viernes, diciembre 30, 2011

En casa. Una breve historia de la vida privada, Bill Bryson

Trad. Isabel Murillo. RBA, Barcelona, 2011. 671 pp.  25 €

Care Santos

Bill Bryson (Des Moines, Iowa, 1951) debe de ser un tipo curioso, siempre formulándose preguntas inauditas, como quién inventó el salero de mesa o por qué las camas en esta parte del mundo se sostienen sobre cuatro patas y siempre dispuesto a todo con tal de averiguarlo. Conocido entre los lectores de nuestro país por su anterior trabajo, el monumental Una breve historia de casi todo (2003), ahora es un propósito en apariencia más humilde el que alienta sus pesquisas. Sólo en apariencia, hay que advertirlo, porque en manos de Bryson, hasta los acordes más sencillos acaban convertidos en compleja sinfonía. 
En 1977, el autor norteamericano, su esposa y los cuatro hijos de ambos se instalaron en una nueva casa en North Yorkshire, Inglaterra, donde habría de residir dos décadas. La casa era una antigua y reformada rectoría dieciochesca con vistas a la campiña. Fue el descubrimiento casual de una diminuta apertura en el piso superior lo que proporcionó al autor la primera inspiración para este libro. Se trataba de una vieja ventana, disfuncional desde hacía mucho, desde la que pudo, por breves instantes contemplar "un mundo que conoces bien pero que nunca has visto desde ese ángulo". El día anterior había estado paseando con un viejo amigo arqueólogo que le había hecho notar la razón por la cual en el condado de Norfolk, escasamente poblado y no muy grande, hay 27.000 descubrimientos arqueológicos al año: "La gente", dijo el amigo, "lleva mucho tiempo tirando sus cosas por aquí... desde mucho antes de que Inglaterra fuera Inglaterra". Podría ser un buen resumen de este vasto e interesante trabajo que trata, resumiendo, más o menos de eso: de la gente, de lo que tira y del tiempo que hace de todo.
Las distintas habitaciones de la vieja rectoría sirven al autor para una división en capítulos que avanza por la casa así como por las distintas épocas que la conformaron. Aquí se cumple a la perfección aquella vieja máxima que asegura que en literatura lo muy universal puede alcanzarse desde lo muy local. Así, Bryson parte del vestíbulo para ir adentrándose en todas las estancias, incluidos el lavadero, la despensa, el vestidor y -por supuesto- el desván. Hace alguna parada curiosa: en la caja de los fusibles, por ejemplo, para continuar enseguida escaleras arriba y recorrer la planta superior. Ese paseo íntimo por su propio domicilio inglés nos invita a conocer la apasionante historia de lo  muy cotidiano, eso que nunca habíamos contemplado desde esa óptica, por seguir el razonamiento del autor. Así, Bryson da cuenta de los grandes cambios que afectaron nuestro modo de vivir -de la invención de la chimenea a la implantación de la electricidad, por citar dos momentos de gran trascendencia-, analiza la evolusión del gusto a través de los siglos, las excentricidades de las clases más pudientes, la conquista lenta pero asegurada del confort por parte de la sociedad, la interminable lucha contra las enfermedades y la suciedad en las distintas épocas... Y esta microhistoria le lleva irremisiblemente a hablar de los grandes emprendedores de la humanidad, desde los inventores a los viajeros o los empresarios, sus peripecias más arriegadas y a veces más exitosas y también sus grandes meteduras de pata.
El libro está lleno de curiosidades que son imposibles de resumir aquí: leyendo a Bryson se puede una enterar de las cosas más pintorescas: cómo el sedentarismo afectó negativamente a nuestros hábitos alimenticios y, consecuencia de ello, a nuestras aptitudes; qué existencia lamentable era la de una lavandera del finales del XVIII; por qué Londres era una ciudad oscura y gris durante la primera industrialización o quién fue el inventor real de la bombilla y por qué fue Edison quien se apuntó el mérito. Bryson siente simpatía por los tipos excéntricos, y se entreteniene en hablarnos de ellos puntillosamente. Así, conocemos a una gran variedad de inventores cuya aportación a la historia es mucho más relevante de lo que parece o de lo que la posteridad ha querido reconocer. También nos presenta un buen catálogo de tipejos indeseables, tocados de una genialidad que apenas les alcanzó para fastidiar al prójimo.
Pero acaso lo más novedoso de este libro, como ya ocurría en el anterior de su autor, sea el tono. Bryson es todo lo contrario a un jactancioso especialista. Su estilo destila ironía y sentido del humor., su visión de la historia y de sus moradores es casi irreverente de puro alejada del tono académico. Es como si fuera un pariente simpático que invitamos a almorzar y que en la sobremesa se divierte haciendo gala de su catálogo de curiosidades históricas y sus inmensas facultades para sacar punta de todo. Igual tardamos en volver a invitarle, pero mientras disfrutamos de su compañía, nos lo pasamos en grande.

jueves, diciembre 29, 2011

Las infantas, Lina Meruane

Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010. 151 pp. 19 €

Elvira Navarro

«Perrault, uf, qué feo nombre», dice una de las protagonistas del libro que aquí nos ocupa. Sí, en efecto, qué feo suena el nombre de Perrault, y qué tentación de jugar a las hipótesis descabelladas. Tampoco suenan muy bien los hermanos Grimm, con esa eme arrastrándose grimosa, por lo que podríamos aventurar, por ejemplo, que los insignes cuentistas estaban tan apesadumbrados por sus horrísonos apelativos que inventaban bellos nombres de mujeres-niñas o de niñas-mujeres, como Caperucita, Blancanieves o Gretel. Sin embargo, luego no podían soportar la música de esas sílabas, y las echaban a rodar en historias en las que había madrastras y brujas muy viejas que comían humanos. Además, y esto es otra hipótesis tal vez no tan descabellada como la anterior, la belleza tiene que ser castigada, ya que sus efectos son difícilmente controlables y no del todo morales. Encerrémosla pues en cuentos con moraleja, en museos, en críticas del juicio donde nos limitemos a exclamar “¡Esto es bello!” delante de cuadros y jardines sin rastro de sublimes románticos. Hagamos que se sienta en jaque y siempre a punto de menguar, como una actriz de Hollywood que acaba de cumplir los cuarenta. Y todo ello bajo el imperio de lo inteligible, la razón y lo serio. ¿Qué pasaría si un día las heroínas de los cuentos decidieran fugarse de las historias que protagonizan porque estuvieran hartas del precio que pagan por figurar? He aquí el modo en que he leído Las infantas, primer libro de Lina Meruane, que se publicó en Chile en 1998 y que apareció en Argentina el pasado año, en la editorial Eterna Cadencia. En él nos topamos con unas versiones de Gretel, Blancanieves y Caperucita llamadas Hildegreta e Hildeblanca, y que aquí son hijas de un rey del que huyen. Frescas, indolentes, sensuales, sexuales y tal vez también amorales (quién sabe si fue de este modo como las concibieron sus inventores), Hildegreta e Hildeblanca parecen reprotagonizar los cuentos a su antojo, y así el lobo está a los pies de Caperucita, y las viejas a las que les gusta la carne humana son comidas por un séquito de enanos. A pesar de que este resumen argumental lo sugiere, no hay en Las infantas un ejercicio de venganza, ni por tanto plan previo de los personajes o del narrador. Lo que reina, y perdonen que me repita, es el juego, o tal vez una lógica que me recuerda a unas palabras que leí recientemente en una entrevista a Julia Kristeva, y que dicen así: «Mi convicción profunda es que lo femenino y lo maternal tiene toda su originalidad por fuera del poder. Existen otras lógicas, si no más profundas, al menos heterogéneas a la superficie política y policial de la comunicación racional y racionalista. Se trata de lógicas del inconsciente, ritmos y polifonías de la música subyacente a la palabra y a la palabrería: un infrasentido, al igual que hay infrasonidos». Traigo aquí las palabras de Kristeva no para enredarme con lo femenino, sino porque este libro parece pertenecer a la lógica con la que se lo describe. Hildegreta e Hildeblanca están fuera del poder, es decir a salvo de todos sus efectos, tanto de los buenos como de los malos. Bien y mal son además categorías que en este contexto no tienen ningún sentido. Las supuestas hermanas carecen de familia, de origen, de hogar y de identidad, y no porque no puedan señalarse, sino porque son confusos. Ellas mismas se encargan, además, de destruir cualquier definición. También carecen de cualquier atisbo humanista, y ello es asumido por el lector como una paradoja en la medida en que éste sí suele decodificar desde lo que el lugar común define como “humano”. Por otra parte, las aventuras de las infantas, donde se despliega un lenguaje más cargado de imágenes y metáforas, aunque sin sacrificar lo narrativo, se saltean con pequeñas historias en las que el protagonismo no está claro. Dichas historias se presentan despojadas de la gracilidad casi poética del cuento infantil para investirse de un registro más serio, registro que vincula la narración con cierto realismo. Ya no son personajes de fábula trazando piruetas imposibles quienes se exhiben en paisajes legendarios, sino seres de carne y hueso que pasean sus malas relaciones con el padre, con la hermana o con sus cuerpos por unos espacios tan despojados que parece que estén siempre en un inmenso loft. El dolor, el miedo, la culpa y la sumisión son algunos de los elementos que vehiculan estas segundas tramas en las que los personajes, al contrario que Hildegreta e Hildeblanca, se entregan a la tragedia. La elipsis reina en las dos líneas argumentales, que pueden leerse como complementarias en la medida en que los temas se repiten, aunque habitando lógicas distintas que no necesariamente tienen por qué confluir. El sentido está aquí tan abierto que se presta a las interpretaciones que al lector se le antojen, y lo único que transpira cada página es una constante rebelión contra lecturas unilaterales. Mirad las capas infinitas de esta cebolla y lo que podemos hacer con ellas, parece decirnos el libro; celebremos este poder desconocido al que tal vez se llegue a través de juegos con los que no nos atrevemos. Gracias, Lina Meruane, por recordárnoslo.

miércoles, diciembre 28, 2011

Por problemas técnicos, hoy 28 de diciembre hemos tenido que faltar a nuestra cita diaria. Mañana estaremos aquí de nuevo.

