jueves, febrero 28, 2013

Plegarias nocturnas, Santiago Gamboa

Mondadori. Barcelona, 2012. 286 pp. 18,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Si algo llama la atención de la prosa de Santiago Gamboa, y de ello su nueva novela vuelve a ser un buen ejemplo, es esa fluidez con la que se desliza sinuosamente que nos anima a dejarnos llevar allá donde quiera dirigirse y una extraña capacidad para contar asuntos cotidianos como si fuesen fantásticos. No hablo de realismo mágico, sino de la magia del realismo: esos momentos de desconcierto en los que nos damos cuenta de que la realidad ha superado por enésima vez a la ficción y ha usurpado su lugar, algo más frecuente de lo que nos gusta reconocer.
Autor de, en mi humilde opinión, una de las mejores novelas sobre inmigrantes que se hayan escrito, El síndrome de Ulises, donde daba voz a multitud de expatriados de todo tipo, condición y nacionalidad que confesaban al protagonista sus peripecias como si de unas nuevas mil y una noches se tratara, vuelve a incidir en el tema del destierro voluntario y a hacerlo con esa fórmula a la vez natural y artificiosa que es dejar que los personajes hablen por sí mismos, revestidos sus monólogos, eso sí, de un lenguaje literario que potencia aquellos asuntos sobre los que Gamboa tiene especial interés en incidir.
En esta ocasión nos presenta a tres colombianos que se internaron cada uno de ellos en su propio laberinto privado del que no saben cómo salir: dos hermanos, Manuel y Juana, que ansiando huir juntos del infierno de violencia y falsedad en el que se convirtió su país (fuga que intentan en primer lugar de manera fallida a través de la cultura, no encontrando en ella más que un simple consuelo), acaban separándose y quedando atrapados en otros infiernos particulares; y el cónsul (de quien nunca conoceremos su nombre pero que es un trasunto obvio del autor), a quien se le asigna el caso de Manuel, acusado de posesión de drogas en Bangkok, y acaba asumiendo la búsqueda a través del mundo que había quedado interrumpida de la hermana perdida. A modo de coro en esta nueva versión de la tragedia griega, un misterioso personaje llamado Inter-neta pone desde los márgenes un contrapunto surrealista, filosófico y en ocasiones chistoso a sus vicisitudes.
Un aspecto vertebral del libro complejo de valorar son las digresiones que se producen en la narración, sea de quien sea el punto de vista desde el que se narra, en torno a dos cuestiones: la crítica a la política patriotera de Álvaro Uribe, época en la que se inscribe la desgracia de los dos hermanos, y el ambiente literario, amigos escritores del propio Gamboa inclusive, que aparecen en el discurso del cónsul. Lo curioso del tema de Colombia y Uribe en la novela es que aparece en diálogos entre colombianos, diálogos que sin embargo interpelan directamente al lector, puesto que no dan por hechas informaciones que por fuerza un colombiano conoce sobradamente, de ahí que se revelen tan específicamente compuestos para el lector (que es el único que no comparte esa patria y precisa situarse para poder entender) que destacan sobremanera en la narración. Un purista diría que entorpecen inútilmente el desarrollo de la trama, que la estancan y son perfectamente superfluos. Pero sin variar esencialmente esta óptica podrían considerarse una inteligente forma de dosificar la historia, que por otra parte resulta altamente adictiva merced a su mezcla de thriller, historia de amor y novela política como para sentir constantemente la necesidad de seguir leyendo, y en cualquier caso aportan un interés extra especial para aquel que quiera conocer el desarrollo de la política colombiana de hace unos años, con ese clima opresivo y asfixiante del mandato de Uribe, semejante al mucho más conocido de Alberto Fujimori en Perú, o disfrute viendo a conocidos autores como Horacio Castellanos Moya actuando en situaciones cuando menos curiosas.

miércoles, febrero 27, 2013

Polvo en los labios, Montero Glez

Lengua de Trapo, Madrid, 2012. 164 pp. 16,80 €

David Vicente

Para quien no le conozca, Montero Glez es uno de esos autores que no suelen aparecer en las listas de los distintos suplementos sobre los mejores libros del año, tampoco es fácil encontrar sus libros apilados en las mesas de novedades de las grandes cadenas de librerías, no colecciona premios y no frecuenta los saraos literarios. (Perdón, esto último es una redundancia, ya que lo uno suele ser consecuencia de lo otro y lo otro de lo uno).
Montero Glez es ese tipo de escritor que está tan poco de moda en estos tiempos literarios donde prima más el ruido que las nueces. Me refiero a este tipo de escritor que se dedica básicamente a escribir. Vaya perogrullada, dirán ustedes. Si es así, es que no conocen en absoluto como está el patio literario ni en qué consiste este oficio.
Sin embargo, el tiempo que, dicen, todo lo pone en su sitio, parece estar de su parte y terminará por darle la razón. Y es que “manda güevos” que los demás estén erre que erre currándose las habichuelas, e intentando picar de flor en flor, y uno, que lo único que hace es darle a la tecla, vaya y se lleve los meritos. Y la razón no es otra que Montero Glez es uno de los autores más talentosos y con una propuesta más personal de la literatura actual en habla hispana. Pero claro, supongo que no se ha colgado de una soga ni ha nacido en Brooklyn y eso, quieras que no, también suma o resta, depende el caso. Así que al final acabaremos convirtiéndole en imprescindible cuando ya no quede otro remedio.
Lo que van a encontrar dentro de Polvo en los labios es eso que algunos llamarían una obra menor y que suelen ser las que hay que leerse precisamente. Se trata de una colección de doce relatos, algunos de ellos ya publicados anteriormente en otros libros, donde desfilan todo tipo de personajes marginales y perdedores. Pero a nuestra manera castiza (que cada vez es menos nuestra) y sin el glamur que tienen los de los anglosajones. Putas, carteristas sin suerte, taxistas, yonquis con los picores del mono, presidiarios, recepcionistas de hotel, borrachos que cierran tablaos flamencos con la navaja en el bolsillo del pantalón y hasta herederos a la corona. Lo mejor de cada casa, en definitiva. Todos ellos pasados por el tamiz (que vete tú a saber qué significa esta expresión) de una prosa descarnada, cruel si me apuran, pero también dotada de un lirismo muy particular.
Los que ya conocen a Montero por obras como Sed de Champán o Cuando la noche obliga no descubrirán nada nuevo, pero seguirán disfrutando de él, lo que no es poco. Los que no le conocen tienen una oportunidad con este libro de acercarse a un autor que tiene mucho de escritor y muy poco de “spanish writer”, definición tan de moda últimamente los perfiles de twitter.

martes, febrero 26, 2013

Velázquez. Vida, Bartolomé Bennassar

Trad. de María Condor. Cátedra. Madrid, 2012. 246 pp. 20 €

Ángeles Prieto Barba

Poco y mal se conoce, como viene siendo queja habitual y justificada de Arturo Pérez Reverte, nuestro Siglo de Oro. Un siglo que no se corresponde exactamente con los cien años que componen el siglo XVII, sino que empezaría en 1580 con la anexión o unión con Portugal y terminaría en 1680, bajo el reinado de Carlos II, sumidos ya en la decadencia, el claro desgobierno y la crisis económica. Cien años que debemos conocer porque definen todo lo que somos ahora: el feroz individualismo, nuestras grandezas espirituales y artísticas, las diferencias geográficas actuales. Pues bien, uno de los grandes conocedores de este Siglo de Oro, el estudioso que nos hizo abrir los ojos y comprender, libre de mitologías y aspavientos, temas tan delicados como la Inquisición, don Bartolomé Bennassar, es el autor de esta deslumbrante biografía sobre Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.
Un Bartolomé Bennassar que también es novelista y que a sus 83 años, tras toda una vida en la que nos proporcionó brillantes estudios, presentes en todas las universidades españolas, nos brinda este regalo, a la vez ameno y erudito, cargado de información, para que conozcamos qué elementos sociales y culturales sirvieron de forja a uno de los grandes pintores de la Historia. Ese Velázquez cuya obra todos conocemos en líneas generales, y de la que Bennassar en modo alguno evita hablar, aunque sin entrar en aspectos técnicos o pictóricos que no son de su competencia. Porque este es un estudio de historia social y con mayúsculas.
Para empezar, Bennassar analiza el expediente necesario al que debió someterse Velázquez para conseguir el hábito de la Orden de Santiago, ese que podemos contemplar en las Meninas y que atestigua su nobleza. Proceso que duró más de cuatro meses y en el que participaron unos 150 testigos para garantizar que fue hijo legítimo, que sus padres y abuelos fueron hidalgos y libres de sangre judía o mora, así como exentos de toda condena por el Santo Oficio, pero también que no ejercieron oficios “viles y mecánicos”, requisito que el propio Velázquez, al haber sido pintor con taller propio, ni él mismo cumplía. Eran otros tiempos que conviene analizar, para darnos cuenta de hasta qué punto el progreso o ascenso social estaba vedado a la mayoría. Y cómo Velázquez no sólo pintó y ascendió por méritos más que evidentes, sino que también consiguió cierto respeto de sus contemporáneos hacia ese oficio suyo, “vil y mecánico” porque necesitaba emplear las manos, para empezar a concebirlo tal y como lo vemos ahora: como una de las más nobles y bellas artes con las que el ser humano puede expresarse.
Con este libro nos adentrarnos en una vida apasionante. Porque Velázquez siempre supo rodearse de amigos que le beneficiaron. En primer lugar su suegro Francisco Pacheco, principal impulsor de su carrera, deslumbrado ante su temprano talento. Más tarde el culto y expeditivo Conde-Duque de Olivares y finalmente Felipe IV, el rey Planeta, quien le encargó la decoración de su Alcázar. La espléndida Sevilla de sus inicios, dos fascinantes viajes a Italia, en el último de los cuales tuvo un hijo secreto y Madrid, la capital de los Austrias, jalonan este periplo vital apasionante que podemos conocer sin que nos frene el tedio en ningún momento. El estilo cuidadoso y competente de Bennassar tiene mucho que ver en esto, porque arroja luz potente sobre el pintor, sublime artista que refleja lo que fuimos y lo que somos.

