €

Ignacio Sanz

Gallinas de madera es un libro que contiene dos novelas cortas independientes y de estirpe metaliteraria. En la primera titulada. “En las playas de Montauk las moscas suelen crecer más de la cuenta”, se homenajea a Bohumil Hrabal, el gran escritor checo cuya muerte es un misterio que sigue flotando sobre la historia de la literatura europea. Hrabal vivía internado en una residencia de ancianos. En la cornisa se de la cuarta planta se posaban las palomas a las que él echaba de comer. Un día Hrabal se precipitó al vacío. ¿Suicidio acaso? Bellatín parte de este hecho minúsculo para divagar sobre el gigante de la narrativa checa y lo hace bajo los efectos delirantes que produce la ingesta de un líquido lisérgico. La visión de la realidad es deformada y aparecen moscas monstruosas, aves de rapiña, perros. Y aparece una y otra vez Bohumil, pero un Bohumil deformado por los efectos del líquido lisérgico, como en los esperpentos de nuestro Valle, pero aquí sometido a un discurso circular, como de melopea que repite y repite, pero al mismo tiempo envía rayos de sol, puntos de luz sobre la obra del gigante checo. El segundo relato, “En el ropero del señor Bernard”, el homenajeado es el escritor francés Robbe-Grillet con quien Bellatín sostuvo una conversación pública poco antes de morir. El señor Bernard pertenecía al Movimiento Literario Sumamente Innovador. Uno de los principios de este movimiento consiste en matar al padre, en empeñarse en que cada generación de escritores renueve sus fuentes de creación edificando su obra sobre las ruinas de la generación anterior. Bellatín envuelve al lector en un discurso melopeístico con referencias personales y múltiples desdoblamientos.
Por todo ello no estamos ante un libro fácil, como acaso no lo sea la literatura de Robbe-Grillet. Y sin embargo, en medio del bálago discursivo, encuentra el lector reflexiones lúcidas como las que hace sobre  El extranjero de Camús al referirse a los tiempos verbales con los que empieza esta inquietante novela. En cualquier caso se trata de disquisiciones sobre la escritura antes que sobre la vida.
«Me puse a escribir, imaginariamente, eso sí, porque no comprendo el mundo. Lo hice en la mesa donde me sirvió alguna vez una sopa hecha con restos de pájaros. Esto es todo. Para colmo, mientras más escribo, menos entiendo. Ahora no se qué va a pasar, sabiendo además que en el ropero del señor Bernard falta un traje, por si fuera poco el que más detestaba.»
Y, pese a todo, es decir, pese a esta atmósfera de cavilaciones concéntricas que abruman ligeramente al lector, a menudo salta la chispa, una chispa que empuja a seguir para encontrar el misterio que une a los parricidas.