Perdonad las molestias

martes, diciembre 27, 2011

Doble mirada: La memoria del gintonic, Antonio Báez

Talentura, Madrid, 2011. 120 pp. 12 €

1. Óscar Esquivias

A veces las fronteras que separan los cuentos de las novelas son difusas. Uno de los criterios para deslindar ambos géneros es que el texto pueda leerse de un tirón. De esta manera definía los cuentos Edgar Allan Poe (que sabía de lo que hablaba) en su ensayo Filosofía de la composición (1846), y añadía que así el autor podía asegurarse de controlar el efecto emocional que el relato iba a causar en el lector, algo imposible con un texto más largo cuya lectura debe necesariamente interrumpirse y reanudarse varias veces. Aceptada tal premisa, quizá deberíamos considerar La memoria del gintonic como un cuento largo y no como una novela, ya que si el lector se salta el prólogo y descuenta de la paginación los dos relatos con los que se completa el volumen, el texto se queda en unas ochenta páginas, escritas con tal desenfado y amenidad que se hace difícil no leerlo de una sola sentada. Quizá consciente de ello, el propio autor lo presenta bienhumoradamente como su «primera novelita».
El título (no muy afortunado, en mi opinión) de esta novela, novelita o cuento alude a la bebida favorita de una anciana, Eulogia, protagonista y narradora de la historia. También hace referencia a un asunto medular del libro: la conciencia por parte de este personaje de su pérdida progresiva de facultades mentales, de estar viviendo en un mundo poblado de recuerdos y de fantasmas (en su imaginación están muy presentes personas fallecidas, como su esposo Ernesto o su hermana Teresa, quienes se mezclan con las personas reales que la frecuentan, como su cuidadora africana Palmira, su hijo Carlos, su nuera Julia o su hermana Esperanza —presidenta de una Comunidad Autónoma—). La descripción del laberinto de la memoria en el que anda perdida Eulogia está trazada con mucho humor, pero también con inevitable —y creciente— dramatismo.
Hay además un juego metaliterario muy curioso. Eulogia quiere escribir una novela y para ello se apunta a un taller literario en internet. Gracias a la nota previa del autor y al prólogo de Cristina Cerrada y Leonor Sánchez, sabemos que el propio Antonio Báez (bajo el nombre ficticio de Eulogia) participó realmente en uno de estos talleres y las prologuistas fueron sus tutoras. Como tales aparecen luego en las páginas de la novela, convertidas en personajes, prodigando consejos y elogios.
Con estos mimbres tan variados construye Báez su primera novelita, plena de simpatía y de humor, con un fluir narrativo libérrimo. El autor tiene muy buen pulso para la escritura, aunque a veces flaquea la tensión del relato. También creo que trata a su protagonista más como un personaje que como una persona, excediéndose en la caracterización y descuidando su hondura psicológica. Pero estos reparos no empañan el interés y la calidad de un texto que apunta muy alto y que se lee, como Poe quería, de una vez, con gran placer, felicidad y emoción. Los dos cuentos que completan el libro («El regalo» y «Banquete») son muy breves y participan del espíritu de la novela (también se toman gintonics —este volumen lo podía haber patrocinado Schweppes— y hay un mismo trasfondo de mentiras vitales, vejez y demencia).


2. Miguel Baquero

Como declara Antonio Báez (Antequera, 1964) en la introducción de esta su primera novela: “La literatura que me interesa sirve para desalojar, despojar y vaciar ciertas habitaciones imaginarias llenas de trastos inútiles”. En gran manera, La memoria del gintonic, publicada por Talentura, es una crónica de ese desalojo, de esa sacada repentina y rápida de los muebles a la calle. Pero el lugar donde se lleva a cabo dicho desalojo, el escenario, en fin, de esta novela, es una casa desahuciada. En concreto, la memoria de una anciana que padece de alzheimer y que, como regalo de cumpleaños, le pide a su hijo la inscripción en un curso de literatura, para, por medio de la novelística, tratar de extraer y sacar a la calle, desde el fondo de una memoria que cada día se derrumba más, aquellos recuerdos, aquellos hechos o aquellas imaginaciones que un día conformaron su personalidad.
En La memoria del gintonic, todos esos elementos (“trastos inútiles”, a que se refirió el autor) son sacados con evidente rapidez, con urgencia, por una persona que a veces no consigue recordar el nombre de quienes se encuentran a su lado y si son personas que conoce o no. Aprovechando los raros instantes de lucidez, los ejercicios que le imponen sus profesoras del taller literario, la anciana protagonista va sacando a la carrera y bajando a la calle, exponiendo en los folios, lo que encuentra precipitadamente por su casa en ruinas. A veces son recuerdos lógicos y coherentes, pero también (o mejor sería decir: sobre todo), son viejas impresiones, fantasías donde lo real y lo ficticio se confunden, sueños recurrentes que desde siempre la han marcado. Desalojado todo a la carrera y a la intemperie de las páginas, el lector encuentra cómo todos estos elementos tienen, al fin, la misma categoría, cómo nuestras personalidades (la de la protagonista, la del autor, la del lector, la de todos) están formadas, a partes iguales, por hechos históricos que vivimos y nos dejaron huella, por sucesos personales, presencias hoy muertas, figuras ya perdidas, que nos marcaron con una impresión indeleble, pero también (o, repito, sobre todo) por sueños absurdos, por fantasías sin sentido, por imágenes que carecen de cualquier lógica. Eso también somos nosotros y eso también habita en nuestro interior.
Con una profunda empatía humana y una capacidad admirable en lo literario para introducirse en la piel de su protagonista, Antonio Báez nos ofrece en su La memoria del gintonic todo un ejercicio de literatura entendida no como una sucesión de páginas que, como suelen elogiar ahora los críticos, con evidente simpleza, “se leen de un tirón”, sino como un escenario donde ocurren los dramas humanos, a veces tan sencillos y conmovedores como la degeneración de una anciana y sus intentos por salvar del desastre siquiera sea una mínima parte de aquello de lo que un día estuvo compuesta.

lunes, diciembre 26, 2011

El códice purpúreo, Herminia Luque Ortiz

Paréntesis, Sevilla, 2011. 247 pp. 14 €

Pedro M. Domene

La narradora, Herminia Luque Oriz (Granada, 1964) afirma, con toda rotundidad, que en el siglo IV d.C. concurren acontecimientos que suponen una notable transformación cultural en Occidente, de una parte el triunfo del cristianismo que hará desaparecer el horizonte clásico de un desgastado Imperio Romano, de otra se afianza la no menos interesante consolidación de un nuevo formato libresco, el códice que sustituirá al tradicional rollo de papiro para así asentar definitivamente el pergamino. El códice purpúreo (2011), la tercera entrega de esta granadina, después de Piscinas de enero (2009) y Bitácora de Poseidón (2010), recrea ese final de época y la popularización del género epistolar, una novela histórica que ahonda en un aspecto textual poco reconocido y llama la atención de un lector acostumbrado a ese espacio narrativo que solo sopesa la posibilidad de recrear un tiempo histórico y una amena lectura. En esta ocasión, uno se enfrenta a una Historia documentada, de una amplia dimensión simbólica y tan efectista que nadie podrá desdeñar el eco de los mejores epistológrafos del momento. Señalaremos en favor de Luque Ortiz que tras el aparente relato de una suma de virtudes o de un modelo de vida cristiana, plantea una compleja trama que estructura en una alternada recreación epistolar que intenta, entre otros propósitos mucho más ambiciosos, desvelar la muerte de una joven virgen fallecida, aunque ese trasfondo sirva al mismo tiempo para denunciar una consolidación partidista y la secreta ortodoxia de una nueva espiritualidad con los claroscuros que se le otorga a la simbología religiosa, precisamente en unos momentos en los que el enfrentamiento entre viejo y nuevo cristianismo estaba tan necesitado de mártires como modelo de una vida entregada al sacrificio.
Herminia Luque ha realizado un virtuoso acopio de información para sumergir al lector en la apasionante confabulación epistolar con que sustenta su novela: una serie de misivas que intercambian algunos de los personajes principales de esta historia y que evocan el recuerdo y el entorno familiar de una adolescente, Ávita, extrañamente fallecida por un voluntario ayuno, cuando poco antes había anunciado su firme decisión de dedicar su vida a un adoctrinamiento espiritual, y frente a la insatisfacción o los peligros de la vida mundana con que pugnaba en su existencia. Su madre Honoria, que llorará su pérdida a lo largo del relato, será uno de los personajes con quienes amigos y allegados intercambiará una información acerca de tan lamentable pérdida, y así oiremos la voz de la amiga y afectuosa Flavia, un sibarita e interesado Licinio, o los doctos y teórico-doctrinales ejemplos del obispo Gregorio que conllevan la intención de rentabilizar la muerte de la joven para convertirla en un símbolo religioso de gran trascendencia. Todo un puzzle epistolar al que irán sumándose otros personajes de distintas clases sociales, una anatomía clásica, fidedigna y de época con que nos obsequia Luque Ortiz, donde fanatismo y muerte convergen al mismo tiempo, frente a esa pequeña historia privada, pero cuyos ángulos oscuros se amplían en la breve existencia de Ávita y en su modélica trascendencia posterior.
La prosa de este conjunto de cartas ofrece todas las características de un género que añade la visión de una época curiosa historiográficamente hablando, desde la perspectiva de ese filtro cultural que supone el códice como nuevo formato, la información pagana con que construye la actitud y el carácter de algunos personajes, las coordenadas sociales e históricas que aportan los datos de un auténtico Gregorio de Elvira, conocido autor de tratados sobre las Santas Escrituras desde las que pueden advertirse su firme voluntad antijudaica o el camino esgrimido con que adoctrina la vida de la joven mártir hasta alcanzar así una necesaria santidad, o incluso salpicadas las curiosas vidas cotidianas de las mujeres, tanto de damas como esclavas, el gusto por embellecer sus cuerpos frente a ese sentido pecaminoso que preconizaba el naciente poder eclesiástico. Resulta notable esa visión doctrinal del cristianismo primitivo y lo relacionado con la gnosis herética, sin olvidar las noticias sobre las reliquias de los hispanorromanos de enorme trascendencia en esta novela. Pero, sobre todo, El códice purpúreo ofrece fidelidad a una época donde la pérdida y el dolor se convierten para algunos de sus personajes en deseo, en esperanza de toda una vida, y añade un amplio conocimiento desde lo mundano a lo espiritual como muestra de las bondades de una fe cristiana que, desde sus comienzos, jamás se ha sentido segura en su proceder.