lunes, febrero 25, 2013

Morir bajo dos banderas, Alejandro M. Gallo

Rey Lear, Madrid, 2012. 686 pp. 26,50 €

Juan Laborda Barceló

Aunque el autor ha optado por la fórmula de novela histórica, estas páginas están muy pegadas a los hechos concretos del pasado. Nos estamos refiriendo al leit motiv de la novela: los avatares de los soldados republicanos tras la guerra civil española.
La participación militar española en las fuerzas aliadas durante la II Guerra Mundial es el eje del libro. El texto tiene mucho de ensayo y de ese complejo placer que produce la divulgación amena y rigurosa de nuestro pasado. No en vano datos, ubicaciones geográficas, mapas de recorridos militares (que ilustran magníficamente el inicio del libro), términos de armamento y tácticas son minuciosos hasta el extremo. Incluso los personajes, en su mayoría reales, son colocados como actores de sus propias vidas en esta obra (en cuyas últimas páginas encontramos un jugoso apartado biográfico de los mismos). Todo ello demuestra la excelente documentación que ha realizado el autor, no sólo como un paso necesario para conseguir una brillante ambientación, sino como labor y objeto de estudio histórico en sí mismo.
Era necesario que apareciera en nuestro horizonte literario una obra como ésta. No se trata de recrear unos acontecimientos sin más, es la absoluta necesidad de recuperar a unos personajes injustamente abandonados en los cajones de la historia. No pretendemos abrir el debate de la memoria histórica, ni discutir sobre líneas historiográficas (que se podría), simplemente abogamos por el buen juicio y el sentido común. Si estos hombres bregados en cientos de acciones heroicas (los Ardura, Fábregas, Campos… los protagonistas de la novela, los de la Nueve de Leclerc…) fueran norteamericanos, existiría una amplia bibliografía sobre ellos. Ensayos, novelas, obras de teatro e incluso cinematográficas jalonarían desde los estudios primarios a las placas conmemorativas de las cuadriculadas calles de las urbes yanquis. El caso no es baladí, desde Norman Mailer hasta Steven Spielberg se han acercado a aquellos héroes de la guerra contra el nazismo, dando lugar incluso a todo un género: la ficción bélica, que aunque ya existía, tiene en la II Guerra Mundial uno de sus mayores exponentes.
La línea argumental de Morir bajo dos banderas es realmente sencilla, lo cual también es un acierto. Es una novela coral. En ella participamos de las vicisitudes de una familia, los Ardura, desde su salida de España en el 39 a través de los principales acontecimientos bélicos del período: de los campos de refugiados en Francia, hasta el Nido del Águila en Berchtesgaden, pasando por la liberación de París, tras recorrer media África frente a Rommel. Junto a ese combatir imparable, viajan una imperiosa necesidad de mantener vivos unos ideales, las heridas de la derrota cosidas en el alma y un poderoso motor: la venganza. Una dolorosa herida individual, símbolo de la desgracia colectiva, que acompaña a unos españoles llamados “el ejército de las ratas”, unos verdaderos apátridas, pero terriblemente fieros en la batalla.
Alejandro M. Gallo crea en esta obra una estampa completa de la situación de los españoles inmersos en la conflagración mundial. Y no lo hace sólo de un bando, nos habla de todos. Lo cual ayuda a entender los matices con los que realmente está construida la Historia y que ante el afán generalista del tiempo presente quedan desdibujados.
En su precisión y análisis de las jugarretas de la política residen muchas de las claves. Por ejemplo, al ilustrar como muchos republicanos españoles enrolados en la Legión Extranjera, que se mantenía fiel al colaborador gobierno títere de Vichy, tuvieron que desertar en bloque o como los comunistas no se alistaron en ninguna fuerza militar al inicio de la guerra para así respetar el Tratado Germano-Soviético de no agresión (también llamado Ribbentrop-Molotov), pero luego generaron utilísimas fuerzas de resistencia interior…del mismo modo nos habla de los hombres de la División Azul. De los forzados a acudir que querían desertar, de los convencidos en la lucha contra el comunismo que sintieron que Franco les traicionaba al regresar al hogar. Incluso de los que volvieron, a título particular, a unirse posteriormente a la Wehrmacht en la defensa de Berlín, y que también perdieron por ello su nacionalidad.
Es una obra total porque no deja de ambientar ni un solo frente donde hubiera españoles: de Narvik en Noruega, hasta los campos del interior de Francia con las agrupaciones de guerrilleros, sin olvidar África, el avance hacia París o la posterior entrada en Alemania. La familia Ardura es una metáfora de esa diáspora combatiente: del frente ruso hasta el norte de África.
El autor tiene, como ya demostró en otros textos como Asesinato en el Kremlin, una gran capacidad para generar relatos hondamente emotivos. Este lo es, pero la narración vital se ve postergada por el suplicio de la guerra. La metralla y el sin sentido harán perder la cabeza a algunos de nuestros protagonistas, a pesar de contar con compañeros de viaje como Leclerc, Patton o Eisenhower (por no citar a Hemingway, Jean Moulin o Malraux).
El destino último del soldado, cuya razón ha quedado nublada por la traición y la ausencia de ideales que realmente esconde la guerra (manifestada, en este caso, en la negativa de los aliados de seguir la contienda para liberar a España de Franco), no puede ser otro que el furor de la lucha, aunque sea en teatros ajenos.
No dejen de acercarse a este pedazo vivo de la Historia reciente de España.

sábado, febrero 23, 2013

Solo con invitación: El guardián invisible, Dolores Redondo

Destino, Barcelona, 2013. 440 pp. 18,50 €

Ángeles Escudero

El guardián invisible tiene un inicio de vértigo.
La narración comienza con la afirmación de una teoría que se expone, sin pudor, en la primera línea de la novela. Desde ese preciso instante adquirimos un compromiso, la autora nos enfrenta al reto de desvelar la veracidad de una suposición cuanto menos increíble. Varias adolescentes, casi niñas, se empeña la protagonista en asegurar (por razones que se entenderán más adelante), parecen ser víctimas de un extraño ser: El Basajaun. Podemos decir, por tanto, que es una novela negra en la que desentrañar la trama, desvelar la historia y descubrir al asesino son el objetivo compartido por la investigadora, Amaia Salazar, y quienes la leemos. Pero El guardián invisible es algo más que un exponente del género de investigación al más puro estilo policiaco. En ella se entremezclan la racionalidad con la magia, el misterio con la cotidianidad y, se indaga con valentía por los intrincados hilos de araña de las relaciones familiares. Y podría ser también catalogada como novela de terror si no fuese porque los miedos a los que se enfrenta la protagonista no son producidos por monstruos de los que se esconden bajo la cama. Más bien nos muestra cómo sucumbe al ancestral miedo al miedo.
Nos encontramos ante la primera entrega de la trilogía del Batzán. Su autora, Dolores Redondo Meira (Donostia-San Sebastián, 1969) estudió Derecho y restauración y durante algunos años se dedicó a los negocios. Decidida a iniciarse en la literatura, comenzó escribiendo relatos cortos y cuentos infantiles. En 2009 publicó su primera novela, Los Privilegios del Ángel (Eunate Editorial), una reflexión sobre la magia y en encanto que supone el descubrimiento de los escenarios cotidianos en la niñez. El guardián invisible supone la llegada por la puerta grande de su autora a la literatra más comercial.
En este primer episodio de lo que se anuncia ya como una serie, parece trazar las líneas generales de un estilo profesional, el de la inspectora Salazar pero también, o sobre todo, dibuja la personalidad compleja de Amaia. Su forma de amar, de ser, de pensar, su sensualidad, su sensibilidad… pero mostrándonos a su vez un lado oscuro, una sombra que la atenaza en forma de trauma infantil. No es un personaje plano, sino más bien una mezcla de fortaleza y vulnerabilidad. Esto último evidenciado en el deseo febril e insatisfecho de la maternidad, pero sobre todo en la relación con su madre y con sus hermanas, con las que paradójicamente comparte la imposibilidad de engendrar como si la genética uniese contranatura lo que la voluntad y las circunstancias se afanan en separar. No pueden elegir, como tampoco pueden elegir la sangre que le corre por las venas. Las relaciones entre las mujeres de esta familia, están llenas de aristas y la tortura que suponen es el precio que se paga por la intensidad con que las viven.
Racionalidad y misterio componen también el carácter de Amaia como una metáfora de lo que representa la propia novela. La ciencia lo intenta explicar todo, pero cuando no hay explicación racional posible, se acude al elemento mágico. Aunque, como decíamos antes, el interés de la novela no reside sólo en el misterio que la envuelve sino que temas y personajes son aspectos relevantes de la trama. El elemento mágico es uno de los pilares importantes. Desde el comienzo nos envuelve la duda sobre la función en la trama del Basajaun que se erige como una presencia patente pero ambigua, monstruo o guardián, como reza el título, a quienes unos intuyen y otros ven. Hay más referencias a la mitología vasco-navarra como Mari, una bruja que simboliza la madre naturaleza y encarna el poder de las fuerzas telúricas.
El entorno de Amaia, y ella misma aunque intente negar la evidencia, están impregnadas de elementos mágicos. La figura benefactora de su tía Engrasi, contrapunto perfecto a la racionalidad de Amaia, ha visto algunas de estas presencias y acude al tarot como herramienta de conocimiento y ayuda. Por otro lado está Flora, una de sus hermanas. Este personaje representa una perversión de la equidad cuando se toma la justicia por su mano y decide qué, cuándo o cómo deben pagar por sus acciones aquellos que la rodean y de quienes se siente responsable.
Y todo cuanto ocurre se impregna del ambiente a ratos absorbente de un pueblo, Elizondo, y de un entorno, el valle de Batzán, que la autora describe con minuciosidad, desde las calles hasta el bosque inquietante y bello que atrae como un imán. Tanto que parece haber hecho el trabajo de localización de exteriores necesario para comenzar una película. Algo posible, dado que los derechos de reproducción cinematográfica ya han sido vendidos. A la contextualización de la novela ayudan y mucho, las referencias a una cultura tan antigua como rica. El guardián invisible se viste de verdad cuando se aluden leyendas, oficios, costumbres propios del lugar. Y, en el epicentro de estas referencias, el txatxingorri, dulce tradicional que tendrá un lugar de honor reservado en la trama.
El descubrimiento de la identidad de un despiadado y excéntrico asesino en serie, que escenifica sus crímenes rituales en una suerte de confusión entre el componente sexual y la pureza, un psicópata iluminado que mata adolescentes; unido a la fuerza de los personajes y de las relaciones, serán alicientes de peso para querer completar de la trilogía.