jueves, mayo 16, 2013

Grandes borrachos daneses, Lars Bang Larsen e Ignacio Vidal-Folch

Alfabia, Madrid, 2013. 111 pp. 6 €

Anna Maria Iglesia

«¡Dios míos!», exclama el narrador, «¡Me gustaría saber qué fuerza demoníaca empuja a los daneses a beber de una forma desaforada, como si ignorasen o despreciasen olímpicamente las previsibles consecuencias de una adicción tan ruinosa!». No se halla respuesta a lo largo de este breve e irónico libro publicado por Alfabia y de curioso título: Grandes borrachos daneses. Sus autores, Lars Bang Larsen e Ignacio Vidal-Folch realizan un viaje sui generis alrededor de Dinamarca y la “empapada mentalidad danesa”; un viaje marcado por retratos costumbristas y saltos temporales que no buscan dar una respuesta a la exclamación anterior, sino mostrar con ironía, parafraseando a los propios autores, la empapada historia danesa.
Si el alemán Nieztsche hablaba del eterno retorno, un danés bien podría hablar de la eterna borrachera, de la perenne atadura a la botella; pero los daneses no son los únicos a estar indefensamente ligados a este objeto. De hecho, a tierras danesas, cuentan los dos autores, llegan cada años miles y miles de noruegos en busca de un vicio demasiado caro en sus gélidos lares. Viajan los noruegos, como también viajan los jóvenes ingleses verano tras verano; en ferry, los primeros alcanzan las tierras de sus vecinos, mientras, los segundos, en vuelos cada vez más baratos, llegan a las cálidas y baratas –al menos con respecto a su economía- tierras de esta Europa del sur. Sin embargo, lejos de las degradantes escenas que protagonizan los jóvenes anglosajones y que la televisión no duda en mostrar con escrupuloso detallismo, Vidal-Folch y Larsen rememoran anécdotas históricas en las que el alcohol, el arte de la bebida, se convierte en un ingrediente, en un elemento narrativo indispensable no sólo para los hechos, sino, y sobre todo, en tanto que condimento sarcástico y costumbrista de la narración. No hay que detenerse siempre en lo escabroso y los dos autores lo saben bien, porque en el hábito del beber los matices son importantes, narrativamente hablando, se entiende.
Se tiende en demasiadas ocasiones en buscar mensajes moralísticos, enseñanzas cívicas y condenas contundentes de los malos hábitos. No busque, estimado lector, ni unos ni otros; Grandes borrachos daneses no es un texto apologético, pero tampoco de denuncia. Se trata de un juego paródico; un ejercicio en el que el arte de la narración se entremezcla con estilo periodístico —ai las, que dirían los trovadores, ¿adónde fueron los Larra?—, con ese periodismo que no se detiene en la última hora, sino que encuentra su objeto en la cotidianidad, próxima o lejana, pero siempre oculta tras los imperativos de la información diaria. A lo largo de este ejercicio de estilo, Vidal-Folch y Larsen rescatan del anonimato a personajes singulares, Jumbo cogorza, Jens Evenses o Jens Paras. ¿Creaciones de la imaginación o personajes reales? En un ejercicio, que bien podría ser tildado de borgesiano, los dos autores no dejan de referenciar a cada uno de los personajes de la narración; las fechas concretas, los lugares, los testimonios directos o referencias a publicaciones son algunos de los elementos a los que los dos autores recurren para borrar la frontera que separa la ficción del reporterismo. No se trata de invenciones, parecen indicar, al menos en apariencia, estas verosímiles referencias, pero, como ya bien sabía Borges, la verosimilitud es un elemento más de la ficción; Grandes borrachos daneses ¿es un reportaje periodístico? ¿Es una recopilación de anécdotas de la historia “empapada” danesa? ¿es una ficción? Es precisamente la ausencia de respuesta a estas cuestiones la que hace de este texto un texto singular, pues propone distintas claves de lectura, todas válidas, pero ninguna definitiva.
«A los borrachos no se les perdona nunca», escribió Bukowski, pero a los escritores se les perdona todo; de la misma manera que «los borrachos se perdonan a sí mismos porque necesitan seguir bebiendo», el lector perdona siempre a los escritores porque necesita seguir leyendo. Consciente de su absolución, Grandes borrachos daneses sigue planteando un juego al que resulta imposible sustraerse.

