viernes, noviembre 30, 2012

Caída y auge de Reginald Perrin, David Nobbs

Trad. Julia Osuna Aguilar. Impedimenta, Madrid, 2012. 368 pp. 22,75 €

Miguel Baquero

En contraposición a muchas novelas de rumor existencialista que, en la época en que se escribió esta obra, basaban su argumento (muy escaso) en un hombre sin identidad que pugnaba por encontrarse a sí mismo, Caída y auge de Reginald Perrin, de David Nobbs, publicada en 1975, cuenta (de manera muy divertida) la odisea de un hombre al que le resulta imposible desprenderse de su identidad. Sin ánimo de confrontación con aquellas (muy buenas, por otra parte, pero que quizás llegaron a ser excesivas en la época) novelas de búsqueda de un yo, Reginald Perrin, el protagonista de esta historia, es un personaje que no puede dejar de ser él. Mediocre, bien es cierto, un tanto ridículo si se le mira bien, frustrado en infinidad de cosas… esa es la cómica desgracia de Perrin, un factor que, no por humorístico, deja de inducir a que, al eco de las carcajadas, podamos pararnos a reflexionar sobre nosotros mismos, como buscan al fin las grandes obras literarias, sobre si tenemos una identidad fijada, un destino y, si ambas cosas son ciertas, alguna posibilidad de escabullirnos de todo eso.
Si en la genial La importancia de llamarse Ernesto, y con la misma finura humorística, el protagonista descubría de pronto que había estado toda su vida diciendo la verdad, en Caída y auge de Reginald Perrin su héroe, entre comillas si quiere el lector, confirma asombrado que durante toda su vida ha estado haciendo aquello que, en el fondo le gustaba… aunque todo sea, como se ha dicho, manifiestamente mejorable. Llámese la fuerza del sino, de la costumbre o de las ataduras materiales, Reginald Perrin es en gran medida un reflejo de muchos de nosotros, que manoseamos el deseo de romper con todo y empezar de cero, pero al final nos detenemos porque quizás, o lo más seguro, acabáramos volviendo al mismo sitio.
«Tenía un matrimonio ideal y no iba a permitir que su propia esposa se lo estropease”. “No me andaré con rodeos”, le pregunta un personaje a otro a la cara, “¿es usted de color?».
Estas son solo algunas muestras de los diálogos ingeniosísimos, depuradamente humorísticos, a tramos sublimes en lo cómico, que se suceden a lo largo de esta novela, una perla, no hace falta decirlo, de lo que se ha venido en llamar “el humor inglés”. No obstante, y pese a este barniz de elegancia en el humor, y la agilidad con que se desarrolla el texto, Caída y auge de Reginald Perrin adolece de un cierto estilo descuidado en cuanto a lo literario, fruto seguramente de que David Nobbs, su autor (Petts Wood, Kent, 1935), pudo escribir con la vista puesta más en un éxito cinematográfico o televisivo que literario. De hecho, la serie basada en este libro y sus secuelas posteriores constituyó a finales de los 70 unos de los grandes éxitos de la televisión británica.
Divertida, en fin, muy divertida, irrespetuosa y con afán gamberro, apoyada en unas escenas sorpresivas y de gran comicidad, Caída y auge de Reginald Perrin es una excelente ocasión para detenernos a pensar sobre nosotros mismos y nuestra circunstancias desde un punto de vista algo menos solemne, lo que también es de agradecer.

jueves, noviembre 29, 2012

El escalador congelado, Salvador Gutiérrez Solís

Destino, Barcelona, 2012. 336 pp. 19 €

Victoria R. Gil

Escribe Salvador Gutiérrez Solís porque necesita «contar este mundo con sus mil defectos, rescates y naufragios, este mundo que nos toca vivir, y que ahora, más que nunca, como advertencia, radiografía, terapia, anestesia o antídoto, es necesario seguir contándolo». No es de extrañar, pues, que en su última novela, escéptica y desencantada, abunden los naufragios y escaseen los rescates, y que sus protagonistas se asemejen a escaladores atrapados en medio del Himalaya, incapaces de culminar la ascensión.
Adentrarse en El escalador congelado nos permite asistir al pase privado de una crónica generacional, la de ese grupo de españoles que creció en plena transición política y para quien el futuro pintaba esperanzado. «Cuando no existían tantas cadenas de televisión ni anunciaban tantos productos en los intermedios de los programas». Sólo que ahora, asomado ya a esa década de los cuarenta en la que a uno le ataca el virus de los balances y de las cuentas saldadas, descubre que han pasado «muy rápidos estos años, no te puedes imaginar, muy rápidos». Y la esperanza no se ha cumplido.
Todos, de un modo u otro, malviven en esta novela. Ana, con la soledad; Susana, con la falta de hijos; Mario, con el paso del tiempo; Luna, con su propia identidad; Jesús, con los deseos insatisfechos; Amadeo, con el dolor de la ausencia. Y con este catálogo de frustraciones e infelicidades (también de infidelidades, cómo no), Salvador Gutiérrez Solís compone unos personajes detenidos, congelados en ese punto no retorno de la vida en que aún cabe el regreso o el giro inesperado antes del tiempo de descuento. Descubrir si el deshielo llegará por la vía de aceptar el pasado –elegido, al fin y al cabo, aunque haya resultado una opción equivocada— o por la de reescribir el futuro es la tarea que les aguarda a todos ellos. Pero quizás, como plantea el autor, no existan las soluciones, sino únicamente las elecciones con las que se debe vivir.
Sobre un armazón de capítulos cortos, vidas cruzadas y lenguaje directo, y con un evidente estilo cinematográfico, Gutiérrez Solís articula un juego de masas y vacíos en el que combina hábilmente lo que cuenta con lo que calla. No siempre lo que más duele es lo que más nos hace gritar.
Como morbosos espectadores en la oscuridad del cine, conocemos lo que la esposa esconde al marido y lo que éste oculta a su mujer. Sabremos de mentiras y renuncias con el silencio cómplice de quien alguna vez ha formado parte, como Jesús o Susana, Mario o Carolina, de una pareja que se bifurca. Nada en El escalador congelado nos deja indiferentes porque es muy fácil seguir un rastro que identificamos como propio. «En realidad, somos como uno de esos espejos formado por miles de cristalitos. Los cristalitos son todas las personas con las que nos cruzamos a lo largo de la vida. Siempre nos quedamos con algo del otro».
Hija de su tiempo, esta novela se descompone en las múltiples piezas que la forman a través de un blog que su autor ha creado en internet para desvelar esas intimidades que tanto nos gusta conocer a los lectores. Desde vídeos de Donna Summer, Joy Division y Bon Dylan, inequívocas referencias musicales de sus protagonistas, a extractos de la película Descalzos por el parque (Barefoot in the Park, 1967) y un ejemplar de Rojo y Negro, de Stendhal, pasando por vinos, pizzas, el sambódromo de Rio de Janeiro, un traje de Papá Noel, una playa, una cumbre nevada, tratamientos de fertilidad y montañas rusas desde las que todo, hasta la realidad, parece más limpio. El propio Solís advierte de que este striptease conceptual «puede entenderse como un acto de exhibicionismo, pero también tiene mucho de sinceridad, créame. Son muchos y muy diversos, dispersos, inconexos tal vez piense —pero no—. No. Materiales de construcción».
El peso de nuestro presente tecnológico y conectado también se hace notar, y mucho, en este libro, donde las redes sociales, internet, los teléfonos móviles y los ordenadores llegan a ser una presencia esencial, a veces refugio, a veces excusa, para tantos intentos de huida.
El escalador congelado es, según su editor, «una novela sobre la insatisfacción, el amor, los celos, la impotencia, la indignación, la frustración y la melancolía que cada día pueden desembarcar en nuestras vidas. Un retrato generacional de aquellos que no se resignan a despedir definitivamente la juventud y a asistir, en la primera bancada, al entierro de Peter Pan». Y es la existencia más cotidiana, la nuestra, la de quienes se nos cruzan en la acera o en el supermercado, a la que Salvador Gutiérrez Solís ha dado forma para enfrentarnos a un espejo que, lejos de encontrarnos hermosos, nos revela tan congelados como ese escalador anónimo que da título a esta obra. Que nadie, sin embargo, busque certezas en sus páginas, si encontramos alguna, es la de que no hay certezas. Si acaso, con suerte, una esperanza: «Todavía hay sitio para el amor».

miércoles, noviembre 28, 2012

El Giro, Stephen Greenblatt

Trad. Juan Rabasseda-Gascón y Teófilo de Lozoya. Crítica, Barcelona, 2012. 318 pp. 25,90 €

Ángeles Prieto Barba

La historiografía tradicional establece en la caída de Constantinopla y en la desaparición del Imperio Romano de Oriente en 1453, el fin de la Edad Media y el inicio de la Moderna. Suceso fundamental, aunque en ese fabuloso siglo XV, el siglo de las innovaciones y de los descubrimientos, ocurrieran otros hechos no menos relevantes, como fue la apertura lusa de una nueva ruta comercial con Asia y por supuesto, el descubrimiento de América. Y quizá menos llamativo, pero igual de trascendente, será el acontecimiento que aquí nos ocupa, el rescate de un revolucionario poema filosófico escrito en el siglo I antes de Cristo: “De rerum natura” de Tito Lucrecio.
Porque recuperar el único ejemplar completo de esta obra evidentemente radical, que se encontraba en la abadía benedictina de Fulda (Alemania), supuso otorgar un nuevo rumbo al pensamiento occidental, el nuestro, liberándole de absurdos sometimientos a la escolástica triunfante, así como ayudándole también a superar las peores supersticiones de carácter religioso. Pues es Lucrecio quien nos trae el atomismo, “las semillas de las cosas”, la imagen de una naturaleza que cambia, evoluciona y experimenta sin cesar, la existencia del universo al margen de los humanos, la sociedad como lucha por la supervivencia, la no existencia de espíritus inmateriales, el más allá sin premios ni castigos, la identificación de cualquier religión como superstición y la obtención del placer como suprema finalidad de nuestra existencia. Casi nada frente a ese mundo medieval regido, como sabemos, por otro libro muy distinto.
Este volumen nos va a suministrar de manera eficaz todos los datos que debemos conocer sobre este singular descubrimiento: quien es el personaje que lo encuentra y cómo obtuvo la formación necesaria para llegar al mismo; quién fue Tito Lucrecio Caro y a quién tenía por maestro; cómo era el ambiente cultural en las ciudades de Florencia y Roma que acogieron este libro; qué contiene el libro y cómo y en qué figuras influirá, mediante su difusión masiva gracias a la imprenta, a partir de ese momento hasta nuestros días. Pues Giordano Bruno, Galileo, Shakespeare, Michel de Montaigne, Tomás Moro, Newton, Darwin, Jefferson o Einstein, nada menos, accedieron al contenido de este libro singular y cada una de sus teorías y formulaciones le deben mucho al mismo.
Todo esto es lo que recoge y analiza este brillante estudio de Stephen Greenblatt que mereció el premio Pulitzer de este año, en el que es ya, con seguridad, uno de los mejores libros de ensayo publicados en España en este 2012. Un libro formativo, muy ordenado y bien estructurado que emplea un estilo rico, exacto, didáctico y ameno en todo momento. Para todo aquel que participe aún, y en estos tiempos, de aquellas viejas aspiraciones de los hombres del Renacimiento a un conocimiento amplio y humanista, sería un crimen de lesa majestad filosófica no leérselo.