Dolores Redondo: "Sería divertido despertar una mañana y encontrar bajo la almohada la novela escrita"


Entrevista de Care Santos


Dolores Redondo ha irrumpido en el mundo literario español de una patada. Con la publicación de El guardián invisible (Destino) ha conseguido lo imposible: que todo el mundo hable de su opera prima, una novela negra ambientada en los bosques de Baztán, protagonizada por la inspectora Amaia Salazar y de la que ya se anuncian dos entregas más. ¿La clave del éxito? Una acertada combinación de misterio, psicología femenina y elementos mágicos tomados de las leyendas populares vascas. En esta entrevista, la autora nos desvela las claves de su escritura.

¿Existe la novela negra para mujeres? ¿Es lo que usted hace o descree de etiquetas?
—Existiría la novela negra para mujeres si existiese la novela negra para hombres. No, no creo en las etiquetas, lo que si existe es una corriente de mujeres que escriben negra que no era tan común hace unos años.
¿Qué cree que tienen que aportar las mujeres a la novela negra?
—Indudablemente en las novelas escritas por mujeres vamos a encontrar matices propios , escenarios distintos, aspectos desde la visión femenina… pero las aportaciones a la literatura no las hacen hombres o mujeres , las hacen los escritores/as.


Fotografía © Alfredo Tudela

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viernes, febrero 22, 2013

La muerte de Virginia, Leonard Woolf

Trad. Miguel Temprano García. Lumen, Barcelona, 224. 213 pp.

Pilar Adón

Quien se deje llevar por el título elegido para la publicación de esta entrega de la autobiografía de Leonard Woolf pensando que va a encontrar en ella una descripción detallada de lo acontecido durante los días o meses previos y posteriores al suicidio de Virginia Woolf se va a llevar una pequeña decepción, ya que Leonard Woolf no es prolijo en detalles ni basa toda su biografía ni todo su pensamiento político, literario o vital en la muerte de la que fuera su brillante y torturada esposa. Naturalmente, el lector va a encontrar referencias a la depresión y al suicidio de Virginia Woolf en este volumen que es en realidad el quinto de las memorias del autor (el título original en inglés fue el de The Journey Not the Arrival Matters, y abarca lo sucedido desde el inicio de la segunda guerra mundial hasta la muerte del escritor, en 1969), pero las encontrará básicamente en el primer capítulo del libro, titulado propiamente La muerte de Virginia (que se presenta seguido de tres más: Hogarth Press, 1941-1945 y Todos nuestros ayeres), y no de una manera exhaustiva ni pormenorizada. El punto de vista es el del compañero y marido. Los sentimientos de dolor y vacío son los del compañero y marido. Y la sensibilidad que brota es la del compañero y marido. Pero no estamos ante un libro en el que se hable principalmente de Virginia Woolf. Queda avisado el lector.
Estamos ante un libro que va mucho más allá. Ante la obra de un pensador inteligente, estructurado, de ideas brillantes y mente fabril, que se muestra satisfecho con lo que ha hecho sin caer por ello en la jactancia, y que nos desgrana su visión política y social de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX no sólo desde su sillón de analista y crítico, sino como partícipe activo en la construcción de su identidad e historia.
El libro arranca en 1939, con el inicio de la segunda guerra mundial, y se centra en cómo vivió el matrimonio Woolf la terrible experiencia, con sus cambios de domicilio, su paso por los refugios antiaéreos, el traslado de sus cosas y sus miles de libros de su casa bombardeada de Londres a Rodmell (donde alquilaron varias habitaciones para meter sus muebles y parte del material de la imprenta), y su abandono definitivo de Londres para establecerse en Monks House a finales de 1940. Allí oían el sonido de los aviones alemanes que pasaban por encima de sus cabezas en dirección a la ciudad y, una hora más tarde, el mismo sonido de nuevo, ahora de regreso, después de que Londres hubiera sido bombardeado de manera inclemente. Cuenta Leonard Woolf que Adrian Stephen, hermano de Virginia, les entregó una dosis letal de veneno para que pudieran suicidarse en caso de verse amenazados por la invasión nazi.
Es en esta primera parte en la que habla de la sensibilidad extrema de Virginia a las críticas, de su terror a la hora de enfrentarse a las galeradas y de su habitual e inevitable depresión al mandar sus libros a la imprenta. Además, Leonard Woolf realiza un breve análisis crítico de las obras de su mujer, y menciona cuatro libros que ella escribió «contra sus inclinaciones artísticas y psicológicas», cuyo resultado «fue malo para el libro y doblemente peor para ella». Esos cuatro libros fueron, según Leonard Woolf, Noche y día, Los años, Roger Fry y Tres guineas.
Tras la muerte de Virginia, Leonard regresó a Londres para dedicarse a su ajetreada labor editorial pero también política, social y comunitaria en las filas del Partido Laborista y la Sociedad Fabiana, de los que era miembro, y en el Tribunal de Arbitraje y la Sociedad Anglo-soviética. Trabajos, entre otros, que no solían estar remunerados. Redactaba informes y pasaba largas y tediosas horas entre comités y reuniones que muchas veces resultaban infructuosos pero que para él tenían un claro objetivo social y político. Woolf se obsesionó con la idea de averiguar qué razones conducían a los países a iniciar las guerras, y de descubrir cómo evitarlas. Evidentemente, no lo logró. Sus actividades públicas no alcanzaron sus metas y, así, Woolf habla de horas y horas de desempeño de una labor que no derivó en nada. Una tarea inútil de la que, no obstante, no reniega porque su esfuerzo fue justo e importante para él: «[…] estoy de acuerdo con Montaigne, el primer hombre civilizado moderno, cuando dice en alguna parte: “lo importante no es llegar, sino el viaje”».
Leonard Woolf habla constantemente de trabajo, y una de las partes más atractivas y adictivas del libro es aquella en la que se felicita a sí mismo (sin sonrojo) por la labor que desarrolló al frente de Hogarth Press. Ahora no estamos ante el marido que, en principio, fundó la editorial para que Virginia se distrajera, sino ante el editor satisfecho, consciente de su responsabilidad y de la calidad de los libros que publicó. No se arredra a la hora de narrar sus enfrentamientos con su socio, John Lehmann, a quien Virginia había vendido su cincuenta por ciento de la empresa, a causa del empeño de Lehmann por «expandirse», cuando Woolf se negaba frontalmente a ello. Para Woolf, la palabra «expansión» implicaba publicar más libros para poder pagar nuevos sueldos y nuevos gastos, lo que llevaba a la perdición de muchas editoriales pequeñas: al publicar más, aumentaban los gastos por lo que había que «expandirse» otra vez y publicar más libros para poder hacer frente a esos nuevos sueldos y gastos, y así hasta el infinito. En enero de 1946, Lehmann le comunicó que deseaba romper la sociedad, y Woolf logró que comprara su parte Chatto & Windus, con la condición de que la editorial continuara siendo independiente, de que no acabara siendo absorbida por Chatto, y de que Leonard siguiera decidiendo qué títulos se publicaban. Logró así que la suya se mantuviera como una editorial pequeña y rentable, que no necesitó «expandirse».
Leonard y Virginia Woolf lo anotaban todo. Dejaron un registro completo en sus cuadernos y diarios de lo que veían y leían. Los dos escribían sin cesar: «en un día normal ambos dormíamos unas ocho horas y trabajábamos entre diez y doce». De modo que la labor de echar la vista atrás y analizar los pasos propios, las decisiones y motivos de toda una vida de pensamiento y de entrega al trabajo no tuvo que resultarle tan compleja a un hombre que contaba con sus propias y cuantiosas notas y con las de su mujer. En cualquier caso, ésta no es una biografía de datos, fechas y acontecimientos históricos perfectamente enlazados en el tiempo. Constituye más bien el reconocimiento gratificante y perfectamente objetivo de una existencia plena, que lo fue porque se hizo lo que se quería hacer y se vivió como se quería vivir. Una existencia que proclamó la felicidad del trabajo cumplido, asociado a la verdad y a la satisfacción: «Uno de los mejores placeres es sentarse por la mañana a escribir».