viernes, diciembre 23, 2011

Pictograma. El origen de la escritura china, Po Yen Chang

Thule ediciones. Barcelona, 2011. 96 pp. 13,90 €

Ignacio Sanz

Decía mi admirado Pereira, don Antonio, que hay cuentos cortos que lógicamente se leen en un momento, pero que te dejan un sabor perdurable que dura toda la tarde o todo el día, porque una vez leídos no te los puedes quitar de la cabeza. Y, vayas al cine, vayas al teatro o vayas de paseo, el cuento te persigue. Por eso él, irónicamente, decían que tenían el aliento de una novela rusa. Don Antonio.
El cuento que hoy traemos a colación es sencillo, la invención de la escritura china por parte de Cang Jie, uno de los sabios del viejo emperador. Qué fácil resulta venir al mundo con un código caligráfico ya incorporado a nuestra cultura. Pero no siempre hubo escritura. Precisamente de eso nos habla el cuento, de cuando no había escritura y los imperios metían la pata porque era imposible registrar las crónicas. Y se repetían los mismos errores. Una y otra vez. Y así, el emperador le ordenó al sabio que inventara un sistema sencillo para la transmisión de saberes. El sabio lo pensó mucho. Primero se fijó en la huellas que dejaba una paloma, luego en la que deja un ciervo sobre la nieve. Y por ahí comenzó todo, por las huellas. Resultó fácil, tirando de ese hilo hacer un ovillo grande, con la mirada puesta siempre en la naturaleza. Y así empezaron a nacer los caracteres pictográficos.
Lo bueno del libro es que nos muestra luego algunos de estos caracteres en los que descubrimos cierta analogía entre el perfil de una cabra, de un río o de una montaña y los pictograma correspondientes.
El último capítulo del libro se titula “El cuento no termina aquí”. Nos muestra la silueta de una lagartija, de un pavo real, de una araña o de una mariposa y nos invita a que hagamos su pictograma.
Un libro pequeño que puede dar juego para una tarde de largas invenciones creativas. No sabía yo que mi amiga Sonia Antón, que hace pictogramas maravillosos, había tenido al sabio Cang Jie, como antecedente lejano. No hay libro, este tampoco, que no enseñe algo estimulante.
Enhorabuena.

jueves, diciembre 22, 2011

Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins

Trad. Monserrat Gurguí/Hernán Sabaté. Libros del Asteroide, Barcelona, 2011. 216 pp. 16,95 €

Recaredo Veredas

El rescate de títulos descatalogados se ha convertido en una de las actividades favoritas de las editoriales españolas. La búsqueda, que hace unos años parecía imprescindible y ahora demasiado alimenticia, casi nunca regala obras necesarias. Una de esas gloriosas —sí, gloriosas— excepciones es Los amigos de Eddie Coyle. Fue escrita por el desconocido George V. Higgins en pleno apocalipsis hippie (1970) y, pese a que refleja el espíritu caótico y arbitrario de la época, no se deja arrastrar ni un milímetro por el barullo. El éxito del rescate también lo causa la actualidad: aunque la sociedad haya cambiado, la dudosa y pragmática ética de los personajes pertenece, con pleno derecho, a nuestros tiempos.
La novela está dividida en escenas que muestran el diálogo de dos o más personajes, sabiamente combinadas con atracos y traiciones. La acción no quiebra una estructura casi teatral en la que dos, como máximo tres, personajes dibujan la línea de lo visible y de lo invisible, las mentiras, las contradicciones y las intenciones ocultas en cuyo desvelamiento habita el suspense. Una bola de nieve que asfixia el destino de Eddie Coyle, un protagonista que confía demasiado en sus amigos, tanto que cree ciegamente en que no desconfiarán de sus mentiras.
Podría afirmarse que el narrador de esta obra se ausenta, tal es su parquedad y su supeditación al diálogo, pero nunca deja de estar presente. Como, por otro lado, ocurre siempre sea cual sea la presencia de la voz. Aparece, por un lado, cuando enmarca las escenas con sutiles pinceladas espaciales, definiendo así el entorno —los locos y fascinantes setenta, poblados por Panteras Negras, Hare Krishnas, hippies y amantes del soul—. Por otro cuando deja espacio para unos diálogos que, por su protagonismo, debían ser brillantes, expresivos y contundentes pero no tenían la obligación de ser geniales. Y lo son por su claridad, su ritmo, su contundencia —que mantiene el realismo sin degenerar en vulgaridad—  y por cómo definen la voz de personajes parecidos y distintos a un tiempo.
La soltura y aparente sencillez con que Higgins resuelve un cruce de tramas y subtramas de extrema dificultad demuestra su maestría. Además aporta una mirada sobre el mundo valiente y desengañada pero no cínica. Podría resumirse en una de las máximas, casi aforismos: La vida es dura pero lo es más si haces estupideces.

miércoles, diciembre 21, 2011

La noche del zepelín, Norberto Luis Romero

Literaturas Com Libros (Edición digital), 2011. 210 pp. 3,99 €

Miguel Baquero

Cada vez con mayor frecuencia, los libros más significativos de los mejores autores contemporáneos comenzarán a verterse en edición digital, para su lectura en eReaders. Se trata de una tendencia creciente a la que se ha sumado Norberto Luis Romero, uno de los mejores novelistas y cuentistas actuales. Esta edición de La noche del zepelín supone la oportunidad de reencontrarse con un autor de peculiar estilo, dueño de unas imágenes inquietantes y capaz de sumergir al lector en un universo cerrado y decadente un mundo de poesía al borde de la putrefacción, que es cuando las flores expanden su olor más penetrante.
La noche del zepelín está ambientada a principios de siglo, en un año sin determinar, en la época en la que los dirigibles surcaban el cielo y el progreso mecánico tenía bastante de prodigioso. En una extraña casa, donde las pulsiones más primitivas conviven con los autómatas más sofisticados, una turbia aventura amorosa desencadena una sucesión de hechos siniestros, una suerte de maldición que afectará, con mano indefectible, a sucesivas generaciones. Los protagonistas de la novela de Norberto Luis Romero se debaten a la espera de un soplo de aire fresco que limpie el aire viciado por la corrupción, pero ese soplo parece no llegar nunca, por más que los habitantes de la casa se rodeen de los objetos más delicados, del arte más sublime, de todo aquello que se supone mejor. Inexorable, pese a todo, la tragedia que cobró forma un oscuro día va avanzando página a página…
¿Qué hay tras la tumba de Alba Licornia?, ¿cómo fue realmente esa historia de amor de la que nadie quiere hablar y que parece haber cernido negros nubarrones sobre la casa?
La novela de Norberto Luis Romero es un poderoso y muy literario intento de presentar el conflicto siempre latente en la sociedad humana: por un lado, nuestro afán de progreso, de conquista de la Naturaleza, de triunfo sobre las más altas cumbres o las superficies heladas; de otro, los ancestrales fantasmas que nos recorren, los miedos atávicos que nos paralizan, los comportamientos instintivos, motivados por una inmemorial causa, que paralizan nuestro comportamiento. Individuos que se superan a sí mismos pero que, al mismo tiempo, son víctimas de negras historias familiares. Así es el hombre, en resumen; así es también esta novela (y de ello su notable calidad) y así es el formato en que ahora se ha presentado: la más moderna y puntera tecnología para albergar una historia pasional, uno de esos libros cuya lectura hace que un escalofrío, surgido de no se sabe dónde, te recorra la espalda y quede alojado en tu memoria.

martes, diciembre 20, 2011

La de Dios es Cristo, John Niven

Trad. Miquel Izquierdo. Papel de Liar, Barcelona, 2011. 374 pp. 18,50 €

Ricardo Triviño

El punto de partida de La de Dios es Cristo de John Niven es tan sintomático como la singladura del filme de Kevin Smith, Red State. Ambos tienen en común el uso del humor y la violencia para tratar el mismo problema. Sin embargo, donde el director ha grabado un thriller psicológico, el escritor ha plasmado una disparatada comedia de Mel Brooks.
Niven cuenta que Dios vuelve de unas vacaciones de pesca y se encuentra con un percal considerable. El Cielo es una especie de comuna hippie, como es lo habitual, pero abajo, en la Tierra, el odio y el fanatismo se extienden por doquier: grupos con pancartas amenazadoras en funerales de homosexuales, organizaciones que apedrean a los enfermos de SIDA que se acercan a las clínicas a recibir el tratamiento, tipos lapidando mujeres,... La única solución viable es volver a enviar a su hijo. Y pese a que Jesucristo recuerda el martirio que tuvo que pasar, le es imposible rechazar los designios inescrutables de papá.
Esta novela que mezcla road-movies con marihuana, crucifijos y rock and roll puede caer en el saco de la crítica vacía y faltona, ejemplo de una radicalidad que ya no sorprende y cuya ofensa parece más una broma de niños. Ni la trama ni el análisis son complejos. El autor escocés ha trasvasado la primera parusía a una segunda en pleno siglo XXI y el tema religioso es atendido desde un punto de vista maniqueo, con especial hincapié en el catolicismo y la cienciología. Sin embargo, la benévola figura del iluminado guitarrista JC, hijo de Dios, se hace querer. Su filosofía vital es envidiable pues sigue el único precepto que en realidad lanzó su Padre: "Sed buenos".
Su contrincante, en este caso, no es un Satanás suprahumano sino un terrenal Steven Stelfox, también protagonista de la primera novela de Niven, Kill your friends. Stelfox es el resultado de llevar al extremo a Simon Cowell, el directivo de Sony que hizo de juez antipático en American Idol y que, posteriormente, creó el programa X factor. Representa la codicia y el hiperindividualismo que han acabado dominando la sociedad, escollos contra los que choca el mensaje divino de solidaridad y comunión. Desgraciadamente, como pasara dos mil años atrás, será la intransigencia y no la avaricia lo que realmente pondrá contra las cuerdas la misión de JC.
Es triste ver que hay que resucitar los textos de Locke y Voltaire acerca de la tolerancia religiosa para recuperar la sensatez en la cacareada posmodernidad. Es triste ver que personalidades como Richard Dawkins o David Attenborough tengan que saltar a la palestra a defender la teoría de la evolución frente al creacionismo en las escuelas. Tantas obras anglosajonas ironizando sobre el tema no señalan más que una creciente relevancia de algo que no debería ser siquiera significativo si todo no estuviera torcido. La de Dios es Cristo, siendo una novela ligera, es una aportación necesaria porque muestra de manera gruesa las incoherencias de estas posturas fanáticas.
Con buenos golpes de humor, cuyos ganchos más dolorosos vienen de pequeños detalles y pequeños gestos, la tercera novela de Niven se agradece. Es, sobre todo, a través del buenrollismo que destila el protagonista que el lector va despojándose de su cinismo y entra en la novela. Su bondad sin restricciones da ganas de recuperar la fe, como mínimo, en la generosidad humana.