martes, noviembre 27, 2012

La liebre con los ojos de ámbar. Una herencia oculta, Edmund de Waal

Trad. Marcelo Cohen. Acantilado, Barcelona, 2012. 365 pp. 26 €

Marta Sanuy

Edmund de Waal no es escritor, sino ceramista, y La liebre con los ojos de ámbar no es una novela, sino la historia de su familia contada a través de una colección de doscientos sesenta y cuatro netsuke, miniaturas japonesas pensadas para llevar en la mano.
De Waal acierta al elegir como hilo conductor de este libro los netsuke: un zorro con los ojos incrustados, de madera, una serpiente en una hoja de loto, de marfil, una liebre de boj y la luna, un criado dormido, docenas de ratas de marfil, un fardo de leña menuda atado con una cuerda, una mujer desnuda y un pulpo o una liebre con ojos de ámbar, que se van imantando a lo largo del relato hasta hacernos creer que estamos viendo todo lo que sucede desde la vitrina en la que se guardan. Pero sobre todo de Waal acierta al templar la voz del narrador; no era fácil contar la historia de una familia como la suya, los Ephrussi, banqueros judíos que dominan las finanzas de toda Europa, con el extrañamiento y la sutileza crítica hacia sus antepasados que el autor nos regala. Además de esa contemporaneidad, tan necesaria para releer la historia, por la calidad de su prosa he tenido la impresión durante muchas páginas de estar leyendo a algún centroeuropeo de los grandes.
El libro, que empieza y termina en Japón, da pronto un salto para presentarnos al tío Charles, el japoniste autor de la colección, y nos muestra el París de fin de siglo y sus caprichos: en la década de 1880 llegó a tal apogeo la pasión por lo nipón que en 1887 dijo Alejandro Dumas: "ahora todo es japonés". La abundante documentación permite al autor analizar el modo en que, por más de doscientos años, Occidente había malinterpretado a Japón apasionada y creativamente. Pero Charles Ephrussi no es un coleccionista cualquiera, es capaz de transformar la mirada en posesión y la posesión en conocimiento. Colecciona muebles y todo tipo de obras de arte, pero sobre todo posee pinturas y pasteles de Morisot, Degas, Manet, Pissarro y Renoir, es uno de los descubridores del impresionismo. Es Charles quien compra a Manet un cuadro con un manojo de espárragos por el que el pintor pide ochocientos francos; él le envía mil y el pintor le corresponde días después con otro cuadro con un solo espárrago acompañado de una nota: Parece que éste se soltó del manojo. Y es, nada menos, el inspirador del personaje de Swann en A la recherche du temps perdu. Es casi demasiado raro descubrir cuán entretejido está el personaje proustiano de Swann con Charles, dice su sobrino.
Después de esas estupendas páginas en París el autor nos traslada a Centroeuropa. La colección de netsukes va a ser el regalo de boda de Charles para Viktor y Emmy, los bisabuelos del autor, que se casan en 1899, el año en que Karl Kraus dijo “Viena se está demoliendo en una gran ciudad”. De esa gran ciudad forma parte el inmenso palacio Ephrussi, en el que las miniaturas no van a ocupar un lugar demasiado importante: el vestidor de Emmy, en el que servirán como juguete e inspiración a sus hijos.
Mirar casas es un arte, dice el autor, apabilado cuando descubre las enormes salas que habitó su familia. Él lo tiene, y nos permite pasear por sus salones acompañándolo en las indagaciones de lo que ocurrió en ellos desde la época espléndida del Imperio hasta la ocupación alemana, cuando los netsuke son salvados gracias a Anna, la fiel criada, que logra esconderlos en su colchón.
El libro cuenta con aliados solventes para alcanzar su calidad literaria, se nutre de literatura, para documentar el relato se recurre a Marcel Proust, Huysmans, Wilde, que habla de la tortuga incrustada de esmeraldas, Gustav Moureau, Karl Krauss, De Goncourt, Robert Musil, Joseph Roth o Walter Benjamin.
Recomendadísimo. Tomando el título de uno de los capítulos: Una preciosura.

lunes, noviembre 26, 2012

Las flores de Baudelaire, Gonzalo Garrido Ávila

Ediciones Alrevés, Barcelona, 2012. 255 pp. 18 €

Juan Laborda Barceló

Las referencias al poeta maldito no son una cuestión menor en esta primera novela de Gonzalo Garrido. Baudelaire hizo un muestrario de las maldades humanas en sus versos y, precisamente, por esa pendiente se deslizan las letras de esta interesante obra.
Aunque existe una poderosa y bien llevada trama, las reflexiones sobre la naturaleza humana y su carácter son el centro y motor de la novela. Con una prosa milimétricamente precisa se descubren los matices del individuo sometido a presiones que no puede controlar. El poder y su manipulación inherente, el carácter tendencioso y partidista de los medios, la crisis moral de la sociedad, la familia y la educación son conceptos que aparecen en el Bilbao de 1917 (año clave en la historia de España por sucesos tan significativos como la asamblea de parlamentarios de Barcelona, los conflictos con los militares creadores de las Juntas de Defensa o la radicalización del movimiento obrero, que se concretó en la durísima huelga general ocurrida entre el 13 y el 17 de agosto). Las reflexiones sobre la crisis política, social e informativa plantearán al lector sugestivos paralelismos con el tiempo presente.
Las pesquisas para desentrañar un macabro asesinato nos llevan a conocer al protagonista: Alfredo Maldonado, fotógrafo y, en palabras del autor, “un investigador amateur”, que podría ser un nuevo paradigma del detective privado (e incluso iniciar una saga si el creador lo tuviese a bien).
Entre estas páginas podemos apreciar matices de muy diversos géneros que se funden con habilidad. Hay elementos de lo trágico y siniestro, pues una muerte tremendamente violenta es el origen de la acción. La solución del caso, a través de la fórmula policíaca, es entretenida y eficaz. Encontramos, por último, un sentido casi ensayístico a la hora de reflejar la naturaleza del hombre en colectividad, aderezado con un afilado humor que atraviesa todo el texto.
La trama atrae por estar bien sostenida, por ser el reflejo fiel de una sociedad y por acercarnos a los recovecos más oscuros del alma humana. Hay tensión narrativa, personajes veraces y originales, motivaciones profundas, desengaños y violencias acompañados de buena gastronomía y de bastante historia…
Si buscan un entretenimiento, bien construido, estético y de prosa fina, lo hallarán. Pero si desean reflexionar sobre el individuo encerrado en sus particularidades, las fuerzas que lo motivan y lo condicionan, encontrarán otro plano de lectura aún más rico.