jueves, febrero 21, 2013

El cielo árido, Emiliano Monge

Mondadori, Barcelona, 2012. 211 pp. 18,90 €

Luis Borrás

Al empezar pensé que era una estrategia. Un falso prólogo. Un capítulo preliminar. El narrador se presenta e intercala presente y pretérito, va dejando pequeños anticipos, huellas para que le sigamos el rastro, insinuaciones para llamar nuestra atención. Un hombre se decide a huir de su pasado. Cruzar definitivamente una línea. Dejar atrás un turbio pasado en el que hay violencia, abuso de poder, una mujer muerta y una iglesia quemada. Algo terrible y tenebroso que no se muestra con claridad. «Un hombre puede irse de su vida pero no puede escapar de su sombra».
Pero no se trata de una estrategia. El estilo de ese primer capítulo es el de toda la novela. Una forma de narrar original y diferente con la que se hace difícil e incómodo seguir la trama pero que es una apuesta personal del autor. «La historia de un hombre que exige ser contada como una biografía discontinua». Fragmentación, ritmo alterado, analepsis, flashforward y rewind «Un relato que, como todo buen relato, se preocupa y deja testimonio únicamente de sus nudos y no de su tedioso desarrollo». Una novela que requiere un esfuerzo y que se sostiene en la intriga, en la curiosidad, en la morbosa atracción de la violencia y el horror, el destino forzado, el nacimiento, el odio y la demencia. En el recuerdo selectivo de lo realmente importante y trascendente, la reconstrucción no lineal de la memoria de un hombre. Porque «de una vida importan sólo los instantes deslumbrantes». En la virtud del inicio inaudito de cada capítulo, encontrar dentro de la novela un diálogo consigo misma; la explicación de su propio mecanismo, el know-how, cómo funciona, cómo entenderla: «Esta historia es desde aquí la disección de los instantes cuyos ecos iluminan una vida como ilumina la penumbra un faro de ojo doble: con sus halos que a pesar de iluminar sólo dos puntos irradian el espacio que los media». Lo que fue y lo que vendrá se anticipa y muestra en una sola frase demoledora e inquietante, todas las incógnitas se van aclarando una a una, cada hecho, cada pasaje, cada habitación cerrada y oscura se va abriendo, iluminando para que podamos comprender y espantarnos. Un contenido que se desarrolla en un paisaje desolador y cruel y que se apuntala con frases de rotunda belleza: «Los pastizales son de pronto azul turquesa, el cielo es ahora un manto gris y anciano y el pedregal metálico y plomizo es de golpe un hoyo negro y hondo».
Lenguaje, estilo, y, sobre todo, estructura narrativa que no es la acostumbrada y que tal vez en esa originalidad esté la explicación de su premio. Lo insólito siempre nos conquista y embriaga. Pero a pesar de los deslumbramientos y la fascinación hay varios factores que —para mí— acaban ahogando la novela. No sólo la originalidad basta. El esfuerzo y la aliteración pasan factura. La repetición acaba liando la narración en su propio ovillo: «Pero hoy, a diferencia de otros días, podría decir: del resto de los días, es decir: pero hoy, por vez primera», y esa reiteración acaba en molestia, igual que una piedra en un zapato. Y el cambio requiere sacrificio porque es la renuncia a lo acostumbrado, es como pasar del frío de la calle a la asfixiante calefacción de unos grandes almacenes, y esa renuncia —cambiar una literatura por otra— produce un desgaste, un sobreesfuerzo que si no va acompañado de una compensación acaba agotando.
Escribir diferente, con un estilo que se sale de lo habitual no es intrínsecamente bueno ni malo. Unos aciertan, otros fracasan. Y esta novela de Monge nos sorprenderá si es la primera de esa clase a la que nos enfrentamos. Es como la primera película de cine de autor que vemos. Nos marcará para bien o para mal. Pero si es algo por lo que ya hemos pasado antes surgirán las lógicas e inevitables comparaciones. Y ahí es donde otras novelas —como por ejemplo Un buen chico de Javier Gutiérrez—  le ganan la partida a El cielo árido.
El defecto —para mí— a pesar de las variaciones, de todas las alternativas de la trama es de fábrica, en origen, de nacimiento y desde el principio, cuando Monge eligió contar la historia con ese tono monocorde, repetitivo y enredado. Un tono que por coherencia no desaparece en toda la novela y que acaba produciendo hastío, agotamiento y sopor. Lo que cuenta es interesante, trágico y cruel, pero el sonido es el de un pegajoso y monótono ostinato. Un cansancio que aparece a la mitad del camino y se hace incurable. Es acabar la carrera cuando ya hace tiempo que sabemos que está perdida. Se continúa por inercia, por simple curiosidad, por llegar al final; no por disfrutar del viaje.
Una silla puede tener un inusitado planteamiento, una atrevida arquitectura, pero si después de una hora sentado en ella se hace incómoda, su diseño la convertirá en algo original, pero nada más.

miércoles, febrero 20, 2013

Lo que no está escrito, Rafel Reig

Tusquets, Barcelona, 2012. 287 pp. 19 €

Elia Barceló

Hace mucho que sigo a Rafael Reig, desde que lo descubrí en 2002 cuando ambos sacamos novela casi al mismo tiempo en la misma editorial; la suya era Sangre a borbotones, una historia negra –en todos los sentidos– con ambientación de ciencia ficción, y con humor, ternura e inteligencia, las claves con las que se puede resumir el estilo del autor.
Hacía bastante tiempo que no leía nada nuevo de Rafael –desde Manual de literatura para caníbales, una gozada para todo enamorado de la literatura– y por eso he cogido con tantas ganas Lo que no está escrito, tantas que me la he leído en dos tardes, lo que lamento de verdad porque me he robado a mí misma el placer de ir descubriendo la historia poco a poco. Pero es que la novela se lee muy deprisa, incluso cuando uno la deja para hacer otras cosas, ya que, de algún modo, la historia se sigue desenvolviendo en nuestro interior y cuando regresamos a ella estamos deseando comprobar si ha sucedido así como pensábamos y seguir leyendo.
No puedo saber si el autor, con Lo que no está escrito, pretendía escribir una novela de terror. Supongo que no. Supongo que él pensaba más bien que estaba escribiendo un híbrido de novela negra con novela sin etiqueta, un juego de ficciones en el que el énfasis está puesto en la narración y en cómo la vida y la ficción se empeñan en cruzarse y explicarse la una a la otra, como en los crucigramas que estructuran las dos historias que se cuentan en la novela:
Una –la que refleja el mundo “real”– es la historia de un matrimonio separado (Carmen y Carlos), con un hijo común de catorce años, Jorge. Es viernes y Carlos va a recoger a su hijo para llevárselo de acampada a la sierra de Madrid hasta el domingo; a Carmen no le hace mucha gracia la cosa, porque es posible que la novia de Carlos esté también en la excursión, pero como todos son personas civilizadas, tiene que permitirlo. Antes de marcharse, Carlos le deja a Carmen el manuscrito de una novela que ha conseguido por fin escribir para que ella se la lea durante el fin de semana y le dé su opinión.
La otra historia es la novela que ha escrito Carlos –Sobre la mujer muerta–, una novela negra que se va entrecruzando con la historia “real” en la que padre e hijo sufren varias aventuras en la sierra y Carmen recuerda escenas pasadas de su matrimonio mientras espera que pase el fin de semana para recuperar a Jorge.
Con estos materiales podrían haberse hecho muchas cosas, pero lo que Reig construye con mano maesta es una novela inquietante, angustiosa, a veces incluso cruel: una auténtica novela de terror; no de terrores góticos de los que se quedan cómodamente encerrados en su época y en su castillo, y de los que podemos considerarnos a salvo. Lo que no está escrito es una novela de lo terrible cotidiano, de esos horrores a los que todos estamos expuestos y que pueden entrar en nuestra vida en cualquier momento: un matrimonio que se deteriora hasta lo grotesco; la educación de un hijo que, sin saber cómo, se nos escapa de las manos a pesar de todos los buenos propósitos; una relación amorosa que nos degrada, aunque nos engañemos pensando que es justo lo que buscábamos; una vida que avanza imparable hacia la vejez y que no nos ha traído lo que habíamos soñado. Y además –dentro de la novela en la novela– la posibilidad de toparnos con unos delincuentes que pueden destrozarnos la existencia no ya por maldad sino por pura incapacidad, por falta de inteligencia y de formación, por estupidez y ruindad y cutrez y miseria.
El engarce entre las dos historias se da a través de definiciones de palabras con las que se termina un capítulo y que se resuelven en la primera línea del siguiente a modo de crucigrama. Por ejemplo, la página 23 termina diciendo: «El 1 horizontal. De cinco letras. Estado afectivo del que ve ante sí un peligro.» Y el siguiente capítulo comienza: «Miedo. Todavía lo sentía.»
Este recurso de estilo, que produce una sensación de orden, sentido y lógica, se revelará, igual que en los crucigramas, como absurdo y arbitrario en un nivel superficial, mientras que en otro nivel más profundo resultará casi un destino inescapable porque, también igual que en los crucigramas, una vez que ciertas palabras han sido fijadas, las otras tienen necesariamente que derivarse de esas primeras elecciones. Como en la vida.
Lo que no está escrito es una novela dura, dolorosa, llena de amor y ternura en las relaciones entre padres e hijos como es frecuente en las historias de Rafael Reig –el protagonista masculino es otro padre separado que también se llama Carlos, como el de Sangre a borbotones–, pero más cruel de lo que era habitual hasta ahora, sin que esos terrores cotidianos sean aliviados de tanto en tanto por el toque de humor al que nos tiene acostumbrados.
En resumen, Lo que no está escrito es una excelente novela, construída con la maestría de un escritor que es un auténtico profesional de la literatura en varias vertientes, equilibrada, con ritmo y con tensión, con una intensa reflexión sobre la narración y lo narrado, con personajes perfectamente creíbles, con todo lo que debe tener una novela para producirnos una gran satisfacción estética.
Eso sí, no es una novela para llevarse a la playa de vacaciones, a menos que estemos buscando un tipo de conocimiento que no suele ser compatible con el relax. Ya que, como leemos en la página 61:
«(...) al escribir, uno se delata. La historia que contamos también nos cuenta a nosotros nuestra propia historia, lo que no queríamos saber de nosotros mismos.»
A lo que yo añadiría que la historia que leemos, la novela que elegimos leer, también nos dice mucho de nosotros mismos y eso, a veces, con novelas como ésta, puede resultar inquietante.