miércoles, mayo 15, 2013

El problema de Spinoza, Irvin D. Yalom

Trad. José Manuel Álvarez-Flórez. Barcelona, Destino, 2013. 464 pp. 19,50 €

Luis Manuel Ruiz

En la pequeña población de Rinjsburg, a cuarenta kilómetros de Amsterdam, hay una casita de grandes adoquines con tejado a dos aguas y ventanas emplomadas que contiene un museo. Las dos salas de que consta ofrecen al visitante detalles nimios de la vida tal y como tenía lugar cuatrocientos años atrás: una cama con dosel y sábanas de Holanda, jofaina, espejo, escabel; un conjunto de útiles de aspecto desconcertante que, si el profano no lee el prospecto que recibe a la entrada, jamás llegará a reconocer como herramientas para la manufactura de lentes; un escritorio con candil y un armario donde se acumulan centenar y medio de libros gruesos como sacos, todos ediciones originales del siglo XVII y anteriores, en seis lenguas, holandés, portugués, español, hebreo, latín y griego. Es la biblioteca de Spinoza: una radiografía, como si dijéramos, del interior de su cerebro, una imagen al trasluz de la mente que alumbró el sistema metafísico más detallado y sorprendente de la historia de las ideas. Poseer la biblioteca de Spinoza significaría algo así como apropiarse de su alma, de los prodigios y vislumbres que llegó a contener: sería el correlato más acabado de ese viejo ritual mediante el cual las tribus del pasado pretendían asumir el valor o la fuerza del rival devorando su corazón. Un hombre quiso devorar el corazón de Spinoza, es decir, robar su biblioteca. Fue Alfred Rosenberg, ideólogo nazi, miembro de la plana mayor del NSDAP y uno de los responsables directos de la masacre de seis millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial. Rosenberg detestaba a los judíos, pero admiraba a Spinoza. Eso le ponía en un aprieto: en un dilema insoluble entre cuyas aguas se mueve la novela de Irvin Yalom que reseño aquí.
El nudo gordiano que Yalom ha elegido tiene su enjundia. Un filosofastro mediocre deslumbrado por la claridad de un pensamiento como no se ha visto jamás; un huérfano necesitado de aceptación social siguiendo los pasos de un hombre que renunció a la sociedad para poder entregarse a la búsqueda de una certeza; un fabricante de prejuicios, abatido él mismo por un montón de ideas heredadas sobre un pueblo que no tiene derecho a la vida, enfrentado a alguien que dedicó toda su vida, o gran parte de ella, a la destrucción de los prejuicios. Yalom sabe explotar esta veta de contradicciones con tino profesional: no en vano ejerce la psiquiatría en Stanford y sabe lo suyo de explorar los recovecos más laberínticos de la duda y el vértigo. El método que el autor elige para aproximarnos a este choque entre dos mentalidades imposibles de reconciliar es uno que también empleó en títulos anteriores dedicados a otros ancestros filosóficos de la Modernidad. Si en Un año con Schopenhauer (The Schopenhauer Cure, 2005) revelaba las posibilidades salutíferas del gran pensador alemán y calvo, y en El día en que Nietzsche lloró (When Nietzsche wept, 1992) retrocedía al historial sentimental del autor del Zaratustra para explicar su rebelión contra el universo, nos propone ahora un sesgo psicoanalítico que explique, a la par, la huida de Spinoza del medio en que creció y se educó y el odio y la adoración alternativos de Rosenberg frente a ese medio, que pretende aniquilar.
La fascinación literaria por la figura de Spinoza, ese santo laico, no es nueva. De 1837 data el texto pionero de Berthold Auerbach Spinoza: Ein Historischer Roman, continuado a finales del siglo XIX por la pieza teatral de Israel Zangwill The Lens Grinder, y, ya en 1913, por Amor Dei: Ein Spinoza Roman, del propagandista del racismo biológico y futuro nazi Erwin Kobenheyer. Entre las aproximaciones más recientes se cuentan las de Isaac Bashevis Singer (Spinoza of Market Street, 1963) y Goce Smilevski (Conversation with Spinoza, 2006), o, por citar un par de ejemplos de aquí cerca, Ricardo Menéndez Salmón (La filosofía en invierno, 1999) y Juan Arnau (El cristal Spinoza, 2012). Escritores del más diverso pelaje han dedicado poemas, obras de teatro y novelas, sobre todo novelas, a este hombre sin sustancia, de biografía inequívocamente tediosa, que revolucionó el panorama de la filosofía moderna con sus premisas, a saber: que Dios no mora en las alturas, sino en la casa de al lado; que no tiene sentido rezar porque no nos oye; que nuestra alma y nuestro cuerpo son lo mismo y que un picor en el talón también tiene reflejo en una idea, una sospecha, un miedo; que cambiar el mundo significa cambiarte a ti mismo; que la alegría es el sentimiento obligatorio de cualquiera que se encuentre responsablemente en el mundo y pretenda medrar en él. Yalom rastrea algunos de los hitos de este ideario a través de los sucesos más reseñables de la existencia de quien lo engendró, que son pocos: el hérem o excomunión que lo alejó de la comunidad judía de Amsterdam en 1656; la puñalada trapera con que un integrista portugués intentó poner fin a sus herejías dos años después; el paciente, infinito pulido de lentes en una trastienda; las discusiones con Van den Enden y los colegiantes; la exuberancia de la vida interior, secreta, invisible, por debajo del rostro de un hombre acusado de frialdad y a menudo incomprendido. Alternando capítulos pares e impares, Yalom combina la vida de Spinoza con la de su némesis: así, en escenas que ganan sabor con el contraste, asistimos también a la incompetencia de Rosenberg en el instituto de bachillerato en que estudia, a sus primeros escarceos con el partido nacionalsocialista, su amistad con Eckart y Hitler, la depresión final en que le hunde el fracaso de su indigesto El mito del siglo XX, obra de lectura obligatoria en las escuelas arias donde se revela que la causa de la degeneración mundial radica en el judaísmo. El problema de Spinoza al que hace referencia el título se plantea, así, del siguiente modo: cómo es posible que una raza degenerada y nociva produjera la mayor mente que ha conocido la humanidad. Pero, aplicando las herramientas psicoanalíticas de las que el autor se sirve tan a gusto, el problema puede llegar más lejos e interrogar directamente al lector: ¿cómo es posible despreciar a quien no se conoce? A menos, claro es, que el desprecio no sea sino otra versión u otro nombre de la propia ignorancia.