lunes, diciembre 19, 2011

Libro, José Luis Peixoto

El Aleph, Barcelona, 2011. 256 pp. 20,50 €

Ariadna G. García

La lectura de cualquier novela del portugués José Luis Peixoto (Galveias, 1974) implica un acto de reconocimiento y un ejercicio de purga. Nos vemos reflejados en sus páginas. Tenemos la certeza de haber encontrado historias semejantes a las nuestras, familias parecidas, episodios delicados y crueles análogos a nuestra propiedad realidad: los domingos en casa de la abuela, los deberes en la mesa de la cocina, la tensión de dos cuerpos explotando a escondidas, el descubrimiento de una nueva ciudad… Nos habla desde un espacio cultural común. Y por esa razón, sus novelas nos purgan, nos limpian por dentro: porque nos enfrentan a un mundo machista, a la ira de padres y maridos violentos, al desgarro que padecen las ilusiones… en definitiva, a los demonios que habitan con nosotros. Peixoto, a través de sus libros, nos exorciza nombrando los males ocultos en las cañerías más negras de nuestra sociedad.
Libro es su tercera novela publicada por El Aleph. Le anteceden Una casa en la oscuridad (2008) y la portentosa Cementerio de pianos (2007). En ésta, el autor se mete en la piel y en la mente del maratoniano Francisco Lázaro, primer atleta luso en participar en unos Juegos Olímpicos (Estocolmo, 1912). El discurso del corredor combina sus sensaciones físicas a lo largo de la competición con el recuerdo de ciertos episodios (ficticios, claro) de su niñez y de su juventud, y con el testimonio de la vida de sus familiares acabada la maratón, lo que no deja de ser un hecho sorprendente, pues la participación de Lázaro acabó en el kilómetro 30, tras desplomarse en el suelo; moriría después. Escrita con la minuciosidad y la delicadeza de un escritor que aspira a seducir a los lectores, Cementerio de pianos mezcla realismo mágico, novela romántica y novela de costumbres. La belleza de sus imágenes, su hondo lirismo, contrasta con la agresividad de algunas escenas. Se trata de una obra inolvidable.
La última, Libro, comparte con aquella el gusto por el detalle pequeño, la plasticidad. Pero supone un giro en el uso de la voz. La dulzura cede el paso a la ironía, la crudeza al sarcasmo, el deseo a la caricatura. Peixoto se interesa ahora por el asunto de la emigración: sus causas, los peligros del viaje, la integración, la ausencia, la añoranza, la memoria... La novela tiene un comienzo espectacular. Arranca en 1948, año en que Ilídio (de 6 años) es abandonado por su madre. Lo criará Josué, quien le enseñará el oficio de la albañilería. En la primera parte del libro, el narrador describe cómo es la vida de un pueblo portugués en los años 50 y 60: sus gentes, sus costumbres. Aquí la obra pierde fuelle. Muchas de las anécdotas son demasiado bastas o de una brutalidad injustificada. Es cierto que están al servicio de la caracterización de ciertos personajes sin demasiada cultura y extraídos de la Portugal más recóndita, pero el estilo hosco, bronco, de estas secuencias los convierte en arquetipos, cuando no en bufones. Sin embargo, a partir del día en que Ilídio se enamora de Adelaide (1964) y emprende el camino de la emigración ilegal para buscarla en Francia, la obra alcanza su mejor nivel. Peixoto vuelve a ser Peixoto. Con qué finura nos habla del sentimiento de culpa, de los sentimientos no pronunciados. Si bien es verdad que persisten las escenas incongruentes, el narrador se centra ya en el drama de quienes lo dejan todo por buscar una vida mejor en otra parte. El miedo, la incertidumbre, la lucha por la subsistencia, la poderosa atracción de la novedad, la tensión entre el pasado y el presente que asola a los personajes, la desilusión, las ganas de regreso… nos dejan páginas llenas de emoción que nos hacen pensar no sólo en la actualidad del tema, sino en la identidad de Europa.
Leyendo Libro emprendemos una aventura hacia el corazón de un drama personal, y hacia la modernización de un país. Medio siglo más tarde, no existen las fronteras entre Portugal, España y Francia. Pero la emigración ha vuelto a imponerse a la juventud ibérica. Libro es una fantástica excusa para reflexionar sobre la Europa a la que aspiramos. Una Europa por la que circulemos libremente, bien. Pero no sólo eso. Una Europa solidaria. Peixoto, con su obra nos dice que el pasado aún no ha quedado atrás.

viernes, diciembre 16, 2011

Butes, Pascal Quignard

Trad. Pardo/Morey. Sexto Piso, Madrid, 2011. 96 pp. 13 €

José Morella

Ulises pide que le aten a un mástil para escuchar a las sirenas. Los demás se tapan los oídos con cera. Todos excepto Butes, que al oír el canto deja su puesto y se arroja al mar. Pascal Quignard nos da, con la historia de Butes, muchas otras cosas: un acercamiento a lo estético como la auténtica experiencia radical humana. La música como una cuestión de vida o muerte.
Quignard explica que la primera vez que aparece el término análisis en griego es en el momento en que desatan a Ulises y lo bajan del mástil. Analizar significa desatar. Para comprender, pues, necesitamos desligar o destrabar. Es curioso, porque a menudo tenemos la idea contraria, la de que hay que relacionar cosas, conectar: atar. Pero tal vez Quignard nos pida precisamente no comprender sino des-comprender, descomprimir, recuperar lo que de animal hay en nosotros, volver a un “estado larva”, como él lo llama, a un recuerdo de lo original, del hábitat líquido del útero materno. Restar humanidad para, curiosamente, ganarnos lo verdadero humano. Quignard habla de una música diferente, de una música no-órfica oída antes nacer, dentro de la madre. Un ritmo previo a todo. La musica de las sirenas, la que hace que Butes salte. De alguna manera Quignard se aproxima al pensamiento de un modo oriental, extraño a su estilo posmoderno, tan francés, ese que tanto disgustaba a Harold Bloom. Para saber de qué va esto de la vida, parece insinuar Quignard, hay que recordar aquello que está desde siempre y que se nos olvida a fuerza de querer comprender, agarrar y controlar. Atamos y estamos atados. Trabados. No libres. Una vez recordado u oído de nuevo ese canto de las sirenas, se pone en perspectiva todo lo que no importa. Todo lo que perseguimos en nuestras vidas de modo compulsivo como si fuera lo más importante: no lo es. En algún momento de nuestra vida, igual que le pasa a Butes, quizá sea posible entender que, como dice el sabio vietnamita Thich Nhat Hanh, «ya he llegado. Ya estoy en casa. No corro más. He corrido toda mi vida». No hay nada que demostrar. No hay que competir. No hay que saber más. Es más sabio desprenderse de lo aprendido que seguir acumulando palabras que tapan el canto original. Butes se lanza al mar para poder escuchar de verdad.
«Allí donde el pensamiento tiene miedo, la música piensa», escribe Quignard.
En este libro se expresa, me parece, un cansancio de la representación, de esta manía de explicarlo todo, de sumar palabras, de explicar, de atiborrar nuestras vidas con más mente. La música, según Quignard, re-siente, no re-presenta. Música que brota como alarma interna. «La vida que llevamos es como una tierra extranjera», leemos en Butes. Hay algo más profundo, más nuestro, autóctono, que fuimos olvidando o tapando. Interpretando a Quignard —sí, ya sé, interpretarlo es ir un poco contra sus propias advertencias, sumar un intento de comprensión, no analizar en el sentido de desatar y desasirse sino en el de trabar de nuevo, trabar más aún— me atrevo a pensar en esas personas que cuentan que, tras pasar por momentos muy difíciles cercanos a la muerte, como accidentes, graves enfermedades o grandes pérdidas, sus vidas ha cambiado de un modo radical pero para bien. Parece que la cercanía con la vuelta al mar de Butes nos da una perspectiva inmejorable de lo que verdaderamente importa. De nuestras pequeñas preocupaciones, de nuestras pequeñas fatigas. Cae al suelo lo que nos sobra. «Romper las amarras, liberarse de todas las precauciones», eso es lo que se nos pide. Salir del escondite del pensamiento y, finalmente, vivir en el único lugar que nos pertenece por derecho. Mientras sigamos dándole importancia a las apariencias, comparándonos, juzgando con dureza a los demás y a nosotros mismos, creyéndonos separados del mundo, nada irá bien. Hay algo más antiguo que nosotros -más grande- que nos llama. Es necesario oírlo. Por eso Ulises no se tapa los oídos con cera y exige que le aten al mástil. Se nos sugiere que vivamos, pues, como Ulises recién desatado. Sin ansia, sin apego.
Los músicos aflojan la lengua, dice Quignard. Dejan una parte de su humanidad para recuperar otra cosa. Escuchando música y bailando perdemos identidad, y por eso somos libres. Es cuando recordamos lo perdido que nuestra identidad se fortalece y la libertad se va.