martes, febrero 19, 2013

Voltaire enamorado, Nancy Mitford

Trad. Miguel de Hernani. Duomo editorial, Barcelona, 2012. 288 pp. 18 €

Ángeles Prieto Barba

No conocer a Nancy Mitford (Londres, 1904-Versalles, 1973), implica ignorar a una de las grandes novelistas del siglo XX, caracterizada por su humor incisivo y aguda ironía sobre las relaciones sociales y de pareja. Sus novelas A la caza del amor, Amor en clima frío, La bendición o No se lo digas a Alfred, traducidas y editadas por Libros del Asteroide, revelan un conocimiento único, certero y especial de los comportamientos y relaciones sociales de las clases altas. El ojo clínico que sabe desvestirlas y representárnoslas tal como son, con un método eficaz, punzante y ameno.
De hecho, toda su obra gira en torno a la cuestión social, del mismo modo que los vaivenes de su vida provienen de ser hija de un barón británico. De pertenecer a esa decadente aristocracia inglesa que no pudo ni supo preservar su estilo de vida y fortunas, de los avatares que jalonaron el pasado siglo, y que trajeron verdaderas tormentas en su propia familia, a raíz de los problemas ocasionados por sus hermanas Diana y Unity (fascistas) o Jessica (comunista). Aunque si bien Nancy se mantuvo alejada de los entusiasmos foráneos e ideologías radicales de ellas, no fue menos cierto que sufrió otras penalidades, derivadas de sus relaciones con hombres de su misma clase y entorno. Parejas manirrotas e infieles con las que debió mantener las formas, aunque en modo alguno fueran las adecuadas para ella. Ni para nadie tampoco.
El caso es que, además de novelar con maestría los avatares de su tiempo, también supo bucear y analizar magistralmente las actitudes de las antiguas clases aristocráticas en sus biografías históricas. Concretamente escribió cuatro, todas ellas centradas en personajes fundamentales para comprender el Antiguo Régimen: Madame de Pompadour, Luis XIV de Francia, Federico el Grande y Voltaire, gran autor de las letras francesas que llegó a codearse íntimamente al menos con dos de los anteriores. Cuatro libros que la convirtieron en una verdadera especialista en la época y en las relaciones nobiliarias que la protagonizan.
Pero el Voltaire “in love” que Nancy nos presenta, su mayor interés, radica en el preciso momento en el que lo estudia, ese tiempo en el que aún no será el autor elevado a los altares que todos conocemos, aunque se halle en camino de serlo. Esos quince años en los que vivió cobijado y amparado por su amante, la increíble Madame du Châtelet y su más que complaciente marido, tan lejos de la rígida moral propia de las clases medias. Porque Châtelet, caprichosa, ludópata e infiel por vocación, no fue una dama cualquiera, y aquí la vemos en igualdad de condiciones con Voltaire, como la otra gran protagonista del libro. Única mujer entre seis hermanos que recibió la misma formación intelectual que éstos, lo que le dotaría de unas facultades excepcionales para la ciencia y la filosofía, a las que dedicaría luego el mismo tesón que empleó con ella un fascinado Voltaire. Ese mismo que se aislaría en el castillo de Cirey, donde llegaron a reunir más de 21,000 volúmenes, convirtiéndolo en el moderno foco de la física newtoniana frente al cartesianismo imperante. Émilie Châtelet fue asimismo autora del destacable Discurso sobre la felicidad, donde abogó por no reprimir deseos ni pasiones, aunque también determinó que «l amor al estudio es la pasión más necesaria» Por eso, lo que Nancy Mitford aborda aquí, en la época de los filósofos y los libertinos, y a través de los duales y complejos Voltaire y Châtelet, dos cerebros brillantes, no es más que la eterna búsqueda de la perfecta unión física e intelectual entre hombres y mujeres.
Ocurre también que los amores mueren como morimos nosotros, pero no pienso desvelar aquí bases, avatares, frutos filosóficos y consecuencias de tan sonada relación, terreno que debe quedar a oscuras para que lo descubran unos lectores doblemente afortunados: aquellos que accederán a este libro para conocer mejor a Voltaire y el siglo XVIII y que, deslumbrados, caerán en los brazos de las irresistibles Émilie du Châtelet y Nancy Mitford. La estupenda traducción, por cierto, contribuye a ello.

lunes, febrero 18, 2013

El niño que robó el caballo de Atila, Iván Repila

Libros del Silencio, Barcelona, 2013. 130 pp.12 €

Nere Basabe

Corren buenos tiempos para las narraciones posapocalípticas y los manuales de supervivencia. Si algo hemos de agradecer a los zarpazos cada vez más fieros de la realidad es que despiertan voces de insumisión cada día más firmes y plenas. Y El niño que robó el caballo de Atila probablemente sea de las mejores entre las habidas hasta el momento, demostrando por qué la literatura tiene más sentido que nunca.
No ha contado el lanzamiento de esta breve novela con el ruido mediático de Intemperie, el fenómeno literario de la temporada, y sin embargo, con pasos más discretos, va concitando el interés de los críticos que la comparan precisamente con aquélla. Un punto de partida similar, con la descripción de una infancia oculta o atrapada en un agujero en la tierra, se presta a ello; lo que viene después —y lo que la separa rotundamente de la de Jesús Carrasco— constituye una lección de buena literatura, aquélla que es capaz de escapar de los espacios angostos y levantar el vuelo a lo más alto. «−Parece imposible salir, dice. Y también: pero saldremos»: con semejante promesa Iván Repila inaugura su relato, la paradoja es su apuesta ganadora, y de eso va este libro, de ser realistas y pedir lo imposible.
Porque esta historia sólo sencilla en apariencia, que nos narra las vicisitudes de dos niños hermanos (ni siquiera conocemos sus nombres) atrapados en el fondo de un pozo luchando por sobrevivir y escapar, es en verdad una alegoría, donde el pozo sirve de sinécdoque para señalar un confinamiento más abstracto y los esfuerzos de los niños expresan una rebeldía más universal; tiene pues algo de relato filosófico, cuajado de asedios y prohibiciones innombradas, como la de esa bolsa repleta de comida que los acompaña pero que no se puede tocar y que tanto nos recuerda a Godot. A medio camino entre el cuento infantil y la novela política (“símbolo de la insurrección”, dice el propio autor en la última página; o en la llamada a la revolución de este diálogo entre los dos hermanos: «−Cuando estemos arriba, haremos una fiesta. −¿Una fiesta? –Sí. –¿De las de globos y luces y pasteles? –No. De las de piedras, antorchas y cadalsos»), el relato se desarrolla como un pulso con la realidad en el que la imaginación sale finalmente victoriosa.
Es de hecho en el despliegue imaginativo, después de transitar primero por la crónica detallada de la vida cotidiana en el estrecho agujero y tras un desvío que amenaza con abocar a los excesos de la locura y en el que casi naufraga, donde El niño que robó el caballo de Atila alcanza su apoteosis, como ocurre por ejemplo en el capítulo en el que los dos niños juegan a las adivinanzas y el autor aprovecha con ello para mostrarnos la contraposición de caracteres, la superioridad ontológica de lo imaginado («para el Pequeño hay presencias que superan en certeza a lo que puede tocarse») así como la madurez de su escritura. La prosa de Iván Repila, por lo demás, de estilo tremendamente lírico, y aunque tal vez haría bien en contener ciertos alardes metafóricos en algún momento, llena este libro y acierta de pleno con las repeticiones estructurales, con giros y añadidos que crean resonancias y ecos en el fondo de ese pozo, la desintegración del lenguaje que acompaña el debilitamiento físico de los propios personajes y especialmente con los breves diálogos entre los dos hermanos, donde destila a la perfección toda una suerte de sentimientos complejos que van del odio a la compasión, el sacrificio y la solidaridad, y la crueldad veteada de ternura que se ejerce en las relaciones fraternales y que tan bien ha sabido plasmar: «El amor como un pacto de silencio donde se administran violencias propias de un reptil, de un cocodrilo viejo. −¿Tú me quieres?, pregunta el Pequeño. –Lloverá». Así es como consigue Repila, con oficio, alcanzarnos en lo más hondo, conmovernos y causarnos heridas que tardarán en cicatrizar: «Es la idea de que mueras tú lo que hace tan pequeño el mundo».
Si además se compara con su anterior novela, el gamberro debut que supuso Una comedia canalla, el cambio de registro operado y el salto al vacío que supone, hemos de concluir que este espectáculo circense, por dialogar con una de las comparaciones que aparecen en el libro, sí termina con aplauso. Y ovación.