martes, mayo 14, 2013

La saga del sagú de Slattery, Flann O’Brien

Trad. Antonio Rivero Taravillo. Nórdica, Madrid, 2013. 96 pp. 12,50 €

María José Montesinos

Flann O’Brien, seudónimo de Brian O’Nolan, también conocido como Myles na Gopaleen y que firmó igualmente como Cruiskeen Lawn, es para algunos el más grande escritor irlandés después de James Joyce, quien leía sus novelas con lupa. Casi ciego como estaba, el autor de Ulises no quiso perderse El tercer policía, probablemente la mejor de las obras de O’Brien (y cuyo sofisticado ingenio creativo confesaron haber copiado los guionistas de la serie ‘Lost’) y siempre recalcó la admiración que sus libros le producían. El ingenio y la maestría en el uso del lenguaje, así como su profunda ironía son las principales características de este dublinés que, como trabajador del Estado, utilizó numerosos seudónimos para publicar sus novelas o sus colaboraciones periodísticas, conocidas por su causticidad.
En toda su obra, pero sobre todo en esta de La saga del sagú de Slattery, O’Brien me recuerda a otro ilustre irlandés, Jonathan Swift, por su humor y el atrevimiento humorístico. El clérigo Swift publicó, durante el enfrentamiento entre campesinos y los terratenientes por los usureros alquileres sobre las tierras que estos imponían a aquellos, un opúsculo (‘Una modesta proposición para impedir que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país’) en el que sugería que los campesinos dieran sus hijos a los propietarios para que se los comieran y así los padres no sufrían por no poder alimentarlos. Este arranque de humor negro, y de denuncia social, se me viene a la cabeza cuando en La saga del sagú de Slattery la mesiánica Crawford MacPherson llega, desde Estados Unidos, a los lares del potentado Ned Hoolihan (un apellido tan parecido a ‘hooligan’) con una misión trascendental: sustituir la patata (“el cultivo de los gandules”) por el sagú, una planta oriental, fecunda y muy saciante. El objetivo: evitar que el hambre y la pobreza lleven más irlandeses a América. La señora MacPherson da buenas razones para ello: más de un millón de esos “pícaros” irlandeses escaparon a Estados Unidos durante las hambrunas del XIX y a punto estuvieron “de arruinar América. Crecieron y se multiplicaron e infestaron todo el continente, empapándolo de crimen, alcoholismo, licor ilegal, atracos a bancos, asesinatos, prostitución, sífilis, políticas poco limpias y el catolicismo romano”.
Hoolihan da todo su apoyo a estos planes (al punto de encontrarse incluso sospechosamente casado con la extravagante MacPherson) porque anteriores proyectos suyos de vender a los campesinos unas semillas manipuladas por él genéticamente no fueron nada bien acogidas por ellos. El debate transgénico es uno de los modernos argumentos que encontramos en este libro, en el que también se habla de los la instalación de casinos como muestra de progreso. Gracias a esta iniciativa conoceremos a otro personaje extravagante: el honorable doctor Eustace Baggeley, quien anda preparando su mansión para esta industria del ocio. El médico vive entregado al refinamiento y a las drogas, que no duda en prescribir y administrar a sus asalariados, y la perspectiva de un casino le parece que añadirá grandes alicientes a su vida, además de incrementar su fortuna. Contra todo pronóstico, hace buena migas con la señora MacPherson que incluso, con gran remango y sagacidad cual precuela de Jessica Fletcher, encuentra a un operario desaparecido, librándolo de una muerte cruel causada por el descuido, la borrachera y el trabajo, que siempre han sido males muy graves. Las escenas jocosas se suceden en este libro, además de reflexiones sobre las especies invasoras, la globalización… y muchos otros asuntos ‘modernos’ que aparecen esbozados en este libro aunque, lamentablemente, O’Brien murió en 1966, antes de poder acabarlo. Sin embargo, el mejor O’Brien está presente en cada párrafo y sus devotos agradecemos mucho a la editorial Nórdica poder disfrutar de él.