jueves, diciembre 15, 2011

Delirio, David Grossman

Trad. Ana María Bejarano. Lumen. Barcelona, 2011. 230 pp. 17,90 €

Coradino Vega

A David Grossman (Jerusalén, 1954) se le conoce sobre todo por ser, junto a Amos Oz, el escritor más prestigioso de su país, por su compromiso con el entendimiento entre israelíes y palestinos, por perder a un hijo en ese interminable conflicto y por su voluminosa última novela, La vida entera, que recrea todo ese mundo con cierta ambición tolstoiana. Sin embargo Delirio (originariamente publicada en 2002 pero traducida ahora en España) es una novela de interiores, en el mejor sentido de la palabra modesta, y hasta podríamos decir que de algún modo intimista; lo cual no resta para que su resultado sea mayúsculo, si por mayúsculo podemos entender lo que no abarca mucho, se centra en lo pequeño, pero está tan logrado y bien hecho que despliega ante nosotros otra forma de conocimiento: la óptica de una realidad que hasta ese momento nos había permanecido oculta. Delirio es una novela sobre la obsesión y los celos. Shaul está convencido de que su mujer le es infiel, y con una pierna escayolada viaja en el asiento trasero de un coche conducido por su cuñada Esti al lugar donde supone que se encuentran los amantes. Durante el trayecto, Shaul irá confesando cada una de sus sospechas y reconstruirá el adulterio de Elisheva en un territorio mental salpicado por pasajes subconscientes y líricos ―en cursiva― que tienen algo como de la danza de La consagración de la primavera de Stravinsky.
Dos son a mi juicio los elementos que convierten esta novela en una obra admirable: la creación de una realidad autónoma y la forma como se nos presenta. Uno no sabe si lo que se le pasa por la cabeza a Shaul es real, pero ¿qué importa? Delirio es la prueba de que el poder de la imaginación, el ensimismamiento psicológico y el objeto en el que proyectamos la atención configuran la realidad, esa en la que por ser percibida de una manera tan subjetiva no es exagerado afirmar que dos personas viven en dos mundos completamente distintos. Todo en Delirio es una realidad paralela a la real y sin embargo más real que la realidad misma. El drama hondo y subjetivo que padece Shaul constituye por tanto una verdad autónoma, la que conforma su punitiva forma de pensar y la tortura de alimentar las obsesiones: cómo envidiamos y agrandamos a quienes sólo nosotros dotamos del estatus de adversario, cómo la vida de los otros nos parecen siempre más apasionantes que las nuestras, hasta qué extremo pueden ser “creativos” los celos. Pero esa compleja realidad fracasaría literariamente si el autor no hubiese hallado la forma adecuada para revelarla. Y Grossman la halla.
El narrador de Delirio cuenta desde una tercera persona invisible sin parecer, como ha dicho Elvira Navarro, decimonónico en ningún momento. Su punto de vista está tan pegado a la conciencia de los personajes ―de Shaul sobre todo, pero también de Esti― que se funde con ellas en una suerte de monólogo indirecto. Y ese haz de imperceptibles mudas es el que crea su propia verosimilitud, una verosimilitud que no deberíamos contrastar con sus referentes exteriores sino con su lógica literaria, interna. Esa mixtura se ve realzada a la vez que ocultada por medio de una ambigua y magistralmente dosificada información, y por un estilo penetrante, tan funcional como poético, demorado e intenso, que deleita y escuece y no deja de sorprender a cada enunciado. Por todo ello, Delirio es una novela que nos exige los cinco sentidos, que crea sentido a través de un lenguaje (no de palabras, como diría Tranströmer), quizás en mi opinión demasiado perfecta. A cambio, nos ofrece un viaje interior que es también una forma de conocer el mundo.

miércoles, diciembre 14, 2011

La reina del burdel, Macky Chuca

VIII Premio Café Mon. Sloper, Palma de Mallorca, 2011. 116 pp. 14 €

Marta Sanz

Como si yo fuera alguien para perdonarle nada a nadie, tautológicamente le perdono a Macky Chuca sus excesos melómanos. La obsesión por hacer explícitos los fondos musicales de unos cuentos que yo no llamaría exactamente cuentos, aunque me molesta mucho la gente que pontifica sobre lo que un cuento es. Y una mesa es una mesa. Y una rosa es una rosa. Sobre su idiosincrasia. Le perdono a Macky Chuka el gusto por The Cramps y por Sakamoto y el enmascaramiento al que somete a Cortázar y a Calamaro. Se lo perdono todo porque La reina del burdel me ha gustado muchísimo.
Los ¿cuentos? de Macky Chuca son de esos cuentos que no se pueden contar. Son canciones largas pautadas al ritmo de atronadores tambores internos que nos abren las orejas. Los textos de Macky Chuka tienen que durar poco a la fuerza porque si durasen más serían insoportables a fuerza de lucidez y atrevimiento: nadie puede soportar tanta autenticidad de un golpe; tantas verdades en un coto cultural en el que la literatura —también las musiquitas— se guardan tras un cercado de frases hechas y simulacros. Encuentro una similitud entre las narraciones de Rita Indiana y los textos de Macky Chuca: la música es el ritmo de un inexorable reloj hacia la muerte; el sexo es un castigo y una liberación; el lenguaje es un juguete musical, un sonajero, un brutal xilófono que golpea un bebé gigantesco que aún no controla su propia fuerza: el lenguaje corta la realidad en rodajas, la funda; las niñas, desquiciadas por sus complejos de Electra, aman y odian a sus papis delincuentes, a sus papis mataperros, a sus papis camioneros, a papis cómplices de atildados amantes que las maltrataron, a inolvidables papis que una no puede aparcar al fondo de la infancia.
Los textos de Macky Chuca son voces que salen de un lugar vulnerable y rabioso —rabioso por vulnerable, golpeado, invisible— que se identifica con la feminidad y con el sexo y con el sexo de la feminidad. Hay represión, hay suciedad, personas a las que les huele mal el aliento, hay una sexualidad modernamente freudiana, emblemáticamente femenina, que solapa amor y muerte, debilidad y cólera, carne y espíritu —siempre maltratados—, impotencia y alarde, dolor y placer —of course—, culpa y ostentación, enfermedad y salud, higiene y mugre… Como en los relatos de otra autora nada despreciable, la boliviana Giovanna Rivero que, como Macky, es capaz de afilar los clítoris a través de las palabras demostrando que el erotismo o el sexo en la literatura trascienden la página y, en los buenos libros, a veces una pipa sí que es una pipa y se acortan las distancias kilométricas entre la voluntad y la representación.
Hay que tener la boca llena de dientes. Cortar la carne con cuchillo y tenedor. En el excitante e iniciático “Las chicas son huecas” el deseo es una forma del hambrey “abrir el apetito” es una expresión polisémica: una imagen que habla de una niña que come poco y que da con una llave para alimentar las otras bocas de su cuerpo,tancarnívoro, tan dulce. Cada cuento es un grito, una reivindicación, un despecho, un seguir avanzando aunque se lleven las botas llenas de lodo o se haya caído en un pozo de aguas fecales: “Las sobras frías del amor”, “Tarantela”, “Taradita deforme”, “La reina del burdel”. Macky Chuka no habla bajito. Su voz es desgarrada como ese rock que nada se parece a Pink Floyd. Pero también tiene mucho de Chavela y de algún que otro bolero tan emancipador como desesperado. Ahora nos queda preguntarnos si el sexo es de verdad tan, tan trascendental, o algo más humano, más a ras tierra. Como un pastelillo de carne o un animal de compañía: chihuahua, chuchillo, polilla, hámster.

martes, diciembre 13, 2011

Virginales, Maurice Pons

Trad. Verónica Fernández Camarero. Tropo Editores, Zaragoza, 2011. 108 pp. 17 €

María Dolores García Pastor

Para muchos de nosotros la infancia es ese espacio de la memoria al que regresamos cuando las cosas no van bien. Ese lugar lejano e idealizado que nos perteneció una vez y que siempre podemos revisitar a través del recuerdo cuando la vida nos duele demasiado. Maurice Pons, además, convirtió sus recuerdos de infancia en una maravillosa serie de relatos que vieron la luz en revistas mensuales y que acabaron reunidos en un volumen bajo el nombre genérico de Virginales. Cuenta el autor que vivió una época de “soledad y desencanto extremos”. Afortunadamente eso se tradujo en este viaje a la infancia en busca de las sensaciones y emociones que le pertenecían antes de la Segunda Guerra Mundial ya que, asegura, parte de su vida y su obra desaparecieron cuando en 1940 Alsacia caía en manos de las tropas del III Reich.
La infancia de Pons está repleta de lugares comunes por los que el lector se adentra sin oponer resistencia, dejándose llevar por la certera prosa de este escritor, una prosa desprovista de artificios pero llena de encanto. Como encantadores son los personajes que pueblan sus relatos. Niños, preadolescentes puros e inocentes no exentos de esa maldad ingenua intrínseca a todo ser humano, esa inocencia que empieza a despertar a la vida adulta y a los sensuales placeres de la piel. Y digo de la piel porque no pasan de ahí, de la visión, el roce y la imaginación, pero que se disfrutan tan intensamente como todo lo que acontece por primera vez, porque los despertares son así.
Narradas en pasado por niños que han dejado de serlo, las historias de Virginales tienen la capacidad de trasportarnos a la infancia. Ese momento de nuestra niñez en que sentimos una emoción desconocida al ver los tobillos desnudos de nuestra prima. El día de nuestra primera comunión cuando escapamos de las miradas indiscretas con nuestro mejor amigo para sentir el calorcito de su cuerpo o la proximidad de su respiración. Todos siendo niños hemos experimentado ese amor callado y doliente por algún adulto de nuestro entorno al que sabíamos que nunca podríamos tener. Fantasías ingenuas, ensoñaciones inocentes tan intensas que se convierten en únicas e imborrables por muchos que sean los años que pasen.
Diez son los relatos que conforman el volumen junto con un prólogo del propio autor que acompañó a la reedición que se hizo en el año 1984. En dicho preámbulo Pons nos habla de sus primeros escarceos con la escritura, de su concepción de la literatura, de su decisión de convertirse en escritor y de su debut gracias a estos relatos. El último de ellos, Los mocosos, sirvió de inspiración a François Truffaut para su película Les mistons (1957), el que sería su primer largometraje. El relato es maravilloso y sobrecogedor, una de esas lecturas que te hace entrar en la historia que te están contando y que tiene un final tan duro como inesperado que dejará sobrecogido al lector. Al menos eso es lo que le ocurrió a esta lectora.
Muy criticados en su primera aparición, mal vistos por editores y escritores consolidados en aquel momento, estos Virginales le valieron a su autor el Gran Prix de la Nouvelle. Este galardón no sólo le otorgó reconocimiento y prestigio a su autor puesto que hay quien opina que abrieron “una vía de renovación en la literatura francesa”. En cualquier caso se trata de literatura de la buena en frasco pequeño.