sábado, febrero 16, 2013

Solo con invitación: Contra las cuerdas, Susana Hernández

Alrevés, Barcelona, 2012, 284 pp. 17 €

Juan Laborda Barceló

Algunos teóricos del cine y de la literatura aseguran que el género negro es el único en el que la ambientación y el estilo pueden superar a la historia en sí misma. En el caso de la muy negra novela de Susana Hernández esta máxima sería aplicable, sólo que, además, tiene una bien urdida trama.
Dos mujeres son las protagonistas de esta historia: dos subinspectoras de policía, Rebeca Santana y Miriam Vázquez, a cual más especial, y por tanto, terriblemente humanas. Si bien la presencia de féminas en las arduas tareas de investigación de crímenes no es nueva (la inspectora Petra Delicado de Bartlett, entre otras, así lo demuestra…), sí es original la perspectiva. Ambas son muy diferentes, pero se complementan a la perfección. Se mueven en el escenario de una Barcelona actual, junto a sus naturales miedos, zozobras y complejas relaciones personales, siempre lo son. Entre las dos suman, por poner algún ejemplo, separaciones mal encaradas, problemas psicológicos derivados de una madre en prisión, crisis laborales, acosos y presiones institucionales… Ahí reside parte de la riqueza de estos personajes. Cuando un brutal y contradictorio violador y asesino hace su aparición, tendrán que perseguirlo con todas esas cargas actuando como lastre, pero también como impulso vital necesario. Se demuestra así, una vez más, la increíble fuerza renovadora que tiene la novela negra, capaz de reinventarse una y mil veces.
Sobre estos personajes, construidos con la verosimilitud que aporta el reflejo de nuestras miserias más cotidianas y engarzados con unos diálogos tremendamente ágiles, veraces y divertidos (capaces de activar la empatía del más autista de los mortales), se crea esta historia criminal, cuyo buen acabado hace deliciosa la lectura. De ella sólo diremos una cosa: tiene la virtud de sorprender. No se trata de un heterodoxo ejercicio de narrativa posmoderno, no. Simplemente, de forma natural y sabia, Susana Hernández juega con el lector, incluso con el avezado. Cuando éste se encuentra realizando las habituales cábalas sobre el futuro de los elementos narrativos y, por tanto, se dispone a elaborar hipótesis, la autora pone en boca de sus estupendos personajes tales argumentos. Se genera así un juego, que no es al despiste, sino al entretenimiento, en el mejor sentido del término. Es una obra magistralmente construida, con buen ritmo y tensión mantenida.
De este modo, Contra las cuerdas se convierte en una experiencia supraliteraria plagada de guiños a los clásicos rusos, al buen cine, a la amistad y, en definitiva, llena de vida, aunque pueda parecer contradictorio.
En definitiva, es una novela negra de prosa bella que, alimentada por la renovación del género, utiliza elementos clásicos y nuevos para dotar a su excelente trama de un mayor empaque.
Rebeca Santana y Miriam Vázquez tienen buena estrella, no en vano esta es la segunda entrega de sus aventuras… Deseamos, para nuestro deleite como lectores, nuevos misterios por resolver. Sabemos que algo hay en marcha.
 
 
Susana Hernández: "Los tópicos y los estereotipos están para ser dinamitados"


Entrevista de Care Santos

Susana Hernández reincide. Después de La casa roja, La puta que leía a Jack Kerouac y Curvas peligrosas, nos sirve ahora bien caliente su último banquete: Contra las cuerdas, una novela que sorprende por su agilidad, por sus amenos diálogos y por la originalidad de su protagonista, la subinspectora Rebeca Santana, de quien sus habituales conocerán algunos secretos que no desvelaron anteriores entregas. Lesbianismo, una trama negra-muy-negra y la ciudad de Barcelona como escenario son sus credenciales. El resto, la habilidad de la autora para tenernos en vilo de la primera la última línea. Los amantes del género negro deberían lanzarse sobre sus libros sin perder tiempo.


La literatura de temática gay se está "normalizando". Ya no se trata el asunto sólo como rareza. En ese sentido, su protagonista podría convertirse en una especie de abanderada de este fenómeno, ¿no cree?

—Sí, es cierto que poco a poco se trata la temática gay desde un punto de vista mucho más natural e inclusivo tanto en el la televisión como en la literatura. La verdad es que se agradece que se dejen a un lado ciertos tópicos. Es importante narrar sin estridencias ni dramas el mundo gay o lésbico. Desde luego, en ningún momento he tenido la intención de convertir a Santana en abanderada de nada, pero por lo que parece, el personaje está llegando a los lectores y eso puede ser una baza a favor de esa “normalización”. Si así es, bienvenido sea.




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viernes, febrero 15, 2013

El señor Nakano y las mujeres, Hiromi Kawakami

Trad. Marina Bornas Montaña. Acantilado, Barcelona, 2012. pp. 22 €

Santiago Pajares

Este es un libro sin un objetivo claro. Y como objetivo me refiero a que no hay un enigma que resolver, ni una chica (o chico) a la que enamorar, ni una misión que llevar a cabo. Es, como muchos otros libros de la literatura japonesa, la narración de un tiempo dado a un grupo de personas, contado con la ligereza de las cosas que son realmente importantes. Cuanto más me adentro en la literatura japonesa, más me encuentro este tipo de historias, narraciones del día a día muy bien narradas de una forma un tanto hetérea, como envueltas en una sutil bruma. Quizá al ser historias cotidianas todos nos podamos sentir un poco identificados, o quizá al contar cosas del otro lado del mundo nos pique la curiosidad sobre todos esos pequeños detalles que hacen interesantes el día a día. No sé bien qué es, pero con cada libro que leo, me gusta más.
Su autora, Hiromi Kawakami, se ha convertido en una de las escritoras más conocidas de Japón (y es que hay vida más allá de Murakami). Fue profesora de biología hasta que en 1994 apareció su primera colección de relatos, momento en que abandonó la enseñanza para escribir. Ha recibido muchos de los premios más prestigiosos de Japón por sus novelas y sus libros han comenzado a traducirse a todos los idiomas. De la forma japonesa, con pasitos cortos, sin hacer mucho ruido.
Pese al título, el libro narra la historia de Hitomi, una chica japonesa que trabaja en una tienda de artículos de segunda mano regentada por el señor Nakano, un japonés muy práctico con una cierta tendencia a dejarse enredar por las mujeres. Allí conoce a Takeo, un tímido chico por el que poco a poco comienza a sentirse atraída. ¿Pero cómo demostrar su afecto a alguien que no es capaz de demostrar un sentimiento siquiera de cercanía? Mientras los productos usados entran y salen de la tienda, Hitomi aceptará los consejos de la hermana de su jefe, una mujer liberada que trata de vivir su vida libremente y zafarse de la vigilancia de su hermano, muy crítico con ella pese a que su propia vida está llena de irregularidades. Este contexto nos ofrece una pequeña ventana para asomarnos a la tierna intimidad de estos personajes, todos un poco solitarios, todos un poco confundidos con la vida que les ha tocado vivir.
Los pasajes en los que Hitomi y Takeo tratan de acercarse, de comenzar una relación, de tocarse siquiera, son para mí lo mejor del libro. Expresan unas dudas y unos miedos que todos hemos tenido, describiendo lugares donde todos nosotros hemos luchado, con nuestros éxitos y nuestras derrotas.
Este es un libro para leer tranquilo, sentado en un sofá con una taza de té verde al lado. No pretende ser un bestseller devorador de páginas, sino uno de esos libros cuyas hojas pasas con cuidado para no herir a ningún personaje. Desde luego un libro para leer dos veces. Especial mención merece, como siempre, la cuidada edición de la editorial acantilado, que mima sus impresiones tanto como los textos que envuelven.

jueves, febrero 14, 2013

Un estado del malestar, Joaquín Berges

Tusquets, Barcelona, 2012. 395 pp. 19 €

Salvador Gutiérrez Solís

Siempre he defendido, y defenderé, frente a los guardianes de la caverna y frente a los cortos de entendederas, el humor en la Literatura. Como género, como recurso, como herramienta, como usted prefiera, hasta como un fin, un objetivo, desde la más absoluta normalidad. Normalidad de la que carece la actual narrativa española, que aún sigue contemplando el humor como amenaza, degradación –subgénero- de la Literatura. No nos llevemos las manos a la cabeza, sucede. Como mucho, está permitido, o se admite, algún brochazo de “fina ironía”, podemos leer en la reseña de turno.
No creo que un género u otro condicionen la calidad de una obra literaria, y podemos encontrar centenares de ejemplos. Tampoco creo en lo contrario, obviamente, no todas las profundas reflexiones interiores son maravillosas ni todas las novelas de humor son divertidísimas, estupendas o birriosas. Simple y llanamente, buenas, regulares y malas novelas. Incluso maravillosas, muy de vez en cuando.
Dicho esto, sinceridad, declaración o aclaración, debo de reconocer que aguardaba con cierta impaciencia la nueva entrega del zaragozano Joaquín Berges, un escritor que sorprendió con sus dos primeras novelas, El club de los estrellados y Vive como puedas, y suponía que el crecimiento, fijar la marca, quedaría más latente en esta tercera entrega: Un estado del malestar.
Un maduro ejecutivo al borde la jubilación, instalado en eso que conocimos como estado del bienestar, y hasta del lujo y del privilegio en esta ocasión, cuando contempla que el abismo se acerca y que le queda muy poca carretera que recorrer –o que le ha dejado de gustar la carretera y hasta el vehículo que conduce- decide dar un giro radical a su vida. El amor, las últimas gotas de pasión y juventud, no dejan de ser más que unas excusas recurrentes –a veces ocurrentes- para abordar desde el pleno convencimiento este cambio de vida.
Un estado del malestar cuenta con dos premisas o circunstancias que juegan en su contra. Una primera absolutamente formal, la portada, que en mi caso particular generó más rechazo que atracción y una segunda argumental: que te creas la historia. O sea, que te creas que un tipo con una mujer guapísima, con un lujoso todoterreno con más extras que el reparto de una película oriental, con una situación social acomodadísima, con un trabajo muy bien remunerado, decida renunciar a todo eso para iniciar una nueva vida. Y que, además, esta nueva vida la encuentre en las antípodas de lo que ha sido su vida –perdón por la repetición-, hasta entonces.
Berges, sin embargo, lo consigue: te lo crees, y nos ofrece una novela rítmica y ágil, que aborda cuestiones trascendentales desde el anzuelo del humor. Picamos. Un recurso que no suele estar del alcance de muchos autores, y del que se reniega más por incapacidad para lograrlo que por rechazo real. Un estado del malestar cuenta con pasajes absolutamente brillantes, ingeniosos e inteligentes, a ratos desternillantes, que demuestran las habilidades de un narrador con recorrido.