lunes, mayo 13, 2013

Los años Sputnik, Baru

Trad. Ana Sánchez. Astiberri, Bilbao, 2013. 208 pp. 25 €

Jamie Valero

«Me he propuesto como objetivo poner en primer plano, en todos mis álbumes, a la gente humilde, a las clases trabajadoras, a los olvidados de la Historia». Esta declaración de intenciones vertida por el autor galo Baru es la definición perfecta de su trayectoria historietística y, a un nivel más concreto, de este Los años Sputnik que nos ocupa. La obra nos propone un viaje por la memoria y el pasado de su creador que nos conduce hasta Sainte Claire, ciudad obrera situada al norte de Francia, a finales de la década de los 50. Para ello, Baru opta por ponernos en la piel de un muchacho llamado Igor que ejerce la función de narrador y eje central de la trama. Los juegos infantiles de Igor y su pandilla monopilizan buena parte de la narración, entremezclados con pinceladas de la realidad social de la época que nos permiten asistir a distintos acontecimientos como la visita de un líder comunista, la huelga de trabajadores en la fábrica de carbón de la zona, la mezcla de orígenes y de culturas que conviven en Sainte Claire a causa de la inmigración, entre otras cuestiones. Baru retrata estos sucesos desde la perspectiva fresca y tantas veces lúcida de los niños, sin entrar a hacer juicios de valor sobre los hechos que narra, dejando apenas entrever su subjetividad en la simpatía mostrada hacia las clases humildes. Los años Sputnik es un cómic narrado sin grandes pretensiones ni artificios, pero que a pesar de todo consigue alcanzar una notable profundidad, sobre todo en lo que respecta al retrato de los personajes. Además, al usar los juegos de los niños como principal motor de la trama, la lectura resulta muy ágil y entretenida, y más de uno sonreirá ante estas páginas al recordar el compañerismo, las rodillas despellejadas y la inagotable energía vital de su infancia. El hecho de que el punto de vista adoptado parezca tan inocente, no impide que también reflexionemos sobre preocupaciones que aún persisten hoy en día. Entre otras, la dificultad de una familia inmigrante para integrarse en una ciudad extranjera, la introducción de los niños en cuestiones políticas que aún no tienen edad ni ganas de comprender, o la inseguridad de las clases humildes, que muchas veces deben viajar de un lugar a otro siguiendo la errante trayectoria laboral del padre de familia. Esta edición publicada por Astiberri recopila los cuatro álbumes que componen la obra íntegra y supone un acercamiento más que recomendable al trabajo de este autor, de quien ya hemos visto en nuestro país otros cómics como La autopista del sol (Astiberri, 2003) y Un cero a la izquierda (Dibbuks, 2009). Un ejemplo de las grandes posibilidades que ofrece el cómic como medio para retratar nuestro entorno con un genuino sabor humano.