viernes, noviembre 23, 2012

La espada de Damocles, Petros Márkaris

Trad. Lorena Silos Ribas. Tusquets, Barcelona, 2012. 144 pp. 12€

Miguel Baquero

Sabido es el dicho de que, a veces, «los árboles nos impiden ver el bosque». Tan cerca solemos estar de los objetos, tan encima de nosotros los tenemos que no somos capaces por lo general de apreciar el conjunto. Es necesario alejarse un poco, tomar distancia para no ver el cuadro tan de cerca y poder apreciarlo, entonces sí, como un todo. En cierta manera, eso es lo que La espada de Damocles puede suponer para el lector español. No hace mucho, conversando con un amigo lector, éste me contaba que a través de las novelas policiacas ambientadas en la actualidad del griego Petros Márkaris (Estambul, 1937) uno podía hacerse una idea clara de las razones por las que Grecia se halla colocada al borde de la quiebra. Unas razones que no estriban, como es lo fácil pensar, en una conjura de los mercados o en una gran confabulación capitalista e internacional. Quizás, sí, esto sea la mecha, el detonante que va a hacer reventar al país, pero la pólvora, el material inflamable y propicio al estallido, llevaba mucho tiempo gestándose en su interior, por diversas razones.
Razones que, y he aquí lo estremecedor y lo inquietante de este libro, se parecen (en ocasiones son un calco) a las que rodean la apurada situación española. De ahí lo muy recomendable de este libro para, como dije al principio, tomar distancia, ver las cosas desde fuera de nosotros mismos y advertir entonces, con una claridad sorprendente, como muchos elementos de esta Grecia en derribo con compartidos por nosotros.
En La espada de Damocles, colección de artículos publicados en diversos medios por Márkaris desde 2009 hasta junio de este mismo año, y que incluye una entrevista final con el autor, no se descarga de culpabilidad (sería imposible, por otra parte, tal es su obviedad) a los entramados financieros y a las salvajes políticas neoliberales en la eclosión de esta crisis que con especial violencia se está cebando hoy en el país heleno y mañana en nosotros. Pero Márkaris (también por descontado) no es tan ingenuo, ni considera a sus lectores tan incautos, como para reducirlo todo a este agente externo. Muy al contrario, Márkaris hace surgir silenciosamente la crisis en los tiempos de mayor bonanza económica (que allí y aquí también vino a coincidir con la entrada en el euro), cuando se instauró entre los partidos llamados a gobernar por turnos unos sistemas de subvenciones, ergo de clientelismo, que constituyeron la autovía directa hacia la corrupción. Se instauró, así:
«Una política demagógica cuyo único objetivo era la reelección (…) Cada uno de los gobiernos griegos acogió a su propia gente en la Administración estatal, que se convirtió en un enorme monstruo incapaz de funcionar».
La alternancia en el poder no se convirtió en una posibilidad de llevar un camino más o menos sosegado y conforme a todos, sino que los gobiernos se iban turnando con esta frase que en el libro se dice así y que causa pánico por cuanto de esta forma exacta, absolutamente exacta, se ha empleado también en España. Según figura en el libro, un dirigente del Pasok dijo públicamente lo que sigue: «Durante años, las derechas se han aprovechado del Estado. Ahora nos toca a nosotros», y aquí, como digo, se oyó en su día la misma frase.
Significativo es también el hecho de cómo en Grecia se recurrió en numerosas ocasiones a la memoria de un conflicto o al eterno enfrentamiento con los turcos para polarizar a la sociedad hacia un lado u otro (siempre en pos de la «reelección», palabra clave) y distraerla de quedar aunque sólo fuera un momento en un punto fijo desde el que poder plantearse con claridad un equilibrio y un futuro.
Pero por supuesto, y aquí va más lejos Márkaris, toda esta instrumentalización, al final estafa descarada, robo, y ya por último saqueo, de que los políticos han hecho víctima a Grecia, no hubiera sido posible sin la colaboración del ciudadano medio. Los griegos, como los españoles, como los italianos, como seguramente muchos de los europeos, cuanto más cuanto recién llegados, se han estado preparando durante mucho tiempo para el papel de víctimas propiciatorias, se han labrado su autodestrucción. Cuando asistían (asistíamos) al creciente clientelismo y a ese mar de subvenciones sin protestar demasiado por si acaso un día nos pudieran beneficiar a nosotros, cuando silbábamos distraídos, e incluso sonreíamos, a la vista de cómo nos estaban esquilmando, sólo por la esperanza de que un día nos fuera a caer una migaja, cuando prácticamente nadábamos en la abundancia y el bienestar que nos daban unos fondos europeos que sabíamos engordados, tramposos, fraudulentos, pero y qué si nos aprovechan de algo, cuando salíamos de un crédito sencillamente pidiendo otro, era así de sencillo…
«Entonces llegó el año 1981 y un flujo de dinero comenzó a circular por el país. Los griegos ya no necesitaban una “cultura de la pobreza” pero tampoco habían desarrollado ninguna “cultura de la riqueza”. El consumo se convirtió en la fuerza motriz de la sociedad (…) Los griegos se construyen casas de verano y residencias rurales y no se rompen mucho la cabeza pensando en cómo van a devolver el dinero.»
«La mayoría eran muy felices y pensaban que esta situación iba a durar siempre. Fue el primero de los errores. Pero el mayor error vino del sistema político que se empeñó en promocionar el conjunto».
La espada de Damocles, acertada alusión a esa figura que también sentimos ya sobre nosotros, es un libro claro, conciso y utilísimo como espejo en el que mirarnos si acaso nos diera pudor plantarnos frente a nosotros en el espejo y reconocer todos nuestros errores.

jueves, noviembre 22, 2012

Casa de muñecas, Patricia Esteban Erlés

Ilust. Sara Morante. Páginas de Espuma. Madrid, 2012. 180 pp. 17 €.

Luis Borrás

Este es uno de los libros más bonitos –sin cursiladas-, más originales –sin excentricidades-, y mejor editados que haya visto últimamente. Un libro que va más allá de ofrecer buen papel y buena letra de molde, un lujo desde la portada hasta el diseño interior en el que encontraremos unas magníficas –sin excepción- ilustraciones de Sara Morante al inicio de cada capítulo o intercaladas en el texto a doble página o a página completa. Uno de esos libros objeto que envolver para regalo en un primoroso estuche de joyería cara.
Su título me recuerda que de niños hemos jugado con los Madelman o los Geyperman. Eran soldados, mercenarios o exploradores, pero no establecíamos con ellos ningún vínculo de paternidad. No eran bebés a los que había que darles la papilla, acunar y cambiar el pañal. Aquellos muñecos tenían barba y estaban pensados para luchar y morir con las botas puestas. Sin embargo lo de las niñas con las muñecas era muy distinto. Era un juego y una relación que imitaba la vida real. Y ese juego y su réplica llegaban al refinamiento más absoluto con una casa de muñecas. Era un juguete de niña rica, el facsímil de una vivienda con su mobiliario completo y su familia perfecta: “Señor con monóculo, dama camafeo y niño pálido y triste sin globo”. Esa reproducción siempre victoriana –no hay casas de muñecas de Ikea- es un escenario que tiene algo inevitablemente siniestro y macabro, un escenario con inmensas posibilidades que Patricia Esteban Erlés ha sabido ver y aprovechar maravillosamente. Decorado teatral al que Patricia, como directora de escena y dramaturga, le da vida independiente, mezclando el interior y el exterior, lo inanimado y lo real en algunos relatos geniales como “Manderley en llamas”, “La mujer de rojo” y “Palacio de muñecas”. Y fuera de esa casa en este libro hay, claro, historias de muñecas. Porque esas niñas de pálida porcelana, rostro perfecto, rubios bucles y mirada “de vidrio limpio”, esas dulces muñecas de apariencia humana tienen igualmente algo siniestro. Y de nuevo Patricia acierta con el elemento y le saca provecho para darle vida a lo artificial y transformarlo en un terror muy original que surge de su inquietante inocencia, de su vida independiente a espaldas de sus dueñas.
Pero Casa de muñecas no es lo que parece, no es un libro monotemático; no es una colección de versiones mutantes de “Chucky” en viejos caserones góticos. Son cien microrelatos en los que Patricia mezcla ese miedo infantil, esa estética antigua y oscura de “Los otros” con escenarios y mujeres contemporáneas; un conjunto de breves piezas en las que hay suicidios, asesinatos, espectros, venganzas, muertos y fantasmas e incluso historias inspiradas en cuentos infantiles. El quinqué, las cortinas de cretona y el carillón junto a lavadoras, espejos, vehículos, tendedores y piscinas. La casa es a escala real y las muñecas son de carne y hueso. Niñas asustadas o perversas. Mujeres traicionadas, fuertes y resueltas. Y esos relatos modernos rompen con ese riesgo de tener la impresión de habernos perdido dentro del túnel del terror de un parque de atracciones. Acierto de Patricia al combinar su buena forma de narrar con la sangre y el fuego, el amor, los celos, las decapitaciones, el luto, las sábanas, los zapatos, el veneno, las sombras, los armarios, la niebla, los desvanes, el morado, los vivos y los muertos, lo clásico del género con la inspiración propia; habilidad que no evita por momentos cierta –y lógica con cien micros con el mismo argumento- sensación de repetición y empacho; porque cualquier fiesta bien hecha de Halloween puede atemorizar y estremecer al principio, pero tanto muñeco diabólico, tanto susto, tanto aparecido termina cansando y se convierte en maquillaje, peluca, salsa de tomate; déjà vu.
Y si en un libro de relatos resulta difícil mantener el tono y el nivel en uno de micros lo es mucho más, porque al ser literatura concentrada exige en cada página una idea impecable y una redacción sin una sola arruga. Y si bien Patricia en muchas ocasiones lo consigue con magníficos relatos de un terror escalofriante y agudo; con poderosas, evocadoras e ingeniosas imágenes en un par de líneas; en otros patina estrepitosamente al caer en cierta autocomplacencia que da por buenas hogueras de papel maché o al hacer de la muerte o el asesinato algo trivial, frívolo o incluso un mal chiste.
Resbalones que en ocasiones hacen tambalearse el libro, pero que al final no consiguen hacerle perder el equilibrio al ser más lo terroríficamente bueno que lo esporádicamente malo.

miércoles, noviembre 21, 2012

La muerte y la Dolce Vita Stephen Gundle

Trad. Pedro Donoso. Seix Barral, Barcelona, 2012. 496 pp. 21 €

Ángeles Prieto Barba

No hay recurso, ni personaje más conmovedor, a lo largo de toda la historia de la literatura, que la figura yerta de una joven hermosa, haya fallecido por propia mano o ajena. Recordemos a Ofelia, Julieta o Melibea. Tampoco nada más incitador y excitante que poder contemplar escondidos a una mujer guapa, en la plenitud de sus encantos, buscando el placer por sí misma.
Pues bien, estas dos imágenes contrastadas, la de la joven Wilma Montesi, cuyo cadáver apareció en una playa cercana a Roma en 1953 y aquella otra, más afamada, de Anita Ekberg en la fontana de Trevi en la película felliniana de 1960, compondrán este curioso volumen denominado La muerte y la dolce vita, que no es otra cosa que un libro de Historia. De Historia Social, en concreto, al igual que esos dos volúmenes, ya clásicos de la historiografía, como son El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg o El regreso de Martin Guerre de Natalie Davis. Es decir, libros que utilizan la técnica de estudiar atentamente un suceso concreto para, desde el mismo, retratar a toda la sociedad del momento.
Esa interesante sociedad analizada será la Roma de postguerra, una ciudad convaleciente aún de la miseria causada por la Segunda Guerra Mundial y los estragos de un fascismo que impuso como vía de ascenso social el clientelismo político. Lo que aquí llamamos el enchufismo. Si a esto añadimos la liberación del país, a manos de esos estadounidenses que traen, además del cine, movimientos sísmicos tales como el papel de la prensa, la cultura de la fama, el ocio, las actitudes ante la autoridad y el valor del dinero, tenemos todas las causas por las que este caso penal de Wilma Montesi, se convirtiera en el suceso estrella de la prensa del momento.
Una honesta joven de clase media-baja, fallecida tras haber sido trasladado su cuerpo inconsciente y virginal a la playa, posiblemente a causa de la ingesta de drogas, y posterior ahogamiento. Un caso que se cerró en falso y resurgió por el testimonio firme y honesto de una mujer, otra aspirante a convertirse en estrella cinéfila, el sueño de todas las jóvenes del momento: Anna María Caglio, quien señaló como seguro culpable a su amante, el hijo de un ministro del Gobierno.
Es sólo que prefiriendo no seguir revelando esta interesantísima trama a quien me esté leyendo, sí me gustaría señalar que ninguna obra histórica surge por casualidad, sino que es el historiador quien elige el tema que va a estudiar, en función de los acontecimientos que le preocupen o llamen la atención en ese preciso momento. Y Stephen Gundle no permaneció ajeno a esta influencia actual, siendo evidente el paralelismo entre este concreto suceso, de hermosas mujeres drogadas y la búsqueda de ascenso social mediante las relaciones sexuales con políticos, con el caso de Silvio Berlusconi, viejo libertino, quien a raíz de conocerse su relación con la menor napolitana Noemí Letizia produjo el mismo escándalo social en la Roma de nuestros días. Pero en ambos episodios terminó haciéndose la vista gorda. Señal de que las costumbres sociales son siempre lo que más tarda en cambiar, si hablamos de evolución histórica.