miércoles, febrero 13, 2013

El canto del cisne, Edmund Crispin

Trad. José C. Valdés. Impedimenta, Madrid, 2012. 280 pp. 19,95 €

Daniel Sánchez Pardos

La recuperación de las novelas de Edmund Crispin que la editorial Impedimenta inició en 2011 con La juguetería errante, y que ahora continúa con El canto del cisne, no sólo nos ha permitido descubrir a un peculiar e interesantísimo autor del que muchos no habíamos tenido noticia hasta ahora: también ha propiciado el regreso a las librerías de un cierto tipo de novela policíaca que en la actualidad se encuentra prácticamente extinguido, pero que en sus encarnaciones más logradas (y estas dos novelas de Crispin sin duda lo son) sigue conservando un encanto y un poder de seducción al que todavía muchos lectores somos incapaces de no sucumbir. En las novelas de Crispin no hay casi ninguno de los rasgos que hoy identificamos con la novela negra, y que vienen aportándole calado, ambición y seriedad al género desde los tiempos de Hammett y del american noir; y no los hay de una forma consciente y orgullosa. Las aventuras del detective aficionado Gervase Fen, profesor en Oxford y excéntrico militante, eluden por igual la psicología, el procedimiento policial, el periodismo, la intención política y el comentario social. Su realismo es satírico y deformante; sus personajes se definen por sus tics, su lenguaje y sus manías, y viven casi siempre instalados en el límite de la caricatura; sus misterios son problemas en el sentido más sherlockiano del término: excusas para el juego, el ejercicio y el disfrute de la mente del lector.
En El canto del cisne Edmund Crispin nos propone un crimen a puerta cerrada (o, más bien, a puerta entreabierta) que goza de todos los ingredientes imprescindibles de tan venerable subgénero: la imposibilidad manifiesta del hecho, los múltiples sospechosos, la profusión de detalles horarios y espaciales, las varias pistas irrelevantes o contradictorias y, quizá, también la solución imaginativa y un tanto improbable (pero razonablemente satisfactoria). La llegada a Oxford de una compañía operística que se dispone a representar por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial Los maestros cantores de Nuremberg, de Wagner, pone en marcha una cadena de rencillas personales y de malos presagios que acabarán derivando en la muerte del tenor principal, Edwin Shorthouse, un tipo combativo y molesto cuyo destino de cadáver prematuro no se nos oculta en ningún momento. El agradable ambiente musical por el que avanza el argumento urdido por Crispin dota a la novela de ciertas recurrencias temáticas y estilísticas que el autor, músico él mismo, dosifica con la misma sabiduría técnica con la que conduce ese espléndido artefacto verbal que es su libro. Y digo «verbal» porque, a diferencia de otras obras clásicas del género detectivesco de su mismo periodo, aquí el argumento, aun siendo en todo momento sólido y atrayente, importa menos que el estilo del autor: un estilo chispeante, socarrón y lleno de golpes de ingenio, sembrado de sorpresas y de buenas caídas puntuales en el absurdo, cien por cien britanico en todos los sentidos posibles. La voz de Edmund Crispin es el reflejo exacto de su personaje estrella: es entrañable, divertida, orgullosa y sumamente personal, y deja en la memoria del lector un agradable regusto que tarda en diluirse.
Un libro (un autor) totalmente recomendable.

martes, febrero 12, 2013

Tan lejos de Krypton, Daniel Ruiz García

Premio Onuba 2012. Editorial Onuba, Huelva, 2012. 313 pp. 20 €

Coradino Vega

Dice Daniel Ruiz García que ha escrito una novela de superhéroes, pero Tan lejos de Krypton es mucho más que eso. Las continuas referencias a los iconos de los cómics no obedecen aquí a ninguna moda dispuesta a dinamitar una forma realista de interpretación de la experiencia, como tampoco parece que sea un modo de evasión que convierta la literatura en un juego de artificios más o menos ingenioso. Ya en La canción donde ella vive, Daniel Ruiz García había explorado la importancia de la cultura popular en la conformación del imaginario de quienes nacieron a partir de los setenta. Y ahora, junto a la nómina de superhéroes y personajes tan familiares para los que fueron niños en este país en la década de los ochenta, aparecen los clics de famóbil, los petazetas, el blandiblú o Vacaciones en el mar. Porque no es que todo eso fuera el telón de fondo, es que ése fue el escenario en el que una generación que nada tuvo que ver con la movida creyó por edad que cualquier cosa podía ser, incluyendo gozar de superpoderes.
De cómo fuimos para saber en qué nos hemos convertido parece ir esta novela que narra una historia terrible, de eco faulkneriano, con un ritmo trepidante, una estructura sólida, trama bien urdida y una prosa madura, envolvente, en la que la característica fuerza expresiva de su autor queda al servicio de la doble voz que la modula. Está la segunda persona que insta al Lucas-adulto a que se sumerja en un apartado de la memoria doloroso. Pero sobre todo está esa primera persona por la que habla la conciencia del Lucas-niño y que es quizás el mayor logro del libro, pues a través de ella el narrador tratará de “desenterrar las palabras primitivas” en lo que parece un alegato semántico o una suerte de exorcismo contra el resabio que acarrea la pérdida de la inocencia. Lucas, un niño normal de once años que pasa el verano en el pueblo con su familia, quiere seguir los pasos de su primo Prudencio, empeñado en convertirse en Alfaman, combatiente de las Fuerzas del Bien, puesto que «debajo de la realidad, pervive la lucha soterrada entre héroes y villanos». Cuando Prudencio le habla a Lucas así, parece Don Quijote dirigiéndose a Sancho. Los villanos están por todos lados y pueden ser cualquiera, desde los poderosos que salen por televisión (el presidente de las patillas y acento andaluz, la primera ministra británica igualita a la vecina del 4ºD, el coronel Tejero o el arrugado Reagan con su Guerra de las Galaxias), hasta los seres más peligrosamente cercanos. Pero la impronta cervantina no acaba sólo con ese alegórico a la vez que cómico cuestionamiento de lo real; también está presente en el trato que Daniel Ruiz García da a sus personajes: en la compasión, en la ternura, en la dignidad, en la desazón y la tristeza que atraviesan el humor, el aparente optimismo y el valor; en su profunda sensibilidad ante la injusticia. Lucas lo mira todo con la perplejidad del niño que observa un universo en el que aparecen los primeros indicios del horror: «Otra vez ganas de llorar, sentimiento de no saber, no entender nada. Pero también rabia, un deseo raro de estrangularlo todo, de marcharte del mundo y estrujarlo como una pelota, explotarlo como un globo».
Hay escritores a los que parece que les gusta más serlo que escribir, ser agudos críticos o concebir la literatura como un instrumento para uno u otro fin en lugar de como un acto de contar, rellenar insuficiencias de la vida y explicarnos a nosotros mismos: les sobra cálculo pero les falta alma, pasión, verdadero entusiasmo por la literatura. Con Tan lejos de Krypton, su sexta y a mi juicio mejor novela, Daniel Ruiz García reivindica volver al origen del que nos fuimos («el niño pequeño que sonríe en las fotos»), recuperar el significado de las palabras, escribir con el corazón lo que tenemos más cerca y no siempre somos capaces de ver. A menudo se le ha calificado de escritor visceral por la crudeza de la temática de sus anteriores novelas y su exuberante estilo. Si por visceral entendemos también escribir con el estómago, llegando hasta el fondo de las emociones y con la valentía de ser uno mismo cueste lo que cueste, Daniel Ruiz García sigue siendo con esta hermosa elegía, que tiene algo de metafísica y mucho de indagación moral ante el desconcierto presente, un escritor visceral. El más visceral. El menos pijo de su generación. Alguien que, por mucho que se lo propusiera, no podría nunca dejar de ser escritor en el sentido más noble del término.