lunes, diciembre 12, 2011

La quema, Vanessa Gutiérrez

Ed. bilingüe asturiano-castellano. Trea, Gijón, 2011. 120 pp. 12 €

Alba González Sanz

Aunque Vanessa Gutiérrez (Urbiés, Mieres, 1980) no es ni mucho menos una novata en el ámbito de las letras asturianas, este volumen de su poesía en la editorial Trea permite que se dé a conocer más allá de las fronteras precarias de la escritura en asturiano. Así, en La quema la autora ha reunido una selección de poemas ya aparecidos en sus dos publicaciones anteriores (se trata de Onde seca l’agua de 2003 y La danza de la yedra de 2004, ambas en la editorial Trabe) junto con un puñado de inéditos que vienen a confirmar la consistencia y entidad de su universo poético.
Inicio entonces esta lectura como si de un poemario nuevo se tratara, pues de algún modo en ese concepto de incendio, de devastación, que evoca el título se entiende bien que lo que la autora nos ofrece es la selección salvada, un conjunto de textos que configuran su voz y que coherentemente pueden reproducirse aquí lejos del molde que los vio publicarse por primera vez.
La idea que articula la poética de Vanessa Gutiérrez es la pérdida, entendida ésta como un poliedro que afecta a la memoria, a la lengua, al amor y a la propia identidad. No es éste el lugar para ahondar en ello pero sin duda el artefacto lingüístico desde el que la autora se expresa (un idioma que no existe en lo oficial, con todas las complejidades que ello entraña) tiene en su tradición poética una preocupación recurrente por la falta, la ausencia, relativa a la expresión y al habla, pero también por inevitable extensión a las emociones y afectos (y la obra de Berta Piñán, también en Trea, sería el ejemplo perfecto de esto).
En el caso de Gutiérrez esa pérdida es central y sirve para construir un sujeto desprovisto de coordenadas, rotundamente solitario y ensimismado en su universo de palabras, de memoria contra la que lucha y a veces recupera; ante la que se asusta (porque puede ser muerte) pero ante la que no puede dejar de reconocerse. Entonces el amor es menos festejatorio que tímido, menos asidero que zozobra. Oscuridad y desgarro, vacío y dureza se dan la mano en los versos de una poeta que no se apiada de sí y por lo tanto, tampoco tiene miedo al moverse en los terrenos de la angustia.
En todo este componer lo que se salva del incendio, la médula de esa falta y ausencia de un lugar en el mundo, a esta voz poética no le van a servir los grandes discursos sino más bien los detalles, las pequeñas emociones o gestos o palabras que por un segundo rompen el férreo aislamiento en el que se encuentra. Y como muestra, el poema que abre el conjunto, "Patria": «Te escuché hablar con nostalgia / de la tierra que no tienes, / de la niñez perdida. // Yo, lejana, / como siempre, / no acertaba a contestar: / sólo pensaba que, si la patria es un temblor, / tú eres muchas, / muchas veces, / patria mía». Y pequeños temblores como fogonazos de luz en el delirio van tejiendo la trama de todo el poemario.
La pérdida viene de un conflicto que no es nuevo: salir de la historia en la que se nace para construir la propia y hacerlo, de algún modo, sin traicionar ni traicionarse. Paralelamente a La quema, Trea publica La cama, una obra en prosa que no podría definirse como narrativa pero tampoco como poesía (y en este punto, viene como anillo al dedo esa categoría desconocida de la cronilírica, que acuñó y usó únicamente Aurora de Albornoz hace ya algunas décadas) y en la que Vanessa Gutiérrez realiza un ejercicio de confesión y exorcismo donde la genealogía femenina de su memoria es puesta en valor y actualizada en su propia condición de mujer urbana, contemporánea, pero construida en un pasado que es campo y que es tradición. La quema en sus poemas tiene también reflejos del conflicto que genera esa falta de completitud que aqueja por completo a la autora y que es un motor poderosísimo de su literatura.
En La quema la poeta se narra porque desea contenerse, preservarse. En esa relación ambigua que construye con el pasado (lo necesita y lo teme al mismo tiempo), las palabras son el único lenguaje del amparo pero deben invocarse sabiendo que hay que escoger aquellas más ciertas, más auténticas. Y éstas, tratándose de una escritura que como he dicho se elabora desde una lengua sin papeles, ganan peso en cada escenario escogido: desde la familia al amor.
En medio del incendio, con cualquier paraíso pasado o futuro dinamitado por la propia voluntad, la poesía de Vanessa Gutiérrez se sabe necesaria. Saca fuerzas de su propia condena (lingüística, amorosa, filial o vital) y escribe en el poema "Desposesión": «Nunca me había visto antes tan sola. / Tan rastrera y olvidada. // Tan viva sobre todas las cosas». No hay victimismo aunque haya dureza en el propio diagnóstico: ese tránsito de la identidad familiar a la identidad personal se realiza aquí reconstruyendo todas las etapas del dolor, pero sin regodearse en ellas. En último término está en juego ese pronombre peligroso que es el yo, al que la poeta va retirando las máscaras, desnudándolo, para plantearlo en su ternura y debilidad y entonces sí darle un significado completo. En La quema el recorrido es del más al menos: de lo que sobra a lo esencial, de lo que nos oculta y autoengaña a lo que en nuestra desposesión nos hace fuertes.

viernes, diciembre 09, 2011

Fría revancha, Dan Simmons

Trad. David Luque Cantos. La Factoría de Ideas, Madrid, 2011. 288 pp. 20,95 €

Santiago Pajares

Fría revancha es una novela negra, pero su autor, Dan Simmons, no es habitualmente conocido como un escritor de este género. Los amantes de los libros de ciencia ficción le conocen más por la saga Hyperion, que en 1989 ganó los prestigiosos premios Hugo y Locus (este último lo llegará a ganar en cinco ocasiones), que acabó siendo una tetralogía. Durante muchos años, y esto lo sé de primera mano, su segundo libro La caída de Hyperion fue un ejemplar muy buscado en las librerías antiguas y tiendas de comics, llegando a convertirse en un ejemplar de coleccionista. Afortunadamente, ahora puede volver a encontrarse en las estanterías de las librerías incluso en edición de bolsillo.
Pero que Dan Simmons sea un conocido escritor de ciencia ficción no quiere decir que escriba sólo ciencia ficción. Ha hecho sorprendentes y muy celebradas incursiones en el género de terror (Un verano tenebroso, Los vampiros de la mente, Los fuegos del Edén), o la novela histórica (Drood, la soledad de Charles Dickens, El terror). La novela que nos ocupa, Fría revancha —Hard freeze es la parte central de una trilogía que comenzó con Fría venganza —Hard case—  y que acabará en 2012 con Hard as nails —Duro como las uñas— (Traducción libre).
Y es que si hay dos palabras que puedan ilustrar este libro son duro y frío. Duro por su protagonista, Joe Kurtz, un exdetective privado recién salido de una condena de doce años de cárcel por venganza. Un tipo salvaje, de pocas y contundentes palabras, inteligente, mordaz y culto. Y frío por el escenario, un invierno en Buffalo que anegará las calles de nieve y hará más visibles los rastros de sangre que va dejando según avanzan las páginas. Porque hay mucha sangre.
En cierta forma, Fría revancha es un libro lleno de tópicos. Podemos ver en Joe Kurtz trazas de hombres duros como Clint Eastwood, hombres que comen poco y beben y pegan mucho. Hombres que no necesitan dormir y aunque están cansados continúan adelante. Su secretaria, una mujer independiente y muy muy capaz es capaz de encontrar cualquier dato que nuestro protagonista necesite. Siempre estará dispuesta a lo que sea necesario, tanto alojar a clientes en su casa como a prestarle una moto para despistar a sus perseguidores. También tenemos a la chica, la última descendiente de una familia mafiosa proveniente de Italia que tendrá que luchar por el poder con las nuevas familias emergentes. Y tenemos un caso de asesinato encargado por un pobre hombre enfermo de cáncer que quiere vengarse del asesino de su hija antes de morir. Y nadie mejor que Joe Kurtz para encontrarlo. Entonces, si es tan típico, ¿por qué lo leemos? Es sencillo: Porque funciona. Porque es exactamente el libro que un amante de la novela negra quiere leer. La trama irá in crescendo hasta el final, donde todas las tramas irán convergiendo en una situación vertiginosa e imposible de resolver. Un enfrentamiento a tiros. Un combate a ver quién resulta más listo, quién es capaz de anticipar más jugadas de su oponente. Como un tablero de ajedrez manchado de sangre, nieve y con las piezas rotas por disparos. Y en cada casilla un personaje. Unos vivirán y otros morirán, pero todos, sin excepción, tendrán que esperar a ver cómo se resuelve la partida.
Aunque hemos tenido que esperar diez años para que se publicara el primer libro de la trilogía, en 2012 la editorial La factoría de Ideas publicará el tercer libro. Tendremos que esperar y tener paciencia. Tras leer el libro, sé que Joe Kurtz no la tendría.

jueves, diciembre 08, 2011

La generación beat (Crónica del movimiento que agitó la cultura y el arte contemporáneo), Bruce Cook