martes, noviembre 20, 2012

La abadía de Northanger, Jane Austen

Trad. Gillermo Lorenzo. Alba Editorial, Barcelona, 2012. 288 pp. 24 €

Victoria R. Gil

A los nueve años me enamoré apasionadamente de Maite Blasco y Juan Diego, y de la pareja a la que daban vida en nuestra única televisión en blanco y negro: Anne Elliot y el capitán Wenworth. En esto de los amores literarios, lo de menos es el sexo. Conozco a pocas personas que, tras haber leído Orgullo y Prejucio, no sientan igual pasión por Lizzy Bennet que por el señor Darcy. Y ésa es una de las causas por las que las novelas de Jane Austen resisten tan bien el paso del tiempo. La viveza que esta solterona (adjetivo aplicable en la época a toda mujer no casada que superase los veinticinco años) dedicada a sus labores confiere a sus protagonistas los vuelve creíbles y, sobre todo, inolvidables. No importa si lo son por su grandeza, por sus miserias o por todo ello, siempre perduran en la memoria.
Esa fuerza que traspasa el tiempo y el papel hace posible que sus novelas sean redescubiertas por lectores que poco tienen que ver con la burguesía rural en la que viven, unos mejor que otros, sus personajes. Porque lejos de esa literatura frívola y romántica que muchos aún ven en sus libros, cegados por los bailes de salón y el final feliz, Austen no pierde ocasión de dirigir más de una andanada contra las desigualdades de clase, la injusticia social o la subordinación femenina.
Empecé hablando de Persuasión, no me lo tengan en cuenta, porque fue la obra que me llevó a Jane Austen, para que luego digan que la televisión no fomenta la lectura. Pero ambas novelas, Persuasión y La abadía de Northanger, están relacionadas no sólo por haber sido publicadas en un único volumen tras la muerte de su autora, sino porque comparten paisaje, esa ciudad de Bath donde los ingleses iban más a ser vistos que a disfrutar de sus aguas termales.
Bath es el escenario perfecto para que Austen convierta en farsa la impostada coreografía social a la que se someten todos sus visitantes. «Cada mañana traía ahora consigo sus obligaciones. Había que recorrer las tiendas, había que conocer alguna parte nueva de la ciudad y había que frecuentar los salones del balneario, para desfilar de un lado a otro durante una hora mirando a todo el mundo y sin dirigir la palabra a nadie». Aquí llega la joven Catherine Morland, una de las protagonistas más peculiares de la escritora, ya que si bien comparte con el resto de mujeres austenianas su resistencia a encajar en el molde que tienen predestinado, carece de todas las características que deberían convertirla en la clásica heroína de novela. Sobre todo, de los relatos góticos tan populares, contra los que Jane Austen carga sin reservas.
Tras una infancia en la que Catherine prefiere practicar «el críquet, el beisbol, la equitación y triscar por el campo antes que leer un libro», la joven decide a los quince años prepararse a conciencia para «convertirse en heroína». Y lo hace leyendo «cuantas obras deben leerse para abastecer la memoria de esas citas que tan prácticas y tranquilizadoras resultan en las vicisitudes de una vida agitada». Entre las perlas que la afanosa muchacha recolecta están los versos de Thomas Gray: «Más de una flor brota y florece sin ser vista», y de James Thomson: «Deliciosa es la tarea de enseñar a caminar a la joven idea», y, por supuesto, alguna cita de Shakespeare, que siempre es apropiada como réplica.
Austen ridiculiza la enseñanza superficial que reciben las mujeres de su tiempo, encorsetadas no solo físicamente sino también por un aprendizaje que se reduce a leer, escribir, dibujar, tocar el piano y quizás, con suerte, algún idioma. Y lo hace con un humor y una ironía que lo mismo vale para reclamar más autonomía femenina que para desmontar los convencionalismos sociales o los matrimonios de conveniencia.
Empeñada en descubrir hombres misteriosos y esqueletos ocultos, Catherine afronta con indestructible candor las mentiras y las argucias de quienes la rodean, inmune a la realidad hasta que el mundo termina por mostrarse como es: interesado y manipulador.
En esta reedición en tapa dura de Alba, la editorial que con más mimo ha tratado a la autora en nuestro país, repite como traductor Guillermo Lorenzo, responsable de la versión publicada por Bruguera en 1983. Quizás por eso ha optado por basar su trabajo en la edición de Anne Henry Ehrenpreis (publicada en Penguin Classics) y no en la de John Davie (publicada en la Oxford University Press) como hizo en aquella ocasión, para renovar una obra que sigue siendo deliciosamente divertida dos siglos después de haber sido escrita.
G. K. Chesterton lo dijo mucho mejor que yo: «Jane Austen es el reverso mismo de una solterona almidonada o famélica. (…) Tras la fachada desapasionada de esta artista también está la pasión; pero su pasión, tan original, era una especie de alegre burla y de espíritu combativo contra todo lo que ella consideraba mórbido, laxo y venenosamente estúpido».

lunes, noviembre 19, 2012

El último tango de Salvador Allende, Roberto Ampuero

Plaza & Janés, Barcelona, 2012. 363 pp. 17,90 €

Pedro M. Domene

Esta es la historia del Doctor, o mejor dicho la intrahistoria de Salvador Allende, presidente electo de Chile, que en la mañana del 11 de septiembre de 1973 se dirige al Palacio de la Moneda porque todo indica que puede haber un golpe de Estado en marcha; y, también, la de Rufino, un singular asistente del político, compañero en un taller anarquista en su juventud, extraordinario testigo de una tragedia de la que dejará constancia en un viejo cuaderno escolar y, además, un fervoroso amante del tango, afición que contagiará al mandatario. Esta es, en realidad, la crónica de El último tango de Salvador Allende (2012), contada con ese buen ritmo, popular y profundo, con que se mantiene aun viva la mejor expresión de la música argentina.
Roberto Ampuero (Valparaíso, 1953), autor de una amplia obra narrativa, ¿Quién mató a Cristián Kustermann? (1993), Nuestros años verde olivo (1999) o Pasiones griegas (2006), se acerca a la historia reciente de sus país desde diferentes perspectivas, contando la vida privada del presidente-protagonista, su relación con Rufino, el asistente personal y panadero de profesión, o la vida secreta de los jóvenes disidentes Victoria y Héctor, y aun añade para otorgarle la intriga suficiente las indagaciones que lleva a cabo, David Kurtz, ex-agente de la CIA, que orquestó la conspiración en contra del presidente socialista por aquellos años. Kurtz volverá al país por expreso deseo de su hija Victoria, que está hospitalizada y allí mismo le hace jurar al padre que, cuando muera, busque a un antiguo amigo en Chile para entregarle sus cenizas. Treinta y cinco años más tarde, el ex-agente se enfrenta al recuerdo de su pasado en la capital chilena, repasará los escenarios de su anterior estancia con la simple ayuda de una foto y de un diario escrito en español que deberá ir traduciendo para buscar la pista del joven retratado junto a su hija. A media que avanza el relato, Kurtz se dará cuenta de quién es realmente el autor de ese diario, Rufino, el amigo y asistente del presidente derrocado, y el lector asiste así a una reconstrucción histórica de los difíciles días de Allende, enfrentado a la derecha chilena que considera sus reformas las de un comunista y, también, a la izquierda guerrillera y combativa, que verá en el presidente actitudes de debilidad y ante los acontecimientos pretende armar al pueblo. Cuando el político chileno acude a la U.R.S.S. en ayuda, Brézhnev le niega cualquier intervención tras la experiencia cubana, y así provoca una auténtica crisis en el país socialista; los Estados Unidos, atentos y bajo la mirada del presidente Nixon y el Secretario de Estado Kissinger promueven la caída del presidente electo apoyando el golpe militar encabezado por Pinochet. Al hilo de la parte documental, incluso histórica, Ampuero retrata un joven Allende universitario, con inquietudes anarquistas que conocerá a un mítico agitador Demarchi, un zapatero, a quien Rufino y él retratan como el maestro que supo enseñarles cómo entender el mundo, una instrucción que forjaría al futuro político y que ambos recordarán, años después, siendo ya presidente Allende y su mejor asistente, cuando transcurrido un largo día pasaban juntos las veladas de Tomás Moro, núm. 200, poco antes del golpe militar. El narrador ofrece, paralelamente, dos puntos de vista para hablar sobre el Chile contemporáneo, los argumentos de la realidad que vivió la gente cotidiana y las angustias del panadero que no consigue harina para hacer su pan, o la utópica teoría socialista con que sueña el político que no logra implantar en el país, y como añadido a toda esa compleja visión, las conversaciones terminan o, mejor, salvan la noche discutiendo acerca de las letras de los tangos y de sus intérpretes. En un retrato más personal, el panadero anotará las relaciones del presidente con su esposa Doña Tencha y sus amantes, Payita y Gloria Gaitán y, con el amor como trasfondo, subrayará esas intimidades comparando la vida cotidiana con una larga lista de sus intérpretes favoritos, Santos Discépolo, Carlos Gardel, Alfredo Lepera y Homero Manzi, muestra, por otra parte, de una realidad humana que Ramiro aviva con su entusiasmo musical. Mientras, Kurtz comienza sus pesquisas en la capital chilena, y conoce a Casandra, una famosa echadora de cartas, con quien inicia un curioso romance, pero en su desesperada búsqueda de Héctor se enfrenta a los fantasmas del pasado y descubre que sabía muy poco acerca de su hija adolescente, y de sus actividades en el mundo universitario en los meses previos a la sublevación. Ahora su investigación le permite ir reconstruyendo el pasado atroz de Héctor, y por añadidura las actividades clandestinas de su hija, cuyas pistas iniciales lo llevarán a Alemania, y tras algunos incidentes poco afortunados, de vuelta a distintos lugares de Chile, hasta que descubre que Amanda, la esposa de Rufino, es el eslabón de un final para completar su historia.
Roberto Ampuero concibe su novela, El último tango de Salvador Allende, como una interpretación del pasado con mucho de ficción, aunque subraya que lo más importante cuando se trata de hablar de figuras históricas es hacerlo con el más absoluto decoro, con toda la seriedad posible y, sobre todo, a través de una fina sensibilidad para que los personajes se manifiesten en toda la amplitud de sus sentimientos.