sábado, mayo 11, 2013

Sólo con Invitación: Robespierre, Javier García Sánchez

Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012. 1.200 pp. 27,90  €

Angeles Prieto Barba

Robespierre, cuántas erres belicosas. Qué difícil encontrar, a lo largo de esa historia oficial de progreso que nos inculcan, y que consagra a tanto canalla, un personaje más cubierto de oprobio que éste. Figura histórica de un periodo crucial que determinó el destino del nuestro, a la que me asomé hace muchos años, aunque no tantos como Javier García Sánchez lleva estudiándolo, gracias a a esos dos Robespierres, hombre y mujer*, del Cádiz de las Cortes, cuya ejemplar historia conocí indignada pues también debieron acatar, y de manera injusta, un destino aciago. Desde que ejecutaron a Maximilien, con el viejo sueño de la igualdad social derrotado, vivimos en un Termidor perpetuo. Hoy día, aún más voraz, más vulgar y más chusco. También el Terror se recrudeció y se extendió hasta lo inimaginable. Cerca de la Estatua de la Libertad, aún anda.
Esa podredumbre termidoriana que impregna nuestra educación, a mayor gloria del Dios Capital y de la Diosa Economía, la encontramos instalada también en esas mesas librescas cubiertas de novedades: insulsas novelitas románticas, negras, históricas, de fantasía o ciencia ficción escritas en serie, a mayor gloria del mercado que las consagra, y que no tienen otro objeto que mantenernos distraídos y ajenos, dentro de la caverna platónica sin cuestionarnos nada. Por eso, no hace falta alguna preguntar al autor la razón de este esforzado despliegue literario de mil doscientas páginas muy densas, ni por qué lo ha escrito como lo ha escrito. De hecho, él mismo nos responde en su obra que un libro sobre el Terror necesitaba dimensiones terroríficas. Las que debe tener y tiene sin sobrar nada, mi aplauso por ello.
Esta apasionada y elegante narrativa de no ficción, mucho más cercana a Alejo Carpentier que a Anatole France, viene además muy bien estructurada en doce capítulos que se corresponden con los meses del calendario revolucionario, acoplando así ese tiempo lineal en el que vivimos desde esta precisa Revolución que aceleró el ritmo de la Historia, con el ciclo vital de la Naturaleza, a fin de explicar mejor motivaciones y causas. Pues demasiado largo es el memorial de agravios del que resarcir a aquel hombre tímido, miope, frugal, íntegro y serio que murió por no renunciar un ápice a sus postulados revolucionarios, y que Javier García Sánchez nos desbroza en esta narración, no sólo con profundidad y rigor histórico, ateniéndose a hechos y documentos, sino también retratando fiel a ese elenco de seres viles (Fouché, Barras, Tallien, la Cabarrús, otros diputados del Pantano) que propició su ejecución. Personajes que desataron luego el llamado Terror Blanco, indebido color para un periodo atroz, en el que la cantidad de sangre derramada nos obliga a cuestionarnos el motivo de que ante la historiografía éstos carden inocua lana, mientras los jacobinos se lleven toda la fama del horror revolucionario.
Conmueve este Robespierre, pero deslumbra su mano derecha Saint Just, ese otro gran personaje de fulgor coherente sin el cual no puede entenderse al primero y en nuestra retina lectora permanecerán, precisos y conmovedores, los grandes cuadros que García Sánchez traza del París de los espías, la Máquina y sus víctimas, la Convención y sus debates, el paseo hasta el cadalso, el grito doloroso ante la crueldad gratuita de uno, también el silencio y la mirada digna del otro en nuestras conciencias. Y esas dos muchachas secundarias impagables, la que posa dócil su nuca ante el verdugo y la niña delatora, qué hermoso contraste femenino con aquellas dos huerfanitas de Griffith donde Danton y Robespierre aparecían como seres abyectos e inmorales. En toda la obra impera también la mirada atónita y desconcertada ante los hechos y no sólo en Sebastien, nuestro personaje de enlace, ese examen del que sospecha y teme, pero no puede evitar, el desastre que se cierne. Mirada que compartimos todos los que hemos vivido algún tipo de catástrofe. Y la culpa, por acción u omisión, que salpica igual que esa sangre propiciada por el Terror imparable, hijo del odio y del miedo a partes iguales.
Es banal, en cualquier recensión de nuestros días, etiquetar libros bajo los epígrafes “bueno” o “malo”, pero con este además sería un gesto absurdo, prepotente e inútil de quien recuerda y ha leído hasta el final una narración apasionada, tenaz e incorruptiblemente literaria, sin lugares comunes, sin una sola errata, sin concesiones al mercado. De quien ha podido por ello presenciar también, a través de estas páginas, el más digno y apropiado homenaje al sueño de un mundo mucho más justo que éste que hoy habitamos. En cualquier caso, nos encontramos en la vida con libros que logran hablarnos de lo que somos y también con aquellos que en modo alguno nos atañen. Sólo los primeros perduran. Como este intenso Robespierre, de Javier García Sánchez, que se instala en la memoria y que en ella perdura para siempre.