Trad. Esdrás Parra. Ariel, Barcelona, 2011. 306 pp. 19,90 €

Miguel Baquero

1971, Estados Unidos. Todavía reciente el “verano del amor” californiano, y en los oídos aún el eco del famoso festival de Woodstock, es el momento de preguntarse por el origen de ese fenómeno llamado “hippy” que ha pasado como un ciclón por la realidad norteamericana. Un periodista, Bruce Cook (1932-2003), crítico literario del National Observer, cree haber encontrado las raíces de esa súbita explosión de vida alternativa, de rebeldía refractaria a cualquier norma, de manera de estar en el mundo radicalmente distinta a la “conveniente”. Para Bruce Cook, el origen de los “hippies” se halla en unos escritores que hace no demasiado tiempo tuvieron éxito, estuvieron en la cumbre, pero casi de la misma forma rápida en que ascendieron volvieron a caer. Habla de los “beats”, unos autores que comenzaron a publicar en torno a los años 50 y cuyas propuestas estéticas y predicamentos de vida tenían mucho que ver con los de esta nueva generación que acaba de alterar a sus compatriotas y al mundo entero.
Esto, que hoy nos puede parecer hasta elemental, aún suponía un descubrimiento en los años 70, no tanto por la poca claridad de las pistas como por el olvido, para el gran público, en que habían caído los escritores “beat”. El libro de Cook, nacido, como se ha dicho, del intento de buscar el origen del movimiento “hippy”, se convierte en toda una crónica, posiblemente la más completa que se ha escrito, del movimiento “beat”. Siguiendo un método de periodismo literario, Cook cuenta con la ventaja, que estuvo vedada a autores posteriores, de poderse entrevistar con algunos de los supervivientes de aquella generación y obtener de ellos testimonios de primera mano, en algunos casos “in extremis”, por ejemplo en el caso de Kerouac, con quien se entrevista en su retiro de Lowell, en Nueva Inglaterra, apenas unos meses antes de que fallezca. Igualmente, en el libro se pueden leer entrevistas con escritores como Ginsberg, Burroughs, McClure o Gregory Corso, nombres capitales del “beat”.
Lejos de seguir una investigación fría y objetiva, periodista en el sentido más neutral de la palabra, la crónica de Cook cuenta con dos valores añadidos, como son la implicación del autor en el tema, la solidaridad y la admiración que pronto demuestra tener hacia los promotores del movimiento “beat”; y como son también los elementos de crítica literaria que vierte en el libro, las valoraciones estéticas sobre algunas de las principales creaciones de estos novelistas y poetas. El resultado es un libro cálido, entusiasta, una crónica que transmite en gran manera la fiebre que asalto a aquellos jóvenes underground que un día se propusieron enfrentarse a la cultura establecida. Los “beat” buscaron una forma de expresión radicalmente opuesta al academicismo y a la árida virtuosidad de quienes se tenían por los escritores formales, y mucha de la rebeldía, de la rabia, del afán rompedor de aquellos autores se ha trasladado y pervive en esta crónica, que enseguida (y por fortuna) toma partido por ellos.
Para Cook, los “beat” representaron, en su momento, no sólo la plasmación del genio norteamericano, basado en la individualidad y siempre reacio a las normas impuestas con todo su peso por las grandes organizaciones superiores, sino también la realización de un inconformismo que debería ser consustancial a la juventud. De ahí, posiblemente, su éxito fulgurante en los principios, y la difusión que el movimiento tuvo por toda Europa y el resto del mundo (para asombro a veces del propio Cook, que no esperaba esa repercusión fuera de Norteamérica). Tal vez es por eso, porque los “beat” tocaron esa fibra eterna, ese ansia de perpetua renovación en cuyo fondo se asienta la verdadera poesía, por lo que hoy, tantos años después, los escritores “beat” se han hecho un lugar en la literatura, condenando al olvido a todos aquellos escritores sosos y académicos que en su momento se burlaron de ellos y pretendieron ostentar el verdadero gusto, tan contrario a estos locos inspirados que cantaban a las drogas, al sexo y a la vida en libertad.
A manera de ejemplo, baste extraer lo que uno de los más afamados miembros del poder literario de entonces escribe a su vuelta del celebre recital de la Galería Six, de San Francisco, donde Allen Ginsberg acaba de leer por primera vez su enorme poema Aullido:
«Allen Ginsberg, con sus poemas que nunca demuestran suficiente talento ni mucho trabajo (…) tiene, de todos modos, contra la mayoría [de los poetas que intervinieron] el mérito de estar cruelmente justificado por su perturbación mental.»

miércoles, diciembre 07, 2011

Generación perdida, Francisco Castro

Pulp Books, Vigo, 2011, 150 pp. 16 €

Amadeo Cobas

Es muy atrevido Francisco Castro. Mucho, porque ya desde el principio de esta obra, en una introducción que hace, integrada dentro de la narración, suelta lindezas como que se pueden hacer cosas mejores que escribir: dormir. Y adornándose de este jaez logra restar protagonismo al oficio de escritor, aunque sin dejar de valorarlo, de reconocerlo, nada más y nada menos que afirmando «los escritores escribimos para vivir y para poder sentir, experimentar y hacer en el papel todo lo que no sentimos, experimentamos o hacemos en la realidad». Resumiendo, este letraherido, si en la segunda página del cuerpo de la novela es así de rotundo, concedámosle el beneficio de haber logrado su propósito, siguiendo a Borges, autor a quien cita con reiteración: provocar. Porque en esta introducción se gasta una retranca gallega aguda en doble acepción: afilada porque de verdad hiere, e inteligente porque inserta verdades (a veces) inconfesables, burlándose un poco, en ocasiones muchísimo, de la autocomplacencia que nos gastamos los que nos dedicamos a esto de la creación literaria y de lo que la rodea: «los manuales de literatura (esos libros inservibles)»…
Cuando nos introducimos en la novela, visto el prólogo, no sorprende el intervencionismo del narrador, que no deja en paz al lector aportándole artificio literario a la par que justificación de su proceder, mezclando vivencias personales del autor con la historia del protagonista, Ricardo. ¿Su alter ego? ¿Él mismo? Hasta Francisco Castro deja entrever esta posibilidad. Es ésta una novela que plasma su resultado y que aúna con detallismo (excesivo) el proceso de gestación; es decir, muestra la criatura nacida a la sazón que las intimidades que han desembocado en este parto. Es una novela vestida que desnuda sin pudor la estructura literaria creadora.
Casi podríamos decir que esta novela es un manual sobre cómo escribir una novela, desentrañando como desentraña aquí el escritor los entresijos, vericuetos y recursos de los que ha de valerse quien aspire a volcar sus experiencias vitales («su vida», como seguro que acotaría de este modo el autor, burla burlando), sus anhelos o imposibles para convertirlos en ficción literaria. Léanlo si es así, y disculpen las intromisiones del narrador, saramaguianamente desmenuzador, en la planicie que de otro modo hubiera sido la obra: los gallegos a veces somos un tanto retorcidos. Les garantizo que si les engancha irán pasando páginas y la sonrisa caminará de su lado. A veces, es cierto, una sonrisa triste, desvestida y salpicada de realidad cotidiana.
Hay restos de carmín de color sociológico diseminados entre los párrafos o, por mejor precisar, antisociología; o una muy particular, que entronca en la filosofía cuando augura: «hay que olvidar lo aprendido en la escuela para poder ser felices». ¡Casi nada!
Suenan los ecos de los ochenta: la movida madrileña y la movida viguesa, canciones inigualables, cantantes injubilables, juegos cacofónicos buscados aposta, un sinnúmero de citas literarias, autores de referencia, droga y rock´n´roll, mucha mucha policía. Todo esto se pasea por aquí.
Ah, igual se preguntan qué se cuenta en esta novela, si es que se cuenta algo. En efecto, algo cuenta Francisco Castro, algo trágico: cómo el consumo de heroína aplastó a media generación de jóvenes en un barrio de Vigo.
El fondo es muy crudo, de ahí la acertada fórmula que gestiona el autor para trasladárnoslo.

martes, diciembre 06, 2011

Barra americana, Javier García Rodríguez

DVD Ediciones, Barcelona, 2011. 171 pp. 15 €

José Manuel de la Huerga

Antecedentes para algún despistado (que quedan): dicen los que están al cabo de la calle literaria que fragmentarismo, culturalismo, imposibilidad argumental como manifestación nítida de la crisis de identidad del narrador/narratario/autor escondido del siglo XXI, distanciamiento, sorna, sentimentaloidismo y borrado concienzudo de fronteras entre géneros literarios y demás saberes (los sensibles de letras frente a los cuadriculados de ciencias), son señas de identidad de los firmantes de cualquier manifiesto pringado de nocilla. Manifiesto donde los abajo firmantes se sienten inclasificables y, por tanto, ofendidos cada vez que un raro lector los cuestiona como… posibles narradores traidores que abandonaron el barco de la desnuda poesía, críticos que no hacen críticas pero sí las cobran, novelistas que no escriben con pluma y papel sino que “twittean” con gorjeo microcuentístico…

Consecuencias y/o daños colaterales (1ª versión con perspectiva de scherzo y sfumato): Quien abra las páginas de Barra americana encontrará con profusión buenas dosis de los ingredientes enumerados en el primer fragmento de esta crónica casi novela. La lógica facilota nos encaminaría, por tanto, a encasillar, etiquetar (qué paz intelectual nos espera cuando uno etiqueta…, parece que dejamos la casa sosegada) a Javier García Rodríguez como un notable capitán de los tercios nocillos.

Más consecuencias (2º versión original subtitulada y citas a pie de página, sin citar a nadie —sic—): Sin embargo, paro, respiro, me detengo e inspecciono como cuadros de una exposición los capítulos dedicados a la estancia de un presunto yo narrativo, a muy finales de los ochenta, en una universidad perdida en el Medio Oeste americano. Entonces percibo que late algo más (y mejor) que las anotaciones compulsivas, imposibles de trabazón más allá del perímetro de una servilleta de cafetería, de un joven universitario castellano en la tierra de promisión literaria.
Cuando leía seguidos cada uno de los cuadernos que han venido siendo publicados en diversas revistas a lo largo de las dos últimas décadas (Iowa, Chicago, Florida, Minneapolis, Wisconsin, Harvard, y otra vez Iowa, con homenaje de por medio al santo padre nocillo David Foster Wallace) profusamente aliñados de citas y demás atracos a mano armada a escritores norteamaericanos, sudamericanos becados y españoles invitados (que dejan la cuenta sin pagar), pensaba en los versos de no sé qué poeta sobre lo que es la poesía. (Supongo que el efecto nocilla ha hecho en mí maravillas: leer un libro de impresiones y paisajes de un jovencito español en la tierra del todo fácil y rápido, y pensar en poesía es poco menos que la cuadratura del círculo de e-lectores…) Sí, esos versos que dicen que después que se van las metáforas, las rimas consonantes y asonantes, el ritmo y hasta la respiración del poeta… si queda algo, lo que queda es poesía.