viernes, noviembre 16, 2012

Solo con invitación: Sólo tú, Jordi Sierra i Fabra

Destino, Barcelona, 2012. 480 pp. 15,95 €

Carmen Fernández Etreros

Sólo tú es la última novela juvenil del autor Jordi Sierra i Fabra: una obra sobre el poder y la fuerza del amor. Una novela ágil y dinámica en la que nos cuenta la historia de amor entre Beatriz, una estudiante de 17 años que comparte sus opiniones e ideas sobre la música en su blog, y Rogelio un hombre de 38 años, director de marketing en una empresa discográfica y que se encuentra perdido en sus relaciones tras la muerte de su esposa. Un amor que se plantea desde las primeras páginas como imposible y pasajero por la diferencia de edad entre sus protagonistas. Pero ¿entiende el amor de edad y de diferencias? ¿Entiende el amor de lo que opinen los demás? El amor, como llega a decir Rogelio, debe ser absoluto y tiene una fuerza imprevisible que no lo detiene, aunque queramos, ante edades o problemas insalvables.
Lo mejor de la novela para mí es la personalidad de la protagonista Beatriz, una estudiante que está terminando bachillerato y que todavía no sabe muy bien qué hacer con su vida. Una joven que a pesar de su edad tiene muy claras sus opiniones y gustos musicales que plasma todo los días en su blog. Beatriz tiene una familia con problemas desde que su padre se separó de su madre y emprendió una nueva vida. La protagonista además tiene una extraña afición que fotografiar a escondidas a las parejas que se encuentra en el Turó Park de Barcelona, para luego quemar las imágenes de aquellas que están enamoradas y así impregnar el ambiente de ese sentimiento.
El punto de encuentro con Rogelio será su blog donde un día por casualidad leerá Rogelio una crítica a BrainGlobalNoise el grupo que está lanzando su discográfica. Y lo curioso, y bien pensado por el autor, es que Rogelio no tiene tantos conocimientos sobre música como Beatriz aunque trabaja en la industria de la música.
Sólo tú cuenta con una historia bien narrada, con un ritmo muy ágil y unos personajes secundarios interesantes como Gonzalo el amigo cantante de la protagonista y Elisabeth su vecina y única amiga. También que Jordi Sierra i Fabra dibuja el panorama crítico del sector de la música en nuestro país: los cierres de las casas discográficas, la influencia de los blogueros y la importancia del marketing para el lanzamiento de los nuevos grupos musicales.
Una novela Sólo tú en suma que engancha y que va más allá de una novela romántica para adolescentes y que provoca en los lectores


Jordi Sierra i Fabra: "La mayoría de autores no seguimos modas ni tendencias, vamos por libre, escribimos lo que sentimos"

El escritor Jordi Sierra i Fabra es seguramente uno de los autores más prolíficos de nuestro panorama editorial. Ha escrito por ahora más de 400 novelas, muchas de las cuales han sido traducidas a veinte idiomas diferentes y entre sus innumerables premios figura el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. Cada año publica varias novelas y este 2012 nos sorprende con Sólo tú una novela juvenil romántica que nos sumerge en una historia sobre la fuerza del amor entre dos personajes inmersos en los problemas de la industria musical

Sólo tú es una novela romántica en la que el amor entre sus protagonistas es el centro de toda la trama, ¿vuelve el amor a la literatura juvenil después de tantos años de triunfo del fantasy?
—A mí es que siempre me pasa igual. Tengo una idea, la planifico, hago el guión, escribo el libro, y pueden pasar a veces meses o años entre eso y que se publique. Entonces a lo peor aparece en medio de una tendencia y dicen que me he apuntado a ella. O todo lo contrario, no tiene nada que ver, y alguien dice que no estoy al día. ¿Cuándo entenderá la gente que la mayoría de autores no seguimos modas ni tendencias, que vamos de por libre, que escribimos lo que sentimos, cuando lo sentimos y cómo lo sentimos, que no aceptamos encargos, y que es el azar el que determina estos aspectos? Es más: hay algunos autores que somos los que marcamos tendencias, como hice yo hace más de 20 años con mi forma de entender y escribir el realismo. Tengo al menos dos docenas, o más, de ejemplos ilustrativos. Cuando escribí Casting faltaban seis meses para que apareciera la primer Operación Triunfo, la de Bisbal, Rosa, Chenoa, etc. Menos mal que puse la fecha al acabar la novela. Sin embargo al editarse, en plena fiebre “triunfera”, no faltó quien no se dio cuenta de esa fecha y dijo que yo me apuntaba la moda. Hay que tener siempre en cuenta cuando se hacen las cosas. Enmarcar una novela en su contexto temporal es básico.
Entra AQUÍ para leer la entrevista completa

jueves, noviembre 15, 2012

Muerte en primera clase, José María Guelbenzu

Editorial Destino, Barcelona, 2012. 336 pp. 20 €

David Vicente

Hace poco, en una entrevista aparecida en un suplemento cultural de un periódico de tirada nacional, un escritor de los supuestamente literarios respondía ante una pregunta, cuyo enunciado no recuerdo, que él escribía ese tipo de literatura porque no había sido capaz de dar con un personaje como Hércules Poirot, al igual que Agatha Christie, para escribir la literatura que de verdad importa. Parece que J. M. Guelbenzu sí lo ha logrado con su inquisitiva juez Mariana de Marco de la que, con esta, nos ofrece su sexta entrega.
Muerte en primera clase es ya desde el propio título una novela que no oculta lo que te vas a encontrar dentro de ella: lo que algunos llaman peyorativamente (pero envidiando su fórmula en silencio, como las almorranas) novela de género. Además se trata de una novela que muestra sus referentes sin ningún pudor (algo, si cabe, más meritorio) y hace guiños a la novela negra más tradicional (por ejemplo, la de la ya citada Agatha Christie): crucero en un lugar exótico, gente con posibles abordo, desaparición casual…, y nuestra intrusiva juez que, como quien dice, pasaba por allí y no puede evitar meter las narices donde no la llaman para desbaratarlo todo. ¿Les suena?
¿Cuál es el merito de Guelbenzu, entonces? Pensarán ustedes. En primer lugar, ese: hacer que la fórmula funcione. En este caso ser capaz de mantener al lector pegado al sillón con el deseo de pasar página tras página para saber cuál es el desenlace final y una vez leída la última palabra que exclame: ¡Coño, quiero más historias de la juez Mariana de Marco!
¿Fácil? Cojan ustedes una receta de cocina cualquiera, síganla paso a paso y luego prueben el guiso. Seguro que no les sabe como en el restaurante carísimo donde lo probaron el día anterior ni por asomo. Pero es que además J. M. Guelbenzu, como los grandes chefs, no se limita a copiar la receta, sino que por el camino va dejando sin que apenas se note sus ingredientes propios para crear un nuevo plato. Es decir, un nuevo tipo de novela de suspense.
Además de una trama bien hilada que, como dirían los cineastas, mantiene al espectador agarrado a la butaca, Guelbenzu construye una historia donde desliza con maestría el retrato social. En esta ocasión de una clase acomodada en un mundo en puertas de la crisis económica, que recuerda por momentos al mismísimo Scott Fitzgeral. Y lo más importante, nos trae un nuevo investigador que huye del tipo duro sabelotodo o del extravagante genio deductivo. Una juez de una ciudad de provincias con un mundo interior lleno de aristas y recovecos que podría dar para otra novela de esas que sí les gusta a la crítica y que vamos descubriendo en cada entrega.
Intuyo que para regodeo de los lectores y disgusto (y envidia) de los más puristas nos quedan muchas entregas de la juez Mariana de Marco. Ya vamos por la sexta, que no es moco de pavo.