lunes, febrero 11, 2013

Para escribir una novela, Silvia Adela Kohan

Alba, Barcelona, 2012. pp. 328 pp. 18 €

María Dolores García Pastor

Existen muchas guías para escritores. Existen también muchos métodos de escritura tantos, diría yo, como personas que se dedican a escribir ya sea profesionalmente o de manera amateur. “Todos los métodos son buenos si funcionan”, me decía Jordi Sierra i Fabra hace un tiempo al hablar del suyo, La página escrita. De todo lo cual se deduce que no hay fórmulas matemáticas para esto, mapa o brújula, todo es válido si el resultado es bueno, o aquello otro tan sobado de que cada maestrillo tiene su librillo. Tener un buen manual de escritura no nos garantiza nada, aunque es cierto que puede ayudarnos bastante. Libros como este Para escribir una novela pueden ser una buena herramienta. En este encontraremos el proceso completo para escribir una novela. Eso sí, siguiendo las anteriores máximas, su autora no deja de proponernos en todo momento llevar cada una de las cosas que explica a nuestro terreno y nos incita a inventar nuestro propio sistema creativo.
Se trata de una obra muy didáctica, escrita de manera clara y precisa, en la que la autora va al grano de lo que interesa al lector (en este caso, seguramente, también aspirante a escritor). Su experiencia como profesora de técnicas narrativas y autora reconocida de manuales de escritura es un punto a su favor. Silvia Adela Kohan sabe muy bien lo que se trae entre manos y lo plasma en todos y cada uno de sus manuales de escritura, que son muchos, incluido el que nos ocupa. Parte de la idea de que el acto de escribir una novela es algo casi vital para el escritor y a través de ese acto se goza tanto como se sufre. En ese sentido su planteamiento nos recuerda a los de Natalie Goldberg autora de libros como El gozo de escribir o El rayo y el trueno. Pasión y oficio de escribir. Para Kohan la escritura es también “un acto de salud” que nos permite vivir otras vidas, así como una maravillosa herramienta para atreverse a pensar.
El libro está dividido en doce capítulos subdivididos en diferentes apartados en los que se abordan todas las cuestiones referentes al proceso de escritura de una novela. Se inicia la lectura con una especie de pequeño prólogo titulado “Adelante, la puerta está abierta, pasa…” en el que se conmina al lector a aceptar al escritor que lleva dentro y en el que Kohan lanza su diatriba explicando lo que es para ella la escritura. A partir de aquí la autora nos cuenta cómo han de ser los inicios, cómo hemos de organizar los previos a la escritura, nos habla de la búsqueda de la voz, de la caracterización de los personajes, de la trama, de las atmósferas o de todo lo necesario para conseguir un buen final. Pero la cosa no acaba aquí. También nos da unos consejos para escribir todo un best seller en el capítulo que titula “Ingredientes y preparación de la receta del bestseller”, así como unas pautas finales para revisar y reescribir.
El libro contiene ejercicios prácticos al final de cada capítulo y está salpicado de frases de autores célebres sobre las cuestiones que trata. También nos señala algunos ejemplos muy ilustrativos y adecuados pero que, a veces, acaban por desvelarnos información que se convierte en spoilers para futuras lecturas. Cuando la autora habla de que este es un libro sobre el proceso completo para escribir una novela está diciendo la verdad, ya que se ocupa de todo desde los previos hasta la ardua tarea de revisar y reescribir. En el penúltimo capítulo, el once, es donde descubrimos la fórmula mágica de los best seller. Estas recetas siempre resultan, cuanto menos, curiosas. Raramente quienes las ofrecen son escritores de este tipo de libros, debe de ser que quienes sí los escriben no están por la labor de compartir la clave de su éxito. Con todo, siempre se pueden sacar ideas, llevarlas a la práctica en nuestro propio terreno y, quién sabe, a lo mejor suena la flauta.

sábado, febrero 09, 2013

Prisioneros en el paraíso, Aarto Paasilinna

Trad. Dulce Fernández. Anagrama, Barcelona, 2012. 200 pp. 16,90 €

Miguel Baquero

Autor de indiscutible éxito internacional gracias a novelas como Delicioso suicidio en grupo o El bosque de los zorros, que le han destacado por su particular y finísima forma de entender el humor (fresco, ligero, sano, pero con unas gotas necesarias y bien medidas de crítica social), el finlandés Aarto Paasilinna (Kittila, 1942) está conociendo ahora la edición en nuestro país, por parte de Anagrama, de las novelas anteriores a su consagración. Llega el turno ahora, tras El año de la liebre para esta Prisioneros en el paraíso, editada por primera vez en Finlandia en 1974 y donde ya podemos apreciar (y degustar) algunos de los rasgos más sobresalientes del autor.
El argumento de la novela es bien sencillo, e incluso me atrevería a decir habitual: un avión se estrella cerca de una isla desierta (“desierta” es la fórmula común para significar que está alejada de la civilización) y los supervivientes, hombres y mujeres de varias nacionalidades y distinta extracción social, han de organizar su vida diaria en lo que les localizan los equipos de rescate. Hasta aquí, nada nuevo, y estoy completamente de acuerdo con una de las opiniones de los críticos que reseñaron esta novela, en este caso el crítico de “Le Monde”, en el sentido de que, sin el humor, este género de relatos parecería ridículo. Pero, en efecto, interviene el humor; un humor de muchos quilates como es el de Paasilinna; un humor que no se recrea en el chiste ni en el “golpe” y va mucho más allá: pretende trazar la comicidad de la situación en su conjunto, pretende hacer una sátira no de éste ni de aquél individuo, ni de un determinado tipo humano en concreto, sino que es una mirada burlesca sobre la totalidad. Con totalidad me refiero al hombre occidental y su pequeña visión del mundo, llena de miedos y prejuicios.
Los pasajeros del avión que se estrella son, en su mayoría (ya en este primer punto se inicia la particular mordacidad de Paasilinna), integrantes de una misión humanitaria de la ONU que viaja al Tercer Mundo para proteger a los indígenas de uno de tantos peligros como les acechan. Como buenos occidentales, solidarios y políticamente correctos, la primera medida que toman al llegar como náufragos a la isla es elegir una junta directiva. Posteriormente, y en la misma línea, entablarán un debate sobre cuál se va a convertir en la lengua oficial de su pequeño grupo o de qué manera van a organizar los periodos electorales; se lamentan así mismo porque, enfrascados en las tareas de hallar medios de supervivencia, talar árboles y construir cabañas, no les es posible aplicar la normativa europea en materia de jornadas laborales; y desnudos ante la intemperie y el calor sensual del trópico, deciden, como primera medida, crear un consultorio de asesoramiento sexual…
Todo esto antes de que la naturaleza comience a obrar y día a día, con la misma exuberancia de la vegetación que les rodea, vaya rompiendo con sus raíces, tenaz y pacientemente, esa pequeña estructura social y ponga al descubierto lo precario e incluso ridículo de sus cimientos.
Y de nuevo aquí hace gala Paasilinna de esa contención que es la clave de la excelencia de sus novelas y de la calidad de su humor. Porque sin renunciar a la burla, y en general a la ridiculización de la sociedad, no descuida el dibujo compasivo de sus personajes, gracias a lo cual hace entrañables y humanos incluso a la ultrarreligiosa preocupada por los métodos anticonceptivos. Una justa distancia, en suma, la que acierta a tomar el autor y que a ratos se convierte en ejemplo de cómo sostener un pulso literario.

viernes, febrero 08, 2013

El diablo a todas horas, Donald Ray Pollock

Trad. Javier Calvo. Libros del Silencio, Barcelona, 2012. 372 pp. 22 €

Juan Soto Ivars

El autor de este libro dejó los estudios a los diecisiete años y después más de tres décadas de trabajo en un matadero y una fábrica apestosa de papel se graduó en la Universidad de Ohio y publicó la colección de cuentos Knockemstiff, sobre la vida aberrante en una hondonada infectada de personas, pura basura blanca retratada con una crudeza muy impactante. Aquel libro con afán de novela coral dejaba claro que Donald Ray Pollock está muy por encima de otros autodidactas de vida sórdida contemporáneos suyos como Edward Bunker, pero sinceramente no esperaba que en su primera novela, El diablo a todas horas, pudiera encontrarse ya algo parecido a una obra redonda.
«Siempre había alguien muriéndose en alguna parte, y en el verano de 1958, el año en que Arvin Eugene Russell tenía diez años, le llegó el turno a su madre.»
Pollock regresa al agujero de Knockemstiff para arrancar con la historia de un huérfano criado en la misma sopa abominable donde malvivían los personajes de su libro de cuentos. Una tierra en que crece podrido cada vegetal que se planta pero donde, en esta ocasión, el autor ha conseguido separar tejidos sanos de los enfermos ofreciendo entre el horror casi continuo el contrapunto de unos bellísimos diamantes de bondad. La novela cruza con la historia de este huérfano la de otras almas degeneradas y en la forma de unir las tramas está el único problema: tiene cierto aire artificioso como de Auster la soldadura final, pero en mi opinión esto no ofrece ninguna resistencia. La novela está suficientemente llena de sorpresas, imágenes, recursos e historias asombrosas como para tolerar una licencia de estructura.
«Pensó que era la primera noche que ella pasaba bajo tierra; debía de estar muy oscuro allí abajo.»
Se trata de una novela de formación, o más bien una novela de resistencia a la deformación. Decía que está llena de pequeñas historias y esto merece una explicación, porque es uno de los puntos fuertes. Al autor no se le escapa nada: hasta los personajes más modestos tienen su pequeña justificación argumental y vienen precedidos de una narración somera sobre sus vidas y motivaciones. En este sentido, Pollock se comporta como un dios concienzudo que no quiere dejar cabos sueltos ni personajes sin volumen tridimensional. En virtud de esta inventiva fecunda, todo cuanto pasa por sus páginas está cargado de verdadera humanidad.
«—Te portas muy bien conmigo, muchacho —le dijo el viejo. Arvin tuvo que tragar saliva varias veces para no llorar. Pensó en el día siguiente. Iba a ser la última vez que compartirían una botella.»
Pollock aturde continuamente con la sordidez y lo macabro, pero no creo que haya un afán de escandalizar, como he oído decir a algunos lectores que respeto. Los símbolos adoptan un peso específico que recuerda a la literatura de Cormac McCarthy: los insectos y la podredumbre, las cruces, las extensiones americanas y sobre todo las aves (el flamenco, el urogallo, como ocurría en el libro de cuentos) cargan simbólicamente lo que de otra manera podría entenderse como arbitrario. Escrito con una pureza narrativa digna del Truman Capote de A sangre fría, consigue contagiar al lector de las sensaciones de sus protagonistas por encima del distanciamiento que podría provocar la anécdota, siempre macabra. La traducción a cargo de Javier Calvo, que también se encargó de Knockemstiff, parece a la altura del contenido y sin nada que objetar más allá de un par de tópicos “soles de justicia” que posiblemente sean desliz de Pollock.
«Le había metido un miedo de muerte hablándole de bandas de palurdos rabiosos y tribus de vagabundos famélicos, y de las cosas que espantosas que les hacían a los pobres y dulces chicos sin hogar a los que cazaban en la carretera.»
Son cuatrocientas páginas de buceo en un sitio donde nadie querría estar, una galería de espejos deformados en la que rara vez hay espacio para tomar aire. Los lectores que consigan traspasar esta novela sin taparse lo ojos habrán asistido a la explosión de un talento narrativo de primer orden. En conclusión, El diablo a todas horas provoca tantas sensaciones que durante la lectura uno apenas repara en la más importante: la poderosa admiración hacia su autor.