Y, al fin, la crítica/novela, per se y por lo derecho: El mejor Javier García Rodríguez, o al menos el que a mí más me ha emocionado hasta olvidarme de que lo ha escrito él, es el narrador a calzón quitado: el detallista observador de Iowa, el emocionado que asiste a un partido de baloncesto, el alucinado en un concierto de gospell o de blues, el divertidísimo que toma nota de que a él y a otros siete los llevan a un hotel que es en realidad una casa de citas, el enamoriscado (o sea, enamorado hasta la médula que ha gloriosamente ardido) de una alumna de cursos de escritura creativa, el atento a los maestros del género de terror y de suspense en los campus del Medio Oeste, el que mira de lado, siempre con la mosca detrás de la oreja, pero al que terminan pillando embobado en la siguiente esquina de un país que es un verdadero monstruo…

Coletilla, adenda, coda y coca-coda: Es imposible escribir una novela al uso tradicional decimonónico (presentación, nudo y desenlace) sobre nuestra experiencia paleta y/o creativa en los EE.UU. Y lo que García Rodríguez, con sagacidad no exenta de ludopatía, nos ha enchufado ha sido un colosal puzle de más de mil quinientas piezas no apto para perezosos (de esos donde hay mucho cielo y mucho verde, o mucho color rosita de carne humana, y a ver quién es el majo que consigue armarlo sobre un tablero de ocumen encima de la mesa camilla de una madre a la gresca). Este libro es, querido Walt Whitman, la experiencia en carne fingida de un tipo muy parecido al autor, que casi podría ser él, y que rezuma humor, verdad y mentirijilla, sátira y una mirada atentísima sobre lo que terminaremos siendo los de este lado del charco, no con nueve horas de adelanto, sino con un par de días de retraso. Gracias por avisar, Javier. (Pero mucho me temo que ya estás llegando tarde).

lunes, diciembre 05, 2011

París en tensión. Urbanismo e insurrección en la ciudad de la luz, Eric Hazan

Trad. Sara Alvárez Pérez. Errata Naturae, Madrid, 2011. 168 pp. 15,50 €

Ángeles Prieto

Bajo las estructuras urbanísticas de las grandes ciudades, siempre en constante estado de transformación, se esconde una pluralidad de historias individuales que conforman nuestra historia social. Y sobre estas bases, Eric Hazan nos presenta París en Tensión, un ensayo muy inteligente compuesto por once artículos de longitud variada, cuyo resultado será una propuesta innovadora y válida para explicar los motines de la juventud periférica que obligaron al Gobierno galo a decretar nada menos que el estado de emergencia, algo que no había ocurrido desde muchas décadas antes, desde la guerra de Argelia.
Esas circunstancias especiales, que convulsionaron la imagen idílica, romántica de orden, control, limpieza y papel couché, esa que los turistas guardamos de París, motivaron un resurgimiento del pensamiento crítico en la intelectualidad francesa más brillante, la que proviene de la Ecole Normale y que ha marcado profundamente la historia del pensamiento europeo del siglo XX. Y en ese estilo, pero con una voz interesante y original, de acuerdo a sus propios orígenes, Eric Hazan nos trazará su tesis sobre las razones de tales revueltas, basándose en distintos episodios históricos de la ciudad que tuvieron gran relevancia: la defensa de París en 1814, las jornadas revolucionarias de 1848, la Comuna de París de 1871 o la ocupación nazi, faltando en su análisis un escenario clave: mayo de 1968, cuya sombra pulula sobre todos ellos.
La propuesta de Eric Hazan, cirujano galo de madre palestina y padre judío, hijo por tanto de la inmigración, consiste en trazar un retrato dinámico, lúcido y consistente de la ciudad en base a una lucha político-social constante, y aún no resuelta, entre el Centro de París y sus barrios periféricos, los banlieues. Porque éstos, compuesta ahora su población de numerosos inmigrantes magrebíes, africanos, chinos, turcos, ceilandeses o pakistaníes han estado siempre ahí, contenidos por una política gubernamental que impide el acceso de éstos al Gran Centro de París, sede del poder político, gubernativo, económico y social.
Pues desde los tiempos bonapartistas hasta ahora, pasando por aquella capital gala que conocieron Charles Baudelaire, Marcel Proust o Emile Zola, el esplendor de la ciudad celebrado en momentos álgidos de la última película de Woody Allen (la Belle Epoque, el París de Entreguerras), es como un espléndido queso adecentado que contiene y aleja a los elementos no burgueses, antes con puertas o murallas, ahora con grandes espacios vacíos que impiden la unión física del París más fastuoso con el que se encuentra más allá de la periferia.
Y para ello Hazan propone soluciones arriesgadas y solidarias, para esa evidente tensión social, como alejar a los arquitectos estrellas, alimentados por subsidios gubernamentales, decoradores al servicio del Estado de grandes edificios inútiles con fachadas de cristal o decoración de parques, y volver a construir viviendas y calles, en un artículo final brillante y humanista, que no debemos dejar de leer.
Para quien ame París, un libro necesario.

viernes, diciembre 02, 2011

El salario del miedo, Georges Arnaud

Trad. Encarna Castejón. Contraseña, Zaragoza, 2011. 208 pp. 16,90 €

Victoria R. Gil

«Casas medio derruidas, agujeros, charcos fangosos, terrenos baldíos sembrados de cubos de cemento revuelto, barro, charcas estancadas en plena calle. Una oscura capa de petróleo lo cubría todo a causa de los mosquitos y de la malaria. Al paso de los vehículos, salpicaduras viscosas manchaban con gran estrépito los muros».
Cinco años antes, el pueblo que describe Georges Arnaud en este párrafo de su novela más famosa, El salario del miedo, era un floreciente puerto de mar. Cinco años después está muerto. ¿El motivo? Los derechos de explotación petrolífera que posee la Crude and Oil Limited en esta comarca de Guatemala, a la que ha extraído su ilusión y su futuro al mismo tiempo que sus recursos, y con igual falta de escrúpulos.
En ese poblacho más allá de la desolación, malviven traficantes, putas y borrachos a la espera del negocio perfecto que habrá de sacarlos de allí, no importa a dónde, mientras sea en dirección contraria a la que llegaron. Embotados por el alcohol, y con el único alivio de un sexo de rebajas, aún confían en que no sea ésa la última parada antes del infierno, un destino que una inusual oferta de trabajo quizás pueda cambiar.
La compañía petrolera, con un incendio en marcha que amenaza consumir todas sus ganancias, busca el modo más rápido y barato de sofocarlo. El único problema es que para ello debe transportar tonelada y media de nitroglicerina por las carreteras peor asfaltadas y los terrenos más abruptos del país. ¿Camiones con medidas especiales de seguridad? Un gasto inasumible ¿Conductores expertos y seguros de accidente? Demasiado caros. La empresa no lo duda: mejor que se encarguen esos tipos dispuestos a cualquier cosa con tal de largarse de aquel agujero. «Apuesto a que por echarle mano al dinero harían el recorrido a la pata coja con la carga al hombro. Además, ¿dejarán herederos si saltan por los aires? ¿Y qué sindicato vendrá a buscarnos las cosquillas en su nombre?».
Comienza entonces el viaje de cuatro hombres en pos de mucho más que mil dólares. Encerrados en su particular infierno, dos camiones que quizás les terminen sirviendo de féretro, recorrer 500 kilómetros sobre una carga de nitroglicerina se parece demasiado a una ruleta rusa en la que el miedo nunca dará tregua. Sobrevivir sin volverse loco quizás sea la única tarea imposible.
Georges Arnaud, autor de la obra, sabía bien de lo que hablaba cuando escribió esta novela corta que habría de inmortalizarlo. Encarcelado por parricidio, aunque absuelto año y medio después, fue escritor, periodista y un vagabundo más de los que describe en El salario del miedo, tratando de sobrevivir en la Hispanoamérica de mediados del siglo XX. Su retrato de la Crude and Oil Limited se revela tristemente actual en estos tiempos de capitalismo feroz, donde se busca la máxima rentabilidad sin importar los daños colaterales que se provoquen, por lo que la decisión de Contraseña de rescatar este clásico moderno de la literatura universal, en otra cuidada edición como las muchas a las que ya nos ha acostumbrado, resulta de lo más oportuna.
La versión cinematográfica que realizó Henri-Georges Clouzot en 1953, reconocida como mejor película por la Academia Británica de las Artes Cinematográficas, la Palma de Oro de Cannes y el Oso de Oro de Berlín, ponía el acento, precisamente, en los abusos de la empresa norteamericana cuyos intereses son el motor de esta historia, hasta el punto de que parte del metraje de la película fue censurada en su estreno en Estados Unidos. Una versión más moderna, rodada por William Friedkin en 1977, contaría con Paco Rabal en el papel de uno de los arriesgados conductores, si bien no conseguiría eclipsar el éxito de la adaptación francesa.

jueves, diciembre 01, 2011

Crímenes, Ferdinand von Schirach

Trad. Juan de Solá. Salamandra, Barcelona, 2011. 187 pp., 15,50 €.

Julián Díez

Confieso un cierto prejuicio contra casi cualquier manifestación artística arropada en la etiqueta “basada en hechos reales”. Cimentado no sólo en los inefables telefilmes de hora de la siesta que la utilizan como reclamo, sino también en una infancia en la que el relato de historias reales estaba ligado a El Caso, revista truculenta que a mis ojos de niño era símbolo del cutrerío más abyecto. Más tarde, Truman Capote o John Berendt erosionaron un tanto esta sensación, aunque tal vez por deformación profesional sigo dando más crédito a la crónica periodística que a la novelización.
Todo esto viene a cuento porque Crímenes supone una tercera vía: son relatos a cargo de un testigo directo de los hechos, no de un profesional de la narración, y sin vocación autobiográfica; no desdeñan una visión subjetiva y el empleo herramientas literarias para poner en antecedentes de la historia, pero la implicación del autor es sólo circunstancial en ella.
Von Schirach es abogado defensor, y llega como personaje a sus historias cuando los hechos se han consumado. En todos los casos, para dar la cara por alguien que, según nos ha explicado previamente, se ha visto abocado al crimen: sometido a circunstancias insoportables, necesitado de sobrevivir, empujado por el amor. Las historias posiblemente estén trucadas, como lo está el papel de Von Schirach como benévolo espectador que tiende una mano para conseguir que sus clientes salgan lo mejor librados posibles. Pero la ternura con la que cuenta cada caso parece sentida, transmite verosimilitud, y consigue poner por completo al lector de su lado.
El primer relato, “Fahner”, resulta modélico al respecto, con la breve pero contundente descripción de la progresiva podredumbre de un amor para terminar en asesinato. “Summertime” o “El etíope”, dos de los relatos más largos e intensos, hablan del papel de la multiculturalidad en la sociedad alemana, con un aire fatalista que desemboca en la esperanza. También alguno de los relatos se queda en una descripción truculenta que no por real consigue sorprender a estas alturas, caso de “Verde” o “Amor”.
Para el lector encallecido de relatos policiacos, Crímenes tiene, además de su aire de verosimilitud y su estilo minimalista, expresivo con una economía absoluta de artificios, el aliciente de la descripción de los procesos judiciales alemanes, bastante distintos a los peliculeros estadounidenses pero también con matices respecto a los procedimientos españoles. Con todo, el entusiasmo con el que el libro parece haber sido recibido en su país de origen debe atemperarse a la espera de que Von Schirach sea capaz de trasladar este tipo de esquema y de estilo a más libros.