miércoles, noviembre 14, 2012

La bicicleta del panadero, Juan Carlos Mestre

Calambur, Madrid, 2012. 468 pp. 25 €

Ignacio Sanz

Las estrellas son para quien las trabaja. Mestre no para de sacarlas brillo al tiempo que se columpia como un volatinero en los cuernos de la luna. Poeta camaleónico, nos deslumbra con sus inquietantes saltos de pértiga y asistimos hechizados a sus propuestas en las que saca a la pista del baile a la cultura clásica, a la judía, el cine, el jazz, el cómic, la poesía simbolista francesa, los grandes novelistas rusos, la cultura popular, los amigos y hasta el padre que fuera panadero y repartía pan en bicicleta por las calles de Villafranca del Bierzo que, cómo no, también subyace en este libro subyugante que es también un alucinado juego de espejos. También a los lectores nos saca a la pista y nos pone a bailar.
Lo primero que sorprende e este tomo son sus casi 500 páginas, el más grande de los suyos. Un río torrencial en estado de gracia que se desborda por las orillas en una lluvia de metáforas. Pero no siempre llueve metáforas. A veces se vuelve contenido, casi sobrio, sin perder el hilo de la música surrealista y nos regala versos traviesos, transgresores como un niño locuaz y, sucintamente nos cuenta una pequeña historia en homenaje a personajes queridos como Rafael Pérez Estrada, que fuera maquinista de trenes que atravesaban de noche sobre un mar embravecido. Qué hermoso el poema que le dedica. O los magníficos retratos que hace de Lennon, Lezama, Helénides de Salamina o Pereira, el gran Antoñito Pereira, además de poeta de prosa menuda y mágica, casi, casi un segundo padre, vecino y paredaño del biológico y ferretero de profesión.
Una muestra de este tipo de poemas sobrios, salpicados de humor, podría ser el titulado “Kafkarrabias”:
«Sabes que nunca me ha gustado el fútbol/ Y me regalas dos entradas para la final de la Copa de Europa/ De sobra sabes que detesto a los novelistas de éxito/ Y me llenas la casa de espantapájaros y papel servilleta/ Mira que te dije que no se lo dijeras a nadie/ Y a todos le has contado por quien doblan las campanas/ Sabes que los caballeros me ponen la crines de punta/ Y pones a todo volumen la caballería rusticana/ No es que supongas a ciencia cierta lo sabes/ Tengo serias dificultades para regatear al contrario/ E invitas a tu cumpleaños a todos tus amantes jugadores de rugby/ Tienes razón, soy un quisquilloso aguafiestas, un kafkarrabias/ Que se besa en el descansillo con la Virgen de los Desamparados»
Casi todos parecen escritos en trance, bajo los efectos de una lúcida borrachera verbal. A veces, metido en la selva de las palabras, el poeta nos arrastra por un torrente de emociones, como en una hermosa canción de corro alrededor de un corazón volcanizado.
Cuando leo estos largos versículos, algunos con vocación de cuento, no puedo por menos de imaginarme al poeta recitándolos. Mestre, uno de los más estimulantes rapsodas que he conocido, dotado de una voz honda, como nieto de sastre, rompe las costuras gramaticales. Si no fuera porque parece un poco cursi podríamos decir que su voz es una bala que atraviesa el corazón. De ahí que cuando Mestre se sube al escenario y presiona sobre el fuelle de su achacoso acordeón, más que un poeta nos parezca la encarnación misma de la poesía. Como acaso pudiera serlo en su día otro ángel desbordado por la gracia llamado Federico: “En la habitación de al lado Caperucita se afeita cada dos horas y yo he de preparar la perforance si no quiero que me consideren un ingenuo representante de la Congregación de Rapsodas Difuntos.”
A veces Mestre se revela ácido e irreverente y se revuelve contra el entorno mostrenco de los eruditos que tratan de disecar la poesía en cajoncitos para cómodo pasto de críticos: «Cuando oigo debatir acerca de la poesía del silencio me descojono de risa.»
«Alto ahí, musas de la cantaleta: la actitud conservadora es aquella que nos plantea la imitación de un pasado establecido como norma de conducta: yo no escribo para echarle afrecho a los chanchos de domingo de Guzmán encaramado en los retablos de Berruguete.»
Leánlo. Déjense deslizar por este tobogán de emociones subversivas. La suya es una poesía sin orillas, un río de músicas libérrimas que nos empuja al frenesí.

martes, noviembre 13, 2012

El país imaginado, Eduardo Berti

Impedimenta, Madrid, 2012. 235 pp. 19,95 €

Carmen Moreno

Hace mucho que soy fiel seguidora de la literatura japonesa, no así de la china, y, a modo de muñeca rusa, puedo decir que soy fiel, sobre todo, de la de la primera mitad del siglo XX; pero, sobre todo, de la de Yasunari Kawabata, que fue el primer japonés en ganar el Nobel de literatura, y de Yukio Mishima, aunque en los últimos años me ha interesado Natsuo Kirino y mucho antes Murasaki Shikibu. Por lo tanto debo reconocer que no he leído jamás al Nobel de este año, Mo Yan, ni me ha interesado en exceso la ambientación en China.
Lo que más me llama de la literatura japonesa es la belleza que encierran sus páginas, o el escozor psicológico que provocan sus tramas siempre encaminadas al desenlace menos hollywodiense posible. De dicha belleza escapa Natsuo Kirino que invierte sus fuerzas en construir thrillers psicológicos que acongojan a cualquiera. Pero en la estela de las historias magníficamente construidas, lentas y hermosas está la novela de Eduardo Berti, El país imaginado.
Una novela que no es apta para lectores en busca de acción, y es muy recomendable para aquellos que buscan recrearse en las palabras porque Berti apuesta por contar una intensa historia de amor desde la serenidad de una adolescente china.
El argentino crea un mundo dual en el que la vida y la muerte son complementarias, no solo coexisten, sino que no se entienden la una sin la otra; la belleza y la inteligencia, no se niegan, como tampoco lo hacen el pragmatismo y los sueños. Y, de una manera inteligentísima, el novelista se lleva la historia a Pekín en los años 30, porque solo en un país como China, puede hacerse creíble que unas historias tan intensas no tengan más deslizamiento que el de la tranquilidad, el sosiego, la obediencia sin amargura.
Dice Alberto Manguel en el prólogo a la novela: «… la novela de Berti no quiere separar la narración psicológica de la fantástica ni al lector escéptico del crédulo.» Y yo, a medida que la voz de la abuela aparecía e iba dirigiendo los pasos de la nieta, no podía dejar de pensar en Sandman, la novela gráfica de Nail Gaiman.
«El soñado es el que ve. El que sueña cree que ha visto alguna cosa, pero tan solo lo cree a partir de imágenes que construye su mente al despertar.», dice la abuela en una de sus apariciones. Y a eso juega Berti, a confundirnos para que solo nosotros coloreemos la historia, porque las siluetas ya están dadas, pero falta saber qué colores le otorga nuestra mente.
Desde que el lector coge la novela puede intuir que va a ser, no una gran historia, no un inquietante thriller, no una convulsa revuelta de los personajes, sino algo bello. Y esto es palpable desde que tomamos por primera vez el libro, porque Impedimenta apuesta por hacer hermosa incluso la portada.
Una novela, la de Berti, que conmueve desde el interior, que planea no el desmoronamiento de nuestro mundo, sino la construcción de algo nuevo. Una novela que nos propone una mirada plácida y lenta sobre un tema que parece tan manido: el amor.

lunes, noviembre 12, 2012

En mi país desconocido. Diario de la cárcel, 1944, Hans Fallada

Trad. Christian Martí-Menzel. Seix Barral, Barcelona, 2012. 377 pp. 19,50 €

Ángeles Prieto Barba

Adentrarnos en un personaje tan curioso como este autor alemán, conlleva no pocas sorpresas literarias agradables debidas a su agudeza, pero además, este diario nos va a proporcionar una disección del nazismo social impecable. Sin duda, de todas las obras que a mansalva se están traduciendo y publicando, del hasta ahora desconocido escritor por estos lares, como las novelas Pequeño hombre, ¿y ahora qué?, Sólo en Berlin y la autobiográfica El bebedor, este libro es el que más información histórica contiene. Porque el contenido del libro, en definitiva, es un juicio moral al nazismo, un grito de protesta, un ajuste de cuentas frente a una sociedad donde buena parte de sus individuos no es que estén enfermos, es que son abyectos.
Un libro coetáneo a los hechos que fue escrito en unas circunstancias muy especiales, pues Fallada, quien durante todo el III Reich estuvo dando tumbos (alcoholismo, deudas, depresiones, crisis matrimonial, frecuentes traslados, pleitos continuados) finalmente terminó, en el periodo que va de septiembre a diciembre de 1944, ingresado en una cárcel psiquiátrica, lugar donde conseguió redactar milagrosamente este texto, junto con El bebedor, en 92 folios redactados con letra pequeña, en apenas inteligibles microgramas, y lleno de abreviaturas. Todo un reto para la traductora irlandesa del mismo que necesitó, para poder realizarla, disponer de todo un año sabático.
Muy interesante nos resulta que Fallada pisó en esta ocasión la cárcel no por delitos políticos, sino por la sospecha de haberle pegado un tiro a su mujer, durante una fuerte discusión, tras haberse divorciado. Pero parece ser que no fue así y, aunque la propia exesposa pretendió exonerarlo, no fue posible librarlo de la cárcel dadas las inquinas y desconfianzas que este autor había ido acumulando por donde pasaba. Diferencias con sus vecinos, jefes y allegados que Fallada nos detalla con suma amargura, salvo honradas excepciones que terminan emigrando, proporcionándonos crueles retratos que van desde la rentista anciana SP, quien lo denuncia a la SA por diferencias económicas, hasta el hipócrita alcalde Stork, un apasionado militarista que se libraba del ingreso en el ejército cada vez que podía, en uno de los episodios del libro más irónicos y conseguidos.
Pero sin duda, el mayor interés del libro, desde el punto de vista historiográfico, reside en el impecable retrato que efectúa del ministro de Cultura y Propaganda, Joseph Goebbels, dado que a raíz del éxito de unas de sus novelas se pretendió llevar a cabo una película que finalmente no fue realizada, motivo por el cual este escritor primero fue encumbrado y luego no pudo encontrar sitio artístico en el III Reich, al ser víctima de la competencia por el control cultural entre Rosenberg y Goebbels. Una relación de hechos muy interesante que despeja toda duda sobre la absoluta honestidad de Fallada, sobre todo al confesar cómo, al ser un escritor con cierto prestigio, se libró, por una falsa disfunción del corazón, de participar en el frente ruso.
En definitiva, nos encontramos con un texto muy valioso e interesante que ilumina más, aún más si cabe, toda la degradación moral que supuso el nazismo, culpas que en modo alguno quedaron redimidas con los Juicios de Nuremberg, pues se extendieron a la sociedad entera, incluso al propio Fallada quien decidió quedarse, encontrándose más cerca del dominio cultural de Goebbels de lo que quisiera. El amor a ese pueblo que regaló al mundo sonidos imperecederos, según sus propias palabras, bien caro tuvo que pagarlo.