* Pedro Pascasio Fernández Sardinó y Maria del Carmen Silva, redactores del Robespierre español, 30 números.

Javier García Sánchez: "Sé que ya no puedo aspirar al éxito. Por tanto, sólo me resta luchar por la inmortalidad"


Javier García Sánchez (Barcelona, 1955), es uno de los escasos autores literarios que aún campean en la narrativa española, un superviviente de mejores épocas. Sólido autor de una veintena de títulos (Mutantes de invierno, Teoría de la eternidad, La dama del viento sur, Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano, El mecanógrafo, La hija del emperador, El amor secreto de Luca Signorelli, Recuerda, Crítica de la razón impura, La historia más triste, Continúa el misterio de los ojos verdes, Oscar, La aventura de correr, Los otros, La mujer de ninguna parte, Falta alma, Dios se ha ido, El alpe d'Huez, Ella Drácula, K2, Júrame que no fue un sueño) siempre heterogéneos, arriesgados e intensos, nos presenta ahora este fabuloso Robespierre como culmen de su obra.
 
¿Cuándo y por qué surgió tu interés en las figuras de Robespierre y Saint-Just?, ¿qué vislumbraste en ellos para dedicarles luego tanto tiempo y esfuerzo?
—Hace más de treinta años pude comprobar, atónito, cómo ciertos hechos, y sobre todo ciertos datos, referidos a la práctica de lo que se llamó la Grande Terreur, no coincidían en absoluto. A partir de ahí, de biografía en biografía -aunque todas convencionales, se entiende- empecé a pensar: “Pues si Robespierre no pudo haber hecho esto o lo otro, ¿por qué entonces le culpan absolutamente de todo?”. Hasta que aparecieron en el horizonte los trabajos de Albert Mathiez. Aquello certificaba la magnitud de una conspiración mayúscula, cuyos nefastos efectos en la Democracia perduran en la actualidad. La Revolución Francesa empezó como un sueño casi colectivo y acabó en apenas un año, verano de 1794, envuelta en una gran mentira y en un formidable baño de sangre. Eso es lo que intento denunciar: la mecánica del Terror.
De otro lado, ya en 1985 el desaparecido Rafael Conte me convenció de que uno de los grandes personajes de la Historia Contemporánea era Saint-Just, y entonces me precipité en Saint-Just, alter ego del Incorruptible. De hecho, Rafael me llamó siempre Saint-Just, lo cual me llena de orgullo. Que él no estuviese aquí cuando nació la novela es uno de los dolores que, en relación a Robespierre, me acompañará constantemente. Y sin duda Saint-Just es, junto a John Lennon, el personaje de mi vida.


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