viernes, noviembre 09, 2012

Baila, Baila, Baila. Haruki Murakami

Trad. Gabriel Álvarez Martínez. Tusquets, Barcelona, 2012. 464 pp. 22 €

Salvador Gutiérrez Solís

Bifurcaciones, laberintos, conductos, cercanías, caminos, atajos, pasadizos, túneles, encrucijadas, distancias, conexiones, conexiones, conexiones. Hablemos de conexiones. Mantengo una relación definitivamente bipolar, o de amor/odio —rechazo/afinidad—, con la literatura de Haruki Murakami. Conexión, puede ser. Hay libros de Murakami, algunos incluso vitoreados por la crítica como soberbios, deslumbrantes y demás adjetivos grandilocuentes, que no he soportado por diferentes motivos. Tras sesenta o setenta páginas he tenido la terrible sensación de estar perdiendo el tiempo, que, indiscutiblemente, es la sensación más terrible que te puede transmitir un libro. Por aburrimiento, por repetitivos, por excesivos, por raquíticos, por incomprensión, por desilusión, por inapetencia, por desconexión. Conexión.
Eso que se conoce como el “mundo” o “atmósfera” Murakami me ha parecido, con demasiada frecuencia, la excusa perfecta para rellenar una página tras otra y así disimular “que no tengo nada que contar”, insistiendo en los mismos personajes, modelos y situaciones una y otra vez. Aún así, siempre le he perdonado a Murakami el anterior “patinazo” y he tratado de reencontrarme con su literatura, o la literatura con la que conecto, en todas sus nuevas entregas. Buscando la conexión.
En esta relación tan particular que mantengo con Murakami, he de reconocer que estoy atravesando lo que podría definir como una “temporada dulce”, conectamos. Cualquiera de las entregas de 1Q84 me fascinaron, deslumbrantes en ritmo, narratividad, intuición, pulsión. Sensaciones que se han vuelto a repetir con Baila, Baila, Baila, que recientemente ha publicado en nuestro país Tusquets.
Curiosamente, no se trata de una nueva novela de Murakami, se publicó en 1988, continuación de La caza del carnero salvaje, de 1982. Es una novela que cuenta con 24 años, un dato que puede entenderse como una simple anécdota, pero que también nos puede servir para trazar o definir el proceso evolutivo de este autor japonés. Tiempo de conexiones.
Si llegara a considerar Baila, Baila, Baila como la mejor novela de Murakami estaría reconociendo que se ha producido una clara y manifiesta involución en su obra, que no es capaz de ofrecer en la actualidad mejores trabajos que hace 24 años. No es esa mi apreciación. En Baila, Baila, Baila ya podemos encontrar los grandes argumentos, el clima de eso que llaman “atmósfera” o “mundo” Murakami, y que tal vez haya necesitado de años para gestar en su plenitud, tal y como se comprueba en 1Q84. Ese Murakami conecta con el actual, es el mismo autor, la misma voz, pero ha aprendido a controlar ese ímpetu, esos vacíos y excesos que han conseguido que —yo— no conectara con parte de su obra.
Baila, Baila, Baila es la novela más “narrativa” desde el punto de vista de “contar” una historia de cuantas nos ha ofrecido Murakami. Una historia de conexiones y música que arranca en el enigmático Hotel Delfín, y que nos conduce por un sinfín de viajes, personajes de trazado certero y grueso, situaciones rocambolescas, a través de un joven periodista que se pasea por su particular abismo existencial. Sobrepasado, el protagonista aprende a “bailar” al ritmo que las inesperadas circunstancias le marcan. Y no puede —tampoco pretende— dejar de “bailar” si no quiere que las conexiones se interrumpan.
Bifurcaciones, Sapporo, laberintos, decimoquinta planta del Hotel Delfín, conductos, Kiki, cercanías, Yuki, caminos, Carnero, atajos, Makimura, pasadizos, Gotanda, túneles, una recepcionista, encrucijadas, seis esqueletos, distancias, Ray Charles, conexiones, Beach Boys, conexiones, conexiones. Hablemos de conexiones.

jueves, noviembre 08, 2012

Cartas a un buscador de sí mismo. Henry David Thoreau.

Trad. Antonio García Maldonado. Errata Naturae, Madrid, 2012. 164 pp. 16,50 €

Pilar Adón

Thoreau pertenece a ese grupo de nobles personajes históricos que se prestan a ser encuadrados en diversas cajitas de fichero bien etiquetadas, siempre disponibles para ser citados o sacados a colación en prácticamente cualquier circunstancia. El eremita de los bosques. El pacifista. El activista político. El precursor de la resistencia pasiva. El padre del ecologismo… Rótulos que se despliegan ante los ojos del lector para que este pueda elegir el más acorde a sus gustos, y que, sin embargo, reducen hasta la asfixia (no podía ser de otra manera) lo que fue la profunda búsqueda, el continuo planteamiento de posiciones diversas, incluso contradictorias a veces, que supuso la trayectoria vital e intelectual de Thoreau. En un mundo en que todos parecemos necesitar gurús, citas rápidas a las que acudir para crear nuestras libretas a modo de métodos privativos de autoayuda, Thoreau(1817-1862) podría alzarse como un simplificado director anímico, lo que no deja de sorprender (y hasta de asustar) ya que no hay más que leer sus textos para descubrir que, más que dar respuestas, lo que planteaba era un exaltada serie de preguntas. Como un perfecto buscador del significado de la existencia, de la intensidad y la verdad de la vida, las suyas no podían ser ideas dogmáticas ni sus opiniones recetas definitivas. Y, sin embargo, es en esa precisa indagación, en esa exploración de su propia incertidumbre, donde hallamos la mente preclara y profundamente atractiva de un hombre que quiso ir más allá. No en sus soluciones, sino en sus intentos: ahí reside su esencia y su innegable interés.
La correspondencia que nos ofrece Errata Naturae en una edición espléndida (brillantemente anotada por los editores) es la que mantuvieron Thoreau y Harrison G. O. Blake (el buscador de sí mismo al que alude el título) a lo largo de trece años. Ambos estudiaron en Harvard, pero no fue allí donde se conocieron sino, años más tarde, en la casa de Emerson. Blake había estudiado Teología y, como Emerson, ejerció el sacerdocio, abandonó los hábitos y disfrutaba de las largas conversaciones compartidas acerca de literatura, política y filosofía. Cuando, en uno de aquellos encuentros, Blake conoció a Thoreau, este mencionó ya su idea de retirarse a una cabaña que construiría él mismo cerca del lago Walden, en los bosques próximos a Concord, donde viviría durante dos años, desde julio de 1845 hasta septiembre de 1847. Pero sería sólo tras varios encuentros más cuando Blake se decidiera a escribirle. Sus propios textos no se conservan, aunque resulta sencillo adivinar sus aspiraciones, temores y recelos por las respuestas y nuevas explicaciones de Thoreau, quien, carta tras carta, reincide en la necesidad de buscar la propia identidad, la razón de ser en el mundo. Además de, naturalmente, en su tendencia a huir de la sociedad de los hombres.
En la fechada el 8 de agosto de 1854, escribe: «Encuentro, como siempre, muy poco beneficioso tener mucho que ver con los hombres. Es sembrar viento sin siquiera recoger tempestades: es recoger tan sólo una calma y una quietud improductivas». Y continúa un poco más abajo: «Emerson cuenta que su vida es tan improductiva y mezquina la mayor parte del tiempo, que se ve obligado a utilizar toda clase de recursos y, entre otros, a los hombres. Yo le digo que sólo diferimos en los recursos. El mío es alejarme de los hombres». Esta pulsión es una constante en Thoreau. El individuo optimista de cartas anteriores, el que camina y se deleita en la naturaleza de lo más pequeño, se repite el ideal una y otra vez, como si no pudiera permitirse olvidarlo ni un instante. Como si la mera sospecha de estar perdiendo el tiempo le hiciera enfermar. Así, igualmente, en uno de los escritos más inspirados, el del 19 de diciembre de 1854, tras haber llegado a la conclusión, después de echar un nuevo leño a su estufa, de que habrá quemado a lo largo de esa noche un árbol bien grande, se pregunta: ¿para qué? ¿Qué ha hecho con su tiempo mientras ese árbol le calentaba el cuerpo? ¿Ha conseguido algo? ¿Ha mejorado su alma?
Otras ideas frecuentes, y quizá menos aceptadas, son las que se refierena su escepticismoante la sabiduría del anciano, quien no por el hecho de serlo ha de dar necesariamente los mejores consejos, o a su tibieza ante lo que pueda suceder en tierras distantes, ante los acontecimientos foráneos, cuando con los más cercanos, con los propios del día a día, un hombre puede verse ya saturado. Su conclusión es la de que, al pretender «solucionar» desde lejos los conflictos de otros, los combates extranjeros, el hombre se evade, se esconde y muestra así su cobardía. En la carta de 20 de noviembre de 1849, declara: «Conozco mal la realidad de Turquía […] Prefiero hablar sobre el salvado, que por desgracia arrancaron de mi pan de esta mañana y fue arrojado a la basura. Es algo que me queda mucho más cerca». Y continúa: «No permita que los periódicos tomen posesión de nuestra vida».
Por último, y como obra literaria que indudablemente es esta recopilación de cartas, hemos de hacer alusión a la lujosa y perfectaexposición verbal que se exhibe en cada una de ellas. La belleza de la prosa resulta conmovedora: «He podido saber por los periódicos que ha llegado la temporada del azúcar. Ahora es el momento de ser una roca, un arce o un nogal». O, de la carta del 3 de abril de 1850: «Cuando nos sentimos fatigados en un viaje, soltamos nuestra carga y descansamos junto al camino. De la misma forma, cuando nos cansa el fardo de la vida, ¿por qué no abandonamos esta carga de falsedades que hemos aceptado portar voluntariamente y nos reponemos, como nunca hizo mortal alguno?».
Todo anima pues a que leamos a Thoreau. Y a que, a continuación, formulemos nuestras propias preguntas.

miércoles, noviembre 07, 2012

Madreagua, Antonio Agudelo

Ediciones depapel, Córdoba, 2012. 60 pp. 12 €

Verónica Aranda

«Habito la más honda claridad/ del sueño o de la muerte», dice Antonio Agudelo en uno de los poemas de Madreagua. Cada nuevo libro de este poeta inclasificable que ejerce la poesía como un sacerdocio, retirado en la soledad de los bosques, es todo un acontecimiento. Madreagua sale por fin a la luz en una edición ilustrada exquisita del sello cordobés Ediciones depapel. Lo onírico impregna este poemario que alcanza la madurez y depuración estilística que ya intuíamos en El sueño de Ibiza.
En la rueda de la vida el poeta “ha de morir muchas veces” para “escribir con la sangre” y finalmente alcanzar la experiencia iluminadora. Morir para “volver al vientre de la madre”, al primer balbuceo, a través de la experiencia purificadora del agua, de ahí la riqueza de símbolos contenidos en Madre-Agua. Agudelo nos trae epifanías en las que el yo poético ocupa la habitación más oscura del salitre y al modo rimbauniano puede ser “el niño conducido por relámpagos delante del cerezo”. Otras veces son soliloquios en la espesura de la noche, a los que llegamos a través de imágenes bíblicas o votos de depuración, como en el magnífico poema “El ruiseñor de Keats”, ahondando siempre en el las raíces de la existencia.
El autor nos invita “fuego adentro” para mostrarnos su cosmogonía, muy cercana al hinduismo, con sus ciclos de creación-destrucción y textos como las Upanishads donde el pensamiento se centra en absorber la luz, manifestación de lo supremo y de la pureza: “la luz entra como un relámpago en mis ojos y una paloma arde en su blancura”. De la explosión de la luz da comienzo la vida y la experiencia del ser humano.
Agudelo cuida cada palabra, se detiene en su transparencia, su dimensión sanadora, sin dejar de lado el compromiso: «¡Cállense los hombres que aúllan y devoran y / que la palabra vuelva a/ ser suavidad manjar celeste/ abismos que se transparentan en la altura!». Como destaca José Luis Rey en el prólogo, «el poeta parte hacia la Estigia acompañado de ese único objeto con que se honra la nada: la palabra poética.»

martes, noviembre 06, 2012

Enigmas con Jardín, José Luis García Martín

Ediciones Impronta, Gijón, 2012. 176 pp. 14 €

Hilario Barrero
*firma invitada

Enigmas con jardín es el título del último libro de José Luis García Martín. Es un título, valga la redundancia, enigmático, aunque en el libro predominan, entre otras muchas cosas, las “mentiras verdaderas”, la fantasía enredada con la cotidianeidad y el deseo con la realidad. Es posiblemente uno de los libros más representativos del crítico, poeta, traductor, diarista y profesor, en donde más cerca camina con sus fantasmas y con sus rutinas, en el que más se aproxima a la verdad todavía encubierta de sueños, de personajes imaginarios que viven en ciudades reales y personajes reales que viven en ciudades imaginarias. Encima de la verja parecemos leer esta inscripción: «Me gusta mentir con la verdad. Y decir la verdad con una sarta de mentiras».
Uno entra al jardín en busca de enigmas, como quien va en busca de la Esfinge, del Arca de la Alianza o del rostro de la muerte y sale perfumado, tocado por la gracia de la buena prosa, abrumado por el censo de nombres, ciudades, ríos, corazones, iluminado por una luz dorada, de esplendor y de belleza, agradecido, porque aunque en momentos el jardín era un campo de minas, no le explotara una de ellas mientras ensimismado recogía las páginas del libro. Uno pasea por el jardín y se encuentra con pequeños jardines que tienen su propia identidad, como el jardín chino y se siente mordido por las ortigas del ingenio breve y dos veces bueno: «Para el que sabe mirar, una vuelta por su jardín vale lo mismo que tres vueltas al mundo». Y en horas claras, en un lago imposible, hay góndolas y un puente que te lleva de Zamora a Cádiz, de Lausanne a Avilés y de Borges a Borges.
Enigmas con jardín no es, como viene siendo habitual en una parte de la nutrida obra de García Martín, una novela, ni un diario, ni un libro de relatos, de viajes, una colección de frases o pensamientos ingeniosos y, sin embargo, es todo esto y mucho más.
Ya a punto de abandonar el territorio pasas por el mentidero y de nuevo la flor menuda sin nombre, pero con un perfume fuerte de la frase aguda te deja marcado: «Me gustan los enigmas, no las soluciones».
Es fácil entrar al jardín, pasear entre sus líneas, perderse en los parterres de la prosa, oler la vida, sentirse arropado y seguro entre página y página. Lo difícil es salir, abandonar el territorio. Salir del jardín que cultiva José Luis García Martín es un poco como salir del paraíso. Uno lo abandona con más enigmas de los que tenía cuando cruzó el umbral y se atrevió a abrir la verja. Enigmas con jardín comienza con una singladura que el escritor hace a bordo del Creoula y que posiblemente sea lo más interesante del libro y termina con una duda dirigida a un lector del futuro: «Yo también estoy muerto, lector amigo, desde hace muchos años, yo tampoco soy nada fuera de estas palabras… seguiré soñando, en cualquier jardín del mundo, en cualquier biblioteca, con encontrar los versos que me aseguren el secreto de la inmortalidad, como si morir, morir enteramente y para siempre, no fuera lo único que los dioses envidian a los humanos». Se entra en un jardín o en una biblioteca en busca de la inmortalidad y se sale chorreando vida.


*Hilario Barrero, escritor y traductor, nació en Toledo en 1948 y vive en Nueva York desde 1978 en donde es profesor de BMCC, CUNY, una de las universidades de la ciudad. Como poeta ganó el premio Gastón Baquero con In tempore belli, (Madrid, Verbum, 1999). En prosa ha escrito los diarios Las estaciones del día y De amores y temores, Días de Brooklyn y Dirección Brooklyn.

lunes, noviembre 05, 2012

Tangram, Juan Carlos Márquez

Salto de Página, Madrid, 2011. 176 pp. 16 €

Ignacio Gómez-Cornejo Gilpérez

Se podría calificar de enorme hallazgo a este autor de magnífica prosa y admirable imaginación sin incurrir en la hipérbole. Ahora que parece que todas las parcelas de la literatura ya han sido conquistadas y colonizadas hasta la extenuación por los más rebuscados y superferolíticos estilos, por los géneros más bizarros y desustantivizados o por los más delirantes y desesperados recursos (como si el pozo de la literatura estuviera agotado y hubiera que sondar otros lugares como zahoríes dementes) hallar a un autor como Juan Carlos Márquez le hace a uno desposeerse de tales ideas y recuperar la agradable sensación de que la literatura es infinita e inagotable como la vida humana, y a veces emerge del aluvión de oferta literaria un autor fuera de los grandes canales comerciales para recordarnos que de ese océano apenas hemos hecho en mil años de historia de la literatura un cabotaje por sus concurridas costas. Con Tangram Juan Carlos Márquez se incursiona hasta las arriesgadas aguas del mar profundo y como su título indica nos construye un puzle chino o Tangram, un mosaico o más bien tapiz de historias entrelazadas a lo largo de siete relatos, cada uno de los cuales bien pudiera leerse de forma autónoma o bien leerlos seguidos —lo recomendable y casi inevitable dada su hipnótica prosa— de cabo a rabo hasta construir ese puzle o Tangram en que cada pieza irá acomodándose a su lugar dilecto, para disfrute del lector, convirtiendo la inverosimilitud y el desaguisado que en un inicio azora al lector en sorpresa creciente y emocionante, hasta alcanzar en el extático desenlace/final el somero orden de las cosas y las vidas relatadas bajo un nexo causal que se inmiscuye en diferentes y a veces antípodas caracteres, como el psicópata que busca sus nuevos pagos de crueldad en Islandia pero cada nueva víctima seleccionada se le va muriendo casualmente —el aparente azar, como regidor de unos destinos que están predestinados a obedecer un orden, como un Tangram. Pero un Tangram también es un puzle que puede tener diferentes disposiciones: como en el relato de la Liga de la Sinceridad (bien podría ser el primero), hermandad botarate de adolescentes aburridos que desencadenarán sin quererlo una hilación de sucesos y existencias marcadas por el devenir de su pueril e ingenua decisión hasta retrotraernos algunos relatos después (último relato: “Las gemelas”) a la límpida solución del secuestro de dos hombres por una obesa mórbida y terrorífica (primer relato: “El sótano”), antaño la diva del teatro Dori Galdaretxe y cuyo flamante esposo el famoso artista Gaetano Iabichino fue hallado muerto treinta años antes en una bañera de su piso de Milán (algunos relatos no están exentos de ciertas nostalgias, parece que la nostalgia o el recuerdo enquistado en las soledades también anega unas vidas incardinadas en el caos). De la casualidad a la causalidad este estupendo trabajo está salpimentado por las estrambóticas peripecias de algunos personajes antológicos; la novela toca algunos mimbres haciendo a su vez homenaje a algunos géneros: desde el relato de terror que no desdeña lo lúgubre o lo sórdido, pasando por la novela pulp o el relato de corte noir detectivesco, el recurso de novela negra americana o el relato costumbrista/mafioso en el que se basa “Crotone”, donde se relatarán las vidas de algunos calabreses bajo la sombra de la N’drangueta. Como hilo narrativo contaremos con una mano congelada (una especie de McGuffin) que como prueba casi fósil de su intrigante razón y destino irá poco a poco devanándose en su sentido, pero cuyo propósito no es otro que el de conducir estos siete relatos magníficos que dan su orden a la novela (la suma de las partes es mayor que el todo), como un cañamazo de vidas desquiciadas siempre unidas por una insondable soledad pero cuya génesis vamos poco a poco descubriendo: la obesa mórbida de trato aparentemente monstruoso y cruel, el psicópata que odia el mundo pero que guarda aún un rescoldo mínimo de humanidad en su necrosado corazón, el mafioso que extorsiona a sus paisanos los cuales parecen con todo rendirle respeto y cariño verdadero, el ladrón que será capaz de abandonar a su mujer por un tesoro enterrado o el inspector inmolado ante la vida de una diva pero cuya magia romperá como un rey midas inverso en el momento en que toque la verdadera piel humana y fría que representa el mito por el que está envenenado. Prosa magnífica que nos brinda brillantísimas metáforas e imágenes potentes, este autor parece un maestro para hacer maridaje entre humor y terror, o entre intriga y nostalgia, como si en el cupiera cualquier malabarismo narrativo.
En fin, celebro mil veces haber descubierto este autor al cual no es difícil vaticinarle éxitos futuros y del que recomiendo leer su Tangram publicado en Salto de Página. Como dijo Luis Alberto de Cuenca de otro brillante autor patrio tocado también por la gracia, “está condenado a escritura perpetua”.